18

En donde no puedes obligar a la verdad a manifestarse

Conseguí convencer a Loubet para que fuéramos a L’Oursin, cerca del Vieux-Port. Uno de los mejores lugares para comer ostras, erizos, almejas y violets. Es lo que pedí nada más llegar, con una botella de cassis. Blanco. De Fontcreuse. Estaba de mal humor, evidentemente.

—Hala, empieza por donde quieras —dijo Loubet—. Pero cuéntame todo lo que puedas. ¿Vale? Te aprecio mucho, Móntale, pero aquí ya me estás empezando a tocar los cojones por tiempos.

—Una preguntita nada más. ¿Llegaste a pensar de verdad que yo había matado a Fabre?

—No. Ni tú ni ella.

—¿Para qué has montado el numerito entonces?

—A ella, para asustarla. Y a ti, para que dejaras de hacer el tonto.

—¿Y has adelantado mucho?

—Bueno, has dicho una pregunta y ya vas por la tercera. O sea, que te escucho. Pero primero cuéntame qué hacías con Pertin.

—Vale. Empiezo por ahí. Pero no tiene nada que ver con Guitou, Hosín Draui, Fabre y demás.

Y empecé por el principio. Desde mi llegada a La Bigotte, sin precisar la verdadera razón por la que había ido allí. Desde el asesinato de Serge hasta la muerte de Saadna. Y mi pequeña entrevista con Pertin.

—Serge —añadí—, era seguramente maricón, pederasta incluso, por qué no. Me la pela. Era un tipo honesto. Nada violento. Quería a la gente. Con la ingenuidad de los que creen. Una auténtica fe. En el hombre, y sin la ayuda de Dios. Los chavales eran su vida.

—A lo mejor los quería demasiado, ¿no?

—¡Y qué más da! Aunque fuera verdad. No creo que él fuera lo que más les hacía sufrir, ¿no crees?

Yo era con Serge como con todos a los que quería. Tenían toda mi confianza. Podía admitir en ellos actos que no comprendía. Lo único que no podía tolerar era el racismo. Viví mi infancia con este sufrimiento de mi padre. No haber sido considerado como un ser humano, sino como un perro. El perro de los muelles. ¡Y no era más que italiano…! Y amigos, tengo que decir que no los tenía a toneladas.

No tenía ganas de seguir con aquella discusión sobre Serge. Me incomodaba bastante. Quería pasar esa página. Atenerme a ese dolor. Serge. Pavie. Arno. Otra página de mi vida que poner, una vez más, en la columna de las pérdidas.

Loubet estaba hojeando el cuaderno de Serge. Gracias a él, podía estar seguro de que todo lo que ató estaba anotado no se perdería en el fondo de un cajón. O por lo menos lo esencial. Y sobre todo, que Pertin no saldría indemne de esto. No era directamente responsable de la muerte de Serge. Ni de la de Pavie. No era más que el símbolo de una policía que me repugnaba. La que antepone sus propias ideas políticas o sus propias ambiciones a los valores republicanos. La justicia. La igualdad. Como Pertin, los había a toneladas. Dispuestos a todo. Si explotaban un día los barrios de la periferia, sería gracias a ellos. Gracias a su desprecio. A su xenofobia. A su odio. Y a todas esas pequeñas tretas miserables para llegar a ser un día «el superpoli».

A Pertin lo conocía bien. Para mí no era más que un policía anónimo. Tenía un careto. Era gordo y colorado. Con unas ray-ban para taparle los ojos de cerdo. Una sonrisa arrogante. Quería que «cayera», el Caretodoble. Pero no me hacía ilusiones.

—Sólo hay una manera de quitarle el caso —dijo Loubet pensativo—. Relacionarlo con el otro.

—Pero no hay relación alguna.

—Ya lo sé. Excepto si le endosamos la muerte de Hosín Draui al FIS o al GIA. Me empeño con el Abdelkader ese tuyo y sacudo el cocotero. A ver si Pertin se sabe agarrar a las ramas.

—Un poco forzado, ¿no?

—Te voy a decir algo, Móntale. Uno coje lo que encuentra. No se puede obligar a la verdad a que se manifieste sola. No siempre. Esta verdad vale por otra verdad.

—Pero ¿y los otros, los verdaderos asesinos de Draui y de Guitou?

—Tranqui. Daré con ellos. Créeme. Tiempo hay de sobra. ¿Nos pedimos otra docena de ostras y de erizos?

—Buena idea.

—¿Te acostaste con ella?

—No.

—¿Y te arrepientes?

—¡Ya lo creo!

