1

Desempolvo la vieja peluca roja y me la ajusto con cuidado sobre los rizos, lo suficientemente ladeada como para que no parezca demasiado natural y lo suficientemente recta como para que deje de resultar grotesca. Así está bien. Abro y cierro los ojos y decido que será mejor añadir un poco más de colorete sobre los párpados. Muy bien, esto ya es otra cosa. Después, me coloco la nariz, verde como un guisante, el sombrero negro, la flor de plástico muy blanca. Prepara tu aplauso, mundo, ahí viene Hamlet.

Me contemplo de nuevo en el azogue, verificando que todo esté en orden. Lo está. Ese agradable monstruo soy yo, Hamlet Evans, querido y tatuado payaso. Me sonrío, con labios granate amplificados por el maquillaje, pero no me hago demasiada gracia. Soy un público muy exigente, aunque a fin de cuentas tengo una poderosa justificación: Conozco todos mis chistes.

Alguien tamborilea desde la puerta, avisando que me faltan dos minutos para salir a pista. Yo asiento con la cabeza diciendo que ya voy, como si el otro pudiera verme. Dos minutos. Tiempo suficiente para fumar un último cigarro. Enciendo uno de hash y lo saboreo despacio, cubriendo de humo la imagen de payaso fantasmagórico que devuelve el espejo. Es lindo el hash… te hace verlo todo distinto. Te vuelve más simpático, más listo. Es un buen compañero cuando hay que salir a escena a repetir las gracias y no te sientes demasiado locuaz esa noche; cuando deseas cambiar la gloria de los aplausos por un poco de descanso y una cena de amor con Wim, a la luz de las velas. Wim. Me preocupa Wim. Últimamente está mucho más pálida, más sepulcral. No quiero siquiera pensar en ello pero sé que Wim piensa en la muerte. Constantemente, de día y de noche. La muerte.

De nuevo la voz anuncia que mi turno ha llegado. Apago el cigarro y me pongo trabajosamente en pie, molesto por los zapatos, agradeciendo que me hayan interrumpido una alucinación que ya empezaba a teñirse de un velo triste: Wimdyl muerta, las alas rotas, el pecho mórbido plano y frío. Wimdyl consumida fuera de la crisálida, quemada para siempre, marchita, deshecha… No. Yo no puedo pensar en la muerte ahora. Después tal vez, pero no ahora. No en este momento. Yo tengo que salir y actuar. Yo tengo que hacer reír a mi público. Reír yo también. Olvidarme. Oh, Dios, olvidarme. No quiero acabar representando el tópico del payaso triste.

Ah, sabía que olvidaba algo. Los guantes, como siempre. Los condenados y absurdos guantes. Uno blanco y otro negro, como mi cara, como mi alma. Guantes. Los calzo con rapidez mientras recorro con la vista el camerino buscando el paraguas y mi pequeña jaula. La jaula tiene dentro una pajarita de papel bastante mustio. El público se ríe a borbotones cuando empieza a cantar muy afinadamente el aria de Rigoletto. El público. La jaula. La limpio con la manga y un segundo después ya estoy fuera, caminando de una manera demasiado erguida para un payaso. De más allá suenan aplausos que quieren decir que el número anterior ha tenido éxito. Eso es un buen consuelo para mí. Los compañeros cada día me lo ponen más difícil, pero jamás pierdo mi público.

Entre bastidores el jaleo es tan intenso como siempre. Un verdadero caos: artistas que vienen del sitio al que supuestamente deberían ir; trapecistas que echan una ojeadita a los cachorros de león mientras el domador recoge con mucha traza los restos del trapecio; gruesas mujeres barbudas que se quejan de no tener nunca hambre; contorsionistas finas igual que cables comiendo como si el mundo entero se redujera a una simple ración de alimento; animales medio amaestrados campando libres, volviendo locos a todo el mundo excepto a sus cuidadores, que duermen en las jaulas el sueño de los justos; técnicos y electricistas sucios como mofetas que a primera vista parecen incapaces de unir dos cables pero que son posiblemente mejores que todos los técnicos y todos los electricistas con que jamás haya contado la Corporación. Y el olor a serrín, a sudor, a excrementos de animales y de hombres. El color chillón raído de la carpa, el tufo del alcohol que embriaga casi nada más olerlo, el humo dulce del hashish flotando libre en el ambiente. El circo. Los bastidores son un caos maravilloso que siempre hacen pensar, cuando se miran, que en la pista nada puede salir bien, que todo será un enorme fracaso. Llevo casi tres años aquí y sé que cada noche es la misma noche. La actuación se repite paralela en la pista y en el camerín. Siempre la misma ovación allá afuera, siempre el mismo orden. Siempre los mismos quejidos, el mismo satisfecho desaliento, la misma armónica anarquía. El circo. Mi circo.

