Estaba bien claro que yo no era más que un ignorante perdido en medio del jaleo enmarañado del aeropuerto. No tenia suficientes dracmas para alquilar un robot de servicio, y arrastraba las dos maletas penosamente mientras iba buscando con la vista acá y allá un cartel luminoso o un informador que pudiera darme una buena referencia. Aquel sitio era algo diferente a lo que yo había visto jamás. La gente entraba y salía, y los vuelos se sucedían a intervalos de medio minuto, cargando y descargando hábilmente su amorfa marea de carne. Creí que el aeropuerto terminal sería el lugar más deslumbrante que yo podría ver en el resto de mi vida, pero también aquí me estaba equivocando.
Yo era un paleto vestido con ropa de gala y había dejado de sentirme dueño del mundo. Dos días antes era el rey: Nueva York hacía mi estudio prospectivo y me consideraba apto. Orfeo me aborrecía más que nunca. Una amante profesional me iniciaba en los secretos de la cúpula. Dos días antes el universo estaba dentro de mi puño; yo acababa de ser lanzado al mundo de los elegidos. Dos días antes era un triunfador. Ahora yo era un iluso impresionado, demasiado tímido para preguntar dónde podrían estar esperándome. Cada hombre, cada mujer, cada traje era distinto al anterior, y me sorprendían tanto que yo tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no abrir la boca o soltar las maletas y rascarme la cabeza, como un incrédulo.
Los lunícolas, sobre todo las mujeres, andaban envarados y tiesos por culpa de la gravedad, engullidos dentro de sus exoesqueletos y jadeando cada vez que tenían que dar un paso. Pero yo no me burlaba de ellos. Sabía que en los pasillos regulados a su propia gravedad evolucionaban con una soltura y una gracia que yo no podría nunca ni soñar. Sólo Wim, mucho tiempo después, sería capaz de superarlos y asombrarme. Había una muchachita rubia, estrechita como una flor, que patinaba dentro de una jaula de cristal, a gravedad nula, cobrando una moneda infinitesimal por su actuación. Tenía su buena cantidad de público, al que me uní. Entregué una moneda de cinco dracmas a un hombre dentro de un traje isobárico que debía ser su marido, y me maravillé con su espectáculo. Las evoluciones me parecieron extraordinarias, y pensé en lo torpemente que me tendría que haber movido yo, dos días antes, en la esfera de placer con aquella prostituta. Por primera vez desde los tiempos de mi adolescencia, me ruboricé pensando si no la habría satisfecho lo suficiente, si no habría sido un mal amante. Descarté unos pensamientos que ya no servían de nada y gusté la representación. Aquella fue la primera conexión que tuve con el teatro. Por aquel entonces todavía no estaba tan mal visto.
La función terminó, y yo salí del grupo de gente abrazado a las maletas. Un militar de pelo rapado, cuadrado como una puerta, esperaba a pie firme en un pasillo, metido a presión en su resplandeciente uniforme. Debía ser un oficial, pero yo entonces no sabía descifrar los galones. Dudé si acercarme o no, pero él mismo me sacó del aprieto.
—¿Evans? ¿Hamlet Evans?
Me sobresaltó que se dirigiera a mí llamándome por mi propio nombre. Al principio titubeé, confuso, sin saber cómo habría podido enterarse. La respuesta era obvia, y me odié por no haberla sabido antes. Nueva York había mandado un informe, una descripción y una foto. Muy fácil.
—Esto… Sí, soy yo, señor.
—Tienes una plaza en la lanzadera, ¿verdad? Te están esperando en Monasterio, ¿no es así?
—Así es, señor.
—Muy bien, chico. Sígueme.
Le obedecí. Debía medir más de dos metros, y tenía una mandíbula cuadrada rota por una cicatriz que le daba un aspecto deplorable. Era dos veces más ancho que yo, con unos brazos tan cortos que posiblemente se habría descoyuntado de haber querido enlazar las manos; eso creí entonces. Un arnés de potencia se anillaba en una de sus muñecas y recorría todo el brazo, cruzaba por los hombros y sobre los omóplatos para ir a morir en la otra mano, en el puño. Armado así podía derrumbar toda una pared de metal con sólo darle un ligero golpecito, o casi.
