—Osablatkapitánn…
La voz provenía de muy lejos, gravitando en una neblina musical que estuviese forrada de hierro, remota como una flecha que buscara una diana donde clavar su filo metálico; y la diana era algo que yo poseía y que se había llamado cerebro.
—Os habla el capitán —repitió la voz, y esta vez el sonido fue menos doloroso y logré comprender las palabras. Levanté un poco la cabeza, pero la vista se me nubló por el esfuerzo y tuve que volver a bajarla. Un hilillo de bilis se descolgaba perezosamente desde mi lengua y percibí que algo se complacía golpeteándome las sienes. No era un martillo, sino el fluir de mi propia sangre revivida.
—Os habla el capitán —repitió la voz metálica por tercera vez. Acostumbrados a su tañido monótono, ya habíamos dejado de sentir por ella desasosiego—. Despertad, muchachos, nos estamos aproximando a nuestro destino. A las catorce punto cero seis estaréis en Monasterio.
La comunicación se interrumpió. Alargué como pude la mano y me esforcé en mirar la hora. Las trece punto cero cuatro, siempre bajo la referencia de la Tierra. En sesenta minutos habríamos llegado al fin de nuestro viaje, pero yo no esperaba estar repuesto en tan poco tiempo. El chico atado a mi lado todavía tenía cerrados los ojos.
Un nuevo pinchazo inyectó algo tibio que sirvió para reanimarnos. Intenté protestar, porque ya estaba pensando que en lugar de cuerpo tenía un alfiletero, pero no lo hice; no serviría de nada. El viaje desde la Tierra había durado casi un mes y nosotros nos pasamos la mayor parte del trayecto durmiendo. A cada tanto, a cada hora, la voz metálica que crepitaba anunciando un cambio de rumbo, aclarando con su horrible risita tonta cuál era nuestra posición, corrigiendo la trayectoria. A cada hora, a cada siglo, pinchazos en la nuca para dormir, pinchazos para despertar, breves y rápidos, perfectamente calculados de manera que jamás hacían sino un daño momentáneo, similar al del picoteo de una aguja en un dedo, pero que a la larga resultaban extraordinariamente molestos. A cada siglo, a cada era, una papilla gruesa y de color macilento que nos iba alimentando a borbotones, como a niños pequeños, cuando estábamos en un estado de duermevela que nos obligaba a tragar sin intentar razones. Ese fue nuestro estreno en el espacio, nuestro primer viaje en la shuttle. Ni habíamos advertido el momento en que la nave fue recogida por un crucero convencional, en el que posiblemente estábamos ahora, preparados para ser lanzados de la cremallera. Tampoco habíamos conocido conscientemente el salto al ftl, quizá porque no estábamos preparados o quizá porque dormidos como bebés no ocasionábamos molestias ni daños. Toda la experiencia se había reducido a drogas y gelatina mezcladas con voces estereofónicas y delirios producidos durante el sueño. Pero ahora todo estaba llegando al desenlace.
Los cristales se aclararon un rato después, cuando ya faltaban pocos minutos para que nos posáramos. La única hora que tuvimos que esperar conscientemente despiertos se nos hizo angustiosa y larga, pero todo se recompensó cuando vimos, girando en medio de una mancha azul brillante, la silueta desconocida pero familiar de Monasterio.
—Ahí lo tenéis, chicos —campaneó la voz del capitán—. Vuestro hogar. Miradlo bien porque en tres años no lo volveréis a ver desde esta perspectiva. ¿Os parece lindo?
A mí en concreto me lo parecía, aunque Monasterio no dejaba de ser un asteroide gigantesco, irregular, de un color extraño que yo identificaba como pardo. Orbitaba en torno a un sol enano, y en él su temperatura —según supe luego— era constante y se mantenía por debajo de los treinta grados. La órbita era artificial, inducida por los hombres, igual que todo el resto.
La lanzadera se fue acercando rápidamente, y pronto el planetoide tomó dimensiones inconmensurables. El capitán nos regaló una vuelta por todo su alrededor, y pudimos ver desde lo alto las caprichosas irregularidades del terreno, las cordilleras y los pequeños mares, aquellas partes donde resplandecía la mano del hombre.
—Os habla el capitánnn. Aquí nosseparamoss. Buen viaje y buena suerte.
Acabó la comunicación e inmediatamente un estampido tronó encima de nosotros. La cremallera se descorrió y pronto tuvimos la clara consciencia de que estábamos cayendo. La lanzadera se había convertido en un proyectil sin guía que se precipitaba a una velocidad endiablada dentro de la atmósfera de Monasterio.
