21

Donde se escupe en el vacío por asco y por cansancio

Me volví con el saab. Puse la radio y me salió un programa dedicada al tango. Edmundo Riveiro cantaba «Garuffa». Era lo que mejor me venía. Tenía el corazón como un acordeón después de lo que me había confesado Gélou. Pero no quería ni pensarlo. Ahuyentar esas palabras lo más lejos posible. Olvidarlas incluso.

Me daba la impresión de ir haciendo zapping en la vida de la gente. De pillar los culebrones muy empezados. Gélou y Gino. Guitou y Naima. Serge y Reduán. Cûc y Fabre. Pavie y Saadna. Y llegaba siempre al final. Justo cuando matan. Justo cuando mueren. Siempre con una vida de retraso. Con una felicidad de retraso.

Así parecía haberme hecho viejo. Dudando demasiado y sin atrapar la felicidad al vuelo, cuando estaba pasando por delante de mis narices. Nunca supe. Ni tomar decisiones. Ni responsabilidades. Nada de lo que podía comprometerme con el futuro. Por miedo a perder. Y perdía. Perdiendo.

Me había vuelto a ver con Magali, en Caen. En un pequeño hotel. Tres días antes de irme para Yibuti. Hicimos el amor. Lentamente. Mucho tiempo. Toda la noche. Por la mañana, antes de ducharse, me preguntó: «¿Qué prefieres que sea en la vida, profe o modelo?». Me encogí de hombros, sin responder. Volvió luego, vestida, lista para salir.

—¿Lo has pensado? —dijo.

—Sé lo que quieras. Contesté. Me gustas así.

—Qué listo —replicó dándome un beso furtivo en los labios. La abracé. Otra vez la deseaba—. Voy a llegar tarde a clase.

—Hasta la noche.

La puerta se cerró. No volvió. No pude encontrarla para decirle que lo primero que quería que fuese en la vida era mi mujer. Me había salido por la tangente ante la pregunta esencial. La elección. Y no me había servido de lección. No sé lo que habría sido de nosotros. Pero Fonfon estaba seguro de que hubiera estado orgulloso de saber que éramos felices juntos. Hoy no estaría solo. Yo tampoco.

Quité la radio cuando Carlos Gardel arremetía con «Volver». El tango, la nostalgia, mejor parar. Podía darme algo con esa canción y necesitaba estar entero. Para afrontar a Narni. Todavía había en él zonas oscuras que no me explicaba. ¿Por qué se había manifestado ayer, cuando podía haber seguido en la sombra intentando acorralar a Naima? ¿A lo mejor pensaba que me iba a pillar más fácilmente después de mandar a Gélou para Gap? Ya no tiene importancia, me dije. Eran sus cálculos. Me resultaban ajenos.

Cogí la autovía del Litoral. Por los puertos. Nada más que por el placer de ver los muelles desde lo alto de la pasarela. De bordear las dársenas. De regalarme el lujo de las luces de los ferries atracados. Mis sueños seguían estando allí. Intactos. Hacia el más allá. A lo mejor era eso lo que tenía que hacer. Esta noche. Mañana. Marcharme. Por fin. Dejarlo todo. Ir hacia aquellos países que Ugo había visitado. África, Asia, América del Sur. Hasta Puerto Escondido. Aún existía allí una casa. Una pequeña casa de pescador. Como la mía, en Les Goudes. También con un barco. Se lo dijo a Lole, cuando vino a vengar a Manu. Habíamos hablado muchas veces de eso con Lole. De irnos allí. A esa otra casa al otro lado del mundo.

Demasiado tarde, una vez más. ¿Iba por fin a arreglar cuentas con la vida matando a Narni? Pero arreglar cuentas no respondería por todos mis fracasos. ¿Y cómo podía estar tan seguro de matar a Narni? Porque no tenía nada que perder. Pero él tampoco tenía ya nada que perder.

Y ellos eran dos.

