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¡Grado a Rab, mon

la meua buena suerte

de donna más radiante

el suyo cuerpo lindo

en la battalla a muerte

Padre bien amado

non puedo reprocharos

mis labios van cantando

do yo clavé mis brazos

que sostuvimos ambos!

¡Grado a Dios,

hermoso como níspero

la boca toda grana

que so su piel de ninfa

E díxome: «Clérigo amable,

criador de aqueste cuerpo

con sus muy prietos huesos,

los sinos tan bien puestos

yo fuera un omne muerto!

tómame clérigo bello

que soy muxer de mundo,

Non temas no saciarme,

que con los meuos labios

Condúxome a su stancia,

fizóme allí su esclavo,

ramera e de gran precio.

aquí arderá el tuo cuerpo

habré de ahondar entero».

rondóme todo a beços

cumplióme bien soberbio.

La sphera fue testigo

estrellas de mía Terra

¡Grado a Rab,

cuán dulzón

Donna era

e sus joyas luceros,

que tanto echo de menos.

sus oxos

el flujo de su cuerpo!

bien plena de misterios

con el suo cunnillet

sus tatuajes limpios

¡Serpiente con mil plumas

spada la sua lingua,

non húbola más linda

de fuego siempre ardiendo

rondábanla al completo.

entérola cubriendo,

cottellos los sus pechos,

en todo el tiempo nuestro,

non más lozana hembra

non armas más letales

Comiença aquí e se canta

de aqueste ruín poeta

e supo sus hazañas

vio amar guerreros diestros

que los sus labios prestos!

la estoria verdadera

que amóla allá en la Tierra

de amore una leyenda.

Una tarde, cuando llevaba ya poco menos de un año en Monasterio, encontré al regresar a mi celda a uno de los monjes, el padre Espligarés, rebuscando entre mis cosas y leyendo con evidente interés este poema. Al principio me molestó aquella especie de invasión, inevitable por otra parte, ya que los barrotes de la puerta servían siquiera para impresionar o como simple adorno, pero el sentimiento apenas duró unos segundos, justo hasta el momento en que advertí cuál era el material que él estaba leyendo. Entonces me ruboricé de los tobillos a las cejas, hice un poco de ruido con la garganta, como para aclarármela y llamar su atención, y miré al suelo. El padre Espligarés no pareció darse cuenta de mi turbación, o no le concedió ninguna importancia, y continuó tranquilamente la lectura, haciéndome señas con la mano izquierda de que pasara de una vez al interior y me quedase en silencio. Estaba sentado en el borde de mi cama, con las rodillas muy separadas, y apenas levantó sus ojillos del papel para mirarme.

Obedecí. Temía su reacción. El poema contaba mi encuentro con la prostituta allá en la Tierra y mi experiencia en la cúpula del placer; proponía una especie de adivinanza sobre cada una de las leyendas que podrían haber sugerido los diversos tatuajes que le adornaban todo el cuerpo. No era precisamente el tipo de creación que nos recomendaba Monasterio. Lo compuse más como mero ensayo de tipo estilístico que como auténtica expresión sentimental de aquel suceso; realmente no lo sentía en absoluto. No era un cauce sino una autoimposición. El argumento era más ficticio que otra cosa, y de los tautajes originales de la prostituta de El Gabán Amarillo sólo permanecía el que daba título a toda la historia, el de la serpiente con plumas que reptaba provocativa y lúbrica por su espalda. Había estado escribiendo el poema para mi propio provecho, dispuesto a enseñárselo únicamente a Hroswitha y al pelirrojo; a cada uno por motivos distintos: cuestión de envidia y de celos. No creía que los puritanos padres tuvieran interés en saber que uno de sus clérigos aventajados escribía versos eróticos en los pocos momentos libres que disponía. Podían tomárselo a mal. Podían castigarme en público con un centenar de azotes. Podían confinarme a una celda de castigo durante un año; o reducirme la ración de alimento a una cuarta parte. Podían incluso expulsarme. Estábamos allí para aprender a cantar a la guerra, a la lucha, a la venganza de la sangre, al honor y a la Conquista, a todo aquello que pudiera tener importancia para el destino de la raza humana, y no al insignificante encuentro de un aspirante a poeta y una furcia. Ahora, demasiado tarde, el Padre Espligarés, en una de sus famosas incursiones que le habían hecho ganar el sobrenombre de «metomentodo», había descubierto mi obra maldita.

