Yo tenía veinte años y no había hecho otra cosa por la vida excepto quejarme. Había nacido en la vieja y lejana Tierra, en un momento en que las fantasías más delirantes parecían estar fácilmente al alcance de todos los hombres. Ja. Cuando nuestros soldados conquistaban las estrellas, cuando pertenecían a la Corporación mundos más extraños que los que ningún escritor hubiera imaginado, cuando convivían más razas en el Universo que las que el más dotado ilustrador pudiera en toda su existencia abocetar, yo y los hombres como yo nos hallábamos confinados en el pequeño globo azul, encadenados como los seres de hace dos mil años, viviendo tan ajenos a los cambios que cada día se producen en nuestra sociedad como los eremitas en sus cuevas del desierto. Éramos, simplemente, los terrestres. Jamás habíamos visto de cerca las estrellas. Ni siquiera habíamos visitado alguna vez la yerma Luna. Éramos los pobres y desconsolados parias, la gente común. Nuestra tarjeta de identificación aclaraba con una estrella roja y un punto negro una verdad que nos lastimaba y escocía cada vez que nos encontrábamos con un veterano del espacio: éramos no aptos. Nuestra constitución física no era la adecuada, o nuestras destrezas manuales no servían para nada allá en lo alto, o simplemente teníamos que quedarnos aquí abajo para mantener el equilibrio y no perder el ritmo de la producción, nos decían, o bien teníamos que permanecer anclados por narices, por falta de créditos suficientes como para sobornar a un programador, o por falta de contacto con las esferas capaces de, aunque fuera, conseguir un puesto de ayudante de robot en cualquiera de los mundos más solitarios y secos.
No. Nosotros estábamos aquí, y llevábamos una vida tan normal como un hombre aburrido de la Segunda Edad Media. Yo lo había leído mucho tiempo atrás, en un diario de alguien cuyo nombre no conserva la historia y que murió hace ya muchísimo tiempo. Era un diario que abarcaba poco más de un año y lo encontré por casualidad en una librería de saldos a punto de cierre. Su anónimo autor debía ser una muchacha de más o menos mi edad: Se refería constantemente al sexo y su pasatiempo favorito solía ser jugar al cricket. No sé cómo le fue la vida, pero el año recogido en las páginas impresas tuvo que ser decepcionante. El libro rezumaba frustración hasta de canto. La chiquilla se quejaba de llevar una vida monótona, y frecuentemente hacía alusiones a haber nacido demasiado tarde o demasiado pronto. Su pesimismo tenía a veces dotes de mediumnidad: Una frase suya, cuyo texto literal ya no recuerdo aunque luché por aprenderlo de memoria, hacía alusión a mi caso. En su futuro —en mi presente—, ella sabía que no sería más que una del montón. Intuía que, aunque naciera mil años después, no saldría jamás de la Tierra. Que las estrellas, como la vida lujosa de las actrices de cine de su tiempo y el mío, como jugar en el equipo campeón de la liga europea, como ser inmensamente rico y disponer de un paraíso privado y ser admirado y temido y respetado, que todo lo que ella y yo soñábamos quedaría para nosotros. Ella sabía, como yo sé y sufro ahora, que el mundo sólo sería rutilante para unos pocos. Su pesimismo era cierto. Llevaba la razón. Tuviste suerte de nacer cuando naciste, amiga.
Yo era igual que ella. ¿La Tierra? Un despojo marchito gravitando en torno a un huevo amarillento, vuelta tras vuelta. No había apenas salida. No había nada. Me angustiaba pensar en los miles de millones de seres que existían como yo. Cuántos estúpidos esperaban poder salir de este viejo y podrido mundo aunque fuera para encontrar la muerte en el más destartalado trozo de polvo. Me horrorizaba pensar cuántos ineptos igual que yo se dedicaban lisa y llanamente a soñar. Cuántos ni siquiera hacían eso. Yo soñaba despierto y sabía que soñar no era bastante. Soñar era una mierda, y volverme loco no me iba a lanzar fuera del planeta.
Porque yo ni siquiera quería ser piloto. Yo no quería ser la basura que anhelaba todo el mundo. Yo me negaba a ser un cuerpo conectado a medio millón de cables. Yo era distinto. Tenía ideales, los mismos ideales que la desconocida autora de mi diario. Yo necesitaba la fama, perdurar en la memoria de los hombres, dar mi vida si era necesario por una causa. Pero no había causa. No para nosotros. Ninguna causa. El espacio, los planetas, las civilizaciones extrañas y deslumbrantes me atraían porque eran un asunto novedoso, algo que era distinto y estaba allí, pero me hubiera resultado igualmente grato convertirme en una estrella de squash, o un cantante de talento, o un actor de sensocine, o un escritor de renombre.
