Hroswitha. Nuevamente he de hablar de ella. Otra vez carezco de palabras para hacerlo. Cuesta trabajo traducir en secuencias ordenadas un sentimiento, simplificar todo aquello que un día ambos vivimos al lenguaje controlado y eficiente de las comas y los puntos. Hroswitha. No sé. Doy la razón en gran medida a lo que ella dijo. El amor nos salía de dentro, como una necesidad autoimpuesta, como algo que latía en nuestro interior, salvaje e inculto, y que nuestro ego de persona racional canalizaba por no sentirse presa del instinto. Tal vez ella tenía razón. Tal vez su pensamiento no era cierto. Déjalo así.
En Monasterio había cosas más importantes, más trascendentes que el simple amor. Teníamos la enseñanza, la sabiduría, la cultura. Teníamos el sexo, el intercambio de abrazos en los roces a media luz, la droga inhalada con ojos vacuos, como polvo matarratas que nos fuera royendo. Teníamos la amistad, la poesía, el deseo de ser fieles a la Conquista, la doctrina. El amor no era imprescindible. No se consideraba necesario. Atrápalo si viene pero no lo busques, chico. Déjalo así. Y sin embargo fue el amor, el amor, sí, quien más nos ayudó a soportarlo todo, a apreciar más claramente la maravilla que era casi nuestra. El amor, por quien todo estaba por hacer, donde lo demás se volvía mutable, apenas muerto, perecedero. Y no era extraño pues encontrar parejas o tétradas de clérigos cultivando mucho más que una amistad en plena labor creativa porque éramos animalillos listos que gozaban inteligentemente una presencia física y había que aprovechar cada minuto en Monasterio, en todas las materias, en todos los aspectos de nuestra personalidad compleja e intelectual, estuviera o no estuviera en el orden del día, fuera necesario para un poeta o no, le importara a la Corporación o dejara de considerarlo relevante. No era sobresaliente encontrar una pareja como la nuestra en Monasterio. Más o menos todo el mundo se acercó a vivir aquella situación, en dúos, grupos o trincas de igual sexo. Pero es mi historia la que cuento. Y mi historia de entonces tuvo un nombre, y fue Hroswitha.
Hroswitha. Era una mujer muy inteligente. Mucho más inteligente que yo, que no me considero ni siquiera un hombre listo. Al menos no ahora. Tal vez estaba convencido de lo contrario entonces. Hroswitha siempre fue mejor, en cualquier aspecto, y mi aprendizaje se veía colmado por toda aquella madurez que se filtraba por sus poros. Hroswitha me educaba y me enseñaba mucho más de lo que yo era capaz de enseñarle a ella.
Tenía cuatro años más que yo. Había nacido en uno de los nuevos continentes, al sur de África, pero desde siempre había viajado mucho. Uno de sus padres era un hombre importante con un cargo bien retribuido por la Corporación, y Hros tuvo acceso a una cultura que ahora completaba y perfeccionaba en Monasterio. No sé realmente qué hacía allí, porque no necesitaba trabajar para vivir, ni tomarse la molestia de aprender, ya que su familia era poderosa y hubiera podido vivir cuantiosamente junto a ella. Pero Hroswitha se resistía a ser la bastarda de tez oscura de su clan, la nena guapa. Había sido siempre una rebelde. Se inició en el ejercicio del libre amor siendo una niña, cuando era más joven que la mayoría de la gente. Yo empecé a la edad normal en un hombre, a los doce años, con la ceremonia de iniciación sexual común a todo el mundo, pero ella con nueve años ya era experta en las sutiles variantes del más refinado sexo, aunque poseía la misma estatura y el mismo cuerpo que ahora eran mi delicia. A los once años había escapado a París con una amiga, y entre las dos habían formado un matrimonio que después aumentó con un hombre. Cansada de vivir sin hacer otra cosa más que besar y ser besada, había abandonado París y, después de muchos años de duda y de preparación, Nueva York atendió su solicitud de ser poeta y había dejado atrás la Tierra para venir aquí, a Monasterio. Hroswitha era bi, o lo había sido, y no tenía ninguno de mis estúpidos tapujos en este aspecto. Una vez, nuestra relación estuvo a punto de zozobrar porque me negué a participar en una cópula mixta con un tercer clérigo, un muchachito enorme llamado Minos, que realmente parecía un toro. No lo veía bien. Además, ni siquiera me caía simpático aquel hombre.