A través de las ventanillas del aparato veíamos cómo el planeta (no podíamos llamarlo «la Tierra») giraba y giraba, como si fuera un torbellino grisáceo que quisiera tragarnos. Tuve que aclararle a mi compañero, y a mí mismo, que no era el planeta el que daba vueltas, sino que el trompo espacial éramos nosotros. Arriba, en el espacio, la lanzadera, hueca excepto por la cabina donde yacía el piloto, volvió a la nave nodriza que nos había escupido cuando nosotros todavía estábamos inconscientes. Jamás volvimos a saber de aquel hombre, pero ahora ni siquiera nos acordábamos de él. Mejor dicho, sí lo hacíamos, aunque su recuerdo no era grato precisamente. Todos nosotros estábamos aterrorizados, y juro que pensé que íbamos a estrellarnos contra el suelo, convirtiéndonos en una mancha amorfa parecida a un pastel de pasas. No es muy agradable caer en un cilindro desde el espacio y saber que no hay nadie que te guíe. Tampoco es halagador no poder siquiera gesticular, atados como estábamos a nuestros asientos.
A menos de mil metros de la superficie el cohete varió su rumbo, girando hacia poniente. Traspasamos la línea día/noche y entonces empezamos a descender, reduciendo la velocidad. Allí lo vimos. Tenía todas las luces encendidas y parecía un transatlántico de placer en la madrugada de Fin de Año. Brillaba como una mujer llena de joyas y desde arriba parecía diminuto, aunque lo sabíamos enorme. Era el complejo que daba nombre a todo el asteroide. El Monasterio.
Contrariamente a nuestros agoreros auspicios, la lanzadera aterrizó sin novedad, obedeciendo completamente al control remoto. Nos deslizamos sobre la superficie y apenas pudimos notar el impacto del tren de aterrizaje contra la pista. Unos segundos más tarde el artefacto se había detenido, y las bandas de seguridad que nos enjaulaban se soltaron.
—¿Y ahora? —preguntó el pelirrojo encogiendo la espalda, entumecida, como la mía propia, después de haber permanecido inmóvil tanto tiempo.
—Bueno, ahora supongo que tenemos que salir. No pensarás quedarte aquí dentro.
—No, claro que no. No lo soportaría ni un minuto más. ¿Tú crees que tendremos un comité de recepción?
Yo suponía que sí lo tendríamos, pero no me dio tiempo de contestarle. La compuerta de la nave se abrió con un compacto craack, y antes de que nos diéramos cuenta estábamos caminando hacia la salida, con pies que parecían bolsas de goma hinchable. Ya no tenía cerebro, sino una especie de motor ahogado deseoso de escupir sangre.
En el exterior había tres hombres; al menos eran tres figuras humanas las que nos estaban esperando. No había nadie más. La luz les daba de espaldas y nos cegaba, impidiendo que pudiéramos distinguirlos bien. Uno de ellos era alto, otro rechoncho. El tercero parecía normal. Hacía un poco de viento que revoloteaba mansamente sobre sus hábitos.
—Bienvenidos a Monasterio, hijos míos —dijo uno de los tres, no pude identificar cuál, con una voz agradable y sutil, deliciosa si la comparábamos con la del piloto que nos había traído—. Este será vuestro hogar durante los próximos tres años. Esperamos que os sintáis a gusto en él, y que todo cuanto os vamos a enseñar os sirva de provecho.
Dejó que las palabras flotaran en la oscuridad, mecidas por el agradable viento nocturno, y nos miró (supongo que hizo eso) mientras cruzaba las manos a la altura del pecho. Era el hombre del centro. Nosotros no podíamos verlos bien, pero seguro que ellos a nosotros sí. Nuestras caras, ciegas y llenas de luz, eran todo un espectáculo. Después he recordado la expresión de los otros cinco que me acompañaban y nunca he podido contener la risa. La mía no debía parecer distinta.
—Pero ahora estaréis demasiado cansados, después de un viaje tan largo. Mañana tendréis tiempo para conocer más cosas. Tiempo de conocer es algo que no os va a faltar en Monasterio. Venid. Seguidnos.
Los tres echaron a andar y nosotros fuimos tras sus pasos, hasta que entramos en uno de los edificios. Allí cuchichearon algo que no pudimos entender y nos separaron. Cada uno de ellos acompañó a dos de nosotros. El pelirrojo y yo fuimos conducidos por el que parecía más alto, que avanzaba sin ruido. Debía ir descalzo.
Los pasillos por los que avanzábamos estaban completamente sumergidos en la oscuridad, y cada paso parecía una aventura alucinante. Se nos recomendó que no hablásemos, porque otros clérigos estaban cumpliendo su descanso. Obedecimos prestamente, casi asustados. Como reacción, tuve ganas de chillar, pero me contuve.
El monje se detuvo tras tocar algo en la oscuridad. Una sección de la pared se descorrió, y el hombre me dijo en un suspiro que aquella era mi celda. Entré en ella. Apenas pude habituarme en la oscuridad, pero advertí los barrotes de la puerta que se hacía a un lado, volviendo a su posición primigenia. Los pasos del monje y el pelirrojo se perdieron en la nada, fundiéndose en la atmósfera de irrealidad que transpiraba todo aquello. Pensé en fantasmas.
Tanteé en busca de una cama o un lugar donde poder sentarme, pero no había nada. La celda estaba limpia, rapada como la cabeza de un militar. Sólo había cuatro paredes desnudas, con las que fui chocando una por una, pues no tenía otra manera de conocer las dimensiones exactas de mi cubículo. A oscuras, mientras tanteaba ridículamente, me pareció enorme. Luego conté los pasos y traté de hacerme una imagen mental de cómo debía ser su verdadero tamaño. Pequeña. Del tamaño normal de una habitación allá en la Tierra.
