En la Tierra, en mis reuniones con El Círculo, yo siempre había temido más la indiferencia que la crítica, más el silencio que el silbido. Mis amigos jamás reflexionaban sobre lo que yo escribía. Se quedaban cruzados de brazos ante mí, sonriendo a ratos, condescendiendo las más veces, sin decir ni una sola palabra a favor o en contra. Aquello me destrozaba. Me dolía. Me hacía dudar, pensar si era yo quien no tenía voz o si eran ellos los que carecían de oídos. Yo reivindicaba mi derecho a ser criticado, a confrontar puntos de vista sobre las sensaciones (más que las ideas) que había tratado de dibujar en mis poemas, a saber si lo que estaba haciendo era basura o no. Ninguno de ellos parecía darse cuenta de por qué había usado determinada palabra, cuál era el sentido de aquella frase que hacía referencia a algo que teóricamente debían conocer, a qué se debía la elección de aquella secuencia de imágenes y no cualquier otra. Yo pretendía una discusión abierta sobre mi escrito, que era tan parte de ellos como de mí mismo, pero ninguno decía nada, o cuando lo hacían era para salirse desastrosamente de la órbita, lanzando al aire teorías que me habrían hecho morir de risa si no me hubieran llenado de tristeza, hecho pensar que yo no me expresaba correctamente o que eran ellos quienes no sabían leerme. Hoy pienso que tuvo que mezclarse de todo un poco. Hoy, cuando reconozco que yo era para con sus creaciones tan silencioso y ausente como ellos lo eran para las mías. Hoy, cuando sé que el Círculo era efectivamente un círculo cerrado, una jaula sin horizonte y sin salida que nos condenaba a la intolerancia y al fracaso. Hoy, cuando estoy seguro de que ni Gnel, ni Orfeo, ni Enrit ni los otros, ni siquiera yo mismo, sabíamos lo que teníamos entre manos. Hoy, cuando más de una vez he envidiado sus destinos, tan diferentes y alejados del mío propio, tan opuestos.
Las críticas. En Monasterio era distinto. En Monasterio no había lugar para la indiferencia. No formaba parte del juego. Cada poema era desmontado, desguazado, analizado palabra por palabra, corregido, sistematizado, ensamblado nuevamente, censurado, aconsejado, discutido. Tanto, que a veces incluso deseé la vuelta de los viejos días en que mis trabajos pasaban sin pena ni gloria ante los ojos y los oídos de mis compañeros. En Monasterio las críticas llegaban al fondo, y algunas veces lastimaban, hasta tocar hueso.
Tan importantes como los estudios y la lectura de códices y archivos eran las conversaciones con los monjes. Creo que me sirvieron mucho más que todas las horas pasadas delante de la letra impresa en un pergamino. Mucho más. Los monjes habían sido poetas, habían servido en astronaves cantando a la Conquista, como nosotros haríamos después, y conocían todas las dudas por las que íbamos a atravesar; nos ayudaban en la composición de versos que ya eran anticuados e ineficaces cuando la Corporación no existía; nos aconsejaban en todos los aspectos que nuestro adoctrinamiento precisaba, y sus charlas siempre eran interesantes, siempre nos descubrían algo nuevo que no había quedado suficientemente comprendido, siempre nos cautivaban con aquellas voces musicales de las que continuamente hacían gala, porque eran tan parte de su entrenamiento como los ejercicios gimnásticos del nuestro. Creo que aprendí mucho de aquellas charlas críticas, aunque a veces desmoralizaran e hicieran daño.
