17

En donde cuantas menos explicaciones des, mejor a veces

Loubet se puso a dar voces. Furioso. Llevaba esperándome horas. Y encima Cûc le había dicho que no podría ver a Mathias. Que ya no sabía dónde estaba.

—¡Se quiere quedar conmigo o qué! —como no entendí si se trataba de una pregunta o de una afirmación, no dije nada. Siguió—: Ahora que sois íntimos la señora y tú, ya le puedes decir que lo encuentre, a su niño. Y rápido.

Desde el lugar en el que me encontraba, veía cómo se levantaba hacia el cielo una columna de humo de la chatarra de Saadna. Camiones de bomberos llegaban por todas las direcciones. Había avanzado con el coche lo justo como para no verme atascado sin poder salir. En el punto llamado Four de Buze, me paré para llamar desde una cabina.

—Dame una horita más —dije.

—¡Cómo!

—Una hora más.

Empezó a gritar de nuevo. Tenía razón, pero me agotaba. Esperé. Sin escucharle. Sin decir una palabra.

—Oye, Móntale, ¿estás ahí?

—Hazme un favor. Llámame dentro de un cuarto de hora a la comisaría de Pertin.

—Oye, un momento, explícame eso.

—No merece la pena. Llámame. Y te aseguro que así podré ir a verte. Vivo, quiero decir.

Y colgué.

Cuantas menos explicaciones des, mejor a veces. De momento, me sentía como el caballo de madera de un carrusel. Dando vueltas en el vacío. Sin que nadie me adelantara. Volviendo todo el rato al punto de partida. A la puta mierda que hay en el mundo.

Llamé a Gélou.

—Habitación 406, por favor.

—Un momento, por favor. Lo siento. Los señores Narni han salido, señor. Tenemos la llave en el casillero.

—¿No habrá un mensaje para mí? Móntale. Fabio Móntale.

—No, señor. ¿Quiere usted dejar un mensaje?

—Dígales simplemente que volveré a llamar dentro de dos horas o dos horas y media.

Narni. Vale, me dije. No todo había sido una pérdida de tiempo esa mañana. Sabía el nombre de Alexandre. ¡Y no es que hubiera ganado mucho que digamos!

Lo primero que vi nada más entrar en la comisaría fue un cartel que llamaba a votar al Frente Nacional en las elecciones sindicales. Como si no tuvieran bastante ya con Policía Solidaridad. «En materia de seguridad», decía un panfleto pinchado con una chincheta en el cartel, «asistimos a una laxitud generalizada por parte de la jefatura que obliga a rechazar al máximo el enfrentamiento y a dar órdenes timoratas.

»Este tipo de comportamientos ha contribuido a una falta de eficacia y a un número incalculable de heridos en nuestras filas, en beneficio de los delincuentes, que, ellos sí, no tienen más que escoger a sus presas.

»Hay que invertir la tendencia nihilista que reina en nuestro servicio. Hay que hacer que el miedo cambie de campo. Sobre todo si tenemos en cuenta que nuestros adversarios no son buenas gentes sino morralla venida sólo para “machacar al poli”. Procurémonos los medios para hacer de carniceros y no de vacas».

La verdad es que no había como pasarse por la comisaría para obtener información rigurosa. ¡Mejor que en el telediario de las ocho!

—Lo acaban de sacar —dijo Babar por detrás de mí.

—¡Pues mejor irse jubilando pronto!, ¿no?

—Ni que lo digas. A mí, este tipo de cosas me huelen fatal.

—¿Está Pertin o no?

—Sí, bueno, pero como con almorranas en el culo. No aguanta sentado ni medio segundo.

Entré sin llamar.

—Sobre todo, ¡no te cortes, eh! —gruñó Pertin.

Y eso es lo que hice. Me senté y me encendí un cigarro. Se fue al otro lado de la mesa, plantó las manos extendidas encima y se inclinó hacia mí con la carota colorada.

—¿A qué se debe tanto honor?

—He cometido una gilipollez, Pertin. El otro día. Sabes, cuando mataron a Serge. A fin de cuentas, me gustaría firmar mi declaración.

Se volvió a levantar, horrorizado.

—No andes jodiendo, Móntale. Con las historietas de maricones no se inmuta ni Dios. Con la cantidad de morlacos y de simios que tenemos, hay trabajo de sobra. ¡No te lo puedes ni imaginar! ¡Los muy hijos de puta! Fijo que se la maman a algún juez, porque trincas a uno por la mañana y por la tarde ya lo han soltado… ¡Así que lárgate!

—Yes, precisamente, ves, me preguntaba si lo de la muerte de Serge, en lugar de una historia de maricones que acaba mal, no sería más bien una historia de moros. ¿No crees?

—¿Y qué se llevaba entre manos Serge con ellos? —dijo inocentemente.

—Tú seguro que lo sabes, Pertin. A ti no se te escapa nada. Y, además, eres un poli superinformado. ¿No?

—Suéltalo ya, Móntale.

—OK. Te cuento.