Me apoyé en la pared y lentamente fui deslizándome hasta quedar sentado en el suelo. Yo sabía que en Monasterio tendríamos que llevar una vida austera, pero aquello era ridículo. Podían haber colocado un jergón, aunque estuviera lleno de insectos. Si iba a permanecer en aquel cubo pelado durante tres años enteros, mis huesos iban a pasarlo francamente mal.
Todavía andaba pensando qué diablos hacía yo allí cuando el sonido de la puerta al descorrerse me hizo levantar los ojos. No vi nada, desde luego, pero noté sin ninguna duda que había alguien allí. Me esforcé por aguzar la mirada, y todo lo que conseguí fue lastimarme la vista.
—Tú eres Hamlet Evans, ¿no es así? —dijo una voz cálida que pude reconocer como la del hombre que nos había hablado antes. Era un torrente varonil y sensual, seductor tras muchos años de práctica.
—Sí, soy yo… —no supe qué título darle, así que elegí el que juzgué más acertado y que luego resultó ser correcto—. Soy yo, pater.
—He leído todos tus trabajos. Hay alguno interesante, ¿sabes?, pero tienes mucho que aprender todavía, hijo mío. ¿Es esta maleta tu equipaje?
Me sorprendió que pudiera ver tan fácilmente en la oscuridad, cuando yo ni siquiera distinguía la palma de mi mano a dos centímetros de mi nariz. Resultaba extraño aquel interrogatorio.
—Sí. Hay algo de ropa dentro. Al lado debe haber una más pequeña. Ahí están todos mis libros.
—Oh, libros. Interesante, interesante. No te importa que les eche un vistazo, ¿verdad?
—Claro que no, pater.
—Mmm… son títulos interesantes, Hamlet, hijo mío. No tienes mal gusto. ¿Los has leído todos?
—Sí, claro, pater.
—Veamos… Mmm… «El Mercader de Venecia», de William Sheispir. ¿Sabías que una obra de este mismo autor lleva tu mismo nombre?
—¿Evans? No, no lo sabía.
—No, no, hijo. No Evans —dijo él con una risita—. Hamlet. Aquí tal vez puedas leer algún extracto. Es interesante, pero no quieras imitar a tu homónimo, hijo mío. Se hizo pasar por loco y acabó mal.
En la oscuridad, yo veía una sombra recortada contra la mancha negra del fondo, y escuchaba pasar las hojas de mis libros. Cada vez estaba más fascinado por aquella voz, por la tranquilidad y la sabiduría que emanaban de aquellas palabras, y por la maldita cualidad que tenía su propietario de poder leer en la más completa carencia de luz.
—¡Ah, Moby Dick, del señor Melville! ¿Lo has leído también?
—Sí, pater. Tres veces. Pero yo creía que era un libro anónimo.
—¿Un libro anónimo? ¿Eso creías? No, no lo es. Ahora sabemos quién lo escribió. Tal vez en la Tierra no estén muy enterados, pero aquí en Monasterio estamos completamente seguros de quién fue. Uno de nuestros clérigos investigó y pudo establecer incluso su fecha aproximada. ¿Lo entiendes bien? El libro, quiero decir.
—Sí… Bueno, hay algunas partes muy confusas. No conozco cómo eran exactamente las ballenas, y me cuesta trabajo imaginar un barco de madera, como ahí dice que eran.
El hombre no me contestó. Durante unos minutos se prolongó una amarga mancha de silencio.
—Mira, hijo mío. Voy a llevarme tu equipaje y tus libros. Espero que no te importe. Aquí no te van a servir de mucho, ¿sabes? Nosotros te daremos otras cosas para leer.
—Bien, pater.
—Tengo entendido que eres daltónico, ¿no, hijo? ¿Confundes el rojo con el verde?
—El rojo lo capto bien, pater. El verde ni siquiera sé cómo es. Hay tonalidades intermedias que no percibo, pero me las arreglo bastante bien. Los médicos dijeron que era irreversible. Espero que no supondrá un inconveniente para que yo pueda ser poeta, ¿no, pater?
—¿Inconveniente? Oh, no, hijo mío. Ningún inconveniente. No te preocupes por eso. Bien, ahora tengo que marcharme. Descansa, hijo mío. Debes estar agotado después de un viaje tan largo.
La puerta cantó otra vez, al abrirse y al cerrarse, y ya no escuché nada más. Al principio tuve la sensación de que el monje estaba todavía allí, pero después el silencio me hizo verificar que estaba completamente solo. Una extraña conversación para un extraño momento.
Seguí sentado, con la espalda apoyada en la pared, hasta que el embotamiento de mi cabeza se transmitió a todo mi cuerpo y me quedé dormido tan profundamente que ni siquiera me importó la dureza del suelo; ni la soledad que rezumaban las cuatro paredes que velaban mi sueño.