16

En donde se da uno cita con las frías cenizas de la desgracia

Desperté a Saadna con un cubo de agua.

—Saco mierda —gritó.

Pero era incapaz de hacer el menor esfuerzo. Lo agarré por el cuello y lo estiré hacia el sofá. Apoyó la espalda en uno de los brazos. Olía a mierda. Se debía de haber cagado en los pantalones. Volví a coger la escopeta, por el cañón, con las dos manos.

—Una pata chula no es nada de nada, Saadna. Te voy a partir la otra. Para que no puedas andar ya en tu puta vida. Creo que te voy a machacar también los codos. Serás una larva. Y lo único que querrás, sera palmarla.

—Tengo algo para ti.

—Demasiado tarde para trueques.

—Algo que encontré en el coche de Serge. Cuando lo desmonté.

—Escupe.

—Cuando dejes de ahondarme.

Era muy poco capaz desvolverle a pegar con la violencia y el odio de la vez anterior. Me sentía vacío. Como un muerto viviente. Al que no le circula ya nada por dentro. Más que vomitina en vez de sangre. Me daba vueltas la cabeza.

—Tú escupe y ya veremos.

Ni mi voz era la mía.

Me miró y creyó que había mordido el cebo. Para él, en la vida no había más que maniobras y chanchullos. Sonrió.

—Tenía un cuaderno pegao con celo en la rueda de repuesto. En una bolsa. Una cosa súper al detalle, tío. Con mogollón de cosas escritas que no he leído. Porque me la pelan a mí las movidas de moros, del islam y yo qué sé qué más. ¡Por mí, que se mueran todos! Pero tiene apuntao listas, nombres, direcciones. De todas las cités, una detrás de otra. Como si fuera una red, vaya. Papeles falsos. Pasta. Droga. Armas. Te lo paso el cuaderno y te las piras. Y te olvidas de mí, colega. Como si no tuviéramos tú y yo nada que ver, ¿vale?

Tenía motivos para creer en la existencia de un cuaderno de notas. No sé qué se llevaba Serge entre manos, pero lo conocía, era un meticuloso. Cuando currábamos juntos, se lo apuntaba todo, todos los días.

—¿Has visto cómo eres, Saadna? Te casco un poco más y me dices dónde está el puto cuaderno.

—No creo que puedas, Móntale. Sólo tienes cojones con el odio revuelto. Pero a sangre fría, nada. Pégame si quieres, venga…

Puso la pierna a mi altura. Evité mirarle a los ojos.

—¿Dónde está el cuaderno?

—Júralo. Por tus padres.

—¿Quién te dice a ti que me interesa tanto tu puto cuaderno?

—¡Joder! Que es una guía de nombres. Mira, te lo lees y luego haz lo que te salga de los cojones con él. Como si te lo comes o se lo vendes a alguien. Pero con eso, tío, los tienes a todos pillaos. Con que te arranques una página enchironas a to dios.

—¿Dónde está? Te juro que luego me abro.

—¿Tienes un cigarro?

Encendí un cigarro y se lo puse en la boca. Se me quedó mirando. Por supuesto, no podía confiar en mí plenamente. Y yo no tenía todas conmigo de no querer tirarlo al bidón de las ruedas.

—Bueno, dime.

—En el cajón de la mesa.

Era un cuaderno gordo. Las páginas repletas de la letra fina y apretada de Serge. Leí al buen tuntún: «Los militantes utilizan a fondo el terreno de la ayuda social, descuidado por el ayuntamiento. Plantean objetivos humanitarios, como el ocio, el apoyo escolar, la enseñanza del árabe…». Y un poco más allá: «El objetivo de estos agitadores supera con creces la lucha contra la toxicomanía. Se inscribe en la perspectiva de una guerrilla urbana».

—¿Estás contento? —dijo Saadna.

La segunda mitad del cuaderno era como un repertorio. La primera página se abría con este comentario: «Las barriadas norte rebosan de jóvenes árabes dispuestos a hacer de kamikazes. Los que los manipulan son conocidos por la policía (ver Abdelkader). Por encima hay otras cabezas. Un montón de ellas». En La Bigotte un solo nombre. El de Reduán. Lo que Murad me había contado, estaba allí consignado. Con más detalles. Todo aquello que Reduán no había confesado a su hermano.

Los dos padrinos de Reduán, en la barriada norte, eran Naser y un tal Hamel. Ambos, precisaba su ficha, eran militantes aguerridos. Desde 1993. Antes estaban en el servicio de orden del Movimiento Islámico de la Juventud. Hamel había sido incluso responsable de seguridad en el gran mitin de apoyo a Bosnia, en la Plaine Saint-Denis.

