Donde se propone una visión limitada del mundo
Narni se convirtió en uno de los mejores clientes del restaurante a los pocos meses de la apertura. Venía siempre con gente conocida. Alcaldes, diputados, concejales, ministros, gente del espectáculo y del cine.
Buenos amigos míos, parecía decir. Tenéis suerte de que nos guste vuestra cocina. Y de que seamos paese. Narni era de Umbría, como Gino. Sin duda, la región de Italia donde mejor se come. Mejor incluso que en Toscana. Hay que decir que, como suerte, no estaba mal. Había que reconocerlo. El restaurante se llenaba siempre. Algunos venían a cenar sólo para ver a tal o cual personalidad.
Las paredes estaban cubiertas con cuadros hechos con las fotos de todos los que pasaban por ahí. Gélou posaba con todos. Como una estrella. Estrella entre las estrellas en aquel restaurante. Un día, un realizador italiano, ya no se acordaba de quién, le propuso incluso un papel en su próxima película. A ella le había hecho mucha gracia. Le gustaba el cine, pero nunca se había imaginado delante de una cámara. Y, además, Guitou acababa de nacer. O sea, que el cine…
El dinero entraba. Una época feliz. Aunque por la noche se fueran a la cama agotados. Sobre todo las noches de los fines de semana. Gino contrató a un pinche de cocina y a dos camareras. Gélou ya no servía en la sala. Recibía a los altos clientes, tomaba el aperitivo con ellos. Y ese tipo de cosas, vaya. Narni hacía que la invitaran a recepciones oficiales, a galas. Varias veces también al festival de Cannes.
—¿Y te ibas sola? —le pregunté.
—Sin Gino, sí. El restaurante tenía que seguir funcionando. Y ya sabes, a él, estas cosas mundanas no le iban mucho. Nada le volvía loco, excepto yo —dijo con una sonrisa tristona—. Ni el dinero ni los honores. Era un auténtico hombre del campo, con los pies bien en la tierra. Por eso le amé. Me dio equilibrio. Me enseñó a ver la diferencia entre lo verdadero y lo falso. Lo que aparenta mucho. ¿Te acuerdas cómo era yo de cría? Iba detrás de todos los chicos que presumían del dinero de su papá.
—Hasta te querías casar con el hijo de un fabricante de calzado marsellés. Era un buen partido.
—Era feo.
—Gino…
Se perdió en sus pensamientos. Nos habíamos quedado aparcados en la calle en la que yo había dado el frenazo. Gélou no me había pegado. Ni se había movido. Como sonada. Luego se volvió hacia mí, lentamente. Sus ojos lanzaban señales de auxilio. No me atreví a mirarla enseguida.
—¿En eso te has estado entreteniendo? ¿En despellejar mi vida?
—No, Gélou.
Y le conté todo. En fin, todo no. Sólo aquello que le podía contar. Luego estuvimos fumando en silencio.
—Fabio —prosiguió.
—Sí.
—¿Qué es lo que estás intentando averiguar?
—No lo sé. Es como cuando te falta una pieza en un rompecabezas. Se ve perfectamente la imagen, pero la pieza que falta lo echa todo a perder. ¿Entiendes?
Cayó la noche. A pesar de las ventanas abiertas, el humo llenaba el coche.
—Yo no estoy tan segura de lo que me has contado.
—Gélou, ese tipo vive contigo. Te ayuda a educar a los niños. Patrice, Marc y Guitou. A Guitou lo ha visto crecer… Habrá jugado con él. Ha habido cumpleaños, Navidades…
—Cómo ha sido capaz, ¿es eso, no?
—Sí, cómo ha sido capaz. Y cómo… Imagínate que no nos hubiéramos enterado de nada. Que tú no hubieras venido a verme, ¿vale? Narni viene, mata a ese tío, Hosín Draui. Luego a Guitou, que desgraciadamente estaba allí. Burla los filtros de la policía. Como de costumbre. Vuelve a Gap… Cómo hubiera podido… Sabes, se pone el pijama, bien limpito, bien planchadito, y se mete en la cama contigo y…
—Aun así, con Guitou muerto, creo que no habría soportado tener a un hombre en la cama. Ni a Alex ni a ningún otro.
—Vaya —dije yo desconcertado.