—¿Qué es lo que te retuvo?

Loubet era imbatible a la hora de llevar un interrogatorio. Siempre tenía preparada la pregunta adecuada que llevaba a las explicaciones.

—Cûc es una comedora de hombres. Porque al único hombre al que amó, el primero y único, no lo pudo tener a su lado. Murió. Y sabes, Loubet, cuando se ha perdido algo una vez, incluso si ha desaparecido por completo, se continúa perdiéndolo eternamente. Yo lo sé muy bien. Nunca fui capaz de retener a mi lado a las mujeres a las que amé.

—¿Y te has comido a muchas mujeres, tú? —preguntó riéndose.

—Demasiadas sin duda. Te voy a confiar un secreto y después volvemos a nuestras historias. No acabo de captar lo que busco en una mujer. Y mientras no sepa lo que necesito, no dejaré de seguir hiriéndolas. Una detrás de otra. ¿Estás casado?

—Sí. Y con dos hijos. Dos chicos.

—¿Eres feliz?

—Creo que sí. Rara vez tengo tiempo de hacerme esa pregunta. O no me doy tiempo. Quizás porque la cuestión no se plantea.

Me bebí lo que me quedaba en el vaso y encendí un cigarro. Me quedé observando a Loubet. Era un hombre sólido, tranquilizador. Sereno, aunque su trabajo no fuera un camino de rosas todos los días. Un hombre de certezas. Lo contrario de mí.

—¿Tú te hubieras acostado con ella?

—No —dijo riéndose—. Pero tengo que reconocer que tiene algo irresistible.

—Draui no pudo resistirse a Cûc. Ella le necesitaba. Al igual que necesitó a Fabre. Ella sabe a la perfección cómo se atrapa a un hombre.

—¿Y a ti te necesitaba?

—Ella quería que Draui la ayudara a salvar a Fabre —proseguí sin responder a su pregunta.

Porque me dolía tener que responder que sí. Sí, ella intentó jugar conmigo, como con Hosín Draui. Sí, yo podía serle útil. En mi cabeza, prefería seguir pensando que me había deseado sin segundas intenciones. Mi orgullo de macho lo encajaba mejor así. ¡Para algo era latino!

—¿Crees que quería a su marido? —dijo, sin dar importancia al bloqueo que le acababa de hacer.

—No sé. Sería incapaz de decirte si le ha querido o no. Ella dice que no. Pero le debe todo lo que es hoy. Le ha dado un nombre. Le ha permitido dar una educación a su hijo. Y los medios para vivir más que decentemente. No todos los refugiados vietnamitas tienen esa suerte.

—Has dicho que quería salvar a Fabre. ¿Salvarlo de qué?

—Espera. Cûc es también una mujer que quiere hacer cosas, construir, ganar, tener éxito. Es también el sueño de los que un día lo perdieron todo. Judíos, armenios, pieds-noirs, son así todos. ¿Entiendes lo que quiero decir? Un inmigrante es alguien que no ha perdido nada, porque allí donde vivía no tenía nada. Su única motivación es la de sobrevivir un poco mejor.

»Cûc quería lanzarse al mundo de la moda. Fabre le procuró el dinero. Los medios para imponer rápido su marca, en Francia y en Europa. Tenía talento suficiente para convencer a los financiadores de la operación. Aunque ésos habrían invertido el dinero en cualquier sitio, o casi. Lo que importa es que el dinero tenga un destino. Seguro.

—¿Quieres decir que se trata de dinero negro?

—La empresa de Cûc es una sociedad anónima. Y como accionistas, bancos suizos, panameños, costarriceños. Ella la dirige, nada más. No es ni siquiera propietaria de su marca.

»Creo que tardó en darse cuenta. Hasta el día en que llegaron encargos gordos y su marido le dijo que no merecía la pena que los agradeciera. Que se limitara a facturarlos. Y que la cantidad se ingresara en otra cuenta de la sociedad, diferente de su cuenta corriente. Una cuenta suiza en la que ella no tenía firma. ¿Lo vas pillando?

—Si te entiendo bien, estamos hablando de la Mafia.

—Es un nombre que da tanto miedo, que no te atreves ni a pronunciarlo en Francia. ¿Qué es lo que hace girar el mundo, Loubet? La pasta. ¿Y quién maneja más dinero? La Mafia. ¿Sabes en cuánto se estima el volumen del tráfico de estupefacientes en el mundo? 1650 millones de francos al año. ¡Es más que el mercado mundial del petróleo! Casi el doble.