Porque no todas las críticas habrían de ser tan comprensivas como la del padre Espligarés. Existía lo que llamábamos la doble cara de Monasterio, su rostro misterioso. Otras muchas críticas fueron despiadadas, sardónicas, llenas de gritos por la simple mala colocación de una coma. La rabia por la incomprensión, por la incomunicación, por la violencia verbal de aquellas voces bien timbradas que podían hacer más daño que los azotes y el chasquido del látigo de la violencia física, por la ira de aquellos ojos que desconcertaban porque podían mirar agudo y blando en alternancias ciclotímicas, por la soberbia, por el aislamiento sistemático, por todo, la rabia se iba acumulando, llenándome de vergüenza, de dolor, de miedo. Y en este aspecto, mis tres años en Monasterio se hicieron largos, infinitamente inmensos. Sólo a veces, entre los brazos de Hroswitha, en la soledad de su celda o de la mía, encontrábamos consuelo de toda aquella pesadilla que de cuando en cuando nos sepultaba y se nos venía encima. Había momentos en que éramos como niños que no comprenden por qué hay que actuar de una manera predeterminada, por qué tiene que ser negro, negro y no blanco, por qué estaba mal lo que nosotros considerábamos que estaba bien. Decidimos muchas veces tirar la toalla, volvernos a la Tierra, a la Factoría, a la mierda si fuera necesario, decidimos olvidarnos de todo aquel estiércol de una vez, pero entonces ellos se acercaban nuevamente, con su olor crudo de hábitos, con las sonrisas agradablemente cálidas que tanto despistaban, que tanto confundían, y la historia arrancaba otra vez de punto muerto, todo volvía a su cauce y nos decíamos entonces que no era tan malo, que aquel prodigio del conocimiento valía por las frustraciones y los insultos y la incomprensión, que una sola página impresa valía por toda aquella desgraciada intolerancia.
No hay mal que no venga proseguido de otro mal. Esta sí es una superstición en la que creo. La más penosa experiencia vivida en Monasterio me vino precedida de la horrorosa noticia: Tiépolo y Jasón, uno de mis hermanos, habían muerto. Una explosión. En la Factoría. Media instalación había volado, y entre los veinte desaparecidos estaban ellos, cumpliendo un turno de noche. Ni siquiera pudieron encontrar sus cuerpos. Era una broma macabra pensar que habrían sido aprovechados en el reciclaje y que ahora ya estarían convertidos en símiles de alimentos. Dedicación a la Factoría hasta el final. Sintetizando proteínas hasta la propia entrega, hasta la propia muerte. El viejo Tiépolo no había podido ver cumplida su antigua ilusión. El nieto que la Familia esperaba había sido niña, y mi nombre tuvo que ser sustituido por Suetonia. Mala suerte.
La carta de la Tierra me llegó a mi celda. Con retraso. La leí muchas veces, hasta aprendérmela palabra por palabra de memoria, antes de destrozarla. Luego, hecha jirones, lloré. Como un crío; lo que era. No quise escribir ninguna elegía sobre ellos. Es demasiado fácil escribir de las muertes que nos rondan, de los familiares que nos abren la senda. Demasiado doloroso. Me negué a hacerlo.
Estaba rumiando todavía la noticia cuando la puerta de la celda se descorrió y el padre Hidacio, el abad, reptó hasta el interior. Era un monje pequeño y casi calvo, regordete, como los otros treinta. Después he reconocido por la voz que fue él quien nos recibió en la pista la noche de nuestro aterrizaje en Monasterio y me visitó en la celda con el mismo desparpajo con que me visitaba ahora. Sólo tuve que mirarlo para saber que me traía la otra mala noticia.
—Clérigo Evans —dijo, haciéndome señas con un dedo para que me levantara de la cama y le siguiera. Siempre nos llamaba por nuestro rango, cuando intuía que alguna cosa iba mal—. Contesta: ¿Has escrito tú esto?
Recalcó la palabra, tanto, que pude escuchar una a una las letras en cursiva. En las manos agitaba un grupo de papeles, enrollados como si fueran un arma primitiva. Los reconocí inmediatamente.
—Sí, claro, pater Hidacio. Lo he escrito yo.
—No me mientas. ¿De dónde has sacado estas ideas? ¿En qué fuentes te has basado y por qué no las citas?
