Hroswitha. No reparé en ella hasta la tercera o cuarta semana de nuestra estancia allí, porque me había mantenido muy ocupado tanteando a mis condiscípulos, iniciando nuevas amistades, conociendo a toneladas de gente, aunque ninguno de los futuros grupos había llegado a formarse todavía y todo permanecía aún en el aire, a tiempo de ser corregido. Mi primer círculo en Monasterio estuvo compuesto por los seis muchachos terrestres que habíamos sido traídos juntos en la lanzadera. El destino común nos relacionaba, nos unía; nuestro escaso pasado conjunto nos diferenciaba del resto de los clérigos, nuevamente. Yo no sé si esto era bueno o si era malo, pero servía para agarrarte a algo que te ayudara a sobrevivir, a saber que en cierta manera ninguno de nosotros estaba completamente solo. De entre nosotros, el pelirrojo resultó ser un muchacho agradable y simpático, un hábil narrador y muy buen conversador; nos hicimos grandes amigos durante el tiempo que duró nuestro aprendizaje. Su nombre era lindo, D'halmar, pero preferíamos, por pereza tal vez, por afectividad quizás, llamarle simplemente «pelirrojo». Escribía unos hermosos poemas de lirismo instintivo, concentrado y patético, llenos de pasión, estructurados según una fuerte cohesión interna, y nada en ellos resultaba gratuito ni exagerado, sino que la violencia que a veces desbordaban transmitía al conjunto una sonoridad, una plasticidad, un arrebato que yo le he envidiado siempre. Conociéndolo, no dudo que después su destino haya corrido paralelo al mío propio. Pero hablaba de ella. De Hroswitha, cuya existencia yo ni siquiera sospeché en los primeros días, aunque reconozco hoy que era muy difícil dejar de verla.
El pelirrojo y yo estudiábamos juntos en una de las bibliotecas de Monasterio, preparando el primero de los ensayos recopilatorios a los que nos veríamos sometidos en los tres años. Un trabajo de gramática, según recuerdo. La biblioteca condensaba más de treinta mil volúmenes, y en ella estaba completamente prohibido hablar. Una medida que me pareció ridícula y que no atinaba a comprender. Hasta que conocí a Hroswitha.
Me levanté para devolver uno de los manuscritos que estábamos consultando a su estante. Subida en lo alto de una de las escaleras de metal había una mujer a la que casi no presté atención, porque todos los vestidos eran similares y no se diferenciaba mucho una de otra; eso pensaba yo entonces. Me situé junto a la escalera y coloqué el volumen de pergamino en el hueco donde originariamente había estado archivado. Yo no sabía que un segundo antes de conocer a Hroswitha se iba a desatar el fin del mundo.
Cuatro o cinco libros de grosor respetable bailotearon a mi alrededor, produciendo un ruido extraordinario, como el de una detonación o el de un trueno. Ninguno de ellos me cayó encima, afortunadamente, pero no pude contener un alarido de espanto. Todos los que estaban en ese momento en la biblioteca (gracias a Rab no eran muchos) me miraron desdeñosamente, como si en vez de haber gritado de miedo hubiera estado despellejando a alguien, como si yo hubiera tenido la culpa de aquel desastre. Deseé morirme, desintegrarme, desaparecer de aquel puñado de ojos de aguzado filo, pero nada de esto sucedió y no me quedó más opción que agacharme a recoger los volúmenes caídos, esperando perderme de sus reprochantes miradas, aunque sabía que no era en absoluto responsable de todo aquel barullo. Cuando me levanté, transido de libros, Hroswitha estaba plantada delante de mi nariz, sonriendo angélicamente y pidiéndome excusas. Perdí la voz.
Era una mujer endiabladamente alta; esto me acomplejó. Mi boca llegaba justamente a la altura de sus pechos (y menciono el detalle porque es sintomático), donde hubiera deseado posarse. Una de las cremalleras de su hábito estaba medio abierta en el cuello, dejando translucir unos centímetros de piel achocolatada y perfecta. Oh, Hroswitha era negra. Mulata de una tercera o cuarta generación, probablemente. Había heredado los ojos claros (supongo que eran verdes) de su abuelo blanco, la nariz recta, fina y breve de su padre, el tono meloso y deslumbrante de la piel por la mezcla de sangres durante generaciones. Su pelo era corto y liso, parecido al de un chiquillo, y sus pómulos, remarcados y brillantes, me recordaron los de Orfeo, aunque eran decididamente mucho más eróticos. Me pareció Hroswitha sencilla y cautivadora, la más hermosa de cuantas novicias hubieran jamás posado sus pies en Monasterio. Me sonrió excusándose mientras yo todavía luchaba por encontrar mi voz, perdida en algún punto todavía inexplorado de mi cuerpo. Creo que debí tener la boca abierta.