Mientras el número anterior termina la representación me acerco a uno de los encargados de la pista, un hombre enorme de orejas rotas que hace las veces de acomodador y de forzudo y le pregunto, con flema de empresario, casi con despreocupación, cómo va la cosa. El sabe que lo quiero saber todo. Parece haberme estado esperando, porque escupe algo que estaba masticando (Dios, espero que no sea su ración de alimento), y me mira con franqueza a los ojos. Me veo reflejado en sus pupilas y me parezco grotesco.

—Regular. Hay poco más de media entrada, Hamlet. Bastará para cubrir gastos, nada más. Ha habido un par de problemas ahí fuera. Cosa seria. Wim no pudo volar. Las alas no le salieron y tuvimos que emplear el pozo de gravedad para levantarla. El público aplaudió igualmente. El técnico de los láser hizo un buen trabajo, pero te robaron la mitad del número. Vas a tener que variarlo.

—Me esforzaré esta noche. ¿Cómo está Wim?

—Ahora anda descansando. La llevamos a la crisálida y la pusimos a dormir. El Doc le incorporó música dulce; Chopin. Dice que eso la aliviará, que tal vez las alas aparezcan otra vez mañana, que es cuestión de proponérselo.

—Iré a verla.

—No te queda tiempo, Hamlet. Tu número empieza ya mismo, y el Doc dijo que no sería conveniente molestarla. Tendrás que lucirte esta noche si quieres que alguien venga a vernos mañana. Oh, lo olvidaba. Manuel se cayó del potro y se partió una pierna, o casi. Ya anda bien. El Doc se la arregló inmediatamente y él mismo pudo terminar mal que bien su número. Iba muy tieso, eso sí. Los animales están muy inquietos hoy. Llevan un rato temblando y parece que barruntan peligro.

Eso es lo único que me falta. Más problemas. Si Wimdyl no ha podido sacar las alas, significa que no volverá a hacerlo en muchos días. Tal vez no volverá a hacerlo ya nunca. Su depresión de los últimos tiempos aumentará, y yo ni siquiera podré hacerle el amor para consolarla. Oh, cielos, y los animales en estado de alerta. Ojalá no presagien una nueva tormenta magnética, como la que nos sorprendió allá en Dagharta. He aprendido a fiarme de sus instintos. Ahora sé que cuando se muestran nerviosos siempre es por algo.

Alguien hace redoblar el tambor con un maravilloso efecto estereofónico y puedo oír claramente al jefe de pista anunciado con su voz de trueno mi número. Entro dificultosamente en el cañón, me preparo y cuento hasta diez, tomo aliento, me encomiendo a Dios y salgo catapultado, volando por los aires. Jodido empleo el de payaso, hombre-bala y director de circo.

Convertido en un rayo de colores cruzo todo el vacío existente y entonces empiezo a caer, rápido y fugaz como el ataque de una serpiente. El pozo de gravedad me está esperando en su justo sitio, y floto plácidamente en él durante unos cuantos metros. Prefiero no imaginar qué sucederá el día que me falle. Será mi última actuación, y sin duda la más grande.

Ya estoy a punto de tocar al suelo cuando la gravedad es invertida desde la consola del técnico y caigo hacia arriba, rebotado como una pelota estúpida. El público empieza a reír al principio débilmente, luego más y más fuerte; cuando me doy cuenta son un rugido entero. Me olvido de los animales, del dinero, de mi maldita depresión e incluso de Wimdyl y me concentro en mi actuación. Abro y cierro el paraguas, pataleo, pierdo el sombrero en el pozo de gravedad cuando ya casi he logrado salir de él. Mi número de todas las noches. El sketch es mudo. Dejé de contar chistes malos desde que se nos llevaron a Charles (y estés donde estés, viejo zorro, sabes que constantemente nos acordamos de ti), como una protesta silenciosa por haber perdido a mi compañero y a mi maestro. El público ríe, se contorsiona y aplaude sin imaginar que mi número anterior (nuestro número anterior, querido papi) era cien mil veces superior. Porque el público, aunque sea siempre igual, es diferente cada noche.

Alargo la actuación más de la cuenta, esforzándome como hace tiempo no me esfuerzo, intentando hacer la suficiente propaganda para que el público nos recomiende y venga mañana más gente a vernos. Es nuestra cena lo que estoy ganando: los payasos somos siempre los más populares, los más queridos. Veo a través del filtro de luz que se lo están pasando muy bien. Ya lo creo. Ayudado por la gama multicolor del láser (porque un láser no sólo sirve para matar, señores), mi espectáculo es capaz de dejar boquiabierto a cualquiera. Es impresionante. Recuerdo la primera vez que me vi reproducido en una pantalla de video 3-D, y cómo me sorprendió comprobar desde fuera de qué manera juegan los colores con la silueta humana, con mi silueta. La luz azul da un efecto singular, maravilloso; indica que todo marcha muy bien. La verde, aunque yo no pueda captarla, quiere decir que me estoy desplazando demasiado del pozo de gravedad. Nuestra señal roja es signo de peligro. Literalmente significa: «Corta el rollo, hay problemas».