—No hay fuentes, pater. Lo he escrito todo yo. La teoría es mía. —Sonreí al contestarle, porque me había halagado al principio que considerara el trabajo bueno. Fue un error. No debí hacerlo. Aquello pareció sentarle mal. Prohibido sonreír en Monasterio.
—No me mientas —recalcó, los ojos encendidos. Nuevamente las letras en cursiva.
—No te miento, pater. Lo he escrito yo. No me ha ayudado nadie.
—Quiero las fuentes.
—No hay fuentes.
—Fuentes.
—No las hay.
No las había. Era cierto. Yo no suelo mentir. No recuerdo ya a estas alturas el contenido de las páginas, y sinceramente no creo que fueran nada del otro mundo, ningún motivo de alarma. Pero lo había hecho yo solo. Sin consultar ningún texto. Hacía tiempo que redactaba los trabajos por mi propia cuenta, sin dedicarme a entresacar renglones y citas apócrifas de los libros, porque había descubierto las grandes lagunas y las contradicciones fácilmente detectables en todos aquellos florilegios, y mi conclusión fue que me hacían perder un tiempo precioso que podría invertir provechosamente en otros asuntos; Hroswitha, por ejemplo. Aquel trabajo en concreto lo había hecho muy tarde, muerto de sueño y cansado hasta para respirar, porque en lugar de escribir había estado haciendo la bestia de dos espaldas con Hros hasta que ambos quedamos exhaustos. El plazo para su entrega se cumplía a la mañana siguiente y no me quedó más alternativa que hacerlo deprisa, en una sola noche. Fumé un par de cigarrillos de hash y lo escribí, visiblemente inspirado, artificialmente lúcido. Es por eso por lo que no tengo más que una idea brumosa de qué decía, de cuál era su subversión, si la había, circunstancia que en cualquier caso incumbía al padre Hidacio y no a mí. Pero no lo copié de ningún sitio. Lo juro.
—Esto no puedes haberlo escrito tú —continuó el abad, convertidos sus ojos en dos manchas de oscuro color asesino—. Es demasiado fuerte. No estás preparado para escribir una cosa así. Tus otros trabajos lo demuestran. Dime cuáles son las fuentes.
—No hay fuentes, pater. Ya te digo que no las hay.
—Fuentes.
—No hay ninguna —contesté yo, empezando a ponerme muy nervioso—. No tuve tiempo de consultarlas y por eso desarrollé el tema por mi propia cuenta. No sé si es bueno o no, ni si es obsceno o sacro, pero lo hice solo. ¡Demonios, si hubiera consultado algún ejemplar de los archivos lo habría citado al final! ¿No ves que no hay ninguna cita?
Dije esto alzando ya la voz, lo que no fue un punto a favor de mi tesis. La tensión acumulada durante tanto tiempo, unida a las últimas noticias, amenazaba por reventar. Traté de controlarme. La palabra «demonios» tampoco gustó nada al incrédulo padre Hidacio.
—Escúchame un momento, Hamlet Evans —dijo él, volviendo por un momento a su particular tono paternalista—. Llevo treinta años aquí, y sé cuando un clérigo desarrolla una idea y cuando la copia. No sé de dónde has sacado este material, puesto que ni yo mismo he podido leer todos los florilegios, pero sí estoy seguro de una cosa: Este trabajo no es tuyo. Ninguno de vosotros podría haberlo hecho. Sois unos incultos medio analfabetos que no sabéis ni el número de versos que tiene un soneto. Y ahora tú pretendes hacerme creer que esto lo has escrito tú.
—Lo he hecho, lo he hecho. Y un soneto tiene catorce versos, aunque no creo que sirva una maldita mierda saber eso. Le estoy diciendo que el trabajo lo hice yo. Yo. ¿Es que no va a creer mi palabra, maldita sea?
