Donde cuando llega la muerte es demasiado tarde
Loubet volvió calmado. Después de haber meado, simplemente afirmó: «Tienes suerte de caerme bien, Móntale. ¡Porque te hubiera partido la cara bien a gusto!».
Le largué todo lo que sabía. Guitou, Naima, la familia Hamudi. Y todo lo que me había contado Cûc la otra noche y que todavía no le había dicho. Con lujo de detalles. Como un buen alumno.
Naima había ido a ver a Mathias, a Aix. El lunes por la noche. Le había contado lo principal la víspera por teléfono. Mathias había llamado a su madre. Muerto de miedo y furioso al mismo tiempo. Cûc, por supuesto, se fue a Aix. Naima les contó el relato de esa noche dramática.
Adrien Fabre estaba presente. Ella no lo vio. Solamente oyó que gritaban su nombre. Después de que mataran a Guitou: «¡Hostia!, pero ¿qué coño hace aquí este chaval? ¡Fabre!», gritó uno de ellos. «¡Ven aquí!». Se acordaba de esas palabras. No las olvidaría jamás.
Se escondió en la ducha. Acurrucada en el plato. Aterrorizada. Sí consiguió no gritar fue, les explicó, porque una gota de agua le caía en la rodilla. En la izquierda. Y se concentró en eso. En ver hasta cuánto podía contar antes de que cayera la siguiente gota.
Los hombres iniciaron una discusión delante de la puerta del estudio. Tres voces con la de Fabre. «¡Lo habéis matado! ¡Lo habéis matado!», gritaba. Casi llorando. El que parecía ser el jefe le trató de gilipollas. Luego se oyó un ruido seco, como un tortazo. Entonces Fabre se puso de verdad a llorar. Una de las voces, con fuerte acento corso, preguntó que qué hacían. El jefe le contestó que se buscara la vida para encontrar una furgoneta. Con tres o cuatro tíos que ayudaran a vaciar la casa de lo más gordo. De lo principal. Y que él se llevaba al otro antes de que le diera un ataque de nervios.
Cuánto tiempo pasó en la ducha contando gotas de agua, Naima lo ignoraba. Lo único de lo que se acordaba era de que en un momento dado hubo silencio. Ni un solo ruido. Excepto ella que estaba llorando. Que estaba temblando también. El frío se le había metido en los huesos. No el frío de las gotas de agua. Sino el frío del horror que tenía a su alrededor y el que imaginaba.
Había salvado el pellejo, eso parecía estar claro. Pero se quedó ahí, en la ducha, con los ojos cerrados. Sin moverse. Incapaz de un gesto. Llorando. Temblando. Esperando que se acabara esa pesadilla. Guitou vendría a darle un beso. Ella abriría los ojos y él le diría dulcemente: «Venga, ya ha pasado todo». Pero el milagro no se produjo. Otra gota le cayó en la rodilla. Real, como lo que acababa de vivir. Se levantó, con dificultad. Resignada. Se vistió. Lo peor, pensó, le esperaba en la puerta. Había que pasar por encima del cadáver de Guitou. Intentó pasar con la cabeza hacia el otro lado para no verlo. Pero no pudo. Era su Guitou. Se agachó, para mirarle por última vez. Decirle adiós. Ya no temblaba. Ya no tenía miedo. Nada importaría a partir de ahora, se dijo al levantarse, y…
—¿Dónde están ahora Mathias y ella?
Puse la cara más angelical para responderle.
—Pues ése es el problema. Que no lo sabemos.
—¿Te estás quedando conmigo o qué?
—Te lo juro.
Me miró, con una expresión mala.
—Te voy a poner a la sombra, Móntale. Dos o tres días.
—¡No digas chorradas!
—¡Ya has dado bastante por culo! No quiero que me des más rollos.
—¿Aunque pague la cuenta? —dije poniendo el tono más idiota.
Loubet soltó una carcajada. Una risotada franca. Una risa de hombre. Capaz de hacer frente a todas las bajezas del mundo.
—Te has acojonao un poco, ¿no?
—¡Joder, y tanto! Me habrían venido a ver todos. Como en el zoo. Hasta Pertin habría venido a tirarme cacahuetes.
—La cuenta la compartimos —prosiguió muy serio—. Voy a dar una orden de busca y captura para Balducci y el otro. —Narni pronunció su nombre con lentitud. Luego se me quedó mirando fijamente—. Y, a ése, ¿cómo lo has identificado?
