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Desde nuestro primer día en Monasterio aprendimos a levantarnos muy temprano y a retirarnos a descansar cuando ya ni siquiera había luz, porque quedó bien entendido que la iniciación de un monje no es muy distinta a la de un soldado. Oficialmente éramos clérigos, aunque entre nosotros el término no implicaba ningún matiz religioso. La connotación de la palabra hacía pensar en hombres de iglesia, pero la denotación se ocupaba de poner las cosas en su justo sitio. Éramos clérigos, lo que equivalía a decir que éramos aspirantes al cargo de poeta de la Corporación, aprendices de toda la cultura que se encontraba sistematizada en los archivos. Nuestros educadores eran servidores de Rab (la Iglesia tenía por misión velar por el mantenimiento de la sabiduría), pero entre las múltiples materias de nuestro estudio apenas recibíamos unas nociones básicas de mitología, las suficientes para poder teñir de un tono heroico los poemas que más tarde tendríamos que componer. No habíamos llegado a Monasterio para convertirnos en unos arcángeles, sino para intentar adquirir las reglas que nos serían necesarias a la hora de ejercitar nuestro arte. Además, el culto religioso está en decadencia desde hace siglos. Nueva York y sus predecesores han comprendido que la mejor forma de sujetar contentas a las masas no es haciéndoles creer en la existencia de una vida más placentera en otro mundo, en una recompensa del más allá, sino manteniendo sus instintos animales lo suficientemente satisfechos, regalándoles una existencia feliz que no les haga rebelarse y planear nuevos cambios. Es por eso que el sexo es libre. Si la idea aglutinante, el nexo común en la Primera Edad Media fue el temor de Dios y la Cruzada, en nuestro tiempo es el culto a Eros y la Conquista. Pero todo esto lo he aprendido luego, cuando he advertido que el sistema es tan inamovible y perfecto que los hombres han olvidado la manera de decir no y prefieren trocar su libertad, si creen en ella, por una comodidad relativa, raciones sobradas de alimento y una dosis desmedida de sexo con el que satisfacer su inagotable e inducida lujuria. Hemos aprendido a hacer de nuestro sexo una moneda, y toda la naturalidad que yo creía ver en su uso allá en la Tierra es falsa, potenciada por las altas esferas. El goce de nuestros cuerpos se ha convertido en una imposición tan perfectamente planificada como el trabajo en la Factoría, la sumisión de nuevos mundos o la restricción cada vez mayor de la cultura; porque un pueblo que no sabe es un pueblo que no pide, y al no saber no diferencia lo bueno de lo malo, lo sintético de lo puro, lo falso de lo cierto. Sin una brizna de conocimiento nada es posible. No se puede siquiera imaginar un cambio si antes no se aprende. La cortina de humo donde se difuminan los sueños es un estómago lleno, una mente desentrenada y un cuerpo apetecible con el que copular hasta el cansancio. Así de simple. Nosotros tenemos pan y juegos, y la Corporación a cambio nos tiene a nosotros. Perfecto, planificado y diabólico. Yo ni siquiera sospechaba algo en aquel mi primer día en Monasterio.

Mi primer día en Monasterio.

Recuerdo que tenía la sensación de que acababa de cerrar los ojos cuando me vi obligado a despertar. Una luz potentísima anegaba mi celda, y sonidos apresurados, vagamente familiares, se deslizaban viscosamente por los pasillos. Con mucho trabajo me puse en pie, con los músculos entumecidos después de haber dormido en el suelo, pero, curiosamente, descansado, sin el aturdimiento que me había sacudido unas cuantas horas antes. Mientras me levantaba, lo primero que miré fue la puerta, cuyos barrotes metálicos todavía me aislaban dentro. Aunque no costaba imaginar que toda la algarabía exterior provenía de un toque de diana o un maitines, no me atreví a salir de la celda. Aquel era mi primer día en Monasterio, así que yo no podía saber qué demonios se esperaba de mí, al menos teóricamente. Existía la posibilidad nunca demasiado remota de que me perdiera por los pasillos y que jamás llegaran a encontrarme.

La puerta produjo su ya familiar silabeo al descorrerse. Me di la vuelta para ver quién era y contemplé a un hombre barbudo vestido con los marrones hábitos de monje que permanecía de pie junto al umbral. En sus manos llevaba un fardo de algo parecido a ropas. No sé si era uno de los tres hombres que nos habían recibido en la pista la noche anterior. En cualquier caso, no fui capaz de reconocerlo. No era el que me había visitado durante la noche porque no tenía la misma voz. La suya era más aguda, pero templada igualmente con ese agradable soniquete musical con que parecen haber sido programados todos los religiosos.