—Si tuve la necesidad de un hombre a mi lado, fue para asegurarme de poder educar a mis hijos, de educar a Guitou sobre todo. Necesitaba un… un padre, eso —Gélou se estaba poniendo cada vez más nerviosa—, Fabio, ¡me estoy haciendo un lío! Entiendes, está lo que una mujer espera de un hombre. La amabilidad. La ternura. El placer. El placer cuenta mucho, sabes. Y después está todo lo demás. Que hace que un hombre sea un hombre de verdad. La estabilidad que te da. La seguridad. Una autoridad, en definitiva. En quién apoyarse… Madre sola, de tres hijos, no, no tuve valor. Ésa es la verdad —se encendió otro cigarro, mecánicamente. Pensativa—. Las cosas no son tan sencillas.
—Ya lo sé, Gélou. Y dime, ¿nunca tuvo ganas de tener un hijo contigo?
—Sí, él sí. Yo no. Tres ya era mucho, ¿no crees?
—¿Has sido feliz estos últimos años?
—¿Feliz? Yo creo que sí. Todo iba bien. ¿Has visto el coche que tengo?
—Eso no significa necesariamente ser feliz.
—Ya. ¿Pero qué quieres que te conteste? Enciende la tele. Cuando ves cómo están las cosas en nuestro país o en otros… No puedo decir que fuera desgraciada.
—Y Gino ¿qué pensaba de Narni?
—No le gustaba nada. Bueno, al principio sí. Le caía bien. Hablaban un poco de su tierra. Pero Gino, ya sabes, nunca se relacionaba mucho con la gente. Para él no contaba más que la familia.
—Quizás estaba celoso, ¿no?
—Un poco. Como todo buen italiano. Pero eso nunca planteó ningún problema. Ni siquiera cuando me llegaba un gran ramo de rosas por mi cumpleaños. Eso lo único que hacía era recordarle que él se había olvidado. Pero daba igual. Gino me quería mucho, y yo lo sabía.
—¿Entonces qué era?
—No sé. Gino… Alex podía llegar a venir al restaurante con tipos muy raros. Muy puestos, pero… acompañados de… como de escoltas, ¿sabes lo que te quiero decir? Y con ésos, ¡qué ni se te ocurriera hacer fotos! A Gino no le hacía ninguna gracia tenerlos en su restaurante. Decía que eran de la Mafia. Que con esos cafetos, estaba clarísimo. ¡Qué eran más auténticos que en el cine!
—¿Le hizo ese tipo de observación, a Narni?
—No, qué dices. Era un cliente. Cuando tienes un restaurante, no haces ningún comentario. Das de comer y ya está.
—¿Y Gino cambió algo de actitud después de esas cosas?
Apagó el cigarro. Aquello estaba muy lejos. Y, sobre todo, se trataba de un periodo que no tenía superado. Diez años después. En su cabeza, llevaba sin duda la foto de Gino en un marco dorado, con una rosa al lado.
—Llegó un momento en que Gino empezó a ponerse nervioso. Se despertaba por las noches ansioso. Decía que era porque trabajábamos mucho. Es verdad que no parábamos. El restaurante seguía estando lleno, pero, por cierto, tampoco es que nadáramos en la abundancia. Vivíamos. A veces me daba la impresión de que ganábamos menos que al principio. Gino decía que era una espiral de locos, ese restaurante. Empezó a hablar de vender. De irnos a otro sitio. De trabajar menos. Que seríamos igual de felices.
Gino y Gélou. Adrien Fabre y Cûc. La Mafia te daba por un lado lo que te quitaba por el otro. No regalaba nada. No escapabas al chantaje. Sobre todo, si el extorsionador había construido tu clientela. La que sea. Así funcionaba en todos los sitios. A escalas diferentes. Hasta en los pequeños bares de barrio, de Marsella a Mentón. Nada, por tonterías, una máquina tragaperras sin declarar. O dos.
Encima, Narni se había enamorado de la dueña. Gélou. Mi prima. Mi Claudia Cardinale. Hace diez años, me acuerdo bien, era aún más guapa que de adolescente. Una mujer madura, hecha. Como a mí me gustan.