—¿Palabra? ¿Tienes tú palabra? ¿Tienes tú honor? No mientas y dime cuáles son las fuentes. No te pasará nada. No te suspenderé.
A estas alturas de la conversación yo estaba pálido y él rojo. Las uñas clavadas en mis manos me hicieron sangrar. Maldito cabezota. Lo más triste era que ni siquiera podía citar un libro al azar, porque él iría a leerlo y vería que el trabajo no estaba tomado de ahí, y la historia volvería a repetirse, con agravantes. Claro que yo tampoco pensaba en salvar mi honor con una mentira. Yo tenía palabra, principios. Los sigo teniendo.
—¿Fuentes? Vamos, Hamlet, sé comprensivo. No seas niño. Sé que este trabajo no has podido hacerlo tú. Ninguno de los que estáis aquí podríais, ya te lo he dicho. Es muy profundo. Vamos, no mientas. Necesitamos conocer las fuentes para que los que vengan detrás de ti puedan consultarlas también. Dime de dónde lo has tomado.
—No lo he tomado de ningún sitio. Si no quiere usted creerme es su problema, pater —contesté, tratando de dar punto final a la discusión. Ya hacía rato que había cambiado el amigable tuteo por un distanciamiento cada vez más pronunciado—. Ustedes hablan mucho de conciencia. Yo tengo la mía tranquila. Agradezco que le haya gustado mi trabajo, pero lamento que me subestime. Tal vez es usted quien ha leído más de lo que había. Creo que no he descubierto nada nuevo. Le estoy diciendo que el trabajo es mío. Lo hice yo solo. Usted puede creerme o no creerme. Puede suspenderme, hacerme azotar o devolverme de nuevo a la Tierra. Cumpla con su obligación. Yo le digo que el trabajo es mío. Es mi palabra contra la suya, y no hay más que hablar, pater. Si no le importa, váyase ahora. Me han llegado noticias de la Tierra que no son muy agradables y mi estado anímico no es ideal para mantener discusiones de este estilo. Quisiera estar a solas.
No sé si estuvo a punto de creerme en aquel momento o no. No me importa. Tal vez le impresioné, o tal vez se hartó de mirarme la cara. La cuestión es que se dio media vuelta y se marchó, no sin antes masticar como quieras, ya hablaremos. No dudo que, si hubiera podido dar un portazo, lo habría hecho, pero la cerradura corría automáticamente los barrotes y aquel acto de violencia era imposible.
Consideró el trabajo no apto, claro. Tuve que volver a repetirlo, esta vez sin la ayuda del hashish, consultando libros, y conseguí una puntuación rutinaria, por debajo incluso de la que merecía. El padre Hidacio, al final, se salió con la suya. Pero yo no doblé la rodilla. Aquel encontronazo tuvo la utilidad de aclarar mis ideas. Soporté el golpe de pie, y gané fuerzas para el futuro. Demostraría al padre Hidacio que se equivocaba conmigo. Le haría ver hasta dónde podía yo llegar, que mi límite era el infinito. Estudiaría de firme y le haría tragar toda su estúpida altivez. Ahora iba a soportarlo todo. Ahora no abandonaría. Terminaría mi adoctrinamiento en Monasterio y él mismo, él en persona, tendría que venir a coronarme. Yo no había doblado la rodilla. El la doblaría por mí. El iba a hacerlo. Reconocería que estaba en un error, que yo podía ser tan bueno como cualquier otro. Al infierno con su desconfianza, sabría de mí. Ahora va a ver.
El padre Hidacio, el abad de Monasterio, murió plácidamente cuatro meses más tarde, mientras dormía. No pudo reconocer nada. No me coronó en la ceremonia de la graduación. No supo que estaba equivocado. Se marchó sin avisar y sólo pudo dejarme una sensación de vacío, tan horrible como la que sentí cuando abandonó mi celda. El padre Hidacio murió. Se escapó al otro mundo sin haber doblado la rodilla.