—No seas prehistórico, Hamlet —me decía ella—. El amor no tiene nada que ver con el intercambio sexual. Tú lo sabes mejor que yo. Yo te amo, pero deseo practicarlo al menos una vez con Minos. Es un chico agradable.
—¿Agradable? Es un pedante engreído. No me gusta ese tipo. Lo aborrezco. Y además huele a sudor. Apesta.
—Hamlet, ¿por qué no lo intentamos?
—Lo siento. Soy un antiguo. Soy un desviado. No me gustan los hombres. Compréndelo, Hros. Compréndeme.
—Compréndeme tú a mí, cabeza dura, retrógado. Te pido que lo intentemos una vez. Una sola vez. Y no lo haremos nunca más. Sea bueno o malo el resultado, no lo repetiremos. ¿De acuerdo?
—¿Una sola vez? Ja. Verás como no. Seguro que ese mastodonte te roba. ¿Una sola vez? ¿Y por qué tiene que ser con él? ¿Por qué con él precisamente?
—Me gusta.
—Y yo lo aborrezco. Es un patán. ¿Has oído cómo habla? ¿Lo has oído bien? ¡No se le entiende nada! ¿Has leído sus versos? ¡Es un… botánico! ¡Un relamido!
—Hamlet, Rab te asista. No seas tan obtuso. No seas tan primitivo.
—¿Primitivo yo? ¡El sí que es un primitivo! ¡No es más que un primate bien desarrollado! ¡Anda y habla con él! ¡Anda y háblale! ¡Búscate primero a alguien que te traduzca lo que dice!
—Hamlet, yo no quiero hablar con él. Yo sólo pretendo que nos acostemos juntos. No me interesa como escribe. Se que lo hará peor que tú. Sólo me interesa que nos divirtamos con él. Por una sola vez.
—Por una sola vez. Muy bien. ¿Pero por qué tiene que ser con él? ¿No prefieres al pelirrojo? Es un chico simpático. Es amigo mío. Lo soportaría con él. Es como mi hermano. No tenemos secretos. ¿No te gusta el pelirrojo? ¿No lo aprecias lo suficiente para incluirlo en el grupo?
—Hamlet, estás celoso. Y ese es un sentimiento estúpido. Yo te quiero a ti. Yo sólo te amo ahora a ti. No tienes problemas por este lado. No te voy a canjear por nadie. El pelirrojo es un buen chico. Me cae bien. Lo aprecio mucho, pero no quiero hacer el amor con él. No me apetece.
—Ya. Es Minos quien te interesa.
—Exacto. Minos y tú.
—Y si yo me niego…
—Lo haré con él solo.
—¿Serías capaz?
—¿Tú no?
—¿Con él? ¡No! Con alguna otra novicia, quizás.
—Ahí quería yo verte, señor. De modo que con otra mujer sí lo harías. Con cualquier putilla poco inteligente te canjearías a gusto. Si yo te propusiera compartirnos con una mujer aceptarías, ¿no?
—Supongo… Supongo que sí. Sí. Aceptaría.
—Pero no puede ser al revés, ¿no? No puedes compartirme por una sola vez con un muchacho que para ti es agradable, ¿eh? Eres un gusano, Hamlet. Tan asqueroso y vil como esos áscaris de los que hablan las leyendas. Eres antediluviano. Eres un protozoo. Lamento haberte conocido, jovencito repulsivo. Ojalá lo hubiera sabido desde antes. Te odiaría si no te amase.