—Narni. Narni —repetí para mí—. Pero si…
Otra puerta que se abría hacia la peor y más inimaginable putrefacción humana. Sentí que se me encogía el estómago. Me dio una arcada.
—¿Qué te pasa, Móntale? ¿Te encuentras mal?
Aguanta, me dije. Aguanta. Sobre todo, no vayas a echar la pota en la mesa. Contente. Concéntrate. Respira. Venga, respira. Despacio. Como si pasearas por las calas. Respira. Eso es, ya estás mejor. Vuelve a respirar. Echa el aire. Bien, así… Lo ves, todo se digiere. Hasta la mierda en estado puro.
Me sequé la frente empapada en sudor.
—Ya está, mejor. El estómago revuelto.
—Se te ha quedado una cara que da miedo.
No veía a Loubet. Al que estaba viendo era al otro. Al guapo. Al de las sienes plateadas. Al del bigote canoso. Con su sortijaza de oro, en la mano derecha. Alexandre. Alexandre Narni.
Me volvió a dar otra arcada, pero lo peor ya había pasado. ¿Cómo lo había hecho Gélou para meterse en la cama con un asesino? ¡Diez años, por Dios!
—Nada, nada —dije—. Ya se me pasa. ¿Otro coñac rapidito?
—¿Seguro que estás bien?
Estaré bien.
—Narni —proseguí con un tono de broma—, no sé quién es. Sólo un nombre que se me ha ocurrido, hace un rato. Budjema Ressaf, Narni… Quería chulear delante de Pertin. Hacerle creer que estábamos compinchados tú y yo.
—¡Ya! —dijo.
Loubet no me quitaba los ojos de encima.
—¿Y quién es Narni, pues?
—¡Venga ya! Ese nombre no te ha salido así como así. Por fuerza has tenido que oír hablar de él. Uno de los pistoleros de Jean-Louis Fargette. Puso una sonrisa irónica. Fargette, ¿no me digas que no sabes quién es? La Mafia, y esas cosas…
—Sí, evidentemente.
—Tu Narni se ha especializado, sobre todo, como el jefe de la extorsión en toda la costa. Se volvió a hablar de él cuando mataron a Fargette, en San Remo. Incluso pudo ser él quien hizo el trabajito. Los cambios de alianzas entre familias, sabes cómo es esto. Desde entonces, Narni se había hecho olvidar.
—¿Y a qué se dedica ahora que Fargette está muerto?
Loubet sonrió. La sonrisa del que sabe que va a impresionar al otro. Me esperaba lo peor.
—Es consejero financiero de una sociedad internacional de marketing económico. La sociedad que gestiona la segunda cuenta de la empresa de Cûc. Que gestiona también la segunda cuenta del despacho de Fabre. Y un montón más… No he tenido tiempo de desgranar toda la lista. La Camorra napolitana está detrás, me lo acaban de confirmar hace un rato, justo antes de quedar contigo. Ves, Fabre estaba metido en un asunto pero que muy sucio. Pero no como tú te imaginas.
—Más aún —dije yo evasivamente.
En realidad, no estaba escuchando mucho. Tenía el estómago hecho una bola. No paraba de ir arriba y abajo. Los erizos, los violets, las ostras. El coñac no me había ayudado nada. Y tenía ganas de llorar.
—¿Tú que crees que es el marketing económico para esta gente?
Lo sabía. Babette me lo había explicado.
—La usura. Prestan dinero a las empresas con dificultades. Dinero negro, evidentemente. A unos intereses de locura. Quince, veinte por ciento. No sé, pero mucho. Toda Italia funciona ya así. ¡Incluso algunos bancos! La Mafia atacó el mercado francés. El reciente caso Schneider, y sus sucursales belgas, había sido el primer ejemplo.
—Pues bien, el tipo que gestiona todo eso se llama Antonio Sartanario. Narni trabaja para él. Se ocupa especialmente de los que no pueden devolver la pasta. O que intentan cambiar las reglas del juego.
—¿Fabre estaba en esa situación?