Me condujo a una habitación donde me esperaban cuatro o cinco chicos de mi edad, alguno más joven. Ordenó que esperase allí con los otros su regreso, que él iba a consultar alguna cosa, y se marchó otra vez, haciendo retumbar el edificio con cada paso. Militares. Empecé a tenerles tanto miedo que casi olvidé lo poco que me gustaban. Agradecí a Rab no haber sido uno de ellos. Yo era pequeño y no muy fuerte, pero con un par de operaciones podrían convertirme en un coloso como aquél; aunque tuvieran que vaciarme de órganos por dentro.
Nos quedamos solos allí, mirándonos, hasta que un muchachito pelirrojo carraspeó. Entonces rompimos el hielo inicial y empezamos a hacernos amigos. Después de todo íbamos a tener que soportarnos durante tres largos años. Comentamos ese tipo de cosas que se suelen comentar cuando todo el mundo está demasiado nervioso y ni siquiera se conoce. Cada uno de mis compañeros de aventura tenía muy diferente idea de cómo era Monasterio. Había versiones para todos los gustos, todas erróneas, incluyendo la mía propia.
La conversación murió quince minutos después, cuando la puerta volvió a abrirse. El mismo oficial de antes entró otra vez, seguro y recto como un mastodonte, y detrás le siguieron dos hombres, soldados rasos. Podían ser generales, pero no llevaban ningún tipo de adorno. Eran muy jóvenes.
—Bien, novatos, la lanzadera estará lista en unos minutos —dijo el orangután con galones, iniciando una arenga terrible—. Mientras nos avisan para que vayamos, quiero advertiros una cosa. Sólo una. La Confederación de Planetas, la Corporación, necesita más soldados que poetas. Vosotros habéis elegido. Rezad para que valgáis. Costaréis mucho dinero, más dinero del que hayáis podido ver en siete vidas, así que andaros listos. Monasterio es un lugar de paz. Un recinto sagrado, alejado de las rutas normales de nuestros cruceros. Eso os salva. Tendréis que acabar con una buena calificación si pretendéis que cualquier astronave requiera vuestros servicios. Si sois malos poetas, sólo serviréis como juglares, y esa es una vida que no os gustará, muñecos. Arrastrada como la de un perro. Iréis cantando de mundo en mundo hasta que caigáis muertos.
»Pero si demostráis ser dignos para el cargo, si conseguís una buena calificación que os acredite como buenos poetas, entonces las Fuerzas Armadas serán siempre vuestras aliadas, porque en cierta manera dependemos de vosotros. Un poeta es tan importante a bordo como un soldado. En realidad, su cargo en la dotación es de suboficial. No preguntéis por qué. Deberías saberlo, vosotros que estáis enterados de todo. Deberíais saberlo pero yo os lo explicaré. Voy a repetir la cantinela una vez más. Y procurad no respirar mientras yo os hable.
»Un poeta es necesario para la Conquista. Tan útil como un caballo clónico o un fusil láser. Vosotros, anteproyectos de poeta, tenéis en vuestras manos que se extienda la cultura y la sabiduría terrestres. Vuestra labor es la propaganda. Arte si queréis, yo a eso no me opongo. Los militares consideramos necesaria vuestra publicidad. Hasta Dios necesita campanas. Sois necesarios porque es bueno crear una mitología y una historia común allá donde pasen nuestros hombres. Es agradable ser soldado y ver cómo tus acciones se recuerdan.
»Vais a ser creadores de una poesía que cantará nuestras hazañas. Será una poesía limpia, porque nosotros somos unos chicos limpios. Será una poesía clara, porque todo el mundo tiene que poderla entender. Todos tienen derecho a cantarla. Si alguno siente deseos de inmortalidad, que se vuelva a casa. La poesía épica que vais a componer será fundamentalmente anónima. No importan los autores. Cuentan los héroes. Si alguien quiere ser una de esas basuras autónomas, un escribidor independiente, puede largarse ya. La poesía épica es anónima porque pertenece a todos, y vuestro trabajo no es superior al juglar que la difunde ni al pueblo que la recrea.