Yo accedí, claro. Como siempre. La quería demasiado. Las mujeres son demasiado impredecibles para intentar comprenderlas, y además ella tenía toda la razón. Soy un obtuso. Soy prehistórico. La relación con Minos no fue tan insatisfactora como ella imaginaba. El patán tenía muy mal gusto. Estaba más interesado en mí que en Hros. Maldito estúpido. Era tan torpe como cuando pretendía hablar, así que no pudo robarme nada. Fiel a su palabra, y desencantada quizás con el resultado (no fue culpa mía; yo me esforcé), Hroswitha no intentó convencerme más. Supongo que deseó alguna vez repetir con otro la experiencia, pero no lo dijo. Tampoco me dediqué a recordárselo. Nos quedaba ya tan poco tiempo juntos que yo quería poseerla junto a mí cuanto pudiera.
Durante el último año nuestra relación se fortaleció. Sabíamos que nos quedaban muy pocos meses, que para nosotros no habría un mañana común. Nos escondíamos frecuentemente de los demás y jugábamos a especular futuros, a compartir recuerdos. Era triste vivir aquel amor maldito, tener la certeza de que todo terminaría y que jamás volveríamos a encontrarnos. Ella seguiría su camino y yo el mío. Serían senderos paralelos, tan distintos como la vida de la muerte, como la espada de la pluma. Nunca nos volveríamos a encontrar. Nunca. Nunca, Sólo conservaríamos los recuerdos. Los mismos recuerdos que ahora ni siquiera soy capaz de transcribir. Hroswitha. Hros. Que lástima de nuestro amor perdido. Qué triste. Rab se complacía en juguetear con nosotros, como si fuera un dios terrible y mitológico y nosotros los héroes de los libros que leíamos, como si batalláramos por la sagrada Ilusión en una guerra que había dejado de ser propia. Nuestra relación se consumía lentamente, pero nos consolábamos pensando que con la noche no se nos escapaba un día, sino que era una experiencia más lo que ganábamos. No intentábamos luchar, porque estaba ya todo dicho. Sabíamos a lo que nos exponíamos cuando comenzamos a amarnos. Sabíamos que Nueva York ya tenía un futuro previsto. ¿Qué importaba que dos locos, poetas además, se amaran con fanatismo ciego? Nada. Éramos dos motas de polvo, dos cifras en los planes generales de la Conquista. Cifra uno, Hroswitha. Cifra tres mil, Hamlet. Y nada que hacer. Inútil luchar. No habrá victoria posible. Aprovechábamos nuestro tiempo en besos furtivos, en abrazos asesinos, y hablábamos de cómo construiríamos los cantares, sin hacer ninguna referencia a que ya nunca nos veríamos.
Avanzaba el tiempo y cada vez nos quedaban menos cosas que aprender. Una vez a la semana, en nuestro único día libre, que otros clérigos aprovechaban para descansar o poner al día sus trabajos, preparábamos lo necesario y caminábamos hasta el mar más cercano, a siete kilómetros de distancia del centro de Monasterio donde nos instruían, y allí jugábamos a ser peces y nos sumergíamos en las aguas, blancas como el mismo cielo, correteábamos por las orillas, desnudos como en las playas de casa, y hacíamos el amor sobre los negros arrecifes, resistiendo Hroswitha mis embates y los del propio mar, jugándonos la vida con cada una de las aristas de roca punzante, en una relación mezcla de sangre, soledad y amor que excitaba nuestros cuerpos no tanto como nuestras mentes, en una relación que nos dejaba húmedos, desgarrados y contentos, y después, antes de regresar, antes de la noche, mientras Hroswitha se perdía nadando sobre el horizonte desteñido, o corría loca y febril por la línea apenas dibujada de las olas, o permanecía boca arriba dejando sentir sobre su piel oscura el continuo lamer del sol, agitarse con el viento de cálido soplo el terciopelo brillante de su pubis, yo permanecía sentado en la arena, cubierto de puntos de oro, los codos sobre los muslos, la cabeza apoyada en las palmas, mirando el flujo del mar y sintiendo nostalgia de la Tierra.