—Discutieron algo, una noche —prosiguió Gélou—. Me estaba acordando ahora. No sé a cuento de qué. Gino no me lo quiso contar. Alex había venido a comer solo, como hacía a veces. Gino se sentó con él, a beberse un vaso de vino, charlando. Alex se terminó la pasta y se marchó. Sin comer nada más. No dijo casi ni adiós. Pero se me quedó mirando fijamente antes de marcharse.
—¿Cuándo fue esto?
—Un mes antes de que mataran a Gino… ¡Fabio!, no querrás decir que…
Precisamente no quería decir nada.
A partir de esa noche, Narni no volvió a poner los pies en el restaurante. Llamó a Gélou una vez, para decirle que se iba de viaje, pero que volvería pronto. No apareció hasta dos días después de la muerte de Gino. Justo para el entierro. Estuvo muy presente durante ese periodo, ayudando a Gélou en todo momento, aconsejándola.
Entonces ella le hizo saber su intención de vender, de dejar la región. De volver a empezar en otro sitio. Y ahí de nuevo la ayudó. Él se encargó del traspaso del restaurante y obtuvo un precio muy bueno. De un familiar suyo. Gélou, poco a poco, se fue apoyando en él. Más que en su propia familia. Pasada la desgracia, es verdad que le dio la espalda a sus cosas. Incluido a mí.
—Podías haberme llamado —protesté.
—Sí, quizás. Si hubiera estado sola. Pero Alex estaba ahí y… no necesité a nadie, ya ves.
Un día, casi un año después, Narni le propuso llevarla a Gap. Había encontrado un pequeño negocio que le gustaría. También una villa, en las primeras escarpaduras del paso Bayard. La vista al valle era magnífica. Los niños, le dijo, serían felices allí. Otra vida.
Visitaron la casa, como una parejita de recién casados que están buscando un sitio para vivir. Riéndose. Haciendo proyectos para la casa, al oído. Por la noche, en lugar de volver, se quedaron a cenar en Gap. Se hizo tarde. Narni sugirió quedarse a dormir. El restaurante era también hotel y había dos habitaciones libres. De repente se encontró en sus brazos, sin saber muy bien cómo. Pero sin remordimientos.
—Hacía mucho… No… no podía estar sin un hombre. Al principio creí en él. Pero… Yo tenía treinta y ocho años, Fabio —precisó, como excusándose—. A mi alrededor, sobre todo en mi familia, la cosa no agradó a nadie. Pero uno no vive con la familia. No la tienes ahí, por las noches, cuando los niños están en la cama y te encuentras sola viendo la tele.
Y ahí estaba ese hombre, al que conocía desde hacía tanto tiempo, que había sabido esperarla, a ella. Ese hombre elegante, seguro de sí mismo, sin problemas de dinero. Consejero financiero en Suiza, le dijo que era. Sí, Narni era tranquilizador. Un nuevo futuro se perfilaba para ella. No aquel que había soñado al casarse con Gino. Pero no peor al que había podido prever después de su muerte.
—Y además, sabes, se iba a menudo de viaje, por trabajo. Por Francia, por Europa. Y eso —precisó Gélou—, también me gustaba. Era libre de ir y venir. De estar sola con los niños, toda para ellos. Alex volvía justo cuando empezaba a pesarme su ausencia. No, Fabio, estos últimos diez años no he sido infeliz.
Narni había obtenido lo que codiciaba. Eso era lo único que no le podía negar. Que hubiera amado a Gélou hasta el punto de asumir la educación de los hijos de Gino. ¿Lo había matado sólo por eso, por amor? ¿O porque Gino había decidido no soltar ni un céntimo más? Qué más daba. La cuestión es que ese tío era un asesino. Lo habría matado en cualquier caso. Porque Alexandre Narni era como todos los de la Mafia. Lo que querían, tarde o temprano, lo tomaban. El poder, el dinero, las mujeres. Gélou. No podía sentir más que odio por Narni. Por haberse atrevido a amarla. Por haberla manchado con todos esos crímenes. Con toda esa muerte que arrastraba en la cabeza.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Gélou con voz clara.
Era una mujer fuerte. Pero, francamente, aquello era demasiado para una sola mujer en un solo día. Tenía que descansar antes de que estallara de verdad.
—Tienes que ir a descansar.
—¡Al hotel! —gritó aterrada.