Es la luz roja la que me ilumina ahora, cálida y repugnante como el infierno. Problemas. ¿Wim se ha salido de la crisálida? ¿Los animales se encabritan? ¿Hay una tormenta magnética? No, una tormenta no puede ser. La energía se habría cortado y yo estaría ya en el suelo, con el cuello roto, y no aquí arriba buscando de cabeza mi paraguas. Problemas. Siempre problemas. Giro dos veces antes de ascender, más por cosa de la inercia que por deseos de bordar el número, y llego a la boca del pozo. Brama la detonación de todas las noches y yo dejo de estar en la cúspide. Recorro al revés el camino de llegada, borroso como una mancha de café en un vaso de agua. La ovación es tan espectacular como mi desaparición, pero yo no vuelvo a saludar. No hay tiempo. Salgo del cañón tan rápido como puedo y corro. El forzudo, Mostachos, me está esperando. Anda muy tranquilo, muy sereno, muy calmo. Eso significa que los problemas son graves.

—¿Wimdyl?

—Ella está bien —tranquiliza el gigante recogiéndome el gorro, desajustando la nariz cuyo color no puedo ver, deshaciendo la peluca y secando el sudor que chorrea como gelatina por mi cara maquillada de blanco—. Nuestros problemas son peor que eso. Hay guardias de asalto buscándonos. Un crucero de la Corporación nos ha localizado.

Dejo de ser payaso y me convierto en el jefe. Me quito los guantes, abro mi camisa, atrás quedan mis zapatos anchos. Guardias de asalto. Mil veces peor que una tormenta magnética. Si nos encuentran será el final. El circo excomulgado encontrará la muerte. De repente, el planetoide acaba de hacérsenos terriblemente inhóspito.

—Recogedlo todo —ordeno—. De prisa. Quiero ese telón fuera antes de tres minutos. Desmontadlo apenas haya salido el público. ¡Rápido! ¡Rápido!

Me obedecen. Todos trabajamos de firme, unidos como una piña, como un solo hombre. La parada final es olvidada en beneficio de algo mucho más hermoso: nuestra vida. El público apenas entiende lo que pasa, algún insatisfecho se queja. No importa. El público a estas alturas ya ha dejado de interesarnos. No ha pasado aún un minuto y las tres naves que forman el convoy ya están dispuestas, con los motores en marcha, preparadas a salir de aquí pitando en cuanto sea posible.

—¡Hamlet! ¡Hamlet!

Es Roco quien me llama, prestidigitador y técnico en la pantalla que nos sirve de radar. Viene sudado y pálido, todavía cuelgan de sus orejas los auriculares de metal y los cables de contacto.

—¡Es un rompehielos, Hamlet! ¡Nada más que uno! ¡Tiene que ser la Scorpion! ¡Calculo el encuentro en menos de sesenta minutos! ¡Debe habernos localizado, porque viene recto hacia aquí!

—¡Fuera las luces! —aúllo—. ¡No más energía de la necesaria! ¡Quiero a esos animales en sus jaulas inmediatamente! ¡Todo el mundo a su nodriza y que Rab nos acompañe!

Caballistas medio desnudas corren sobre la arena cargando un remolino de gasas y lentejuelas, locas por perderse en la panza de metal todavía no demasiado confortable de la primera nodriza. En sus jaulas, los animales son introducidos a continuación. Hay un niño que llora, asustado. Es Gino. Lo recojo en brazos, apenas lo consuelo. Ya tendré después tiempo de entregárselo a su madre. Alguien corre con la crisálida de Wim, le echo una mano y la introducimos en la nave insignia. Corro por los pasillos. El piloto está ya conectado a la computadora, convertido en una masa de carne, metal y cables forrados de plástico. Le ofrezco mi ayuda pero él la rechaza. Sabe que en este momento no le sirvo de nada.

—No, Hamlet. Tú tranquiliza a los demás. Lleva a ese niño con su madre y vuélvete a tu puesto. Asegúrate al asiento porque el despegue va a ser duro.

Le obedezco. Entrego al niño a otros brazos más atentos. Pongo un poco de orden, intentando no mostrar el miedo interno que me aterra. Por los micrófonos oigo la voz del piloto que avisa que nos vamos. Está ahora mezclada con un dulzón y retumbante tono metálico. Es el acople.

Me ato como puedo a mi asiento y mientras salimos al espacio libre rezo porque no puedan encontrarnos.