Yo quería ser un escribidor. Un narrador de cuentos.
Un fabulista. Tenía cierta facilidad para escribir —la sigo teniendo—, pero no me atrevía a soñar con aquello. Lo veía demasiado lejos. Un escritor no ganaba suficientes dracmas como para vivir decentemente. Lo sabía y no me importaba. Un escritor en la mayoría de los casos ni siquiera sacaba sus sucios pies de la cochina Tierra. Era lo de menos. Un escritor no tenía ya nada que decir, me profetizaban, y eso me dolía. Un escritor no era más tenido en cuenta que un robot camarero o una prostituta barata de las vías suburbanas. Su voto no servía más que el papel en que estaba escrito. La humanidad ya ha dado demasiados escritores, decían. Ahora es el tiempo de la victoria y la conquista. Y si ya está todo contado —me advertían—, ¿qué vas a contar tú? No lo sé. No lo sé. Ya vendrán ideas. Ya encontraré algo positivo alguna vez, contestaba yo invariablemente, encogiéndome de hombros, sin prestarles atención pero sabiendo que estaban en lo cierto. Aquel no era tampoco el camino. Un escritor autóctono había dejado de ser importante. Tendría que ser genial para descollar, y el sistema lo englobaría pronto. No era el camino. Una puerta más se cerraba a mi futuro. Mi única cualidad reconocida (esa y la de ser un perfecto idiota) no me servía para nada. Para nada en absoluto.
Yo tenía veinte años y estaba un poco en las nubes. Supongo que algún conocido me consideraría chalado. En su perfecto derecho y con razón, por supuesto. Yo tenía veinte años y hoy, cuando ya ha corrido el tiempo, no sé si volvería a hacer lo que entonces hice. Tal vez no. Tal vez sí. Años de golpes y miserias han ido matando poco a poco mi idealismo. Pero sí, lo haría. Nervioso y angustiado, como entonces. Ansioso ante la perspectiva de que la respuesta fuera un no. Sabiendo que todo se vendría abajo como un castillo de cristal si Nueva York no me consideraba apto para un cargo de poeta. Sí, creo que lo haría. Claro que sí. Y hoy, aunque no he conseguido nada de lo que el adolescente estúpido que fui pretendía conseguir, hoy pienso que todo en el fondo resultó muy fácil, que se debió a una racha de tremenda, de despistada y caprichosa suerte.
Mis padres, mi familia entera, trabajaban como todo el mundo en la ciudad: en la Factoría, sintetizando alimentos. Yo también hubiera debido trabajar allí, aunque suene melodramático, igual que los demás. Realmente, lo hacía durante un mes entero, por vacaciones, como pago. Me quedaban menos de dos años para que mi licencia temporal de estudios se me fuera al garete, y entonces no tendría más remedio, si quería comer —y yo quería—, que dedicarme a elaborar porquerías para malnutrir a la gente. Mientras tanto, buscaba un puesto en la Corporación. Y todas las puertas me daban, muy cortésmente, en las narices.
No pude ser piloto. En realidad, era un trabajo que no me interesaba en lo más mínimo, ya lo he dicho antes. Pero estaba bien pagado, la computadora que llegabas a ser lo hacía todo por ti, y veías mundo. No me gustaba, aunque no era un mal empleo. Me presenté y aprobé casi todos los tests, pero se me cargaron en el más simple: soy daltónico. Aunque puedo identificar los colores más comunes (amarillo, rojo y azul, sobre todo), confundo varios, y hay otros muchos tonos que ni siquiera distingue mi registro óptico. Un piloto está íntimamente conectado a una computadora, y la nave que comanda se mueve por impulsos sensitivos y lumínicos. Conmigo al mando, una nave se hubiera estrellado antes de cruzar el charco de éter y llegar a la Luna.
No me gusta ser soldado. No me gustó nunca. Antes hubiera preferido el mal olor de la Factoría, pero ni siquiera tuve la oportunidad de pedir la plaza en el Ejército: todas estaban cumplidas para los próximos tres años. La gente de la Corporación se reproduce igual que ratas y había miles de muchachos como yo vagando borrachos en el desempleo.