Me metí en el túnel del Vieux-Port para salir por el fuerte Saint-Nicolas. Enfrente del antiguo dique seco. Bordeé el muelle de Rive-Neuve. Era la hora en que Marsella empezaba a moverse. En la que uno se preguntaba con qué salsa iba a «comerse» la noche. Antillana. Brasileña. Africana. Árabe. Griega. Armenia. Reunioniana. Vietnamita. Italiana. Provenzal. Había de todo en el caldero marsellés. Para todos los gustos.

En la rue Francis-Davso, aparqué en doble fila, pegado a mi coche. Trasladé al saab unas cuantas cintas y el arma de Reduán. Después volví a arrancar, por la rue Moliere que bordea la Ópera, la rue Saint-Saens, a la izquierda, la rue Glandeves. Vuelta al puerto. A dos pasos del hotel Alizé. Un sitio me estaba esperando. Lo mejor del mundo. Paso de peatones y acera. Debía de estar carito este sitio para que nadie lo hubiera cogido. Pero no tenía para más de cinco minutos.

Me metí en una cabina, casi en la puerta del hotel. Y llamé a Narni. Fue en ese momento cuando vi el safrane, bien aparcado en doble fila delante del New York. Con Balducci al volante, sin duda, visto el humo que salía de la ventanilla. Día de suerte, me dije. Prefería saber que estaban ahí que imaginarlos montando guardia en mi casa.

Narni contestó inmediatamente.

—Móntale —dije—. Aún no nos han presentado a ti y a mí, pero lo podemos hacer sobre la marcha, creo, ¿no?

—¿Dónde está Gélou? —tenía una voz bonita, grave, cálida, que me sorprendió.

—Demasiado tarde, tronco. Para preocuparte por su salud. No creo que la vuelvas a ver.

—¿Sabe?

—Sabe. Todo el mundo sabe. Hasta la policía sabe. No disponemos de mucho tiempo para arreglar esto entre tú y yo.

—¿Dónde estás?

—En mi casa —mentí—. Puedo estar ahí en tres cuartos de hora. En el New York. ¿Te parece?

—OK. Allí estaré.

—Solo —me permití decir, divertido.

Colgué y esperé. Le hicieron falta menos de diez minutos para bajar y montarse en el safrane. Me fui para el saab. En marcha, me dije.

Tenía mi plan. Sólo necesitaba creer que era bueno.

Gracias a los atascos, y había contado con ello, localicé el safrane en el quai Rive-Neuve. Decidieron ir por la Corniche. Vamos allá. No me parecía mal la elección.

Circulé detrás de ellos a bastante distancia. Me bastaba con alcanzarlos en David. En la rotonda de la Plage. Cosa que hice. Cuando se estaban metiendo por la Pointe-Rouge, llegué lentamente por detrás y les di un aviso de faros. Luego, sin pararme, rodeé la estatua y me metí por la avenue du Prado. Ellos no podían girar hasta la avenue Bonneveine. Eso los iba a poner de los nervios. A mí me dejaba margen para llegar hasta el fondo de la avenue du Prado. Sin riesgos. Los esperaría allí. En la parte baja de la rotonda Prado-Michelet. Y luego empezaría el rodeo.

Saqué el arma de la bolsa de plástico, y las balas. La cargué, le quité el seguro y la dejé en el asiento. Con la culata hacia mí. Enchufé una cinta de ZZTop. Necesitaba oírlos. El único grupo de rock que me gustaba. El único auténtico. Vi el safrane. Las primeras notas de «Thunderbird». Arranqué. Se debían de estar preguntando a qué jugaba. Me divertía saber que no eran dueños de la situación. Su nerviosismo era una de mis bazas. Todo mi plan residía en un error por su parte. Un error que esperaba les fuera fatal. Verde. Ámbar. Rojo. El boulevard Michelet fue desfilando sin una sola parada. Luego a toda caña por el carrefour de Mazargues. Después del Redón, Luminy, la carretera. La D 559. Dirección Cassis. Por el paso de La Gineste. Un clásico de los ciclistas marselleses. Una carretera que me sabía de memoria. De ahí salían un montón de caminos hacia las calas.

Una carretera sinuosa, la D 559. Estrecha. Peligrosa.