Terminó la lectura en un punto que parecía convenido de antemano y recogió los papeles sobre su regazo, como si interpretara el acto culminante de una mala representación. Me miró seriamente, adelantando su cara gordezuela, roja como las parras que cultivábamos en los campos, remontándose por encima de las lentes diminutas que parapetaban sus ojitos miopes. Era el único hombre que he conocido con gafas. Nunca he podido imaginar qué extraña promesa le obligaba a llevarlas.

—Vaya, hermano Evans. Interesante descubrimiento. Muy interesante. Esto es tuyo, ¿verdad? —dijo agitando una página delante de mis narices. Una verdadera catacresis. Un abusio.

—Uh… Sí, lo es, pater Espligarés. Yo…

—Está bien. Está muy bien. Yo diría que es todo un descubrimiento. Tiene algunos defectos subsanables, claro está, pero el resultado es bastante válido. ¿Por qué no me dijiste que estabas escribiendo una obra lírica?

Tardé en reaccionar. No le entendí al principio. Me despistó. Creí que lo suyo era una chanza, sarcasmo en su estado más puro, pero estaba diciendo la verdad. Así que le había gustado. Así que pensaba que no era tan malo. No iban a castigarme por salirme de la norma. Ni siquiera me reprendía por mi actitud. Oh, Dios, no había quién los entendiera. Ley y trampa; cada cuál sabe cómo evitarlas.

—Supongo que pensé que no tenía calidad, qué se yo. Que iban a castigarme por escribir cosas así. No creí que pudiera interesar a nadie, pater. Lo he escrito para acostumbrarme a la versificación del cantar de gesta, al verso monorrimo, las tiradas y todo eso. Yo en la Tierra solía hacer siempre verso libre, con alteraciones más elaboradas. Lo que ahora no me sirve aquí. Pensé que sería un buen entrenamiento escribir un poema semejante; un aprendizaje.

—Lo es. Lo es, hijo mío. Aunque es demasiado lírico para la forma del cantar de gesta. Tus futuros poemas habrán de ser más… ¿abruptos? Abruptos, sí. Más secos, si prefieres la palabra. Más áridos. Escribirás poesía épica, recuérdalo siempre. Ten en cuenta que vas a cantar a la guerra, y aunque lo harás glorificándola, una matanza nunca será igual que un ramo de rosas o el vientre de una mujer. Recuérdalo. ¿Le has puesto título al poema?

—Sí, pater. Había pensado llamarlo «La serpiente emplumada». Pero no creía que fuera tan lírico.

—Sí, lo es. A pesar del campo bélico-semántico que puede rastraerse. Muy lírico, muchacho. Acostúmbrate a no ser tan… botánico. Menos flores, Hamlet. No tanto rebuscamiento. El poema no debe resultar empalagoso, hijo mío.

—¿Empalagoso?

—No es que este poema concreto lo sea. Cada palabra tiene su razón de ser. El contexto es amoroso y aquí vale casi todo, pero piensa que vas a cantar a la Conquista, así que no uses nunca demasiados adjetivos, ni construcciones complicadas. La fonética debe ser primordial, pero tampoco busques palabras que no puedan ser sustituidas sin problemas por otras nuevas. Sonoridad, pero dentro de unos límites. No hagas tantas invocaciones a Rab. Sí, ya sé que aquí te sirven como anáfora, pero en muchos sitios no se le da tanta importancia a Dios, o adoran a otros seres más elementales, o simplemente dejan de complicarse la vida y no creen en nada —dijo, con un tono de melancolía que empañó el cristal delante de sus ojos, como si recordara tiempos pretéritos a los que él por fuerza no había podido pertenecer, cuando su orden era poderosa y la labor de los dominicos aún influyente—. ¿De acuerdo, Hamlet?

—Lo recordaré, pater.

—Ese título… me gusta. Es enigmático, ¿sabes? Sugiere más que cuenta. Puede llegar a ser pegadizo, popular. No abuses de los arcaicismos, ni cambies demasiado las palabras por la ventaja de una rima, o no te entenderán. No alteres la sintaxis o se carcajearán de ti. Creerán que no ordenas coherentemente tus pensamientos. Es normal la burla cuando no se comprende algo. Oh, veo que no has usado mal los hemistiquios, pero otra vez procura hacerlos más separados. Que sea más fuerte la cesura. Que se pueda tomar mejor aliento entre uno y otro. Cuando se cante o se recite, el juglar debe tener tiempo para respirar, ¿no te parece?