—Buen día, hermano. Espero que hayas pasado una agradable noche —dijo mirándome a los ojos con un resplandor entre místico y divertido aflorando descaradamente en los suyos.

Antes de que me diera tiempo de contestarle con una verdad a medias, el monje posó su mano sobre un cuadrado que dibujaba el muro junto a la puerta, y un zumbidito apenas audible vino acompañado de toda una sección de la pared, que se fue desplegando hasta formar algo infinitamente parecido al lecho con el que yo había estado soñando. En los pocos minutos que llevaba despierto no había reparado en el interruptor, y por supuesto no pude sospechar su existencia cuando estuve ahogado en la oscuridad. No hizo falta pensar mucho para concluir que aquello había sido una prueba de temple, una singular broma de mal gusto dispuesta a hacernos ver que en Monasterio las reglas estaban establecidas y que la vida iba a ser tan dura como el suelo que nos había servido de tálamo. Mis huesos protestaron por el tratamiento, pero mis labios se curvaron en una ancha sonrisa. Buen humor. Había que encajar los golpes con buen humor. Eso decía Tiépolo. Ya me vendría el momento de devolverlos más adelante, si es que podía. Ahora era mejor recubrirme con una capa de aparente despreocupación, de estupidez; o de cinismo.

—Te he traído tus hábitos, hermano. Por favor, cámbiate y entrégame esas ropas que llevas.

Me tendió las que él portaba, lo que había llamado hábitos. No eran más que vestidos acolchados, de una sola pieza, color marrón, lleno de cremalleras y bolsillos en los brazos y en las piernas; yo no los hubiera llamado así. Acepté el paquete y comprobé si me venía grande. Me estaba bien. Empecé a quitarme mi ropa normal, observado por la mirada concupiscente del monje. El hecho no tenía nada de particular, pero pronto empecé a sentirme molesto. Circulaban muchas leyendas negras sobre los monjes, y aquel parecía no haber visto a un muchacho desnudo en diez años.

Una vez vestido con mis nuevas ropas, le entregué las que yo había llevado. Mi traje mundano y vil. Mis ropas de gala y alterne en la Tierra, confortables a la última moda. Me dio pena, pero las discosalas, los espectáculos 3-D, las largas horas de retozar junto al mar, los aditivos para gozar maravillosa y largamente, como mi melena y mis maquillajes, habían quedado atrás.

El monje recogió el paquete y me pidió que le siguiera. Le obedecí, dispuesto a ver en todo su esplendor la actividad diaria de Monasterio. Las lisas zapatillas de ballet que calzaba no eran muy cómodas, o yo no estaba acostumbrado aún a ellas, y pronto me sentí como si hubiera caminado mil kilómetros.

Cucullus no facit monachum. El hábito no hace al monje. Me convencí de esto inmediatamente, mientras acompañaba a mi preceptor hasta mi punto de destino, dondequiera que estuviese. Las ropas eran cómodas y posiblemente no habían sido vestidas por ningún otro antes que yo, pero se ajustaban demasiado en algunos lugares estratégicos y no era precisamente placentero sentirse como un provocador medio desnudo allí en medio. Al principio resultaba difícil entablar una conversación convencional con otros clérigos, impresionados como estábamos por el ambiente de parquedad que exudaba Monasterio y por la sobria presencia, casi forzosamente asexual, que imponían nuestros uniformes (me resisto a llamarlos hábitos). Todas las miradas convergían hacia puntos similares, verificando mi teoría de que lo que tapa un trozo de tela, por diminuto que sea, aparece como más valioso que lo que vive cotidianamente sin cubrir. Unos pocos metros de tejido acolchado habían bastado para crear en nosotros el sentido del pudor. Un sentimiento tan estúpido que ni siquiera parecía cómico. Toda una vida acostumbrados a un intercambio sexual, a ver nuestros cuerpos desnudos, y ahora lo anormal se había convertido en regla. Un trozo de tela, por arte de magia, producía en nosotros la vergüenza y el ridículo.

