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Cuando desperté, la primera sensación que tuve fue de frío. Inmediatamente, las sienes me empezaron a puntear en el inicio de lo que más tarde se vería convertido en un molesto dolor de cabeza, pura resaca. Una luz tenue irradiaba de ninguna parte, con su blanco color de semen, y mientras me incorporaba trabajosamente busqué con los ojos a mi alrededor, porque ya no estaba seguro de dónde me encontraba. La esfera se había detenido y la temperatura en su interior había ido bajando lentamente. El metal estaba frío; su contacto con mi cuerpo desnudo había bastado para despertarme. Ya no sonaba la música.

Tanteé en la semisombra hasta darme cuenta de que nadie me acompañaba. La mujer se había ido. Posiblemente se había marchado horas atrás, dejándome dormido y exhausto. Bien por ella. Yo era tan estúpido que hasta hubiera sido capaz de enamorarme. Recogí mis ropas, me vestí, y salí tambaleándome de dentro de la cúpula. La potente luz del exterior me bloqueó los ojos. Aquí viene el topo.

La animación del sexopub había decaído bastante. Apenas se veían cuatro o cinco parejas de borrachos charloteando con lengua espesa acerca de las ventajas de una esfera a gravedad cero. Aunque el local tenía un servicio permanente veinticuatro horas al día, ahora casi no quedaban clientes para mantenerlo vivo. Pasé junto a la barra donde había servido la camarera la noche anterior, pero ella no estaba. En su lugar, una mujer de facciones negroides se llenaba las uñas y los senos con un esmalte indeleble.

Salí a la calle. La posición del sol revelaba que era casi mediodía, y un puñado de sus rayos barrocos incendiaba una atmósfera que iba dejando de ser húmeda cada vez más rápidamente. Caminé con paso lento por las aceras donde había sombra, todavía demasiado pastoso y con la cabeza embotada como para darme exacta cuenta de hacia dónde me dirigía. Las calles estaban medio desiertas, y no fue difícil encontrar el camino a casa.

Toda la Familia estaba fuera, cumpliendo su turno en la Factoría. Llegué a casa, me tomé dos comprimidos para calmar el dolor de cabeza y preparé lo necesario para darme un buen baño, convencido de la suerte que teníamos al no sufrir restricciones desde hacía casi dos años. El agua caliente sirvió para relajarme y aclarar mis ideas, cumpliendo a la perfección su agradable labor de bálsamo.

Una vez limpio y purificado procedí al lento e incómodo ritual de afeitarme, la maldición agobiante de cada mañana. No tenía demasiada barba por entonces, así que no tardé mucho tiempo en hacerlo. Después, con un gran esfuerzo que casi me costó lágrimas, me corté el pelo. Fue un duro revés para el dandy que pretendía ser. Hasta entonces yo había llevado una larga cabellera rubia recogida en coleta sobre los hombros, pero había llegado el momento de prescindir de ella. No me importaba el maquillaje, porque nunca me gustó demasiado, dado que mis ojos no conseguían captar la mayor parte de los tonos, pero mi pelo era algo de lo que estaba muy orgulloso. Había costado mucho conservarlo tan largo y tan limpio, pero todo había llegado a su fin. Prefería desprenderme de él yo mismo antes de que alguien lo hiciera, y mal, allá en Monasterio. Traté de consolarme, mientras lo cortaba, diciendo que cuando fuera poeta podría llevarlo tan crecido como quisiera, porque contrariamente a los soldados, que debían llevar el pelo muy corto, los poetas tenían permitido hacer gala de su cargo mostrando largas cabelleras que les daban un aspecto a la vez inconformista y romántico. Traté de consolarme mientras los mechones iban cayendo, pero no lo conseguí. En algunos aspectos yo todavía seguía siendo un niño.

Apenado, casi sin reconocer en el espejo la criatura pálida que era, me fui a la cama arrastrando los pies y me quedé dormido nada más reclinar la cabeza sobre el almohadón de aire. El somnífero contribuyó un poco, pero yo estaba tan cansado que creo que me habría dormido igualmente sin su ayuda.

Al día siguiente, al despertar, advertí con tristeza que había llegado el momento de decir farewell. No lo sentía por la ciudad, ni por la vieja Tierra, ni por los compañeros del Círculo. Me apenaba la Familia. Me dolía dejarlos allí mientras yo recorría el espacio hacia un destino que tal vez no merecía. Largarme y dejarlos sobresaturados de trabajo me parecía una crueldad, me hacía sentirme culpable. Pero para ellos no era una deshonra, y yo habría reaccionado igual (con un poco de envidia, tal vez) si uno de mis hermanos hubiera tenido la suerte de correr mi camino. Ellos se sentían orgullosos de mí, y al complejo de culpa se unía el temor de llegar a defraudarles. Me sentía demasiado débil para soportar no sólo el peso de mi frustración, sino también el de sus ilusiones y esperanzas.