Mi amiga periodista, Babette, me lo estuvo explicando un día. Sabía un rato de la Mafia. Llevaba unos meses en Italia. Preparaba con un periodista romano una obra sobre la Mafia en Francia. Explosivo, me anunció.

Para ella resultaba evidente que, en dos años, Francia conocería una situación a la italiana. El dinero negro, cuyo origen, por definición, no hay que declarar, se había convertido en el medio de subsistencia más seguro de los políticos. Hasta el punto de que, me había dicho Babette recientemente por teléfono, «se había pasado imperceptiblemente de una sociedad política de tipo mafioso a un sistema mafioso».

—¿Fabre estaba metido en la Mafia?

—¿Quién era Fabre? ¿Te has enterado un poco de eso?

—Un arquitecto con talento, más bien de izquierdas, que triunfó.

—A quien todo le hizo triunfar, querrás decir. Cûc me confió que su despacho había sido altamente recomendado para la instalación portuaria Euroméditerranée.

Euroméditerranée debía de ser algo así como el «nuevo concepto» para que Marsella volviera a entrar en la escena internacional, por su puerto. Yo tenía mis dudas. Un proyecto nacido en Bruselas, del cerebro de unos tecnócratas, no podía velar por el futuro de Marsella. Era sólo para redistribuir las cartas, en el Mediterráneo, entre Génova y Barcelona. Pero, para Europa, los puertos del futuro eran Amberes y Roterdam.

Nos estaban vendiendo la moto, como de costumbre. El único futuro que preveían para Marsella era el de ser el primer puerto de fruta del Mediterráneo. Y el de acoger cruceros internacionales. El actual proyecto apuntaba esencialmente a eso. Unas obras impresionantes se perfilaban sobre las ciento diez hectáreas de la dársena y del puerto. Parque empresarial, centro de comunicaciones internacionales, telepuerto, universidad de turismo… Un maná para las empresas de la construcción y de obras públicas.

—¡El cajón de la caja registradora para Fabre! Es otro mogollón distinto al de Serge y los barbudos.

—Apenas. Es otra cosa, ya está. Pero apesta igual de mal. Mira, en los papeles de Serge he encontrado documentos de la FAIS. Draui era miembro, me dijiste. Para ellos, Argelia se ha hundido en el mismo sistema político-mafioso. La guerra que libra el FIS con el poder instalado no es una guerra santa. Es sólo una lucha para repartirse el pastel. A Budiaf lo mataron por eso. Porque fue el único en admitirlo abiertamente.

—Toma —dijo llenando los vasos—, necesitamos un poco más de esto.

—Sabes, en Rusia pasa lo mismo. No hay esperanzas por ese lado. Por ahí morirán. Salud —dije levantando el vaso.

Nos quedamos un rato en silencio con los vasos en la mano. Perdidos en nuestras pensamientos. La llegada del segundo plato de marisco nos liberó.

—Eres un tipo raro, Montale. Tengo la sensación de que tienes algo de reloj de arena. Cuando toda la arena está abajo, es inevitable que alguien venga a darle la vuelta. ¡Cûc te ha debido de impresionar muchísimo!

Sonreí. Me había gustado esa imagen del reloj de arena. Del tiempo que pasa. Vivíamos nuestras vidas en ese lapso de tiempo. Hasta que un día nadie viniera a dar la vuelta al reloj. Porque habríamos perdido la ilusión por la vida.

—No es Cûc la que le ha dado la vuelta al reloj, como dices tú. Es la muerte. La proximidad de la muerte. Por todas partes a nuestro alrededor. Y yo creo todavía en la vida.

Esta conversación me arrastraba lejos. Adonde de ordinario me negaba a aventurarme. Cuanto más pasaba el tiempo, menos razones le encontraba a la vida. De modo que prefería quedarme con las cosas sencillas. Como beber y comer. Y pescar.

—Para volver a Cûc —proseguí—, ella no ha hecho más que desencadenar las cosas. Queriendo que Fabre rompiera con sus amigos mañosos. Empezó a hurgar en sus negocios. Los contratos. La gente a la que veía. Empezó a entrarle pánico y, sobre todo, se sintió amenazada. En lo que pretendía llevar a cabo. Los objetivos que se había propuesto, una noche en un apartamento cutre de Le Havre. Una amenaza para su vida, y su vida es Mathias. El fruto de su amor perdido. Reventado por la violencia, los odios, la guerra.