—No. Allí no vuelves. Narni, a estas horas, estará como un perro furioso. Debe de saber que yo sé. Al ver que no vuelves, se imaginara perfectamente que yo te he estado contando. Es capaz de matar a cualquiera. Incluso a ti.
Me miró. Yo no la estaba viendo. Justo en ese instante, al pasar un coche su cara estaba iluminada. En sus ojos no debía de quedar ya mucho. Paisaje desierto. Como tras el paso de un tornado.
—No lo creo —dijo suavemente.
—¿Qué es lo que no crees, Gélou?
—Eso. Que pudiera matarme —tomó aire—. Una noche, acabábamos de hacer el amor. Elabía estado ausente bastante tiempo. Volvió muy cansado. Abatido, lo encontré yo. Un poco triste. Me cogió en sus brazos, con ternura. Sabía ser tierno, y eso me gustaba. Tenía lágrimas en los ojos.
¡Mierda puta! Ya he oído de todo en esta mierda de vida. Y ahora lo que me faltaba. Episodios de asesino tierno. Gélou, Gélou, ¿por qué me soltaste la mano aquel domingo en el cine?
—Tendríamos que habernos casado, tú y yo.
Estaba desvariando, ya.
Rompió a llorar y se refugió en mis brazos. Sus lágrimas, en mi pecho, me impregnaban la camisa, la piel. Dejarían, estaba seguro, una mancha indeleble.
—Estoy desvariando, Gélou. Pero estoy aquí. Y te quiero.
—Yo también te quiero —dijo sorbiéndose la nariz—. Pero no has estado siempre ahí.
—Narni es un asesino. Un tipo peligroso. A lo mejor le gustaba, eso de la vida familiar. Te quería también, sin duda. Pero eso no cambia las cosas. Es un asesino profesional. Dispuesto a todo. De este trabajo, uno no se escaquea fácilmente. Matar es su oficio. Tiene cuentas que rendir a otro que está más arriba que él. A tipos todavía más peligrosos. Tipos que no matan como él con pistolas. Pero que controlan a políticos, a industriales, a militares. Tipos para los que la vida humana no cuenta. Narni no puede permitirse el lujo de dejar heridos por el camino. No podía dejar vivir a Guitou. Y a ti tampoco. Ni a mí.
Mi frase quedó en suspense. Yo ya no esperaba mucho de la vida. Un día le había cogido la medida. Y había acabado amándola. Sin culpabilidad, sin remordimientos, sin temor. Sencillamente. La vida es como la verdad. Uno coge lo que encuentra. A menudo uno encuentra lo que ha dado. No era más complicado que eso. La mujer que compartió el mayor número de años de mi vida, Rosa, me dijo un día, antes de abandonarme, que yo tenía una visión limitada del mundo. Era verdad. Pero seguía estando vivo y me bastaba con una tontería para ser feliz. Muerto, daba un poco lo mismo.
Pasé a Gélou el brazo por los hombros. Y seguí:
—Lo que quiero decirte, Gélou, es que te quiero, y que te voy a proteger de él. Hasta que se aclare todo. Pero necesito que, antes, tú lo mates en tu cabeza. Que destruyas hasta la más mínima parcela de ternura por él. Si no, no podré ayudarte.
—Son dos hombres diferentes, Fabio —dijo suplicante.
Lo peor no lo había dicho todavía. Y yo había esperado no tener que oírlo.
—Gélou, imagínate a Guitou. Acaba de vivir su primera noche de amor, con una chiquita superguay. Y, de repente, empiezan a oír ruidos extraños en la casa. Un grito quizás. Un grito de muerte. Terrorífico para cualquiera. De cualquier edad. Es posible que Guitou y Naima estuvieran durmiendo. Es posible que estuvieran otra vez amándose. Imagínate su pánico.
»Entonces, van y se levantan. Y él, Guitou, tu hijo, que ahora es un hombre, hizo lo que un hombre a lo mejor no habría hecho. Pero lo hace. Porque Naima le mira. Porque Naima está completamente desquiciada. Porque tiene miedo por ella. Abre la puerta. ¿Qué es lo que ve? A ese desecho humano de Narni. Ese tipo que le da lecciones sobre los blancos, los negros y los árabes. Ese tipo capaz de pegar a tu niño, violentamente, asquerosamente, hasta dejarle cardenales que le duran quince días. Ese tipo que se acuesta con su madre. Que hace con su madre lo que él acaba de hacer con Naima.
