Y nuestro sueño finalmente se cumplió: los tres años de permanencia en Monasterio culminaron. Tres años largos, provechosos, insoportablemente lentos muchas veces aunque ahora, vistos desde su término, quisieran antojárseme breves y rápidos. Tres años fecundos, tres años difíciles, pero la dura etapa de aprendizaje había servido para algo. Éramos poetas. Ya nos podíamos considerar con pleno orgullo hombres de la Corporación; no importaba que el escalón que ocupábamos fuera muy bajo. Éramos poetas. La dificultad real estaba todavía por venir. Nos enfrentaríamos a ella en el futuro, cuando sirviéramos en una nave de guerra y cantáramos en nuestros versos la gloria y el poder de la Conquista. Poetas.
La gran ceremonia de nuestra coronación fue refulgente.
Lo más deslumbrante que yo haya podido conocer en mi vida. Casi una ilusión escapada de un cuento de hadas, de un libro de caballerías; maravillosa. Me resulta sumamente difícil describirla. Había que haber estado allí. Había que haberla vivido, sentido, visto.
Un día antes, media docena de astronaves orbitaron en torno a Monasterio —las mismas astronaves que más tarde se nos llevarían de allí—, y varias delegaciones militares bajaron a la superficie dispuestas a supervisar nuestro nombramiento. Los clérigos observábamos con ojos como soles todo el ajetreo de uniformes brillantes y desconcertantes órdenes parecidas a ladridos. Aún nos faltaba acostumbrarnos, pero para esto siempre habría tiempo. La coronación era lo importante, lo que nos hacía permanecer despiertos cada noche. Ni siquiera la posibilidad de que ya nunca volveríamos a encontrarnos nos perturbaba tanto.
A mediodía, vestidos con armaduras de fibra de cristal, muy hermosas pero terriblemente incómodas, los clérigos empezaron a encaminarnos, en una estructurada fila doble donde cada movimiento había sido ensayado y previsto mil veces, hacia el Altar de la Ceremonia, hacia el templo cuyas puertas ciclópeas nos esperaban abiertas, semejando una boca de treinta metros que nos esperara pacientemente con intención de engullirnos. Soldados de asalto en uniforme de gala escoltaban nuestro camino, y varias escuadrillas de interceptores monoplazas volaban bajo, entrando y saliendo fugazmente de la atmósfera, en lo que ellos consideraban, a su manera, un saludo. La Corporación no había reparado en gastos.
Dos generales de conquista, erguidos en sus armaduras negras salpicadas de condecoraciones, escoltaban al padre Hurt, el nuevo abad, en el presbiterio. Detrás, bajo un tapiz con el emblema de la Corporación, se barajaban los demás monjes. Serían nuestros introductores, nuestros maestros responsables en la ceremonia. Iban todos vestidos igualmente con hábitos de gala. No recuerdo si había música, pero yo la escuchaba, de cualquier forma.
Uno a uno, los clérigos entramos en el santuario. Atravesamos los pasillos hasta quedar frente al grupo de monjes y guerreros. Allí nos detuvimos, con supersticioso temor. Era la primera vez que veíamos por dentro el gran recinto del Altar. Sólo se abría cada tres años, para los actos de la Ceremonia. Las altas paredes terminaban en bóvedas sobrecogedoras, y sobre los arcos retorcidos había gárgolas de terrible aspecto, disfrazadas en la luz apenas esbozada. Pude apreciar que no eran monstruos, sino representaciones de soldados y frailes, agarrados a espadas tan anchas como mi cintura, con ojos vacíos de mármol y yeso, en actitudes severas de momias petrificadas o en éxtasis incómodos que parecían anunciar un súbito aliento de vida. Había en el ambiente una fragancia familiar, unida al dolor desagradable del vacío y la humedad, pero no era opio, sino incienso.
Hroswitha se separó del resto y dio cuatro o cinco pasos tímidos. En la arquitectura hiperbólica que nos anegaba, la vi pequeña. Fue la primera en ser coronada. No en vano había sido la mejor, el número uno de todos los clérigos. Mi querido pelirrojo fue el segundo. Ya he dicho antes que era un tipo listo. A mí me correspondió el cuarto lugar. No es un mal puesto si se considera que éramos casi doscientos.