«Long distance Boogie», arremetían los ZZTop. ¡Bendito Billy Gibbons! Ataqué la cuesta a 110, con el safrane en el culo. El saab me parecía un poco blando, pero respondía bien. Con Gélou nunca debía de haber sufrido una conducción semejante.

Pasada la primera gran curva, el safrane se salió de su carril para intentar adelantarme. Tenían prisa. Vi asomar el morro del coche a la altura de mi ventanilla trasera. Y aparecer el brazo de Narni. Con un arma en el extremo. Reduje a cuarta. Iba casi a cien y entré en la curva siguiente con mucha dificultad. Ellos también.

Volví a coger terreno.

Ahora que ya estaba en ello, no las tenía todas conmigo. Balducci tenía pinta de ser un as del volante. No tienes muchas posibilidades de probar la poutargue de Honorine, me dije ¡Mierda!, tenía hambre. ¡Qué imbécil!, tendrías que haber venido comido. Antes de meterte en este follón. No hay quien te cambie. Vas a tope, sin pensar ni en respirar. Narni habría tardado más de una hora. Te habría esperado. O habría venido a buscarte.

Seguro que habría venido.

Un buen plato de spaghetti a la matricciana no es lo que peor te habría sentado. Un tintillo para acompañar. Mira, un Tempier rouge. De Bandol. A lo mejor tenían de eso en el otro barrio. ¡Pero qué dices, mamón! Después no hay nada.

Sí, después no hay nada. La oscuridad. Ya está. Y ni siquiera sabes que es negra. Porque estás muerto.

Seguía teniendo al safrane detrás, pegado al culo. Pero no le quedaba otro remedio. De momento. Después de la curva, ahí es donde iban a intentar adelantarme.

Bueno, entonces no te queda más que una solución, Móntale, sal de ésta como sea, ¿vale? Así te podrás empapuzar con lo que te dé la gana. Por cierto, hace un montón que no como sopa de judías. Qué buena, con tostadas de pan y aceite de oliva. Buenísimo. Aceleré un poco más. O una daube[21]. Tampoco está mal. Se lo tendrías que haber dicho a Honorine. Para que preparara la marinada. ¿Le iría bien el Tempier? Seguro que sí. Lo tenía en el paladar, justo…

Bajaba un coche. Avisó con las luces. El tío estaba horrorizado de vernos subir a esa velocidad. A mi altura pitó como un loco. Debía de haberse acojonao de verdad.

Sacudí la cabeza para echar fuera las aromas de comida. El vientre, lo veía venir, también se estaba animando. Bueno, luego ya veremos, vale, Móntale. Sin excitarse. Tranquilidad.

Tranquilidad.

¡A cien en este cabrón de puerto de La Gineste, imposible!

Nos elevábamos por encima de la bahía de Marsella. Era una de las panorámicas más bellas de la ciudad. Aún era mejor un poco más arriba, justo antes de la bajada hacia Cassis. Pero no estábamos como para hacer turismo.

Volví a meter quinta. Para darme fuerzas. Bajé hasta noventa. El safrane se me pegó de inmediato al culo. Iba a intentar adelantarme, el hijo de puta.

Cien metros, me faltaban cien metros. Reduje a tercera. El coche dio como un bote. Subí a cien, justo al salir de la curva. Cuarta. Una recta por delante. Novecientos, mil metros. No más larga. Y justo después giraba a la derecha. No a la izquierda como hasta ahora.

Aceleré. El safrane pegado siempre.

Ciento diez.

Asomó. Subí el volumen a tope. No tenía más que el sonido de las guitarras en la oreja.

El safrane estaba casi a mi altura.

Aceleré.

Ciento veinte.

El safrane aceleró también.

Vi el arma de Narni en mi ventana.

—¡Aquí! —grité.

¡Aquí!

¡Aquí!

Di un frenazo. En seco.

Ciento diez. Cien. Noventa.

Creí oír un disparo.

El safrane me adelantó y siguió recto. Contra el quitamiedos de hormigón. Y saltó por los aires. Con las cuatro ruedas del revés.

Quinientos metros de caída, las rocas y el mar. Ninguno de los que habían dado el gran salto había salvado el pellejo.