Con las mujeres resultaba doloroso. Les dibujaba las curvas hasta incluso donde no debía haber ninguna, y las recubría firmemente como una segunda piel; era más provocador que ningún otro atuendo que pululara libremente por la Tierra, menos exótico, sin duda. Y al ser obligatorio, al encorsetar algo que hasta entonces nos habíamos habituado a contemplar sin ningún tapujo, la vergüenza, el deseo y la vergüenza del deseo empañaban nuestra relación, nos obligaban a estudiarnos unos a otros a hurtadillas, de reojo, como si temiéramos ser sorprendidos haciendo algo prohibido. Qué estúpidos. Tardamos casi un mes en enterarnos de que la práctica del libre amor también estaba permitida en Monasterio (dónde no), y que incluso hasta los padres olvidaban su condición y retozaban tranquilamente entre ellos o con alumnos y alumnas. A partir de entonces no hubo ningún problema y nos acostumbramos a mirarnos y a sentirnos observados hasta que el asunto de los provocadores hábitos dejó de ser noticia. La normalidad volvió por fin, acercándonos un poco a las costumbres de la recordada Tierra.

Cuento todo esto para mostrar cuán extraña fue nuestra formación en aquel lugar, qué difícil resultaba aclimatarse a aquella extraña atmósfera, donde todo se reducía a estudiar, escribir y componer, sin preocupaciones de tipo monetario o alimenticio, aunque la comida no fuera sobrada. Nosotros creíamos estar viviendo un aparte olvidados del mando de Nueva York y de las astronaves y del fin primordial de la Conquista, aunque constantemente se nos insistía en cuál era nuestro deber, cuánto debíamos a la Corporación que nos mantenía, de qué manera tenía un poeta que expresar su fidelidad a Nueva York y a la propia tradición de Monasterio.

Nos sentíamos distintos. Como si no fuéramos parte de todo un engranaje que nos colocaba en un punto inerte, en una zona muerta de la maquinaria que podía seguir girando sin importarle poco o mucho nuestro rendimiento, porque su producción era imparable y sabía que si la tuerca que éramos no se movía lo suficientemente aprisa no costaba ningún trabajo sustituirla por una nueva, una engrasada, pulida y flamante, ágil para moverse a las revoluciones que fueran necesarias, en un sentido o en otro, siempre.

Nos sentíamos distintos aunque sabíamos perfectamente lo que éramos, lo que estábamos destinados a ser. Luego he sabido que un poeta no es más independiente del ordenador que un piloto de su mitad mecánica. Nuestra relación era un favor por otro favor. Conocimiento, eso nos daba Monasterio; algo que no podríamos adquirir en ningún otro sitio. Conocimiento, eso le devolveríamos a la Corporación; nuestra forma de versificar cada vez que un canto épico fuera necesario. Lo había dicho el capitán, allá en el aeropuerto: Éramos una piedra más en el muro. Y ni siquiera nos consideraban importantes. Al final todos acabaríamos siendo olvidados, aunque ahora quisiéramos creernos distintos.

Mis tres años en Monasterio fueron una repetición consciente y monótona del primer día. Jamás quedaba más tiempo libre del necesario. Tal vez el saber no ocupara lugar, pero sí requería tiempo. Miles y miles de horas de nuestro tiempo.

Las asignaturas más importantes formaban lo que en tiempos pretéritos se había llamado Trivium: Retórica, Gramática, Dialéctica. Nuestras enseñanzas se completaban con un segundo grupo de Quadrivium: Aritmética, Geometría, Música, Astronomía. Componían el grupo de las siete artes liberales propias de un hombre libre. Las tres primeras nos atañían más directamente, porque era poesía lo que íbamos a tener que componer, y a ellas dedicábamos la mayor parte de nuestros esfuerzos. Las otras cuatro parecían menos importantes, pero se nos exigían igualmente. Odiaba la Aritmética y la Geometría (tanto como había odiado la Química en la Factoría de la Tierra), aunque sabía que siempre me podían resultar útiles, sobre todo si alguna vez me encontraba perdido del cerebro calculador de mi astronave. Apreciaba más la Música, necesaria para dotar de un ritmo adecuado mis poemas, y la Astronomía me resultaba apasionante, porque nombraba estrellas y mundos donde yo tal vez recalara pronto luciendo mi cargo de poeta.