—Empezó a pedir préstamos para lanzar su estudio de arquitectura. Luego mucho dinero para ayudar a Cûc a empezar en la moda. Era un cliente habitual. Pero en estos últimos meses le habían dado algún que otro toque. En sus cuentas, que se las repasaron de arriba abajo, descubrieron que estaba pasando un montón de dinero a una cuenta de ahorro. Una cuenta abierta a nombre de Mathias. Ves, Hosín Draui era un aviso para Fabre. El primero. Lo mataron ahí, en su propia casa, delante de él, por eso. A partir del lunes, Fabre empezó a pasar grandes cantidades.
—Pero, aun así, se lo han cargado.
—La muerte del chaval debió de suponer un golpe muy duro para Fabre. Y entonces, ¿qué se le ocurrió hacer en lugar de poner el dinero? ¿Qué se le pasó por la cabeza? ¿Soltarlo todo? ¿Hacerles chantaje para que lo dejaran en paz? Oye, ¿me estás escuchando, Móntale?
—Sí, sí.
—Te das cuenta del movidón que es esto. Balducci, Narni. Estos tíos no se andan con chiquitas. ¿Me oyes, Móntale? —miró el reloj—. Hostias, voy fatal de hora —se levantó. Yo no. Todavía no confiaba mucho en mis piernas. Loubet me puso la mano en el hombro, como el otro día, en el bar de Ange—. Un consejo, si tienes noticias de los dos chavales, no olvides llamarme. No me gustaría que les pasara nada. Y a ti tampoco, supongo.
Dije que sí con la cabeza.
—Loubet —me oí decir a mí mismo—, te tengo cariño.
Se me agachó a la oreja.
—Pues entonces haz algo por mí, Fabio. Vete a pescar. Es mucho más sano… Para lo del estómago.
Dije que me pusieran otro coñac. Me lo bebí de un trago. Bajó con la fuerza que esperaba. Capaz de desencadenar una tempestad en mi tripa. Me levanté a duras penas y me fui para el servicio.
De rodillas, sujetando la taza con las dos manos, vomité. Todo. Hasta la última almeja. No quería que me quedara nada de esa puta comida. Con el estómago retorcido de dolor, unas lágrimas me cayeron suavemente. Pues sí, me dije, así acaban las cosas siempre. Con defecto de equilibrio. No pueden terminar de otra manera. Porque así han empezado. Nos gustaría que al final se estabilizara todo. Pero eso no ocurre jamás.
Jamás.
Me puse de pie y tiré de la cadena. Como el que tira de una alarma.
Fuera hacía un tiempo espléndido. Se me había olvidado que existía el sol. Inundaba el cours d’Estiennes-d’Orves. Me dejé llevar por el dulce calor. Con las manos en los bolsillos, llegué hasta la place aux Huiles. En el Vieux-Port.
Del mar subía un olor fuerte. Una mezcla de aceite, alquitrán y agua salada. Francamente, no olía bien. Más bien apestaba, habría dicho otro día. Pero en ese momento, ese olor me sentó de maravilla. Un perfume de felicidad. Verdadero, humano. Es como si Marsella se me quedara en la garganta. Me vino a la memoria el «taf taf taf» de mi barco. Me vi en el mar pescando. Sonreí. La vida volvía a hacerse un hueco en mí. Por el lado de las cosas más sencillas.
Llegó el ferry. Me regalé un billete de ida y vuelta para el más corto y bello de los viajes. Quai du Port-Quai de Rive Neuve. Había poca gente a esas horas. Viejos. Una madre dando el biberón al niño. Me sorprendí tarareando «Chella lla». Una vieja canción napolitana de Renato Carosone. Iba encontrando mis referencias. Con los recuerdos que las acompañan. Mi padre me sentaba en la ventana del ferry y me decía: «Mira, Fabio, mira. Es la entrada del puerto. ¿Lo ves? El fuerte Saint-Nicholas. El fuerte Saint-Jean. Y allí el faro. Ves, luego el mar. Alta mar». Sentía sus manos grandes sujetándome por las axilas. ¿Qué edad tenía? Unos seis o siete años, no más. Aquella noche, soñé con ser marinero.
En la place de la Mairie, los viejos que bajaron fueron substituidos por otros viejos. La madre me miró antes de bajar del ferry. Le sonreí.