Otros trabajos también me descartaron o ni siquiera me permitieron echarles un vistazo por dentro, así que no me quedó más alternativa que intentar ser poeta. Tal vez Nueva York me considerara apto para el puesto. Era uno de los pocos miles de jóvenes que sabían leer y escribir, y era capaz de componer. Envié mi solicitud y una copia de casi todas la idioteces que yo había ido escribiendo a lo largo de mi vida. Tonterías sin valor y sin sentido, profundamente carentes de otra cosa que no fuera deseo. Rellené las páginas de prueba y casi me olvidé del asunto. No estaba seguro de que Nueva York fuera a perder su valioso tiempo con un patán de mi calibre.
Por entonces yo creía que Nueva York era un buen tipo. No sé por qué. Me caía bien. La idea de un hombre inmortal conectado a una ciudad-computadora me parecía sublime. Hoy pienso que es ridículo. El pobre y desolado Nueva York, todo cerebro, debió encontrar incluso divertido mi poema dedicado a él. Pobre diablo, su mezcla de carne y acero latente me da ahora escalofríos, pero entonces lo admiraba, porque sabía que el destino de toda la Corporación reposaba en la manera en que llevaba el timón bien firme. Luego, cuando me he enfrentado con él, cuando conectar con él era una simple rutina y empezaron a surgir roces, he sabido que es un cerdo tan frío como el metal vivo de que está hecho. Pero no adelantemos acontecimientos.
Yo vivía en una ciudad pequeña, casi rural, en la costa. El océano no estaba demasiado contaminado, milagrosamente, y era una delicia poder deslizarse tranquilamente sobre su panza. Ya hacía mucho tiempo que los tiburones habían desaparecido de la faz de la Tierra.
Era agosto. El verano se resbalaba monótonamente, negándose a claudicar, haciendo su mella en los cuerpos desnudos de las jovencitas sobre la arena. Yo por entonces hacía mucho tiempo que había dejado de ser virgen, porque el sexo era una de las pocas cosas en la Tierra que se gozaban de una manera sencilla y natural, pero distaba mucho de ser un conquistador. Mi timidez me hacía perder cada día los mejores momentos, y el grupo de bombones más apetecibles del lugar ya había desistido de mí, respetando y comprendiendo un supuesto gusto con el que yo no comulgaba en absoluto. Los bis y polis no eran de mi agrado, pero mi timidez hacía que siempre se me escaparan los bocaditos mejores. Por suerte algunas veces había chicas que venían a mí y se lanzaban directamente a la acción sin detenerse a charlar mucho. Era una cruel paradoja que yo, que tan bien me expresaba por escrito (eso creía entonces), no encontrara casi nunca las palabras adecuadas para entablar un buen contacto.
Era soltero. Creo que no hace falta aclararlo. Aunque lo normal eran los matrimonios muy jóvenes, yo pertenecía a una generación casi rebelde que se prestaba más gustosamente a copular y a hacer el amor en cualquier sitio, con quien fuera, que a mantenerse atado bajo el vínculo, nunca demasiado firme, del matrimonio. Tenía dos padres y tres madres muy felices, y mis hermanos (y mis cuñadas) estaban casados y sus matrimonios funcionaban muy bien, pero yo no estaba seguro de haber encontrado aún mi media naranja. Una vez estuve a punto de casarme pero uno de los novios se rajó y yo no estuve dispuesto a cargar solo con dos mujeres y otro tipo que era bi. Seguimos siendo amigos, claro, pero dejamos de vernos tan a menudo. Las chicas se casaron entre ellas y formaron poco tiempo más tarde un matrimonio de tres lésbico.
Los muchachos de mi edad casi no compartían mis aficiones. La Factoría no les parecía tan mala. Mi ex-comarido incluso esperaba ascender dentro de ella. Las chicas escuchaban con un brillito entre admirativo y burlón mi deseo de ser un escribidor o un poeta. Pero no me encontraba solo en este aspecto. Había mucha gente con mi mismo sueño. Una vez a la semana, o cosa así, tenía reunión con un grupo de amigos con mi misma ambición, o muy parecida. No recuerdo claramente de qué manera los conocí. Misterios del destino. Cada uno de nosotros pensaba seriamente en ser poeta, pero en el fondo todos sabíamos que jamás nos escaparíamos de la ciudad. La Factoría nos pesaba como una losa sobre nuestras cabezas.
El grupo estaba compuesto por siete elementos. Yo no era el más viejo pero sí uno de los más pequeños. Nos hacíamos llamar El Círculo, simplemente. No teníamos papeles en regla, ni éramos ningún tipo de sociedad literaria legal. Éramos apenas media docena de chiflados que escribían poemas muy malos —pienso hoy—, por no tener otra cosa que hacer excepto caernos muertos en redondo y yacer diez o doce minutos en paz (¡En paz!) antes de que los servicios de recogida de basura nos mandaran, todavía calientes, al incinerador de reciclaje carbónico más próximo.