Pero no eran sólo estas materias las que necesitaba conocer un novicio, un aspirante a poeta. Estudié tantos idiomas que logré adquirir un poso precioso para vestir en mis futuras gestas. Aprendí a hablar y a pensar fluidamente en las lenguas clásicas hoy ya perdidas: latín, sánscrito, griego, sin olvidar todas las manifestaciones principales del romance, cada una de las inflexiones locales de la lengua estándar. Adquirí la pericia de componer en una docena de idiomas y de ser comprendido y cantado coherentemente en un centenar de mundos. Y leí. Más libros de los que nadie hubiera podido pensar, en docenas de viejas lenguas, en manuscritos tan ajados y antiguos que parecía que cada página iba a hacerse polvo con el solo roce de mis dedos. Y adapté, traducciones de chansons de geste perdidas y popularizadas aun antes de la Primera Edad Media, cuando los hombres todavía no eran salvajes y los héroes recorrían perdidos los mares únicos y sitiaban valerosamente las ciudades durante meses y años. Y resumí, sinteticé, analicé, investigué y finalmente creé. Tres años que cundieron como diez, sin apenas un día a la semana de descanso, trabajando de la mañana a la noche, desde que se ve hasta que no se ve, habíamos dicho, enfebrecidos y exhaustos, conociendo la maravilla de conocer, viviendo únicamente por esto.

Y aún teníamos que aprender a cocinar, y nos relevábamos en este punto una vez al mes. Y cuidábamos los campos sembrando y recolectando frutos naturales que costarían una fortuna en la Tierra; pescábamos en los mares adyacentes durante las temporadas permitidas; nos especializábamos en trabajos y destrezas manuales que sirvieran después en una emergencia a bordo de una nave. Yo siempre he sido muy delgado y mi estatura es la propia de un terrestre; por eso me adiestraron en el trabajo de reptil: Aprendí a deslizarme por los fríos o sobrecalentados conductos de una nave que simulaba estar a la deriva, arrastrando entre mis manos o mis dientes una hipotética herramienta necesaria en el otro punto de mi lugar de estancia, en la proa o en la popa, y ni siquiera había tiempo para la claustrofobia, ni para secar el sudor que resbalaba crudamente por los ojos y cegaba, ni para detenerse a tomar aire o mejorar la posición, porque teníamos un tiempo específico y a partir de él la nave supuesta entraba en una fase de autodestrucción y había que salir de allí si no querías dejar la piel y los huesos; un entrenamiento eficaz que después me serviría para mucho.

Y dos horas al día nos dedicábamos al cuidado de nuestro cuerpo, al cultivo de nuestros músculos, en ejercicios físicos que al principio nos hacían crujir de dolor, hasta que nos convertimos en eficientes pero desapercibidos matadores y el láser llegó a convertirse en algo cotidiano para nosotros, en algo desdeñable porque teníamos el poder y la seguridad de nuestro cuerpo, listo para saltar a la acción como un resorte, si fuera necesario, porque en una batalla cada hombre ha de cuidar de sí mismo y un soldado no puede dar de lado a la Conquista por salvar la vida de un simple poeta, y los enemigos no distinguen entre un húsar con capote blanco o un soldado de infantería forrado de metal y un pobre y débil escribano que toma notas y las transmite y las recrea, porque para ellos todos son invasores y la gente de la Tierra siempre es igual. Yo al principio no comprendía el sentido de toda la práctica de la violencia, porque mi profesión tendría que ser la de escritor y no la de soldado, y no creía justificada aquella paliza matutina, pero uno de los instructores se sacó los hábitos y me mostró una cicatriz blanca y enorme que le recorría todo el abdomen, explicándome que en la Trigésima Batalla de Pollux él había servido como poeta, y que una lanza bien dirigida le había abierto de arriba a abajo como a un animalillo en un sacrificio, y que el enemigo atacaba intentando clavarlo en su pica y mostrarlo aguiñapado en su estandarte y que él mismo, él mismo con sus propias manos tuvo que degollar, destrozar, abrir en dos, destruir, derribar, profanar, consumir, succionar, destripar al asaltante y atenderse como pudo la herida que chorreaba abiertamente, porque también aprendíamos medicina, hasta que la dotación de su crucero, el Mäelstrom, me parece, volvió de una avanzada de seis días en territorio hostil y regresaron juntos a la nave. Y mientras tanto había seguido tomando notas. Desde entonces no objeté nada más a las lecciones de defensa, aunque seguía pensando que yo iba a ser poeta y no asesino.

Alguien dijo que cuando se tiene una vocación muy definida es porque también se tiene una aptitud muy fuerte. No lo sé. En todo caso, allí me hicieron dudar constantemente de mis sueños. Caíamos en la cama agotados (cuando no había que preparar de noche una lectura para el día siguiente), preguntándonos continuamente si merecía la pena todo aquello, y yo siempre me dormía pensando no lo sé, no lo sé, no lo sé.

Apenas quedaba lugar para la diversión, y sin embargo aún tuve tiempo de enamorarme.