Una hora antes de partir me despedí formalmente de todos (abrazo a los hermanos, beso en la mejilla a las cuñadas, ambas cosas a cada uno de los padres), porque ellos tenían derecho a su descanso después del trabajo, y me horrorizaban las escenas de despedida masivas. Tras esto, subí a arreglar el equipaje. Dos maletas eran cuanto necesitaba. Ropa y libros, los suficientes para entretenerme durante el viaje. Sabía que en Monasterio cambiarían mis elegantes ropas ciudadanas por vestidos más humildes, y que tendría montones de nuevos libros para leer. Mi biblioteca estaba compuesta por cinco libros, leídos una y mil veces, pero quise llevarlos conmigo. Era una biblioteca bien surtida. Sólo Gnel tenía una mayor, compuesta por doce ejemplares.

Tiépolo, uno de mis dos padres, insistió en acompañarme, y yo no me opuse. No era mi padre en el sentido físico, ya que yo parecía un calco exacto de mi otro padre, pero siempre me había sentido más unido a él que a Bramante, y a Verona más que a ninguna otra de mis madres, aunque ella sí era mi progenitora auténtica. Tan legítimo como mi otro padre, sin hacer distinciones con mis dos hermanos (uno de los cuales era realmente hijo suyo), Tiépolo era tan nuestro que pienso que hacía ya mucho que había dejado de pertenecerse. Si la vida es un intercambio, él entregaba mucho más de lo que nosotros le ofrecíamos. Dedicaba todos sus esfuerzos al resto de la Familia (y éramos once miembros entre mis padres, mis dos hermanos y sus esposas), siempre con una sonrisa en los labios. Fue Tiépolo quien nos enseñó a leer, y quien me preparó para pasar el examen de ingreso en la Escuela del Estado, cuando yo tenía siete años. Fue Tiépolo quien más confió en mí cuando anuncié mi deseo de ser poeta, quien más me ayudó, lo mismo que había hecho con mis hermanos cuando demostraron tener menos aptitudes literarias y más capacidad para la electrónica. Tenía cincuenta años, y aunque nunca había pasado por la plástica, aparentaba quince menos. Era ancho y fuerte, porque años de trabajar como un animal de carga habían desarrollado en él músculos potentes, pero jamás dejaba de ser encantador. Se ofreció a escoltarme y yo agradecí que estuviera conmigo hasta el último momento.

Caminamos juntos hasta la estación del suburbus, donde yo ya tenía reservado pasaje. En la plataforma charlamos de tonterías, referidas más al futuro de la Familia que al mío propio. Tiépolo aseguró que el primer nieto, que estábamos ya esperando, se llamaría como yo, Hamlet. Bajo toda aquella apariencia externa, yo sabía que Tiépolo buscaba la manera de darme un último consejo. No me equivocaba.

—¿Sabes qué pregunta me hicieron ayer en la Factoría? —dijo encendiendo un cigarro, sin mirarme a los ojos. Siempre fumaba cuando quería decir algo importante. Cigarrillos con olor a cacao.

—No. ¿Qué pregunta te hicieron?

—Fue un compañero muy interesado en la mística. Pertenece a un nuevo tipo de congregación, a una de esas sectas. Me preguntó si era posible profesar al mismo tiempo dos religiones distintas.

—Buen tema. ¿Qué contestaste tú?

—Que suponía que sí. Siempre y cuando no fueran contrapuestas.

Los altavoces anunciaron que el suburbus estaba listo para salir inmediatamente, por lo que ni le pude contestar. Los dos nos miramos durante un segundo, y entonces Tiépolo exhaló apresuradamente el resto de su consejo.

—Hamlet, no me importa si no logras ser un buen poeta, pero procura mantenerte siempre íntegro. ¿De acuerdo? —dijo tendiendo una mano que el destino había forjado cuadrada y áspera. Era su forma de expresar que prefería que volviera sobre el escudo que sin él. Apreté la mano con firmeza, casi con desesperación.

—De acuerdo, padre. Escribiré a menudo.

Lo sé. Adiós.

Entré en el suburbus, que arrancó a andar aun antes de que hubiera encontrado un asiento. Vi a Tiépolo en el andén, fumando muy calmosamente los restos de su cigarro, y traté de bajar una ventanilla sin conseguirlo. Los dos sabíamos que ese había sido nuestro último encuentro.