El Círculo no mantenía contactos con ningún otro tipo de sociedad poética. Yo, de vez en cuando, sí. Había conocido a algunos grupos en sus propias asambleas, pero seguía considerando al mío propio como el más agradable en su conjunto. Una de las otras tertulias, por ejemplo, me pareció un plomazo extraordinario. Allí todos creían ser Lord Byron, cuando ninguno había conseguido, ni conseguiría, su plaza de poeta. En la segunda reunión me di cuenta de que existían envidias y rencores y una cantidad desbordada de buen gusto (que para mí era horripilante, desde luego). Algunos eran hermafroditas y otros polisexuales —y no había ninguna chica allí. Dios mío—, así que no volví más. Otra tertulia empezó un debate que terminó a navajazos. Uno de los participantes sostenía que un determinado autor de una época un poco anterior a la Segunda Edad Media (un tal Borges, me parece) era un completo maníaco, y otro exaltado lo defendió de una manera tan apasionada que ambos terminaron muertos. No volví más por el lugar, y creo que la tertulia (se llamaba El ojo del Gato) desapareció al poco tiempo. Una anécdota muy simpática vista desde la perspectiva del paso de los años me sucedió cuando aparecí en una asamblea de un grupo de furibundas feministas lesbianas que consideraron mi interrupción como un insulto y quisieran castigar mi acción y convertirme en un león castrado.
Las cosas estaban así. Yo conocía a medio centenar de chiflados con ansias y pretensiones y ninguno de ellos era un poeta auténtico.
El Círculo no se dedicaba en exclusiva a la poesía, ni a otras actividades que alguno consideraría literarias, quizá porque todos sabíamos que nunca lograríamos prestar nuestros servicios en una astronave. Pasábamos nuestro tiempo criticando todo aquello que pudiera ser criticable y no estuviera penado por la ley, comentando las últimas gloriosas conquistas de nuestros soldados en el espacio o jugando como descosidos al baccarrá. Logré ser un auténtico maestro en el juego. El póker y el ajedrez nunca fueron mi fuerte.
Pero el Círculo también escribía. Largos poemas eróticos y exacerbadas intrigas palaciegas en mundos imaginarios a los que todavía no había llegado la Corporación. Nuestros avances en el espacio eran tan extraordinarios que casi estábamos seguros de que algún día incluso llegarían los soldados a aquella media docena de mundos ficticios.
Los poemas fueron muy bien acogidos al principio. Había por ellos respeto, camaradería y cuando era posible, humor. Pero tras un largo año de repetir metáforas y sufrir un desgaste cada vez más acusado en los políptoton nos sacudió el tedio. Se barajó la posibilidad de no escribir más. Alguien propuso detener la producción y esperar un tiempo. Aquel día de agosto, aquella tarde en que el sol caía a plomo sobre la ciudad, iba a ser posiblemente la última vez que el grupo escribiera versos, al menos de una manera conjunta. Yo también sabía que sería la última vez que viera a los demás.
Una huelga de recogedores de basura no es algo muy agradable, sobre todo en pleno verano, cuando un hombre puede morir fácilmente si se detiene a charlar demasiado rato en medio del calor infernal de las calles de hierro y cemento. Los obreros (porque los robots son demasiado caros y demasiado limpios para dedicarse a esto) habían decidido exigir más salario y una mayor ración de alimento. Tenían la razón de su parte, y el Círculo incluso quiso editar folletos de propaganda apoyándolos, porque la xerigrafía estaba fácilmente a nuestro alcance aquel año, pero la idea quedó rechazada cuando convinimos que lo único que podríamos hacer sería ensuciar aún más las calles.
Mi última reunión con el Círculo tuvo pues como invitado de honor el olor mareante y angustioso de los desechos a medio pudrir, el zumbido de las chicharras en los aleros y la visión, todavía grabada a fuego en mis ojos, de los bellos triángulos púbicos de las muchachas en la playa. Empezamos con retraso, bromeando acerca de algo, no recuerdo bien de qué. Yo estaba a esas alturas demasiado excitado como para fijarlo en mi memoria. Uno de nosotros (no recuerdo bien quién fue, pero seguro que no fui yo) empezó a leer su poema, y los demás, más o menos, le dedicamos nuestra atención. Bajo nuestro club social había un cine en 3-D que proyectaba una película musical pornográfica. La entrada era libre. Sólo era necesario llevar una pajarita de lazo en torno al cuello y nada más. Las canciones y los gemidos se escuchaban en nuestra sala aún más nítidamente que los ripiosos pareados de mi amigo, quienquiera que fuese.