«Sabed, muñequitos cultos, que los poemas cambian, que cuando gustan mucho se adaptan. El cantar de gesta siempre va a más, y vosotros, que sois sólo una piedra en la construcción de la pared, sois olvidados, porque no valéis más que una mierdecita aplastada por mi bota. No creáis que podréis jugar a ser dioses con toda esa tontería de la rima y la métrica. Eso no os servirá para nada. Miradme. Miradme bien. Tú, pelirrojo, dime si piensas que puedo leer. No sé hacerlo. Jamás me sirvió de nada. Soy capitán de la Corporación. Manejo con más habilidad que tú una cochina computadora, soy diestro en todo tipo de armas, y puedo pilotar decentemente una nave aunque no estoy programado para un acople. ¿Me sirve de algo la poesía? He vivido cuarenta años sin saber leer. ¿A alguien le importa una bendita mierda?
»Oh, pero vosotros sois útiles, no vayáis a acomplejaros por esto. Sois útiles porque sois débiles. No sois aptos para soldados; eso se nota nada más veros. Podría mataros a los seis con una sola mano. Y con la otra, mientras os desguazo, podría meneármela. Así de fácil. Si alguien cree que exagero que se levante y dé un paso. ¿Nadie se atreve? Eso me gusta.
»Os decía que sois útiles. Eso es verdad. Debéis confiar en la palabra de un soldado, porque un soldado nunca miente. Sois útiles porque sois complementarios. Nueva York y sus equivalentes en la Corporación también piensan en vosotros. No servís para soldados, no servís para pilotos; apenas tenéis otra cosa que vuestros pobres estudios y vuestras cuatro letras. La Corporación no quiere que os sintáis inútiles por esto, muchachos. Por algo se creó el puesto de poeta. Los libros os ayudarán de algo. Podréis poner vuestra sabiduría al servicio de la Conquista.
«Seguro que habéis oído algún canto épico. Seguro que hasta sabéis más de una balada. Algunas tienen cientos de años. Otras se pierden en el origen de los tiempos. Hay una o dos que son de la Primera Edad Media. Como lo oís. No os exagero. No de la Segunda ni de la actual. Cantares de la Primera Edad Media, aunque son romances breves, sin ningún valor guerrero. Esto prueba que es algo importante ser poeta. Un canto perdurará, como la Corporación y la Conquista, a lo largo de los siglos.
»También habréis oído hablar de los Renacimientos. Esas etapas idílicas donde dicen que la cultura, vuestra única arma, fue más importante que la guerra. Si queréis mi opinión, todo eso son cuentos. Pura mierda. La guerra persiste hoy, como ha persistido siempre, y la cultura no. ¿Cuál de las dos es más fuerte? Tomad este ejemplo. Tomadlo y reflexionad sobre él. La Primera Edad Media duró mil años. El Primer Renacimiento apenas cinco siglos. La Segunda Edad Media duró setecientos años, y el Segundo Renacimiento llegó porque nuestros soldados, al expandirse, forzaron que se buscara un método para superar la barrera de la luz. Fue gracias a la necesidad Primordial de la Conquista que el Segundo Renacimiento llegó, aunque siquiera es un paréntesis de ciento cincuenta años. La Tercera y Gloriosa Edad Media en la que vivimos lleva ya tres siglos de dominio, y durará mucho más tiempo. Se afianzará aún más entre nosotros. Y se afianzará porque se ha demostrado que la Conquista es algo bueno. Si nos dedicáramos todos a escribir libros, como vosotros os dedicáis, u os dedicaréis dentro de algún tiempo, si todos hiciéramos eso… ¿dónde iría la Corporación? ¿Cómo se conquistarían nuevos planetas? Decidme: ¿de qué manera sobreviviría la gente? ¿Leyendo? ¡No! ¡Hay que expandirse y llevar nuestra Cruzada hasta el último rincón del Universo! Es por esto por lo que se restringió el derecho a la cultura, digan lo que os digan allá en Monasterio. Primero someteremos las galaxias. Después habrá tiempo de aprender a leer, si es que alguien quiere.