La estación se perdió, y el suburbus se hundió en su raíl, hacia dentro. No en vano algunos lo llamaban el gusano. Se hundió más y más en la tierra, ganando velocidad por momentos. Permanecí mudo durante unos minutos, muy triste, intentando comprender el significado de las últimas palabras de Tiépolo. Nunca había asistido antes a una despedida que me impresionara más. Años más tarde, sólo el adiós a Valeria, allá en Castigo, me emocionaría tanto.

Mucho rato después, mientras el suburbus devoraba kilómetros en su viaje hasta la ciudad central, saqué los libros de mi equipaje y escogí uno para leer. Moby Dick, un libro muy antiguo, de un autor anónimo correspondiente al Primer Renacimiento. Lo leí despacio, maravillado como la primera vez que lo hice por el odio salvaje de aquel marinero, el capitán Ahab. Yo no imaginaba que nadie fuera capaz de odiar con tanta intensidad, y entonces creí que el libro exageraba en este aspecto. El único ser a quien yo asociaba con el concepto de odio era Orfeo. El triste y apesadumbrado Orfeo. Yo apenas sentía por él más que una antipatía profunda, e intuía que él debía sentir lo mismo por mí, pero la palabra en la que pensaba para definir nuestra relación era siempre odio. Un odio que, comparado con el de aquel personaje del libro, era una especie de rabieta infantil, una furia malintencionada y tonta.

Orfeo era de mi misma edad, quizá unos años mayor, y nuestras vidas habían corrido siempre paralelas, como si fuéramos unos dobles clónicos. Durante años fuimos una espina clavada en el costado del otro, siempre procurando ser la que lastimara más. Nuestro rencor había surgido siendo niños, y aunque ya casi no recordaba cómo había empezado, permaneció estancado entre ambos durante todo el tiempo. Habíamos adquirido gustos similares, frecuentado lugares comunes, emprendido estudios paralelos. Los dos teníamos la misma ambición. Existíamos porque éramos una prolongación, a la inversa, del otro. Y sin embargo no nos soportábamos. Jamás lo habíamos hecho. Nunca fuimos personas racionales. Nos comportamos como diminutos aprendices de Ahab, persiguiendo el espejismo de una ballena blanca.

Creo que fui yo quien le robó una muchachita virgen de la que él estaba encaprichado cuando los dos nos iniciábamos en el sendero de la seducción adolescente. Luego él contraatacó con las mismas armas, y ya nunca hubo tregua entre nosotros. Nuevamente perseguíamos el fantasma de Moby Dick, sin tener más motivo que el de la inercia. Ahora, en el suburbus, horrorizado por todo lo que el odio podía desatar, lamenté no haber llegado nunca a un acuerdo con Orfeo, no haberle conocido mejor. Tenía la esperanza de que cuando él marchara al encuentro del Ejército (porque no tenía ninguna duda de hacia dónde le impulsaría su enervado carácter) pensara lo mismo de mí. Me equivocaba. Entonces debí haber supuesto que el rencor era tan parte suya como los ojos oblicuos que le marcaban.

Los ojos de Orfeo tomaban un sesgo inclinado que anunciaba en él a un progenitor amarillo. Sus pómulos reforzaban lo mismo. Orfeo pertenecía a una familia compuesta por dos padres y una sola madre, pero ninguno de los tres era oriental. Nadie conocía la existencia de un tercer marido que hubiera muerto. La marca que indicaba su mestizaje era algo que no escandalizaba a nadie excepto a él. En un mundo donde la única libertad era la del sexo, ser un mestizo de padre desconocido era perfectamente normal. Los había a cientos. Pronto supimos lo avergonzado que se sentía Orfeo de haber nacido fuera del matrimonio, sin que realmente tuviera ninguna razón de ser. Aquello lo amargaba, y cuando no dispusimos de otra arma a mano, le atacamos con esto. Tuvo que resultar una experiencia horrible. La estrecha y puritana moral de mi amigo se explicaba perfectamente por su amargura de saberse nacido bastardo. No tenía hermanos, y esto también influía en su carácter intolerante. Quizá por esto había aprendido a colocarse siempre por delante del resto del mundo. Lo primero que se aprende en una familia múltiple es a cooperar. El nunca lo hacía.

Orfeo. Ahora lo sentía por él. Lo sentía también por mí. Tiépolo me había aconsejado una vez que eligiera cuidadosamente a mis enemigos. Dijo que los escogiera inteligentes. Que tuviera siempre cuidado. Yo no sabía si Orfeo era una persona inteligente, pero sí sabía que no era un buen enemigo. Extrañamente ahora, cuando ya no iba a verlo nunca más, empezaba a tenerle miedo.

El suave balanceo del suburbus me hizo dormir. Soñé un sueño terrible donde yo era un cetáceo blanco perseguido sin piedad por un marinero loco, de ojos chinos.