Todavía no sé por qué el Círculo persistió tanto. Los tipos que allí estábamos, me daba cuenta ahora, apenas teníamos nada en común. Éramos el grupo más heterogéneo que yo haya visto nunca, y sin embargo nos soportábamos bastante bien, quizás porque nadie echaba cables demasiado fuertes con respecto a los demás y nos considerábamos libres. Había roces entre algunos, críticas furibundas a espaldas de los demás, miradas que mataban y sin embargo, digo, sobrevivíamos.
Uno a uno los miembros del Círculo leyeron sus textos. Alguno no estaba mal, otro era corregible, uno en concreto me pareció insoportable. Mentalmente fui anotando virtudes y defectos, pero no los hice ver. No hacía falta. ¿Qué podía yo decir? ¿Qué eran versos malos y que ninguno de sus autores conseguiría ser poeta? Esa era una de las leyes no escritas que todos conocíamos. Si yo abría la boca y contraatacaba, haciendo gala de mi mal gusto, ellos, los aludidos, responderían a una que yo tampoco lo sería nunca, y podríamos acabar a navajazos, como los de la otra tertulia. Ninguno de nosotros esperaba salir de allí. Nadie confiaba que alguna vez uno consiguiera el puesto de poeta. Ni siquiera yo acababa de creérmelo.
Me tocó el turno de leer. Ladinamente me había reservado para el final, asomándome a la ventana en busca de un poco de aire, o saliendo a pedir por favor que redujeran el sonido de la sesión de cine, o levantándome a orinar cada vez que uno de los otros cantares iba acercándose a su fin. Leí intentando realzar los párrafos que yo consideraba más conseguidos, aligerando los más pesados, siempre intentando dar una entonación adecuada que apenas conseguía. Cuando terminé de leer, tenía la garganta seca.
—¿Bien? —pregunté, levantando una ceja y dejando el grupo de folios sobre la mesa, entre mis manos. Uno a uno recorrí con la vista a los seis componentes del Círculo. Ninguno dijo una sola palabra de alabanza, ni una crítica, ni una queja. Ladearon la mirada, asintieron con la cabeza intentando espantar el sueño, o, muy tímidamente y sin ninguna gana, hicieron chasquear dos dedos a modo de aplauso. Me decepcioné. Ninguno entendía nada. Ninguno sería jamás poeta. Gnel se cruzó de brazos sobre su enorme panza y sonrió como un abad, con su gruesa carita arrebolada mezcla de Nerón y Cupido. Orfeo varió la mirada parapetando sus ojos caídos bajo el maquillaje de sus párpados, y supe que me envidiaba y que me estaba odiando más que nunca por obra y gracia de mi texto. Y todavía no había visto nada.
Dejé pasar unos segundos de respiro. Hacía tanto calor y olía tan condenadamente mal que mi estómago parecía un nudo en algún lugar entre mi garganta y mi sexo. Aclaré la voz como pude, jugueteé con las hojas mecanografiadas y escupí, mirando la mesa, mirando el texto:
—Es la última vez que escribo para el Círculo.
Todas las cabezas se movieron treinta grados. Orfeo dejó caer la ceniza de su cigarro en un cenicero de cristal, porque el recolector automático estaba saturado desde hacía días por causa de la huelga, y sacudió la llama de su pelo y meneó arriba y abajo su nariz cuadrada y recta.
—Yo tampoco escribo más. Veréis, he estado pensando. He llegado a la conclusión de que es una tontería malgastar el tiempo aquí, de esta manera. Ninguno de nosotros va a conseguir jamás ser un poeta, ni siquiera tú, Gnel, porque eres ya demasiado viejo, y los demás somos demasiado bisoños. Creo que la poesía es una inutilidad, que no nos va a servir para nada. Tengo una plaza disponible en el Ejército y me parece que voy a aceptarla muy pronto.
Me miró, con sus ojitos azules maquillados que le daban un tono melancólico y triste, como si su poderosa influencia en medios militares le hiciera superior al resto de nosotros; un chiquillo espigado y rubio curiosamente parecido a mí. Traté de no sonreír. Esa era mi vez. Mi dulce, esperada revancha.
—Yo me voy dentro de dos días. A Monasterio.