—Si, pater.

—Es buena esta referencia a la Tierra. Recalca la misión y el origen de la Conquista. Sí, sí, tienes razón. No es tan botánico. Hay un aceptable campo semántico dedicado a la lucha. No lo había advertido antes. Muy apropiado. «Clavé mis brazos». Me gusta. La comparación del coito con una batalla no es muy original, hijo mío, pero sigue siendo efectiva. No hagas mucho énfasis en la condición de clérigo del narrador, o no será popular nunca. Los soldados lo rechazarán.

—Hay una referencia a los soldados, pater. En lo de «guerreros diestros», me parece.

—Sí, lo he visto. Está muy bien, pero parece demasiado impuesto, hecho para agradar. Se sale de norma. Se nota tu postura de querer contentar a todo el público. Para otra ocasión, narra la historia en tercera persona, que sea un soldado el protagonista. Sin ningún tipo de graduación. Nada de apuestos oficiales. Soldado raso. Un miles gloriosas, que ya es aceptado nada más comenzar la canción. El proceso de identificación se propalará de esta manera en todos los lugares donde se cante. Si es necesario, inclúyete dentro del texto, da tu opinión, pero reforzando siempre la del héroe a quien cantas. Dándote la importancia de hombre culto pero sin acaparar protagonismo. Los clérigos no somos muy populares en los confines del orden civilizado, hijo mío. Hay quien nos toma por parásitos, cebados a expensas de la labor de Conquista.

—Lo sé, pater.

—Aquí, en el verso dieciocho, en la invocación a Rab, falta algo, ¿no?

—¿Dónde? Ah, sí, No encontraba palabra adecuada para la rima. Como es un borrador, decidí pasar al verso siguiente y esperar hasta que se me ocurra un buen calificativo que calce para sus ojos. Volveré sobre él en la redacción final.

—De acuerdo, de acuerdo. Pero esto viene a darnos la razón, muchacho. Si tú mismo tienes problemas al buscar la palabra adecuada, imagina cómo se las verán quienes traten de memorizar el poema y lo recreen. Y te recuerdo que estamos hablando de asonancias, querido Hamlet. Si la rima fuera consonante el problema se multiplicaría, y tu poema no sería conocido del público jamás.

—¿Es por eso por lo que no se usa una medida fija de versos, padre? ¿Para ayudar la memorización de los demás?

—Ajá. Si escribiéramos sonetos, o serventesios, o liras, con versos contados y milimétricos y sus rimas calzadas a la perfección, primeramente darían la sensación de haber sido muy elaborados, y se tendría la conciencia de autoría ajena, con lo que la labor noticiera y universal de los poemas épicos se difuminaría. ¡Blof! Se convertirían en algo extraño. En algo sin ningún valor.

»En segundo lugar, habría problemas para recordar todas las palabras en el mismo orden, y terminaría por vencer la métrica irregular, tarde o temprano. El trabajo no serviría para nada.

»Y tercero, aunque no último, quienes se apropien del poema no sabrán leer y escribir. Les importarán muy poco las leyes de la poética. Cogerán el poema y lo desvirtuarán, si te parece, quitarán todo aquello que consideren superfluo, o lo enriquecerán y harán aún más grande, al mismo tiempo, si lo encuentran hermoso.

—Comprendo eso, padre, pero yo creía que había que trabajar la palabra como la madera. Pulirla y repasarla hasta que la labor quede perfecta.

—Y así es, ¿quién te ha dicho que se pretenda lo contrario? Escucha. Nosotros somos hombres cultos. Disponemos de una sabiduría que perecerá con nosotros, aunque Monasterio y Nueva York permanezcan siempre. A los demás no les interesa nuestra ciencia. No tienen interés en aprender. Ni siquiera se toman la molestia de buscarse alguien que les enseñe a leer. ¿Quién te enseñó a ti?

—Uno de mis padres. Después entré en una de las Escuelas del Estado. Pasé el examen y allí perfeccionaron mi educación.

—¿Había muchos aspirantes como tú?

—No muchos, padre. Exigían muchos conocimientos de los que no dispone todo el mundo, y era muy caro.