»Yo, personalmente, no me cambio por vosotros. Me gusta ser soldado. Es bueno combatir. Mis órdenes son poner en órbita el avión que expulse la lanzadera que ha de llevaros a Monasterio, y no discutir que aprendáis todo lo que se os enseñe antes de que os unáis a nosotros en la Conquista. Mis órdenes son dejaros en órbita y allí os dejaré. Luego el piloto de la lanzadera os llevará hasta Monasterio y os escupirá allí. Yo sólo puedo cumplir órdenes y desearos buena suerte. La Corporación os necesita. No nos falléis, ni ahora ni nunca.
Se calló el tiempo justo para mirarnos uno a uno a los ojos e intimidarnos lo suficiente como para que por mi imaginación pasara la idea de volver a casa. Todos sabíamos que por él nos cortarían al rape el poco pelo que nos quedaba y nos transformarían lo bastante, hasta que pudiéramos ser buenos soldados. Pero la cosa no dependía de él, sino de Nueva York, y no le quedaba más remedio que obedecer las órdenes. Nos miró a todos con ojos más fríos que el metal que lo rodeaba, como si fuera capaz de saber, con sólo mirarnos, quién iba a ser un buen poeta y quién no. Otra vez empezó a hablar, pero esta vez fue mucho menos violento y más breve.
—Es la hora de partir. La lanzadera aguarda —dijo mirando un reloj inserto en la uña de su dedo medio—. ¿Alguno de vosotros ha salido antes al espacio?
Todos negamos con la cabeza, inconscientemente firmes.
—Bien, lo imaginaba. Ni siquiera habéis estado en la Luna, ¿eh? Bah, espero que no os mareéis al despegar. Troy, dales un par de píldoras a cada uno. Rápido.
Uno de los dos soldados se adelantó, y sacando de su cinto un puñado de cápsulas, nos las repartió. El pelirrojo las tragó con cara de asco, oliéndolas primero.
—¿Para qué son estas píldoras, mi capitán? —preguntó, tragando suficiente saliva para que las píldoras bajaran.
El militar lo miró de refilón un momento, mientras se giraba y su enorme corpachón taponaba la puerta. El pelirrojo se cuadró. No creo que esperara una respuesta.
—Para que no os caguéis de miedo mientras llegamos al avión. Recoged vuestras maletas y seguidme.
Obedecimos, pero costó trabajo. Una sola zancada de él valía por cuatro de las nuestras, y apenas parecía necesitar respirar. Cuando llegamos a la lanzadera, los seis aspirantes a poeta estábamos muertos.
—Miradla bien, chicos —dijo señalando al avión y al cohete blanco incorporado paralelamente—. ¿Verdad que es hermosa? Grabadla en vuestros cerebros de insecto y empezad a pensar un buen poema dedicado a ella. Ningún poeta ha cantado a la lanzadera antes. A ver si vosotros lo hacéis algún día.
Alguien lo hizo. El poema anda por ahí, y sólo es popular entre el personal de los aeropuertos; eso demuestra que no es muy bueno. Tiene una docena de variantes, así que es difícil precisar cuál fue el original. Se llama La flecha del Espacio. No es mío, naturalmente.
El capitán nos hizo pasar al interior del avión, y desde él abordamos la shuttle. Desapareció y nos dejó solos, contando con nerviosismo los minutos que faltaban para el primer despegue. No había motivo para temer nada. El despegue se hacía exactamente igual que un avión intercontinental, y no era hasta la salida de la órbita cuando la lanzadera se ponía en marcha. Todos esperábamos con impaciencia el momento de ver, por vez primero, el espacio.
Hubo una especie de chirrido, un ziiiif desagradable, y los seis nos volvimos para ver qué era y de dónde provenía. Cruzando el pasillo, sobre un carrito de inválido que se deslizaba a poco más de medio metro de altura, avanzaba un hombre. Era horrible. Sus piernas estaban cortadas a la altura de las rodillas, y no tenía más que un muñón en la mano derecha. Medio cráneo era una superficie de metal, y los ojos, la nariz, el pecho y la espalda mostraban signos de haber sido removidos. Estaba lleno de agujeros, milimétricos y limpios, que no parecían molestarle.
—¡Dios mío! —gimió el muchacho que estaba sentado junto a mí—. ¿Qué es eso?
—El piloto. Tiene que ser el piloto —contesté en un susurro, asustado de veras por la presencia de aquel monstruo.