—Discúlpame —dijo con una voz suave, bien timbrada, inteligente—. Menudo jaleo he armado aquí.
—Bueno, no tiene importancia —repliqué, cerrando la boca con mucho trabajo—. Sólo han caído cinco libros. No son muchos.
—No se ha estropeado ninguno, ¿verdad? —preguntó, quitándome uno de ellos de las manos, sin darme tiempo a contestarle. Sentí un escalofrío de pasión subiendo inexorable desde los tobillos.
—No, creo que no. Todos están bien, perfectamente. Sanos y salvos… ¿quieres que te ayude? Soy bastante fuerte.
Ella bajó la cara y me miró. La fina línea de sus labios me dedicó una sonrisa exclusiva.
—Gracias, pero creo que podré manejármelas yo sola. ¿Te importa darme el resto?
—¿Cómo? Oh, no. El resto. No. No me importa, quiero decir. Claro que no. No —(creo que debí decir más tonterías, pero no las recuerdo todas, afortunadamente).
Le tendí los demás libros y ella los recogió, agachándose para hacerlo, con las rodillas juntas. Volvió a subir muy despacio las escaleras, cuidando de no tropezar ni de hacerlos caer de nuevo; lo consiguió. Yo me quedé mirándola un buen rato, observando la silueta que se mecía a un lado y a otro, escalón tras escalón, recubierta graciosamente por el tejido acolchado, hasta que me di cuenta de que ella no iba a bajar por el momento y que se había olvidado del incidente y de mí. Cerré otra vez la boca, me encogí de hombros y volví veloz junto al pelirrojo.
—¿Has visto?
—Sí —gruñó el muchacho, esquivando mi codazo en sus costillas, demasiado atareado con la compilación de datos como para hacerme mucho caso—. Vaya un escándalo que te has montado.
—No me refiero a eso, idiota. Hablo de ella.
El pelirrojo soltó el lápiz, varió la vista del libro, levantó la cabeza y me miró circunspecto. Acababa de pronunciar la palabra mágica.
—¿Ella? ¿Una chica? ¿Quieres decir que has entablado contacto?
—¡No, maldición, habla más bajo! No he entablado contacto. No he conseguido nada. Ella apenas se ha fijado en mí. Ni siquiera me ha hecho caso.
—¡Ella, ella! ¿Pero quién es ella? ¿Dónde demonios está? ¡Quiero verla!
—Allí. Allí en lo alto. Mírala. ¡No tan descarado, imbécil! ¿Quieres que se dé cuenta?
—Ah, ya la veo. La veo, sí. Un verdadero bombón, Hamlet. Una soberana… —Se interrumpió, llevándose el lápiz a la boca, pareció reflexionar un momento antes de seguir hablando—. Mejor que la olvides, Hamlet.
—¿Olvidarla? ¿Qué la olvide? ¿Estás de broma? ¡Es la mujer de mis sueños, pelirrojo! ¿Cómo quieres que la olvide ahora?
Hasta ese momento la conversación se había desarrollado en un tono de burla, pero el pelirrojo acababa de girarla hacia un sentido completamente serio.
—Es negra, Hamlet. No tienes nada que hacer con ella. ¿Me entiendes? Nada. Debes estar loco, muchacho. ¿Qué pretendes? ¿Qué te consuma? ¿Qué te devore? Es mejor que la olvides. No es un buen plato para chiquillos como tú y como yo.
¿Qué no lo era? Yo creía que sí, que jamás encontraría en Monasterio un bocado mejor. Me traían sin cuidado las leyendas que circulaban entonces sobre las mujeres negras. No creía en ellas. Me parecía absurdo que una mujer, por el simple hecho de pertenecer a una raza más oscura, fuera capaz de agotar a un hombre y consumirlo como si fuera una mantis religiosa; no me lo creía. No, gracias, esa tontería no es para mi. No, por favor, yo soy un chico culto. Aspiro a ser poeta y no me interesan las pamplinas. No me lo trago. Es demasiado para mí, gracias, ni siquiera se moleste en convencerme.