Si hubiera dicho que acababa de casarme con la última sex-symbol del momento en un matrimonio en exclusiva (la señorita en cuestión era una belleza muy bien construida apellidada Collins, me parece), la reacción no habría sido inferior. Un murmullo eléctrico los recorrió a los seis, y el refrigerador de aire, de pronto, casualmente, empezó a funcionar, arrojando litros de frescura completamente sin precio. El nudo entre mi garganta y mi sexo volvió a ser una bolsa de algo de mala calidad llamado estómago.
—¿A Monasterio? —preguntó Gnel colocándose erguido dentro del asiento, los pulgares sobre la mesa, juntos como los de un locutor de noticiario—. ¿Quieres decir que Nueva York te ha dado el sí? ¿Estás bromeando?
Negué con la cabeza y saqué el documento que había recibido la mañana anterior. El papel pasó de uno a otro como si fuera un tapiz de hace un millón de años. Ni siquiera tuve que advertir que cuidaran de no arrugarlo con las manos sudadas.
—¡Esto es fantástico, Hamlet! —jaleó Enrit, mi mejor y más antiguo amigo, hundiendo cinco de sus dedos y una palma de mano en mis omóplatos—. ¡Vas a ser poeta! ¡Un poeta auténtico! ¡El primero que sale de la ciudad en treinta años!
La palmada de Enrit sonó tan fuerte que pareció demostrar la excelente morfología de mi espalda. Todos quisieron tocar a su vez tan preciado ejemplar, y me rodearon y me abrazaron con sus cuerpos mojados de sudor. Con un crujido, el refrigerador de aire dejó de funcionar y yo casi perdí de vista, en la marea de sonrisas, mi documento acreditativo. Todos mis amigos me dieron la enhorabuena de la forma más estentórea posible, de manera que alguien tuvo que subir desde el cine, desnudo y erecto, pidiendo por favor que les dejáramos disfrutar de la película. Todos mis amigos me colmaron de apretones y fueron felices en el momento más feliz de mi joven vida. Todos menos Orfeo.
Fue Gnel quien decidió que semejante evento había que celebrarlo, y salimos a la calle dispuestos a bebemos hasta las piedras. Una larga fila de snacks se alineaban delante nuestro, invitándonos a compartir con ellos nuestra sed. Orfeo se quedó atrás, nos miró con la cabeza rubia, con los pómulos brillantes de crema azul, y comentó que lo sentía mucho y que tenía una cita con dos muchachas. Se marchó sin hacer más comentarios y yo ni siquiera le dije adiós. El, como el olor a porquería, había dejado de importarme.
Entramos en El Gabán Amarillo, una especie de sexo-pub donde las bebidas afrodisíacas y las máquinas eróticas de alta calidad eran lo más fácilmente destacable. Ninguno de nosotros había entrado jamás allí, pero Gnel se desenvolvía entre la marea de joyas líquidas y cuerpos untados de zumo como si durante toda su vida hubiera sido cliente asiduo. Gnel era el mayor del Círculo, y formaba parte de un matrimonio de tres hombres y dos esposas, por lo que yo jamás había imaginado que fuera un asiduo de los prostíbulos de alta categoría. Sus mujeres debían ser bis de una manera casi exclusiva o bien él era un desastre de comando o su libido no tenía freno.
Una camarera medio vestida —medio desnuda, mejor— de seda auténtica púrpura que debía costar una fortuna nos atendió con una sonrisita picante, pero sus ojos hundidos demostraban con cuánta mala gana lo hacía. Advertí que estaba conectada a uno de esos nuevos aparatos para mantenerte constantemente en estado feliz, y a cada momento se estremecía con un quejidito incitante, lo que demostraba que se lo debía estar pasando realmente muy bien. Cuando recogí la bebida de sus manos, mis dedos rozaron los suyos y sentí su piel suave y muy caliente.
Era una mujer mayor, pero la plástica no había dejado cicatrices en su cuello ni en sus pechos. Un tatuaje pardo sobre el pezón anunciaba a los cuatro vientos, con insinuante descaro, que había servido como ramera a los soldados de asalto durante cuatro años en uno de los sistemas más conflictivos de toda la Corporación. Contemplé la marca y deseé y envidié a la mujer al mismo tiempo.
—Bebe con nosotros, lo más fuerte que tengas, mi vida —pidió Gnel tocando con sus atrevidos dedos el pezón hasta que éste respondió a la caricia y se mantuvo erguido como un cuchillo—. El muchacho acaba de conseguir un cargo de poeta, ya sabes. Se nos va mañana.