Cuando llegó mi turno, el padre Espligarés, mi introductor, me tomó de un brazo y me hizo avanzar hasta el pie de las gradas. Allí me arrodillé, con la cabeza gacha. Uno de los generales desenvainó con parsimonia su larga espada de auténtica plata y con ella el padre Hurt me golpeó suavemente sobre los hombros, como si temiera cortarme en dos trozos. En ese instante apreté fuertemente contra mí el libro insignia: La Eneida. No era mi epopeya favorita, pero la apreciaba igualmente. En aquel momento de gloria me hubiera dado igual tener en las manos un libro del propio Orfeo. De los tres grandes cantos épicos del tiempo remoto prefería La Odisea. Admiraba a Ulises, porque era un héroe humano, inteligente. Su arma principal serían mis armas: la inteligencia, la palabra. Pero el viejo marino errante no podía acompañarnos a la ceremonia de coronación. El clamaba por el retorno a casa, y nosotros no podríamos regresar a Itaca. La vuelta al hogar no era nuestra labor en la Conquista. Ni el sitio de ciudades como Troya, la sagrada Ilion, aunque todos los personajes fueran héroes valerosos que combatían sin temor a la muerte, ofreciendo sus jóvenes cuerpos en un vano culto a la gloria. No. Nuestra misión no era la del bravo Ulises, de quien me fascinaba su valentía en el Canto Once: su evocación a los muertos; su falsa humildad de hacerse llamar Nadie. Nuestra misión no era la de Héctor, cuyo cariño a Andrómaca tan bien comprendo, ni la de Aquiles, cuya ambición de sangre tanto aborrezco. Nuestra misión era semejante a la del valiente Eneas. Salir de una casa y fundar en otra tierra una patria nueva. Nuestro trabajo era contar de cerca los sucesos de una fundación. Eneas y sus descendientes habían creado un nuevo imperio. Nosotros seguiríamos sus huellas. La Conquista era el fin, el destino, la última patria. Por esto, La Eneida era nuestro emblema, por ser a la vez compendio y creación de los otros dos cantos. Lástima que la historia no registre quién fue su autor. Sic transit gloria mundi, muchacho.
El padre Hurt alzó entonces la corona de laurel y me la ciñó suavemente en la cabeza. Después me hizo incorporar. Todavía recuerdo con nerviosismo sus palabras:
—Levántate. Ponte en pie, Hamlet Evans, poeta, aedo, servidor de la Conquista. Que tu pluma actúe como una espada y la Corporación no se defraude nunca de ti. Marcha pues, muchacho, y buena suerte.
Doscientas veces repitió el nombramiento, con las variantes propias del nombre de cada nuevo poeta, y cuando hubo terminado de hablar y las pálidas luces azulinas iluminaron toda la nave, dejando apreciar más claramente las figuras de las bóvedas, uno de los dos militares, el de mayor graduación, dio un rudo paso hacia nosotros y, ocupando el atril, nos espetó:
—Poetas, este día debe quedar grabado a fuego en vuestros corazones. Habéis costado mucho dinero a la Corporación; manteneros ha sido un lujo únicamente soportable por el buen funcionamiento de los soldados en la labor de Conquista y porque los anteriores poetas salidos de aquí han demostrado con creces su utilidad en nuestra común Cruzada. De otra manera, ninguno de nosotros estaría ahora aquí. Habéis costado mucho dinero, porque toda la cultura que habéis mamado aquí es un regalo caro que difícilmente es posible sufragar. Esta instalación, Monasterio, podría servir perfectamente como base avanzadilla militar, y sin embargo está anclada aquí. No olvidéis esto. Los archivos, los libros, las computadoras, vuestra enseñanza y alimentación, vuestra ropa, la paga que habéis ido acumulando estos tres años, son cosas que debéis agradecer a los hombres que continuamente dan su vida por la Corporación en el espacio. Todo lo debéis agradecer a Nueva York que piensa en todo y sabe la manera en que debe ser desarrollado el presente para que sea posible el futuro que él nos ha previsto. Todo lo debéis a la Corporación. Y en nombre de ella, de Nueva York, de las tropas del espacio que comando con riesgo de mi propia integridad, os digo: Poetas, ahora podréis poner a prueba todo lo que habéis aprendido en este santo lugar. Ahora es el momento de demostrar que Nueva York tuvo razón al elegiros, que los soldados hacen bien en corear y divertirse con las canciones que componen otros poetas y que inmediatamente vosotros vais a empezar a componer. Yo os digo, en nombre de la Conquista y en el mío propio, que el espacio os espera como una segunda patria, y que os zambulláis en él como en el regazo de una madre. Yo os digo: no defraudéis a la Conquista. No defraudéis nuestras esperanzas. Poetas, la mejor manera de no hacerlo es cantando. ¡Cantad a la Conquista y así sabremos que no habéis sido un esfuerzo vano! ¡Cantad a la Conquista y estaremos orgullosos de vosotros!
Los soldados que nos escoltaban rompieron en aplausos, solidarios con la andanada verbal de su jefe. Mis compañeros poetas los imitaron, un poco sorprendidos, una décima de segundo después. Yo me uní a ellos, sin tener exactamente conciencia de por qué lo hacía.