Siempre había considerado absurdo el hipotético canibalismo de la raza negra al hacer el amor. Todo aquello de que pudiera extenuar a un hombre y seducirlo hasta dejarlo muerto, lo mismo que pensar que el viento del norte invita al suicidio, o que una jaula abierta señala mal presagio, o que el vuelo de un pájaro a ras de tierra anuncia fecundidad y agitamiento sexual me parece infame, inicuo, infantil. Cierto que, como ser humano que soy, suelo refugiar mi ignorancia en la superstición, y que tengo medio centenar de manías propias de un simio y no de un hombre, manías que reiría a carcajadas si las supiera en otro, pero las leyendas negras, tan abundantes, jamás han hecho demasiada mella en mí. Por reducción al absurdo caían; morían por su propio peso. Las mujeres negras podían consumir a un hombre blanco, los hombres negros faenaban útilmente en las minas del espacio, bajo ningún concepto era recomendable que se reprodujeran demasiado entre ellos. Muy bien. El incidente de Chesterhill no debía repetirse. No más batallas raciales. No más matanzas en la Tierra, de acuerdo. ¿Entonces por qué los omniscientes cargos de la Corporación regulan para su provecho un mayor nacimiento de mujeres negras que de hombres? ¿Por qué procrean alegremente con ellas y dejan un reguero de mulatas, como la propia Hroswitha, allá donde pueden? Muy bien, los hombres de la Corporación, igual que los soldados, son distintos. Son superiores al resto de nosotros, los demás niveles, la gente común. No discuto eso, aunque no lo acepto. Dejémoslo así. No entiendo por qué se potencia el segregacionismo. Mi inteligencia, lo siento, jamás ha llegado tan alto, pero no creo que una mujer negra sea un chupador de sangre (lo he comprobado luego), ni que tengamos que agradecer de hinojos a Rab y a Nueva York nuestra fortuna de haber nacido blancos. Lo de la supremacía intelectual de nuestra raza me parecía delirantemente atroz. El inefable hombre blanco, señor de la Tierra y las estrellas, incapaz de acercarse a medio metro de una mujer de piel oscura. Qué tontería. Había que ser muy niño para creer en eso, y ahora el pelirrojo me salía por ahí. Me pareció impropio de él, de mí, de todo aquel que se creyera poseedor de una inteligencia funcional y que aspirara a ser poeta.
Algún tiempo después, con Hroswitha, mientras retozábamos juntos, saqué el tema de nuestra conversación. Le dije que no comprendía esa especie de selectividad encubierta que la Corporación parecía potenciar oficiosamente, que no entendía por qué, ya que era todopoderosa, se preocupaba de alimentar desde un bastidor velado toda aquella paparrucha del amor primitivo y agresivo, la intratabilidad en algunos aspectos de las otras razas. Ella me miró, casi sorprendida de que yo no tuviera nada en claro. Se incorporó un poco y me revoloteó el pelo con un aire maternal y protector.
—Hamlet, Hamlet, Hamlet… ¿Es posible que no seas capaz de comprender nada? ¿Es posible que tú solito no llegues a darte cuenta? La Corporación casi no se mete en todo este asunto del racismo (debes llamarlo así, querido, es la palabra). Basta un leve empujoncito, una sola vez, y la pelota está formada. Gira y gira sin que ni siquiera haya necesidad de darle un nuevo impulso. ¿En qué locura crees, Hamlet? ¿En una sociedad sin ningún tipo de prejuicios según los colores? ¿En Utopía? Eres un inocente y quizá te comprendo por tu daltonismo. Imagínate. Negros, blancos, amarillos… todos somos iguales. No teóricamente. No de una manera que cada uno pueda interpretar según le plazca. Somos realmente iguales. De verdad. ¿Qué crees que pasaría?
—No lo sé. Tal vez nada. Tal vez todo seguiría igual.
—Muchachito, eres ingenuo de veras. No sabes leer entre líneas. Imagina que no existiera más que una raza, que los blancos estuvierais solos en el jodido planeta, en la condenada galaxia. ¿Existiría entonces el racismo?
—¿Existiría?
