Final de trayecto, Marsella, gare Saint-Charles
Desde lo alto de las escaleras de la gare Saint-Charles, Guitou —como todavía lo llamaba su madre— contemplaba Marsella. «La gran ciudad». Su madre había nacido allí, pero nunca le había llevado. A pesar de sus promesas. Ahora estaba allí. Solo. Como los mayores.
Y en dos horas, volvería a ver a Naima.
Estaba allí para verla.
Con las manos metidas en los bolsillos del vaquero y con un camel en la boca, bajó lentamente las escaleras. De frente a la ciudad.
«Bajando las escaleras», le había dicho Naima, «está el boulevard de Athénes. Lo sigues hasta la Canebière. Coges a la derecha. Hacia Le Vieux-Port. Cuando estés ahí, giras otra vez a la derecha, a doscientos metros verás un gran bar que hace esquina. La Samaritaine se llama. Quedamos allí. A las seis. No tiene pérdida».
Esas dos horas por delante le tranquilizaban. Podría localizar el bar. Llegar puntual. No quería hacer esperar a Naima. Tenía urgencia por verla. Por cogerle la mano, por abrazarla. Por la noche dormirían juntos. Por primera vez. Su primera vez para ella y para él. Mathias, un compañero del instituto de Naima, les dejaba su estudio. No habría nadie más. Por fin.
Esa idea le hizo sonreír. Una sonrisa tímida, como cuando conoció a Naima.
Luego se le quebró un poco el gesto pensando en su madre. Seguro que a la vuelta le haría pasar un mal rato. No sólo se había largado sin permiso, a tres días del principio del curso, sino que, antes de irse, había mangado uno de mil de la caja de la tienda. Una boutique de prêt-à-porter, muy fina, en el centro de Gap.
Se encogió de hombros, mil papeles no iban a hacer peligrar el tran tran de la economía familiar. Con su madre ya se las arreglaría. Como siempre. Pero el que le preocupaba era el otro. El cabronazo que se creía su padre. Ya le había puesto a caldo una vez a causa de Naima.
Al cruzar el paseo de Meilhan, avistó una cabina telefónica. Se dijo que, de todas maneras, no estaría mal llamar a su madre. Para que no se preocupara. Apoyó la mochila y se metió la mano en el bolsillo de atrás del vaquero. ¡Increíble! No tenía la cartera. Se palpó el otro bolsillo, como loco, y luego, aunque no tenía costumbre de meterla ahí, el de la cazadora. Nada. ¿Cómo podía haberla perdido? La tenía al salir de la estación. Había metido el billete del tren.
Se acordó. Bajando las escaleras de la estación, un árabe le pidió fuego. Sacó el zippo. En ese momento le empujaron, casi por la espalda, otro árabe que bajaba corriendo. Como un ladrón, pensó. Casi se cae en las escaleras y fue a parar a los brazos del otro. Se la habían pegado pero bien.
Le entró una especie de vértigo. Rabia y preocupación. Sin papeles, tarjeta de teléfono, billete de tren y, sobre todo, casi sin dinero. Sólo le quedaban las vueltas del tren y del paquete de Camel. «Trescientos diez», soltó en voz alta.
—¿Le pasa algo? —le preguntó una señora mayor.
—Me han robao la cartera.
—¡Ay, hijo! Qué le vas a hacer. Desgracias que pasan todos los días —lo miró compadecida—. ¡No le digas nada a la policía, eh! A la policía ni mu. ¡No te van a dar más que problemas!
Y continuó, con el bolsito pegado al pecho. Guitou la siguió con la mirada. La vio fundirse en la masa abigarrada de transeúntes, negros y moros en su mayoría.
¡Marsella no empezaba muy bien que digamos!
Para ahuyentar el mal fario, dio un beso a la medalla de oro de la Virgen que llevaba colgada al pecho, todavía moreno del verano en la montaña. Su madre se la había regalado para la primera comunión. Aquella mañana, se la quitó para ponérsela a él.
No creía en Dios, pero, como todo buen hijo de italiano, era supersticioso. Y además, besar a la Virgen era como besar a su madre. Cuando no era más que un crío y su madre lo acostaba, le daba un beso en la frente. Con el movimiento, la medalla se le venía a los labios, guiada por los opulentos pechos de su madre.
Ahuyentó esa imagen que todavía le excitaba. Y pensó en Naima. Sus pechos, menos voluminosos, eran tan bellos como los de su madre. Igual de oscuros. Una noche, detrás del almacén de los Réboul, deslizó la mano bajo el jersey de Naima, besándola al mismo tiempo. Ella dejó que se los acariciase. Le subió lentamente el jersey, para verlos. Le temblaban las manos. «¿Te gusta?», preguntó en voz baja. No respondió, sólo abrió los labios para llevárselos a la boca, primero uno y luego el otro. Se empalmó. Iba a estar con Naima. Lo demás no tenía mucha importancia.
Ya se las arreglaría.