Salimos de Monasterio al anochecer, introducidos como ganado en la panza de las astronaves. Al poco rato la escena se me tornó borrosa. Todos los meses y años vividos en Monasterio me parecieron soñados, y llegué a creer que estaba todavía en la lanzadera, en ruta desde la Tierra, cuando el pelirrojo era sólo un muchachito desconocido, sin mote y lleno de pecas, cuando Hroswitha no existía aún, cuando Tiépolo, Orfeo, el Círculo, la Factoría y El Gabán Amarillo aún permanecían frescos en mi memoria y el cuerpo tatuado de la prostituta me marcaba la mente tan indeleblemente como la serpiente con plumas le marcaba a ella la piel, cuando Monasterio era un lugar anhelado y desconocido que se abría a nuestros ojos de chiquillos tocados por la suerte bajo una capa de nubes y el piloto de la voz de metal que tanto nos había impresionado se transformaba en un ser extraño, escapado de una mala página de un libro. Todo parecía todavía por vivir, como predestinado. Como si lo hubiera intuido bajo los efectos del sedante en aquél mi primer trayecto en la lanzadera, pero habían sido realidad, y a su paso yo había cambiado mucho. Me había vuelto más serio, más seguro de mí mismo, más reflexivo. Había aprendido. El tiempo voló tan rápido; parecían tan cercanos los primeros días en el espacio. Dios mío, tres años.
Desembarcamos en una estación orbital cercana a un planeta que rondaba un gigante gaseoso. Allí nos despedimos de los otros compañeros. Teníamos casi quince días libres antes de que nos incorporaran a nuestros destinos de prueba, y Hroswitha y yo quisimos estar juntos lo más que pudiéramos. No había tiempo material de volver a la Tierra, y realmente no deseábamos hacerlo; no queríamos volver allá. Decidimos bajar al planetoide, que gravitaba dentro de los límites del orden civilizado; algo distinto de lo que después íbamos a conocer. Era un mundo lindo. Una pequeña Tierra. Un Monasterio donde todo era libre y superlujoso, desorbitadamente caro. Cualquier cosa tenía su precio allí. Cualquiera. Nunca supe su nombre, pero no me hubiera extrañado que se llamara Arcada.
Hros quiso demostrar que no era como yo, y prometió resarcirme de la relación con Minos en Monasterio. Los primeros días entablamos contacto con una adolescente rubia y angelical, de nombre Nelida, que se había ofrecido ante nosotros con un despliegue de hábiles piruetas, augurando mil delicias si aceptábamos comprarla. Lo hicimos. Ella, que tenía apariencia de ángel, resultó ser en la intimidad un auténtico manual de perversión; adorable. Pasábamos las horas haciendo juntos el amor dentro de esferas mucho más refinadas que la de mi primera salida en la Tierra. Era plácido flotar como una nube en su interior, oliendo el aroma de Hroswitha mezclarse con el aroma de aquella niña, ver como la dorada cabecita de Nelida se hundía en la negra voluptuosidad de mi querida Hros, sentir cómo me amaban a un tiempo con susurros de gacela, jugar a descubrir a qué sabía aquella boca adolescente, y otras veces viajábamos al interior, a selvas suficientemente inexploradas como para que creyéramos que allí no había llegado nadie, que éramos los primeros colonos en descubrir aquel edén, y copulábamos bajo los árboles, sintiéndonos aplastados por su altivo elevarse contra el cielo, sabiéndonos condenados al olvido en la órbita del planetoide que casi sentíamos, maravillados en el amanecer del gigantesco globo de gas, remedo de sol, cuyo color yo no atinaba a distinguir, y buceábamos con equipos especiales en lagos de agua dulce, nos amábamos bajo el agua, duros y prietos por la terrible presión, anegados hasta el alma de deseo, pero finalmente pagamos a Nelida sus servicios, después de saciarnos una última vez con aquella alumna que nos lo enseñaba todo, y nos quedamos por fin solos Hroswitha y yo, acariciando con dedos tímidos los momentos postreros, haciendo el amor no como la mutua exploración que Nelida había supuesto para los dos, sino como una recreación, como un reconocer aquel terreno humano que había sido nuestro, igual que debe tomar la cena el condenado a muerte en su última noche, besando y santificando los lugares desconocidos en otro tiempo, los lugares que serían recuerdos para no ser recordados a partir de entonces, a partir del último momento. No sentíamos desesperación más que escasamente. Nos amábamos con furor inevitable, con la pereza y la tranquilidad de quien no puede perder nada porque nunca en su vida ha poseído algo.
Una semana duró nuestra despedida. Después el idilio quedó roto. Hroswitha se perdió con rumbo desconocido y yo marché a cumplir mi servicio de prueba en la astronave Antorcha. Jamás volvimos a vernos.