Se sentó, cruzó los brazos y esperó. Me hubiera encantado saber en qué estaba pensando ahí detrás de las ray-ban. Pero me apostaba cualquier cosa a que se moría por meterme una hostia.

Le largué una historia que no me creía más que a medias. Pero una historia plausible. Serge fue «enrolado» por los RG porque era pederasta. O por lo menos, ése era el sambenito que le habían colgado.

—Interesante.

—Pero lo que viene es mejor, Pertin. Te informaron de que los RG habían mandado a una putilla a las cités. Para desactivar posibles redes a lo Kelkal. No había que andarse con bromitas con esa gente, sobre todo porque la cosa estaba ya pegando petardazos por París y por Lyon. Pero la identidad de Serge no la supiste hasta hace pocos meses. Cuando Serge se «esfumó» y los RG le perdieron el rastro. Nadie sabía ya dónde vivía. Me imagino el follón.

Hice una pausa. Lo justo para ordenar las ideas. Porque eso es lo que yo creía. Que para Serge, maricón o no, los chavales de las cités eran su vida. Y que no podía cambiar así como así, de la noche a la mañana. Volverse un veleta. Y fichar a los chavales. A todos los kelkajhos en potencia, y pasarle luego la lista a la policía. Que no tendría más que —a la menor ocasión, la más aprovechable mediáticamente, eso se daba por supuesto— pillar a todos saliendo de la cama por la mañana.

Había habido ya unas cuantas redadas exitosas. En París, en la periferia de Lyon. Unas cuantas detenciones en Marsella también. En el puerto. Y en el cours Belsunce. Pero todavía nada serio. Las redes en las que se apoyaban los terroristas en las barriadas norte estaban todavía intactas. Las estaban reservando, sin duda, para las grandes ocasiones.

Estaba convencido de eso. Serge jamás habría hecho una cosa así. Ni siquiera para ahorrarse un juicio, o la cárcel. La vergüenza. Cada nombre delatado a la policía era ponerles un blanco a su disposición. Y siempre lo mismo, se lo sabía de memoria. Los peces gordos y sus socios no pringaban jamás. Los chavales se las comían para toda la vida.

El silencio se podía cortar con cuchillo. Un silencio grasoso. Podrido. Pertin no había movido ni una pestaña. Debía de estar triturándose las neuronas. El teléfono había sonado varias veces fuera. No le habían pasado ningún aviso. Loubet se había olvidado de mí. O bien estaba cabreadísimo conmigo. Ahora que ya había empezado, no me quedaba más remedio que seguir.

—¿Sigo? —dije.

—Me apasiona oírte.

Reemprendí mis explicaciones. Mi punto de vista, empezaba a adivinarlo, rozaba lo posible. Una verdad a la que me agarraba como una lapa.

Serge se había empeñado en hacer lo que nadie se había atrevido a llevar a cabo. Ponerse delante de los jóvenes árabes a los que tenía identificados y hablar con ellos. Ir a hablar también con los padres, con los hermanos, con las hermanas. Y, al mismo tiempo, transmitir el mensaje al resto de los chavales. Para que se implicaran. Para que todo el mundo se implicara en las cités. Como hacía Anselme. El espíritu chourmo.

Serge había estado funcionando así durante años. Era un buen método. Eficaz. Le había dado buenos resultados. Los jóvenes árabes que operaban para los barbudos, no eran otra cosa que delincuentes con los que él ya había tratado durante años. Los mismos, necesariamente. Pero curtidos por la trena. Más agresivos también. Y con el chute del Corán liberador. Fanáticos.

Como sus hermanos en paro de los barrios de Argel.

En las cités a Serge lo conocía todo el mundo. Se le escuchaba. Se confiaba en él. Anselme lo dijo, «era un tío legal». Tenía los mejores argumentos porque había conseguido desmontar el sistema de reclutamiento de los jóvenes árabes. La guerra a los traficantes, por ejemplo. Los habían echado del Plan d’Aou, de La Savine también. Todo el mundo aplaudió. Hasta el ayuntamiento, los periódicos. «Buenos chicos», como podían haber dicho «buenos salvajes». Pero el mercado de heroína no se había acabado. Se había desplazado. Hacia el centro. Se había reestructurado. Por lo demás, la hierba y todo eso seguía igual. Un porrito por aquí, unos rezos por allá, formaba parte del orden de Alá.

El control de los traficantes lo llevaban los mismos que incitaban a los jóvenes a combatirlos. En el cuaderno de Serge leí que uno de los centros de oración —la trastienda de una tienda de tejidos, cerca de la place d’Aix— servía de lugar de reunión de traficantes. Concretamente de los que surtían a las barriadas norte. El propietario de la tienda no era otro que el tío de Naser. El denominado Abdelkader.

—¿Adónde quieres llegar? —soltó al final Pertin.