«Nasty dogs and funky kings», chillaban los ZZTop.

Me temblaba el pie en el pedal. Reduje y me paré lo más despacio posible junto al quitamiedos. Me temblaba todo el cuerpo. Tenía una sed del copón. Sentí que se me caían las lágrimas. El miedo. La alegría.

Me eché a reír. Una carcajada nerviosa.

Los faros de un coche surgieron a mi espalda. Instintivamente di a las luces de avería. El coche me adelantó. Un R21. Redujo y se paró delante, a unos cincuenta metros. Bajaron dos tipos. Cachas. En vaqueros y chupa de cuero. Vinieron hacia mí.

Mierda.

Demasiado tarde para entender la estupidez que acababa de cometer.

Puse la mano en la culata de la pistola. Seguía temblando. No sería capaz de levantarla. Y menos aún de apuntar.

De disparar ni hablamos…

Ya estaban ahí.

Uno de ellos dio unos toques en la ventanilla. La bajé lentamente. Y le vi la cara.

Ribero. Uno de los inspectores de Loubet.

Respiré.

—Menudo salto que han pegado, ¿eh? ¿Estás bien?

—¡Hostia! Me habéis asustado.

Se echaron a reír. Reconocí al otro. A Vernet.

Bajé del coche. Y di unos pasos hacia el lugar por el que habían saltado Narni y Balducci. Estaba que me caía.

—Cuidado, no te vayas para abajo —dijo Ribero.

Vernet se acercó y miró al vacío.

—Menudo curro, id a ver el panorama de cerca. De todas formas, no debe de quedar mucho.

Y se descojonaban.

—¿Me seguíais desde hacía mucho? —pregunté sacando un cigarro.

Ribero me dio fuego. Temblaba demasiado como para encenderlo yo.

—Desde hoy por la tarde. Te estábamos esperando a la salida del restaurante. Loubet nos llamó por teléfono.

Qué cabrón. Cuando se fue al servicio.

—Quererte, te quiere mucho, pero lo que es confiar…

—Un momento. ¿Me habéis seguido todo el tiempo?

—El ferry. La cita con tu prima. El buda. Y luego teníamos a dos tíos camuflados en la puerta de tu casa. Por si acaso.

Me senté en el trozo de quitamiedos que había escapado a la carnicería.

—¡Oye! ¡Ojito! No te nos vayas a caer ahora —bromeó Ribero.

No tenía mucha intención de tirarme. Pensé en Narni. El padre de Guitou. Narni que había matado a su hijo. Pero que ignoraba que lo fuera. Gélou no se lo había dicho jamás. Ni a él ni a nadie. Excepto a mí. Hacía un rato.

Fue una noche en Cannes. Una noche de estreno. Hubo aquella comida, suntuosa. De cuento de hadas para ella. La chica que había crecido en las calles de Le Panier. A su derecha, De Niro. A su izquierda, Narni. Alrededor, ya no se acordaba. Otros actrices. Y ella en medio. Narni le puso la mano encima de la suya. Le preguntó. Tenían las rodillas pegadas. Sentía su calor. Un calor que se le había subido por el cuerpo.

Luego, acabaron todos la noche en una discoteca. Se dejó llevar en sus brazos. Bailando. Como nunca desde hacía años. Se le había olvidado cómo era eso de bailar. La embriaguez de los veinte años. Perdió el sentido. Se olvidó de Gino, de sus hijos y del restaurante.

El hotel era un palacio. Una cama inmensa. Narni le quitó la ropa. La poseyó con pasión. Varias veces. Su juventud volvió a ella. Lo había olvidado. Y había olvidado otra cosa también. Pero no lo sabría hasta mucho más tarde. Que estaba en sus días fértiles. Gélou pertenecía a otra generación. No se tomaba la píldora. No soportaba tampoco el diafragma. Con Gino no había riesgos. Hacía tiempo que no hacían locuras, por la noche, después de cerrar el restaurante.