—Exacto. No se toman la molestia de aprender. Y la Corporación no puede dedicarse a todos, uno por uno. Se respeta eso. Quienes llegan a Monasterio han sido estudiados y evaluados desde sus propios trabajos de principiante. Nueva York hace un cálculo prospectivo y establece con muy poco margen de error las cualidades de cada uno. Sólo se aceptan los mejores. Ten en cuenta que no sumaremos más de un uno por ciento de la población total quienes disponemos de unos conocimientos básicos. Sé que tú preferirías hacer un arte más a tu gusto, prescindir de la rima si quisieras, dedicarte a figuras literarias más elaboradas, como el quiasmo y la litotes, o incluso a las metáforas más extravagantes. Todo nosotros hemos caído en esa tentación. ¿Y sirve para algo? Para nada. No te entienden. Los recitas y se quedan perplejos. No es cosa suya. Con esos poemas sólo te satisfaces tú, y a veces ni siquiera consigues hacerlo. Si piensas como yo creo, jamás estarás satisfecho con lo que escribas. Crear es desangrarte poco a poco para no ganar apenas nada. ¿Tengo razón? ¿Estás de acuerdo?

—Sí, pater —asentí—. Creo que nunca me gustará completamente nada de lo que yo escriba. Crear es para mí un acto ¿vital?, que cumple su función y que se convierte en un desecho cuando la obra está terminada.

—Llegarán a gustarte tus poemas. Los amarás cuando los veas en boca de quienes tal vez ni siquiera los comprenden, cuando los canten delante de ti espontáneamente, sin que sepan que tú eres su autor. Entonces comprenderás qué es lo bueno y lo malo de tu poesía, porque en la refundición que se irá haciendo en los distintos puntos del espacio, a través del correr del tiempo, el creador colectivo, anónimo, prescindirá de todas las conglomeraciones sin valor que tú le hayas puesto. Y tu querida metáfora incomprensible se simplificará y quedará en una sencilla comparación, la litotes se convertirá en una afirmación tajante, y el quiasmo perderá su estructura en cruz para reducirse a un simple grupo de versos paralelos.

—¿Nuestra labor es prostituirnos, entonces? ¿Servir de cauce a unas palabras y a un sentimiento que no permanecerán inalterables?

—Si quieres verlo de esta manera, sí. Tendrás que prostituirte, como la mujer de este poema, para que tu obra permanezca. Tu obra y no tú. Somos el cauce de una expresión que la Conquista está necesitando. No es algo que exija Nueva York ni la Corporación. Lo pide la conciencia de destino común que tienen las gentes. ¿Prostituir tu arte? En cierta manera sí, si consideras el arte como algo tuyo. Pero el arte no te pertenece a ti, ni a mí. Monasterio es un simple depositario. Tú eres un billete. No eres un valor en ti mismo sino la medida de ese valor. La cultura se te entrega a ti entre un millón de seres, y tú tienes que cantar por todos ellos, que no están capacitados para hacerlo. Con el fondo que tú crees se elaborará el poema nuevo, que tendrá un desarrollo y una muerte distinta a la que tú habías imaginado, mi querido muchacho.

—Pero si yo mismo no creo un trabajo que me satisfaga, no podrá satisfacer nunca a los demás. Volviendo al ejemplo de la talla de la madera, si no pulo mi arte, no servirá de nada. No me valdrá ni siquiera a mí. ¿Cómo van a aceptarlo los demás?

—Hamlet, querido muchacho, tú tendrás que pulir tu arte.

—¿Entiendo por pulir autocensurarme?

—No, por Dios. No. Entendiendo por pulir buscar entre todas las palabras la más adecuada, la que parezca y sea la más espontánea, la que escape de toda erudición o cultismo y que pueda ser recogida en su integridad por aquellos que, al final, habrán de aceptarla y respetarla o negarla y sustituirla. Sí, ya sé. Me objetarás entonces que para qué todo el jaleo del Trivium y el Quadrivium, y la retórica y la cultura y la especificidad del arte y las minorías. ¿No es así? Para que no se caiga en ellas. Para aprender. Para que sepas que ya está todo inventado y que no es tampoco bueno complicar las cosas, hacerlas herméticas, incomprensibles. Ten en cuenta que aunque los poemas van destinados a un público inculto, grosero algunas veces, el poeta debe ser siempre sublime. Estás en un pedestal sobre sus cabezas. Y aunque ellos no sepan apenas nada, son extraordinariamente exigentes. Ya tendrás tiempo de comprobarlo.

—Entonces… escribimos sabiendo que nada es inmutable. Dispuestos a que cualquiera nos cambie todo el sentido de nuestros versos.