—A esto —dije yo con una sonrisa. Por fin mordía el anzuelo—. Primero, que los RG te pidieron que encontrases a Serge. Pero tú ya lo habías hecho. Gracias a Saadna. Luego, que buscaras la manera de acabar con sus tonterías. Que lo liquidaras, en una palabra. En fin, que me tomas por un subnormal, haciendo como que escuchas lo que te estoy contando. Porque te lo sabes de pe a pa. O casi. Y que te lo haces muy bien, sobre todo con unos mafiosillos bien reciclados en el islam. Como Naser y Hamel. A esos dos, me da la impresión de que se te ha olvidado llevarlos al juez. ¡O te la chupan a diario!

—Como sigas así te parto la cara.

—Una pena, Pertin, acabas de perder tu oportunidad de reconocerme que no soy tan tonto como parezco.

Se levantó, frotándose las manos.

—¡Carli! —gritó.

Menuda fiesta me iban a dar. Entró Carli, me miró con cara de mala hostia.

—Dime.

—Bonito día, ¿no? ¿Y si nos fuéramos a tomar un poco el aire? Por ahí, por donde la cantera. Tenemos un invitado. El rey de los gilipollas en persona.

Sonó el teléfono fuera. Luego en la mesa de Pertin.

—¿Sí? —dijo Pertin—. ¿Quién es? —silencio—. Ah, ¿qué tal? Bien, bien —me miró, miró a Carli; luego, más que sentarse, se dejó caer en la silla—. Sí, sí. Se lo paso. Es para ti —dijo fríamente, pasándome el teléfono.

—Ya estaba acabando —le contesté a Loubet, que me preguntaba que qué coño estaba tramando ahí con ese mamón—. ¿Cómo? Sí… Bueno… Espera. Oye, ¿hemos acabado o no? —pregunté irónicamente a Pertin—. ¿O sigue en pie lo de la visita a las canteras? —no contestó—. Sí, media hora. Vale —iba a colgar, pero me pareció bueno añadir algo más. Para impresionar a Pertin—. Si, sí, un tal Boudjema Ressaf, y, bueno, ya que te pones, mira a ver qué encuentras sobre un tal Narni. Alexandre Narni. Vale. Ya te lo explico, Loubet.

Y colgó. Con violencia. No hacía más que darle el coñazo, me dijo justo antes de colgar. Debía de tener razón. Me levanté. Estaba otra vez con la sonrisa de los días de fiesta. La del que evita mancharse escupiendo en la cara de los hijos de puta.

—Tú, déjanos solos —le gritó a Carli.

—¿De qué va este circo? —ladró Carli nada más salir.

—¿De qué circo hablas? Todavía no he visto ni un payaso.

—Para ya de hacerte el listillo, Móntale. Que no es lo tuyo. Y Loubet tampoco te creas que es un chaleco antibalas.

—No creo que te atrevas, Pertin. Para empezar, lo de prenderle fuego a la casa de Saadna, esta mañana, no es que haya sido muy buena idea, si quieres que te diga la verdad. Sobre todo que los dos chavales ni se han molestado en comprobar si Saadna se había quemado o no. Estarás pensando que a mí no debería darme mucha pena.

Ahí acusó el golpe. Le pasaba como a los atunes. Llegaba un momento en que flaqueaban. Había que aguantar. Y tirar de la caña otra vez.

—¿Y tú qué sabes de eso?

—Mira por dónde, me encontraba allí. Te llamó para pasarte información sobre Boudjema Ressaf. Le parecía un chivatazo de la muerte, que te ibas a colgar mogollón de galones por eso. Y hasta te puedo decir a quién has llamado acto seguido.

—¿Ah sí?

Me había tirado un farol, pero pequeño. Saqué el cuaderno.

—Aquí está todo anotado. Ves, no hay más que empezar a leer —abrí el cuaderno por cualquier sitio—, Abdelkader. El tío de Naser. Una mina, este cuaderno. Me atrevería a decir que tiene un BMW negro, este Abdelkader. Como el que vimos la otra tarde en La Bigotte. Tan seguros de que no les iba a decir nada nadie, que debieron de utilizar el coche de Abdelkader. ¡Cómo si fueran de campo! Lo malo es que…

Pertin soltó una risa nerviosa y me arrancó el cuaderno de las manos. Lo hojeó. Las páginas estaban en blanco. Había escondido el otro en el coche y había comprado uno nuevo antes de venir. Aquello no iba a servir para mucho. Pero era la guinda del pastel.

—¡Mamonazo de los huevos!

—Lo siento, amigo. Has perdido. El original lo tiene Loubet —tiró el cuaderno encima de la mesa—. Te voy a decir una cosa, Pertin. Es muy chungo que tú y tus colegas os hagáis los suecos mientras unos hijos de la gran puta se dedican a manipular a chavales perdidos en el mundo para incendiar y ensangrentar Francia.

—Qué hostias más vas a cacarear.

—Que nunca he sentido simpatía por Sadam Hussein. Que prefiero a los árabes sin barbudos y Marsella sin vosotros. Hasta la vista, Caretodoble. Guárdate el cuaderno para escribir tus memorias.

Al salir, arranqué el cartel y el panfleto del Frente Nacional. Hice con él una bola y chuté hacia la papelera de la entrada. De lleno dentro.

Babar dio un silbido de admiración.