Yo creí que ella no lo había entendido, embobada como estaba en las sacudidas del aparato detrás de la barra, pero me miró con sus ojos lacrimosos y sacó la punta de la lengua por en medio de sus dientes diminutos de conejo. Se estremeció otra vez mientras se servía en un largo vaso de cristal tallado y después empezó a hablar con una voz tan grave que me hizo pensar que no era una mujer sino un transexuado. Luego supe que el aparato sexual producía una extraña vibración en las cuerdas vocales que hacía que el tono de las voces sonara mucho menos agudo.
—¿Poeta? ¿De verdad? —Me miró divertida, controlando sus sacudidas en cascada—. Mmmm… yo he conocido muchos poetas, alguno muy bueno, pero ninguno tan joven como tú, rubito mío.
Creo que me ruboricé, pero a la escasa luz roja del local no debió notárseme mucho. La mención de que mi pelo fuera considerado de su propiedad me hizo gracia. El que los poetas que ella había conocido fueran muy buenos había que entenderlo en un sentido que no era estrictamente literario.
—Bueno, no soy un poeta todavía. Tengo que ingresar en Monasterio primero, y tal vez no me consideren apto.
Ella chasqueó la lengua y se sirvió un segundo vaso de lo mismo que todos estábamos probando. Un licor verde, me parece, con una tonalidad que yo no llegaba a captar.
—Bah, seguro que lo consigues. ¿No lo hacen todos? ¿Por qué tú no? Un chico tan guapo, vida mía, debe estar preparado para todo.
Me miró de arriba a abajo y clavó deseosamente su mirada sobre mi pecho desnudo. Era la moda. Todos los hombres llevábamos el pecho y la manga izquierda desnudos. Las mujeres era al revés. Confieso que era una moda cómoda y agradable. Una mujer con un solo seno al aire, como ella, resultaba mucho más erótica.
—Para todo, rubito —repitió, acariciando mis mejillas escasamente maquilladas de azul—. ¿Y si te vinieras arriba conmigo? Yo podría proporcionarte un recuerdo imborrable de la vieja Tierra. Seguro que aún tienes mucho que aprender, amor. ¿Quién sabe? A lo mejor te vas al espacio y ya no vuelves por aquí nunca. ¿Me acompañas?
Se desconectó de la máquina y se puso en pie. Era alta como un condenado elefante, y estaba tan bien hecha que sus curvas sólo podían haber sido determinadas así con un esqueleto de metal, como el de los pilotos espaciales y el Viejo Nueva York. Una de sus piernas estaba tatuada desde la cadera hasta el tobillo con grabados que imitaban al reloj de sol de Chichén-Itzá, y por la espalda, por la parte que dejaban ver sus vestidos de seda, le corría otro tatuaje que representaba una serpiente con plumas. Yo me encogí en el asiento. La cabeza me daba vueltas por el licor estimulante y me sentí muy turbado. Ojalá pudiera ir con ella.
—Estoy sin blanca —dije, encogiéndome tímidamente de hombros, tratando de dar a mi voz un aire de chico duro que no me sentaba en absoluto—. Lo siento.
Era la verdad. No tenía un solo dracma, y ella me pediría un par de miles. Además, nunca antes había estado con una mujer como ella, con una profesional, reputada por la propia Corporación. Nunca antes había entrado en una esfera ni en una cúpula de placer. No sabría como moverme allí dentro, y me daba vergüenza tener que confesarlo. El vaivén más parecido a una esfera que yo había experimentado hasta entonces lo había vivido un año atrás, copulando con dos muchachas en alta mar, casi bajo el agua. Toda mi experiencia sobre movimientos se reducía a algunos libros y unas cuantas películas. Las máquinas de placer, como las lujosas prostitutas, estaban fuera de mi alcance. Dinero, siempre estaba por medio. Maldito.
La mujer me miró sorprendida, con sus grandes ojos líquidos encogidos en un mohín. Sacó la lengüecita, húmeda y tan roja como el disco tatuado que tenía por pezón, y pareció como si sopesara las posibilidades de ofrecérseme, por una vez, gratis. Creo que había decidido sentarse. Los tiempos no estaban para regalar nada.
—Es igual, Hamlet, el Círculo paga —barboteó Gnel con una risita complaciente. Estaba a punto de conectarse a la máquina que la mujer había dejado, y el líquido espumoso resbalaba densamente por su piel tiñendo de algún extraño tono el vello rizoso y fino de su pecho.
—El círculo paga, amigo mío —repitió—. Es la primera vez que conocemos a un aspirante a poeta de verdad. Vuela a Monasterio y escribe un buen poema épico por todos nosotros. ¿No es cierto, chicos?