Esa noche podría haberla guardado en su memoria toda su vida. Como un maravilloso recuerdo. Su secreto. Pero estaba ese niño que se anunciaba. Y la alegría de Gino, que la conmovió. Poco a poco, logró superponer las imágenes de la felicidad. La de esos dos hombres. Sin culpabilidad. Y, cuando dio a luz, mimada como nunca por Gino, ofreció a ese hombre, al que amaba, al hombre de su vida, un tercer hijo. Guitou.

Volvió a ser madre y reencontró su equilibrio. Se dedicó a sus hijos, a Gino. En el restaurante, Narni, cuando venía, ya no la emocionaba. Pertenecía al pasado. A su juventud. Hasta que llegó el drama. Y hasta que Narni le tendió una mano en su confusión, y en su soledad.

—Por qué se lo iba a confesar —dijo Gélou—. Guitou pertenecía a Gino. A nuestro amor.

Cogí el rostro de Gélou entre mis manos.

—Gélou…

No quería que hiciera la pregunta que le venía a la boca.

—¿Crees que eso hubiera cambiado las cosas? ¿Si hubiera sabido que era su hijo?

El monje estaba ahí. Le había hecho un gesto. Cogió a Gélou por el hombro y me fui, sin darme la vuelta. Como Murad. Como Cûc. Y sin contestar.

Porque no se podía contestar.

Escupí al vacío. Allí donde Narni y Balducci se habían hundido. Para siempre. Un gran escupitajo de asco. Y de gran cansancio.

Ahora ya no temblaba casi. Sólo me apetecía un vaso grande de whisky. De mi Lagavulin. Una botella, sí. Eso es lo que me haría falta.

—¿No tendréis algo para beber?

—Ni una cerveza, chico. Pero vamos a echarnos un trago, si quieres. Basta con que bajemos a la tierra —bromeó.

Empezaban ya a tocarme las narices, estos dos.

Me encendí un cigarro, esta vez sin su ayuda. Con la otra colilla. Di una calada profunda y levanté la cara hacia ellos.

—¿Y por qué no habéis intervenido antes?

—Era un asunto tuyo, ha dicho Loubet. Un asunto de familia, vamos. Tú te la estabas jugando así, nosotros también. ¿Y por qué no, eh? No vamos a llorar a estos dos hijos de puta. O sea, que…

—¿Y si el vuelo lo doy yo en lugar de ellos?

—Pues nosotros los cogíamos. Como las flores. En la otra punta están los gendarmes, no pasaban. A menos que se hubieran pirado a pie, por la montaña. Pero no debía de ser su deporte favorito, digo yo… Los hubiéramos cazado de todos modos.

—Gracias —dije.

—De nada. En el momento en que nos dimos cuenta de que te ibas por La Gineste, lo entendimos todo. No sé si te has dado cuenta, pero te hemos dejado la carretera bien despejadita, ¿no?

—Ah, ¿también?

—Sólo se nos ha escapado uno. Ése no sabemos de dónde ha salido. No sé si venían de echar un polvo en La Garrigue o qué, los tortolitos. ¡Debían de estar algo congelados!

—¿Y dónde está Loubet ahora?

—Dando un repaso a dos chavales —dijo Ribero—. Que tú conoces, por cierto. Naser y Reduán. Los ha mandado detener esta tarde. Estaban dándose una vuelta otra vez en el BMW negro, los muy imbéciles. A la cité La Paternelle se habían ido. Budjema Ressaf se había reunido con ellos. Teníamos a unos tíos camuflados cerca de su casa. Menudo golpe hemos dado. El lugar de oración, un auténtico arsenal. Se disponían a trasladar el alijo. Creemos que era Ressaf el que se iba a encargar de mover toda la artillería para Argelia.

—Mañana —prosiguió Vernet—, va a haber una redada monstruo. A primera hora, ya sabes. Van a ir cayendo como moscas. Tu cuadernito es de órdago, dice Loubet.

Los cabos se iban atando. Como siempre. Con su lote de perdedores. Y los demás, todos los demás, la gente feliz, durmiendo en su cama. Pase lo que pase. Suceda lo que suceda. Aquí, fuera. En la tierra.

Me levanté.

A duras penas. Porque tenía un buen cuelgue. Me recogieron cuando perdí el conocimiento.