—Soy yo quien te pregunta, corazón, pero voy a contestarte a eso. Claro que existiría. Naturalmente que sí. No porque a la Corporación le sea necesario, que quizá ni siquiera le es, como tú dices, puesto que es infinitamente más antiguo. No por eso, sino porque vosotros, omnipotentes hombres blancos, sahibs autoproclamados, lo necesitáis para sobrevivir. No, digo mal. Rectifico. Todos lo necesitamos. La raza humana se basa en este axioma para salir adelante. Tengamos el color que tengamos, necesitamos creer, estar seguros de la existencia de alguien inferior por debajo de nosotros. No el de arriba, eso casi no nos interesa. Es el de debajo el que quiere ocupar nuestro sitio, y a él le tenemos que combatir. Es muy simple. Parece vergonzoso que todavía sea así, pero lo es. Incluso entre los parias más desheredados verás categorías. Es algo que se desarrolla intuitivamente, por el instinto de saberse superior que tiene el hombre. Por el ansia de no verificarse más pequeño. Las cabezas de turco han existido siempre. Los levantamientos y contrarrevoluciones contestan a este punto. Así que toda la historia es complicada y dolorosamente necesaria. No encuentro otra palabra, así que llamémosla de esta manera, aunque no me gusta. De cualquier forma, no quiere decir que sea algo útil. Tú imagínate. Todos tenemos el mismo color. ¿Captas? Todos somos una raza única. Violeta, si te parece un buen color. ¿Seríamos todos iguales? Ja. En seguida nos dividiríamos otra vez, más aún de lo que ya lo estamos, diga lo que diga la Corporación de la idea de la Conquista. Acabaríamos sintiéndonos superiores los más altos sobre los más bajos, los rubios sobre los morenos, los diestros sobre los zurdos; o al revés, si quieres, no importa eso ahora. Habría escrúpulos por ser de un lugar o de otro (los hay ya, los ha habido siempre; la Corporación todo lo más alinea, nunca une). ¿Lo vas viendo claro? Según esta idea el racismo sería un revestimiento más del clasismo; un camuflaje. La maldita xenofobia nos sale de dentro, y si encuentras una cura para el problema no dudes en venir a mí. Yo intentaría comprenderte, porque creo que jamás ayudarías a nadie con tu milagrosa redención. Repasa los estantes de la biblioteca del tercer nivel y no te fíes de lo que dice el padre Espligarés. Verás que la historia de las guerras, Expansión y Conquista incluidas, dimana en un gran porcentaje del absurdo instinto tribal que llevamos en los huesos. Compruébalo. Ahí están los libros. Volviendo a mi idea anterior, y para rizar la hipérbole, desembocaríamos en un prejuicio de unos contra otros, en una segregación entre hombre y mujer, una especie de racismo sexual, por llamarlo de algún modo, que terminaría para siempre con la raza humana, una de las cosas mejores que podrían pasar. Y ahora acabemos con toda esta estúpida conversación que no tiene ninguna utilidad y hagámoslo otra vez, Hamlet. Tanto hablar me pone frenética. Y paranoica.
Hroswitha era un auténtico elemento subversivo, y más de una vez tuvo sus buenos roces con los padres más firmemente aferrados a sus ideas en Monasterio. Creo que de haber nacido en otra época habría sido eso que los libros llaman un activista. O tal vez no, porque su desengaño de Nueva York, la Corporación, la Conquista, la supremacía y los valores de la humanidad, la confianza en el futuro, que yo entonces compartía muy levemente y que no comprendía en su totalidad, su desengaño, digo, la hacían recelar de que cualquier cambio fuera a traer consigo una mejora. Ella atacaba verbalmente (sólo verbalmente; sabía que es inútil luchar contra lo impuesto) a todo aquello que consideraba malo, imperfecto, que solía serlo, pero no defendía ninguna alternativa contraria, si la había, porque tampoco encontraba bases para creer en ella. Hroswitha era revolucionaria a tope. Pesimista hasta la parodia, defraudada, ni siquiera consideraba su ideario como anarquismo. Estaba convencida de que la raza humana jamás tendría remedio, que ni siquiera valía la pena luchar, y que hubiera sido mejor para todos que nuestros ancestros no hubieran bajado jamás del árbol.
Yo no sé, retomando el hilo de este relato, apartándome de mi maldita tendencia a la disgresión, si mi amor por ella fue un amor a primera vista. No puedo jurarlo. El amor es un no sé qué, como lo definió alguien acertadamente, a pesar de que Hros se empeñara en explicarlo como una canalización intelectual del instinto salvaje de ese homínido que nos corroe por dentro. Para el poeta que siempre he pretendido ser (poeta auténtico, sin necesitar el aval de la Corporación), este sentimiento se perfila inefable. Jamás he encontrado palabras para escribir sobre amor. Los cantares de Gesta que exige la Conquista tampoco lo necesitan, claro. Eso me salva.