Se volvió, buscando a los demás, pero ninguno de los otros cuatro estaba ya a la vista. Se habían perdido entre la vorágine de cuerpos. Me pareció reconocer a uno en un ménage, moviéndose arriba y abajo marcando un ritmo endiablado, pero un culo, en aquel caos, era exactamente igual a cualquier otro.
La mujer tomó mi mano y caminó con paso casi firme por delante. Cruzamos sobre varios cuerpos de sexo inidentificable untados de licores viscosos y afrodisíacos, y yo ya estaba completamente aturdido por los colores y la música táctil cuando llegamos a una escalerilla al fondo. La subimos. Una habitación esférica nos estaba esperando. Apenas entrar, fragmentos de nuestros cuerpos se proyectaron en su superficie convertida en pantalla. Una tenue luz cálida nos dio la bienvenida. La puerta se cerró cuando yo entré y la mujer se volvió, mirándome, analizándome con sus grandes ojos estirados por el rimmel.
—¿Novato?
—Es la primera vez que entro en una esfera, sí.
—Muy bien. Son los primerizos los que más me gustan. Os movéis de una forma tan torpe que convertís en una batalla lo que otros han vuelto un arte. Lo hacéis de una manera tan ruda que me hacéis recordar mis tiempos en el espacio. Ahora agárrate bien, rubito, porque jamás olvidarás tu primera salida en la vieja Tierra. ¿Listo?
Dije que sí. Ella conectó música ronroneante que me acarició la piel y me puso los pelos de punta y apagó la luz. En el interior de la esfera, mientras desaparecía la gravedad, no quedó más iluminación que la de sus joyas vivas líquidas, adheridas morbosamente en algunos puntos estratégicos de su cuerpo.
Ella era mucho más alta que yo. Todavía más alta que Hroswitha, de quien hablaré más tarde. Aunque debía andar ya por la cincuentena, su cuerpo era flexible y juncal, perfectamente programado para evolucionar dentro de la cúpula. Observé con diversión todos y cada uno de los tatuajes que la cubrían, repetidos en las paredes que ya mismo empezaban a mecerse, e intuí que cada uno de ellos encerraba una leyenda. Un año después, yo cantaría en unos versos la excelencia de aquella mujer desconocida y la historia ficticia de cada una de aquellas marcas. Creo que la canción aún se recita en algunos viejos prostíbulos de la Tierra, sin demasiadas variantes.
Ella se soltó su larga trenza de cobre, se elevó sobre mí, girando, con un salto calculado, perfecto, y me besó los labios boca arriba, en un roce de aliento casi, mientras maniobraba graciosamente para abrazarme por detrás. Advertí mientras flotaba que no tenía vello en el pubis, sino que la mancha negra era un tatuaje, uno nuevo, uno desvergonzado y lindo, que representaba un gatito guiñando el ojo, con gesto maligno. Y la lengua del animal era su vulva.
Luego todo se fue diluyendo, difuminando, en tonos de un arcoiris que yo no había identificado antes. Creo que fue la primera vez que capté en su sentido íntegro, en toda su complejidad, la maravilla cotidiana del color en su explosión. Olía a dopo. Flotábamos ingrávidos, unidos como dos mentes que poseen un solo cuerpo, viviendo nuestra historia duplicada en las paredes, de un lado a otro, de abajo a arriba, girando como giraba la esfera, rodando en el interior de la cúpula, una y otra vez, vivos por la música, retozando, y yo no sé si se movía bien o si era un maniquí con sexo que ella moldeaba a su antojo, si la tomaba a sorbos lentos o si era su boca quien me bebía a mí, si eran propias las manos que palpaban los trozos de piel tatuada que se me ofrecían como una manzana lírica. Yo no sé si ella sentía que mi cuerpo era una mancha, un punto infinitésimo perdido en el errar de las estrellas, en el ruedo apasionado de la cúpula, y no voy a describir ahora toda aquella larga y cruel escena de asesino, aquel encuentro de nuestros dos cuerpos en la esfera, en el circo del amor, en la batalla, pero sí tengo que decir que después he vivido experiencias mejores, mucho más elaboradas, mucho más sinceras, menos animales, menos lúcidas, porque en ellas intervenía un tercer contribuyente, un algo mágico y precioso llamado sentimiento, pero para ser mi primera salida, mi primera cúpula, como había dicho la mujer, estuvo espléndido. Ella, piel de otros cuerpos, carne de sexo tuvo razón: Fue inolvidable.
Es por eso que lo cuento.