»Le suplicó a Fabre que lo dejara. Que se fueran a Vietnam. Los tres. Para empezar una nueva vida. Pero Fabre estaba atado de manos y pies. Lo típico. Como algunos políticos. Se mueren por hacerse un huequecito al sol. Una vez en lo alto de la escala, piensan ellos, tendrán poder suficiente para hacer limpieza. Se acabaron las malas costumbres, las malas compañías. Pero no. Es imposible. A partir de la primera carta, ya estás muerto. Desde la primera corbata, incluso.

»Fabre no podía hacer borrón y cuenta nueva con todo aquello. Chao colegas, muchas gracias. No quería hundirse. Encontrarse en el agujero, como tantos otros. Empezó a montar broncas. A beber y a volverse odioso. A regresar cada vez más tarde, por la noche. A veces a no regresar. Cûc sedujo a Hosín Draui sólo por eso. Para humillar a su marido. Para decirle que no le quería. Que le iba a dejar. Un chantaje desesperado. Un grito de amor. Porque, en el fondo, creo que ella le amaba.

»Fabre no entendió nada de todo esto. O no quiso. En cualquier caso, no lo pudo soportar. Cûc era toda su vida. La quería más que a nada, creo yo. A lo mejor él no hizo todo eso más que por ella. No lo sé… Nunca lo sabremos. Lo que está claro, es que se sintió traicionado por ella. Y por Hosín Draui… Si tenemos en cuenta que todos los trabajos de Draui iban en contra del proyecto del aparcamiento de la Vieille-Charité. Es el despacho de Fabre el que tiene la concesión de la obra. Lo leí en un panel, a la entrada de la obra.

—Ya, ya lo sé. Pero… sabes, Móntale, los restos de debajo de la Vieille-Charité están lejos de ser algo excepcional. Y Fabre no pudo saberlo por nadie más que por Draui, creo yo. La lista de argumentos que presentó a las autoridades competentes, para defender el proyecto del aparcamiento, era clara y rigurosa. No dejaba ninguna posibilidad a los arqueólogos. Ni siquiera Draui creía mucho en aquello. He leído su intervención durante el coloquio del 90. Las obra más excitante era la de la place Jules-Verne. Esas excavaciones permiten remontarse a un montón de siglos antes de Cristo. Lo que probablemente se descubra ahí, será el embarcadero del puerto ligur. En el que Protis desembarcó un día. Pongo la mano en el fuego a que no habrá aparcamiento en ese sitio. En mi opinión, Draui y Fabre se tenían respeto. Eso explica que Fabre, en cuanto supo el movidón en el que estaba metido Draui, le propusiera alojarse en su casa.

»Fabre, por lo que tengo entendido, era un hombre culto. Amaba su ciudad y su patrimonio. El Mediterráneo. Estoy seguro de que tenían puntos en común. Desde que se conocieron en 1990, no dejaron de escribirse. He leído alguna de las cartas de Draui a Fabre. Son apasionantes. Estoy seguro de que te interesarían.

—¡Vaya historia! —dije yo sin saber qué añadir. Me imaginaba por dónde iba y la cosa me dejaba sin salida. No podía seguir haciéndome el tonto. Callándome lo que sabía.

—Sí, una bella historia de amistad —prosiguió con un tono suave—. Y que acaba mal. Como otras tantas que llenan los periódicos. El amigo que se acuesta con tu mujer. El marido cornudo que se toma la justicia por la mano.

Reflexioné un segundo.

—Pero no cuadra con la idea que tienes tú sobre Fabre, ¿no es así?

—Sobre todo si al marido cornudo lo matan luego. No lo ha matado ella. Ni tú. Sino asesinos. Como a Draui. Y a Guitou, que tuvo la desgracia de estar allí en el peor momento.

—Y tú crees que hay otros motivos.

—Sí. La muerte de Draui no tiene nada que ver con el hecho de que se acostara con Cûc. Es más grave.

—Grave hasta el punto de que dos matones se desplazan desde Toulon sólo para eso. Para matar a Hosín Draui.

¡Joder! En algún momento se lo tenía que decir. No pestañeó. Tenía los ojos clavados en mí. Tuve la curiosa sensación de que ya sabía lo que le acababa de contar. El número de asesinos. Su procedencia. ¿Pero cómo podría haberlo sabido él?

—¡Vaya! ¿Y tú cómo sabes que vinieron desde Toulon?

—Los tuve pegaos al culo el primer día, Loubet. Buscaban a la chiquilla. Naima se llama. La que estaba en la cama con Guitou. Yo sabía quién era y…

—Por eso fuiste a La Bigotte.

—Sí, por eso.

Me miró con una violencia que no le conocía. Se levantó.

—Un coñac —gritó al camarero.

Y se fue hacia los servicios.

—Dos —precisé yo—. Y otro café.