»Imagina, Gélou, los ojos de Guitou en ese momento. El odio, y el miedo también. Porque sabe que no tiene escapatoria. Imagi na también los ojos de Narni. Viendo a ese crío delante de él. Que le desafía desde hace años, que lo desprecia. Imagínatelo, Gélou. ¡Quiero que tengas todas esas asquerosas imágenes en la cabeza! Tu hijo en calzoncillos. Y Narni con la pistola. Que va a disparar. Sin dudar. Justo donde hay que hacerlo. Sin que le tiemble la mano. Una sola bala, Gélou. ¡Una sola, me cago en la hostia!
—Para —dijo llorando.
Sus dedos me estaban estrujando la camisa. Estaba cerca del ataque de nervios. Pero tenía que seguir.
—No, tienes que escucharme, Gélou. Imagina todavía a Guitou que se cae y se golpea con la frente en la piedra de la escalera. Su sangre brotando. Quién de los dos crees que ha pensado en ti en ese instante. En esa fracción de segundo en que la bala salió para alojarse en el corazón de Guitou. Quiero que te metas esto en la cabeza, de una vez por todas. Si no, no podrás volver a dormir tranquila. En toda tu vida. Tienes que ver a Guitou. Y al otro también. A Narni. Tienes que verlo disparando. Lo voy a matar, Gélou.
—¡No! —gritó sollozando—. ¡No! ¡Tú no!
—Alguien tendrá que hacerlo. Para borrar todo esto. No para olvidar. Eso no podrás en la vida. Ni yo. No, sólo para limpiar la repugnancia. Pasar un poco el polvo a nuestro alrededor. En nuestras cabezas. En nuestros corazones. Y entonces, sólo entonces, podremos hacer esfuerzos para sobrevivir.
Gélou se pegó a mí. Estábamos ahí, como en nuestra adolescencia, acurrucados en la misma cama, contándonos historias increíbles. Pero las historias horribles nos habían ganado la partida. Eran más que reales. Podíamos quedarnos dormidos, ya lo creo, el uno contra el otro, como antes. Bien calentitos. Pero sabíamos que, al despertar, el horror no habría desaparecido.
Tenía un nombre. Una cara.
Narni.
Arranqué. Sin añadir ni una palabra. Había llegado un momento en que ya no podía esperar más. Circulé bastante rápido por las callejuelas medio desiertas a esas horas.
Una vez más, éste era un pueblecito con viejas casas, algunas de las cuales pertenecían a la época colonial. Una de ellas en concreto, de tipo árabe, me gustaba mucho. Como las que se ven en El Biar, en la parte alta de Argel. Estaba abandonada, como muchas otras. Aquí, las ventanas ya no daban, como antes, a vastos parques de verdor, a jardines, sino a bloques de hormigón.
Seguíamos subiendo. Gélou se dejaba llevar. Adonde la conducía se encontraría bien. Enseguida apareció el enorme Buda, en la ladera de la colina. La luna lo iluminaba, Dominaba majestuosamente la ciudad, de un modo sereno. El templo, reciente, albergaba también un centro de estudios budistas. Cûc nos esperaba allí. Con Naima y Mathias.
Allí era donde los había escondido. Era su jardín secreto. Donde venía a refugiarse cuando tenía problemas. Donde venía a meditar, a pensar. A recuperar energías. Donde residía su corazón. Para siempre. Vietnam.
Yo no creía en ningún dios. Pero aquel era un lugar sagrado. Y, me dije, no viene nada mal, de vez en cuando, respirar aire puro. Gélou estaría bien aquí. Con ellos. Habían perdido todo en esta historia. Cûc, un marido. Mathias, un amigo. Naima, un amor. Y Gélou, todo. Sabrían cuidarla. Sabrían cuidarse. Curarse las heridas.
A la entrada, nos recibió un monje. Gélou se abrazó a mí con fuerza. Le di un beso en la frente. Levantó la cara hacia mí. En sus ojos había una especie de velo a punto de rasgarse.
—Todavía tengo algo que decirte.
Y supe que aquello no debería haberlo oído jamás.