Subió una estudiante. De esas que florecen mejor en Marsella que en ninguna otra parte. De padre o madre antillanos, seguramente. Pelo largo y rizado. El pecho bien terso. La falda hasta los tobillos. Vino a pedirme fuego, porque la había mirado. Me echó una mirada a lo Lauren Bacall, sin sonreír. Y se marchó al otro lado de la cabina. No tuve ni tiempo de decirle gracias. Por ese placer de su mirada en la mía.
A la vuelta, bordeé el muelle para ir a encontrarme con Gélou. La había llamado al hotel antes de irme del Oursin. Me esperaba en el New York. No sabía lo que iba a hacer si estuviera Narni. Lo estrangularía directamente, a lo mejor.
Pero Gélou estaba sola.
—¿Alexandre no está? —le dije al besarla.
—Vendrá dentro de media hora. Me apetecía verte sin él delante. De momento. ¿Qué ocurre con Guitou, Fabio?
Gélou tenía ojeras. Marcada por la ansiedad. Por la espera, el cansancio y demás. Pero era guapa, mi prima. Siempre. Quería disfrutar todavía de su cara, tal como estaba ahora. ¿Por qué la vida no le había sonreído? ¿Había concebido demasiadas esperanzas en sí misma? ¿Había esperado demasiado? ¿Pero acaso no somos todos así? ¿Desde el momento en que abrimos los ojos al mundo? ¿Existe alguien que no le pida nada a la vida?
—Ha muerto —dije yo suavemente.
Le cogí las manos. Las tenía todavía calientes. Luego levanté los ojos hacia ella. Puse en mi mirada todo el amor que había estado guardando para los meses de frío.
—¿Qué? —balbuceó ella.
Sentí el reflujo de la sangre en sus manos.
—Ven —le dije.
Y la obligué a levantarse, a salir. Antes de que le diera el ataque. La cogí por los hombros, como un enamorado. Su brazo alcanzó el talle de mi cintura. Cruzamos por en medio de una marea de coches. Sin importarle los frenazos. Los pitidos. Los insultos. Sólo estábamos nosotros. Nosotros dos. Y aquel dolor común.
Caminamos a lo largo de muelle. En silencio. Apretados el uno contra el otro. En un momento dado, me pregunté, dónde estaría aquella basura de hombre. Porque Narni no podía estar muy lejos. Espiándonos. Preguntándose a ver cuándo, por fin, me podía meter una bala en la cabeza. Debía de estar soñando con eso. Yo también. El arma que iba arrastrando desde ayer en el coche iba a servir para eso. Y yo tenía una ventaja sobre Narni. Ahora sabía el tipo de carroña humana que era.
Sentí temblar el hombro de Gélou. Llegaban las lágrimas. Me paré y la giré hacia mí. Le di un abrazo. Su cuerpo entero se pegó al mío. Parecíamos dos amantes locos de deseo. Detrás del clocher des Accoules, el sol empezaba a ocultarse.
—¿Por qué? —preguntó ella entre lágrimas.
—Las preguntas ya no tienen importancia. Ni las respuestas. Es así, Gélou. Es así y ya está.
Levantó la cara hacia mí. Una cara deshecha. Por supuesto, se le había corrido el rimel. Largos churretones azules. Sus mejillas parecían agrietadas, como después de un terremoto. Vi cómo la mirada se le metía para adentro. Para siempre. Gélou se iba. A otro sitio. Al país de las lágrimas.
Con todo, sus ojos, sus manos, todavía se aferraban a mí desesperadamente. Para permanecer en el mundo. En todo aquello que nos unía desde la infancia. Pero yo no le servía de ayuda. Mi vientre no había dado a luz a un hijo. Yo no era madre. Ni siquiera padre. Y todas las palabras que le pudiera decir pertenecían al diccionario de la estupidez humana. No había nada que decir. No tenía nada que decir.
—Estoy aquí —le murmuré al oído.
Pero era demasiado tarde.
Cuando llega la muerte, siempre es demasiado tarde.
—Fabio…
Se calló. Apoyó la frente en mi hombro. Se estaba tranquilizando. Lo peor vendría más tarde. Le acaricié suavemente el pelo, luego le pasé la mano por la barbilla, para levantarle la cara.
—¿Tienes un kleenex?
Dijo que sí con la cabeza. Se separó de mí, abrió el bolso y sacó un kleenex y un pequeño espejo. Se limpió las marcas de rimmel. Nada más.
—¿Dónde está tu coche?
—En el aparcamiento, detrás del hotel. ¿Por qué?