—P-Pero… ¿Por qué va así? Es horrible.
—De otra manera no podría manejar este cacharro —comentó el pelirrojo, sentado detrás de nosotros. Estaba tan impresionado como lo estaba yo—. Las piernas no le sirven de nada en el acople. Ni el brazo. Todos esos agujeros son sitios donde se inserta la computadora. Necesita las prótesis para guiar la nave.
—¿Y las piernas? —pregunté yo—. ¿Y el brazo? ¿Cómo de las arregla cuando no está pilotando?
—Con metal. Medio esqueleto suyo es de metal orgánico. Por la calle, vestido como cualquier otro, no es más distinto que tú y que yo. Pero aquí dentro no le sirve de nada ser como nosotros. Será un monstruo en la Tierra, pero es un dios en el espacio. Mi hermano es piloto, por eso lo sé. Menos mal que en casa es un tipo corriente.
El piloto llegó hasta la puerta de la cabina, que era de un material opaco identificable como metal plástico, y allí hizo girar su silla con un nuevo chirrido. Nos miró como si estuviera muy contento y se dirigió con una sonrisa horrible hacia nosotros. Agitó en un saludo el muñón de su brazo.
—¡Hola, muchachos! ¡Soy vuestro capitán a bordo! ¡El nombre no importa, y además no vais a tener necesidad de mí! Ja ja ja. Es una broma. Estaremos fuera en quince minutos; entonces yo pilotaré. Tengo que conduciros a Monasterio, me han dicho. Un sitio muy aburrido, os lo advierto ahora. Yo preferiría llevaros a cualquiera de esos planetas más amables, donde lindas chicas necesitan hombres jóvenes. Ja ja ja, pero es mi deber. Y llegaréis a Monasterio. Palabra de boy scout. Ja ja ja, me veréis luego. Me oiréis, quiero decir. Hasta la vista, chicos.
La puerta se descorrió y él, con una nueva carcajada, se introdujo en la cabina, de la que apenas pude ver otra cosa más que luces y cables. Uno o dos minutos más tarde, el avión empezó a ponerse en marcha. La voz del capitán sonó en nuestro auriculares.
—Hay un botón en el lado derecho de vuestros asientos. Pulsadlo y permaneced quietos.
Pulsamos y permanecimos quietos, sobre todo cuando una banda de plasticristal nos cubrió el torso y nos dejó atados a los asientos. Sentí un ruido enorme, y un tirón tremendo avisó que el avión empezaba a inclinarse. Estábamos ascendiendo, a más velocidad de lo que yo podía suponer. Las píldoras cumplían su misión, porque me encontraba muy tranquilo y ni siquiera tenía mareo.
A través de la ventanilla pude ver como el mundo empequeñecía segundo a segundo. Ya estaba a punto de divisar todo el continente cuando el cristal se tiñó de azul, y pronto quedó completamente opaco, oscuro.
—¡Eh! ¿Qué pasa aquí? —protestó uno de los muchachos.
—Oss habla el capitánnn —dijo una voz difícilmente reconocible como la del hombre que nos había hablado un rato antes—. La lanzadera va a sser desspegada. Permanecedd tranquilosss. Salimoss rumbo a Monassterio.
—Dios mío, ¿qué es esa voz? —pregunté asustado.
—Es el acople —gimió el pelirrojo, sintiendo como yo la fuerza cada vez más terrible de la aceleración—. Se ha fundido con la computadora y ahora es una mezcla de metal y hombre. Ahora guía la nave por instinto.
—Oss habla el capitánnn —repitió la voz, con un sepulcral e inhumano tono metálico—. Felicess sueñosss.
No hubo terminado de hablar cuando un pinchazo horrible se instaló en mi nuca, justo bajo el bulbo raquídeo. La punzada me hizo gritar y tuve la sensación, mientras la aguja se retiraba y perdía progresivamente el conocimiento, de que me habían inyectado alguna bebida helada. Pensé inmediatamente, e incluso me vino el olor, en whisky on the rocks circulando libremente por mi cuerpo.
Sentí mucho frío. Luego, toda mi conciencia terminó, y lo último que recuerdo fue el golpe de mi mandíbula contra mi pecho.