—Continúas haciendo de los versos algo tuyo, Hamlet. Deja de apropiártelos. No lo son. Son de todos y cada uno de los que los escuchan. Pertenecen al bloque entero, al grupo de los demás. El mejor halago que puede tener un verso tuyo, y recalco el posesivo, mi impetuoso Hamlet, el mejor halago es que consiga pronto variantes, que se diferencie de tu creación. Una canción de gesta que sólo sea popular en un sitio determinado, una loor que no sea conocida más que por un grupo específico de seres, no puede ser buena, esto lo demuestra, aunque literariamente el resultado sea perfecto, impecable. Desengáñate. No nos interesa la minoría. Hay que buscar el máximo siempre. Vivimos en una época heroica, muchacho, y lo que escribimos lo hacemos por todos y para todos. No es bueno reducirse. Escribimos para los demás y son los demás quienes a fin de cuenta darán el visto bueno.

—¿Es primordial entonces buscar la popularidad?

—No sólo la popularidad, muchacho. Hay que conseguir una integración de la comunidad dentro del poema. No sólo se pretende la popularidad, también se busca un paso adelante: la tradición. El cantar será parte de todos y todos podrán alterarlo a su satisfacción. Como si ellos mismos fueran los autores auténticos de todo el poema. ¿Entendido, Hamlet? ¿Hay alguna otra pregunta que quisieras hacerme?

—Creo que no, pater. Supongo que tendré que reflexionar mucho sobre todo esto. Es un poco confuso.

—Lo sé. Yo mismo he pasado anteriormente por esta situación, cuando era un clérigo como tú, antes de que decidiera convertirme en dominico y cambiar mi puesto en una astronave de guerra por este lugar de paz —dijo levantándose de la cama. Dio un par de pasos y volvió de nuevo su atención a los papeles que habían sido el origen de toda la plática—. Me gusta esta doble metáfora de la espada de su lengua y el cuchillo de sus pechos. Es muy agresiva. Te suena muy bien en el mismo verso. ¿Tienes terminado el poema ya?

—Aún no, padre. Me falta un poco. Los versos finales. Unos treinta o cuarenta versos más. En dos tiradas, espero.

—Mmmm… ¿Cuántos versos en total?

—Normal en un cantar. No sobrepasa el kurtzepos. No llegará a los mil versos.

—Bien, mejor así. Cuando se haga popular llegará al grossepos, cuanto menos, con un montón de variantes. No te complazcas demasiado en las escenas amatorias o se convertirá en un manual pornográfico cuando se recree y se le añadan nuevos lances aún más atrevidos.

—¿Nuevos lances, pater? ¿Quieres decir que vas a recomendarlo?

—¿Y por qué no? —sonrió, juntando las manos y palmeando en un gesto muy de fraile—. Aunque sea excesivamente lírico, guarda conexión con el cantar de gesta. Las prostitutas cumplen un buen servicio a la Corporación, y nunca se ha cantado lo suficiente a ellas. Las cancioncillas populares que escriben las tropas del espacio (o inventan y memorizan, puesto que pocos saben escribir) son bastante burdas, muy chabacanas, sin demasiada calidad, y además no apoyan la Conquista. La mayoría no están recogidas en Monasterio. Ni siquiera Nueva York las tiene en sus archivos. Termina el cantar y envíamelo, que yo lo transmitiré lo antes posible. A lo mejor se hace popular y cuando salgas de aquí tiene miles de versos y lo oyes cantar en todas partes. O tal vez se convierta en una serie de romances breves de sabor picante, uno por tatuaje. Eso quería advertir, juega más con el guiño cómplice. Precisa de un tono mayor de burla. Más picardía. No es algo tan importante.

—Bien, pater.

—Termínalo y envíamelo. Y cuando tengas otras cosas así, déjame leerlas antes que a nadie, ¿de acuerdo? Por cierto, hijo mío… ¿Era esa mujer tan fogosa como la describes?

Se marchó riendo, dejándome satisfecho y convertido a la vez en un mar de contradicciones. De las dos probabilidades que había aventurado, fue la segunda la que prevaleció. El poema se convirtió en una serie de cancioncillas picantes coreadas con gusto en los prostíbulos de algunos lugares de la Corporación, sobre todo en los de la Tierra, ya lo he apuntado aquí antes. Sin ser mi mejor trabajo, con mucho es el que ha conseguido mayor fama, más incluso que los cantos de batalla que compuse cuando serví a bordo de la astronave. En Mandara, varios años después, viví un curioso incidente relacionado con este poema. Pero mejor será contarlo a su justo tiempo.