Naima se despertó de un sobresalto. Un ruido, en el piso de arriba. Un ruido extraño. Seco. Tenía el corazón a cien. Puso la oreja, conteniendo la respiración. Nada. Silencio. Una luz tenue se filtraba por las persianas. ¿Qué hora podía ser? No llevaba reloj. Guitou dormía plácidamente. Boca abajo. Con la cabeza girada hacia ella. Apenas oía su respiración. Eso la tranquilizó, esa respiración regular. Se volvió a tumbar y se apretó contra él, con los ojos abiertos. Le hubiera gustado fumar un cigarro, para calmarse. Para volverse a dormir.
Deslizó delicadamente la mano por los hombros de Guitou y la bajó por la espalda en una larga caricia. Tenía la piel sedosa. Suave. Como los ojos, las sonrisas, su voz, las palabras que le decía. Como sus manos en su cuerpo. Es lo que le atrajo de él, esa dulzura. Casi femenina. Los chicos a los que había conocido, incluso Mathias, con el que había coqueteado, eran más bruscos. Con Guitou, a la primera sonrisa, deseó estar en sus brazos y apoyar la cabeza en su hombro.
Le daban ganas de despertarlo. De que la acariciara, como hacía un rato. Le había gustado, sus dedos recorriéndole el cuerpo, con esa mirada fascinada que la volvía bella. Y enamorada. Hacer el amor se le había antojado la cosa más natural del mundo. Eso también le había gustado. ¿Sería igual de bueno cuando lo volvieran a hacer? ¿Era siempre así? Le dieron escalofríos al recordarlo. Sonrió, luego le besó el hombro y se apretó aún más a él. Tenía el cuerpo cálido.
Guitou se movió. Deslizó la pierna entre las suyas. Abrió los ojos.
—¿Estás despierta? —murmuró, acariciándole el pelo.
—Un ruido. He oído un ruido.
—¿Tienes miedo?
No había ningún motivo para tener miedo.
Hosín dormía en el piso de arriba. Habían hablado un poco con él hacía un rato. Cuando fueron a recoger las llaves, antes de ir a comer una pizza. Era un historiador argelino. Historia antigua. Se interesaba por las excavaciones arqueológicas de Marsella. «De increíble riqueza».
Los padres de Mathias alojaban a Hosín desde hacía más de un mes. Se habían marchado a pasar el fin de semana a su villa de Sanary, en el Var. Y Mathias les había podido dejar su estudio de la planta baja.
Era una de esas bellas casas rehabilitadas de Le Panier, en la esquina de la rue Belles-Ecuelles y la rue du Puits Saint-Antoine, cerca de la place Lorette. El padre de Mathias, arquitecto, había rediseñado el interior. Tres plantas. Que culminaban en una terraza, a la italiana, en el tejado, desde donde se abarcaba toda la bahía, desde L’Estaque hasta la Madrague de Montredon. Sublime.
Naima le dijo a Guitou: «Mañana por la mañana iré a comprar pan. Desayunaremos en la terraza. Ya verás qué bonito». Ella quería que le gustara Marsella. Le había hablado tanto de ella. Guitou se había puesto algo celoso de Mathias.
—¿Miedo de qué?
Deslizó la pierna sobre él, la subió hacia su vientre. Le rozó el sexo con la rodilla y sintió cómo se endurecía. Apoyó la mejilla sobre su pecho púbero. Guitou la abrazó fuerte. Le acarició la espalda. Naima se estremeció.
La deseaba de nuevo, muchísimo, pero no sabía si era lo que tocaba hacer. Si era eso lo que ella quería. No sabía nada de las chicas, ni del amor. Pero estaba empalmado, rabiosamente. Ella levantó la mirada hacia él. Y sus labios se encontraron. Él la atrajo hacia sí y ella se puso encima. Luego oyeron gritar a Hosín.
El grito les dejó helados.
—Dios mío —dijo ella, casi sin voz.
Guitou apartó a Naima y saltó de la cama. Se puso el calzoncillo.
—¿Adónde vas? —preguntó ella sin atreverse a mover.
No lo sabía. Tenía miedo. Pero no podía quedarse así. Demostrar que tenía miedo. Ahora era un hombre. Y Naima le estaba mirando.
Se había sentado en la cama.
—Vístete —dijo él.
—¿Por qué?
—No sé.
—¿Qué pasa?
—No lo sé.
Unos pasos retumbaron en la escalera.
Naima corrió al cuarto de baño, recogiendo su ropa dispersa. Guitou escuchó con la oreja pegada a la puerta. Más pasos en la escalera. Cuchicheos. Abrió sin darse cuenta de lo que hacía. Como superado por su propio miedo. Primero vio el arma. Después la mirada del hombre. Cruel. Tan cruel. Se le puso a temblar todo el cuerpo. No oyó la detonación. Sólo sintió un dolor abrasador que le invadía el vientre, y pensó en su madre. Se desplomó. Su cabeza se aplastó violentamente contra la piedra de la escalera. Se le destrozó la ceja. Descubrió el sabor de la sangre en la boca. Era asqueroso.
«Nos largamos».