—No me hagas preguntas, Gélou. ¿En qué planta? ¿Primera? ¿Segunda?
—Primera. A la derecha.
La volví a coger del hombro y nos fuimos hacia el New York. El sol estaba metiéndose por detrás de las casas de la butte du Panier. Atrás iba dejando una bella luz que enrojecía los edificios del quai Rive-Neuve. Era algo sublime. Y yo lo necesitaba. Necesitaba agarrarme a esos momentos de belleza.
—Háblame —dijo ella.
Estábamos frente a una de las entradas del metro Vieux-Port. Había tres. Ésta. Otra abajo de la Canebière. Y otra en la place Gabriel-Péri.
—Más adelante. Ahora vete hasta tu coche. Te metes dentro y esperas a que yo llegue. Estoy contigo en menos de diez minutos.
—Pero…
—¿Puedes hacerlo por mí?
—Sí.
—Bueno, te dejo aquí. Haces como si te volvieras para el hotel. Cuando llegues a la puerta, dudas unos segundos. Como si estuvieras pensando en algo concreto. Algo que te habrías olvidado, por ejemplo. Y entonces te vuelves para el aparcamiento, pero sin apresurarte. ¿Vale?
—Sí —dijo ella mecánicamente.
Le di un beso como si me estuviera despidiendo. Con un abrazo. Tiernamente.
—Tienes que hacer exactamente lo que te he dicho, Gélou —se lo dije con dulzura pero con firmeza—. ¿Lo has entendido? —me cogió la mano—. Venga, vete.
Se fue. Tiesa. Como una autómata.
La miré cruzar. Luego bajé al metro, por la escalera mecánica. Sin prisa. Una vez en el andén, eché a correr. Atravesé la estación de punta a punta para coger la salida de Gabriel-Péri. Subí los escalones de dos en dos y fui a dar a la plaza. Me metí a la derecha para llegar a la Canebière, a la altura del Palais de la Bourse. El aparcamiento estaba enfrente.
Si alguno, Narni, o el otro, Baducci, me vigilaba, yo les llevaba un trozo de ventaja. Para ir adonde Gélou y yo íbamos, no nos hacía falta nadie. Crucé sin esperar al muñeco verde y me metí en el aparcamiento.
Hubo una señal de faros y reconocí el saab de Gélou.
—Córrete para allá. Conduzco yo —dije suavemente.
—¿Adónde vamos, Fabio? ¡Dímelo!
Lo había dicho gritando.
—Sólo a dar una vuelta —dije suavemente—. Tenemos que hablar, ¿no?
No hablamos hasta coger la autovía norte. Había zigzagueado por Marsella, con el ojo soldado al retrovisor. Pero no nos seguía ningún coche. Tranquilo ya, le conté a Gélou lo que había pasado. Le dije que el comisario que llevaba el caso era amigo mío. Que podíamos confiar en él. Me escuchó, sin hacer preguntas. Se limitó a decir: «Ya nada cambiará nada».
Salí en el empalme de Les Arnavaux y me metí por las calles que suben hacia Sainte-Marthe.
—¿Cómo conociste a Narni?
—¿Qué?
—A Alexandre Narni, ¿dónde lo conociste?
—En el restaurante que teníamos con Gino. Era un cliente. Un buen cliente. Venía a menudo. Con amigos, a veces solo. Le gustaba la cocina de Gino.
A mí también. Aún me acordaba de un plato de lingue di passero con trufas. Nunca los había comido tan buenos. Ni siquiera en Italia.
—¿Te tiraba los tejos?
—No, bueno, los piropos…
—Que un hombre guapo puede decir a una mujer guapa.
—Bueno, si quieres sí… Pero yo era con él como con el resto de los clientes. Ni mejor ni peor.
—Mmm… ¿Y él?
—¿Él qué? Fabio, ¿a qué vienen estas preguntas? ¿Tienen algo que ver con la muerte de Guitou?
Me encogí de hombros.
—Necesito saber cosas de tu vida. Para comprender.
—¿Para comprender qué?
—Cómo Gélou, mi prima querida, conoció a Alexandre Narni, asesino profesional de la Mafia. Y cómo durante los diez años que se ha estado acostando con él, no se ha enterado de nada.
Y di un frenazo rápido. Para parar el coche. Antes de que me diera un bofetón.