Yo no sé si mi amor por ella fue un amor a primera vista; en cualquier caso, se fue acrecentando y haciéndose mayor a cada minuto, sin establecerse quieto nunca. Advertí que algo extraño me estaba ocurriendo, porque pronto empecé a notar su ausencia, a echar de menos aquella piel nocturna que interrumpía mi descanso y perturbaba mis sueños. Y la localizaba por los pasillos asépticos, erguida y serena como una diosa, de un corredor a otro corredor, siempre escoltada de libros, nunca lo suficientemente solitaria. Y la veía llegar a las largas disertaciones de los monjes, el hábito mal abrochado, un poco abierto, la doble luna negra ondulante aquí y allá, el dátil de su cuerpo cimbreándose como si quisiera mecerse en un viento inexistente. Y llegué a bromear diciendo si no habría ganado un par de centímetro de cuello, de tanto buscar alrededor con la cabeza, de puro deseo de verla tomar notas o bostezar a hurtadillas los sermones inservibles del padre Hurt, de sonreírle con un comment ça va cada vez que nuestras miradas se encontraban por encima de las cabezas de la gente.
Después, alguna vez, roto ya el hielo, charlábamos en los pocos ratos libres que quedaban entre lección y lección, por escaleras y pasillos, lo suficiente para saber su nombre, Hroswitha, Hroswitha, Hros, y ni siquiera me importaba si tenía nombre de monja, si yo lo tenía de loco, según decían, y en efecto estaba ido, ido por ella que realmente era una monja, una novicia brillante de piel oscura que destacaba por sus propios valores del tercio femenino que poblaba Monasterio. Y sabía su nombre y lo musitaba despacito, como para creérmelo entero, como temiendo olvidar alguna sílaba, alguna letra, algún fonema, y poco a poco los contactos fueron mayores, nos intercambiábamos ya libros, nos ayudábamos en los ensayos, y las cosas que ella me prestaba estaban impregnadas de su olor, de su aroma de doncella oscura, y me enamoré de su letra, según creo, de los signos de su mano donde yo adivinaba cada gesto descifrado, cada palabra por decir, cada mensaje traducido al frío idioma de los números y las raíces y los exponentes; y cada una de estas tonterías me acercaba más a ella, la envidiaba porque había estado una vez en París, aunque era africana, donde ya casi no queda ni un negro, y estallaba de gozo dentro de mis hábitos de clérigo cuando ella venía directamente a mí, sin que yo rebuscara excusas para decirle algo, no sé, déjame comprobar la última cita, y la paranoia que yo nunca había sentido allá en la Tierra, donde a ninguna mujer tomaba en serio, sírvase usted mismo, use mi cuerpo, haga más rápido el amor, me gustas, Hamlet, la paranoia se desató en su enredadera de espinas líricas y amargas cuando intuí más que certifiqué que Hroswitha, Hros, me buscaba con las mismas excusas tontas con que yo la buscaba a ella, que sus frases hechas eran tan carentes de sentido como las mías propias, que me rondaba con el mismo incompetente desparpajo con que yo la rondaba también, y un día nos encontrábamos en mi celda, preparando un estudio los dos juntos, ella sentada frente a mi pupitre —porque ya tenía un pupitre—, y yo al lado de ella, respirándola brevemente, naufragando en su olor, y me encantaba su nariz indescriptible, y le susurré Hros, me encanta tu nariz, y le tomé la mano, me posé en ella con garra suave, y la besé con mucho impulso en la mejilla que estaba tibia, en los labios húmedos de pasar la lengua por, y el beso sonó como un chasquido, como un látigo, como un láser, y hasta creí que ella se iba a molestar, a darme una patada en un buen sitio y dejarme dolorido e inútil, que iba a marcharse, pero Hroswitha no se movió ni un dedo, sino que me dejó hacer, y mientras mi boca rodeaba su boca y mi nariz exploraba tímidamente su nariz, recogió con mucho tiento los libros y los lápices y plegó de nuevo el pupitre contra la pared, siempre sin dejar de acariciar mis labios mansamente, y me reclinó lento despacio hacia detrás, auscultándome con sus manos de paloma negra, y descorrió las cremalleras de mi hábito como con temor de descorrerme también la piel, y yo deshice las del suyo, borracho de su respiración, enfermo de su cuerpo, y me besaba y la recorría en una exploración que deseaba ya infinita, y nos amamos con el dolor del primer encuentro, con la ternura de la adehala que sentíamos, sabiéndonos solos en la inmensa frialdad blanca de Monasterio entero, conociéndonos el uno al otro desterrados, y ella era dulce como un pájaro sin vuelo, violenta como la lucha exangüe que es el amor, y yacíamos siempre luego el uno junto al otro sin hablar, sintiendo yo su corazón contra mi corazón, su piel de noche sobre mi piel de día, su piel caliente, y fue glorioso.
—Idiota —le dije al pelirrojo al día siguiente—. No me ha consumido y todavía, ya ves, estoy completamente vivo.