Un extracto de un artículo del Nouvel Observateur relataba este mitin: «En la tribuna se encuentra el agregado cultural de la embajada de Irán y un argelino, Rachid ben Aisa, intelectual próximo a la Fraternidad argelina. En Francia, Rachid ben Aisa no es cualquiera. Impulsó varias conferencias en los años ochenta, en el Centro Islámico iraní de la callejean Bart, en París. Ahí es donde fueron reclutados la mayor parte de los miembros de la red terrorista dirigida por Fuad Alí Salah, que promovió los atentados de París de 1986».

Reduán, antes de irse a Sarajevo con la 7.a brigada internacional de los Hermanos Musulmanes, había participado en cursillos de comandos de supervivencia, al pie del Mont Ventoux.

Un tal Rachid (¿Rachid ben Aisa?, se preguntaba Serge) se encarga de la organización y alojamiento en casas de turismo rural en el pueblo de Bédoin, al pie del Ventoux. «Cuando se ha hecho un cursillo de éstos», precisaba, «no se puede dar marcha atrás. Los recalcitrantes son amenazados. Se evoca, fotos incluidas, la suerte de los traidores en Argelia. Fotos de hombres degollados como corderos». Según él, estos «cursillos de comandos» se llevaban a cabo a un ritmo de uno por trimestre.

«Un tal Arrum acompañaba a las nuevas remesas a Bosnia. Este Arrum contaba con una sólida protección. Miembro de la Lowafac Foundation, con sede en Zagreb, estaba acreditado por cada una de sus misiones en Bosnia por el Alto Comisariado para los Refugiados de la ONU». En el margen Serge había escrito: «Arrum, detenido el 28 de marzo».

La ficha de Reduán acababa con la siguiente conclusión: «Desde su regreso, no ha participado más que en acciones antitraficantes de heroína. Por lo visto, todavía no confían en él. Pero hay que vigilarlo. No tiene ya nada adonde agarrarse. Muy controlado por Naser y Hamel. Tipos duros. Puede llegar a ser peligroso».

—¿Qué estaba preparando Serge? ¿Una investigación?

Saadna se echó a reír burlonamente.

—Se había reconvertido. Un poco a la fuerza, pero… Trabajaba para los RG[20].

—¡Serge!

—Cuando lo echaron, los RG le cayeron encima. Con un dossier entero de declaraciones de padres. Como que se tiraba a los chavales.

Qué hijos de puta, pensé. Era su método. Con tal de infiltrar una red, la que sea, estaban dispuestos a cualquier cosa. Sobre todo a jugar con las personas. Mañosos arrepentidos. Argelinos en situación ilegal…

—Y luego ¿qué?

—¿Luego qué? Yo que sé si son verdá esas historias de chavales. Lo que es seguro es que una mañana, cuando se plantaron en su casa con el dossier y eso, estaba en la piltra con otra maricona. Que no llega ni a los veinte. Igual ni mayor de edad. ¿Qué te parece, Móntale? ¡Qué asco! Así que pa chupar cárcel por un tubo estaba. Aunque tú me dirás que bueno, que al menos en la cárcel se podía dejar dar por culo a diario.

Me levanté y volví a coger la escopeta.

—Otra de ésas y te reviento la rodilla que te queda.

—Bueno, eso me parece a mí —dijo encogiéndose de hombros—. Visto cómo ha acabao.

—Exacto. ¿Y tú cómo sabes tanto?

—Caretodoble me lo ha largao. Nos llevamos bien.

—¿Y fuiste tú quien le dijiste que Serge vivía aquí?

Dijo que sí con la cabeza.

—Serge, removiendo la mierda, no sólo daba gusto a un montón de gente. A Caretodoble no le interesa cazar directamente a algunos de los tíos que están apuntados en el cuaderno. Le pasan la fregona, como él dice. Le quitan de en medio a los camellos y ese tipo de gente. Despejan el paisaje. Eso hace que bajen las estadísticas y a él le viene cojonudamente. Y dice que ya habrá tiempo de meter a todos esos moracos en un barco de vuelta pa su casa, cuando los barbas controlen Argelia.

—¡Qué sabrá ese gilipollas!

—Son sus ideas. Pero pa mí que lleva razón.

Volví a acordarme del panfleto del Frente Nacional.

—Ya veo.

—Se corrió la voz de que había un bocas por las cités. Caretodoble me encargó que me enterara de quién era. Ya ves tú qué chupao. Como que lo tenía aquí conmigo, a mano…

Soltó una risa.

—Caretodoble me tomó por imbécil de verdad en la comisaría. Lo que le debió de mosquear es encontrarme en La Bigotte. No estaba previsto en el programa. Seguro que pensó que podía haber gato encerrado. Serge y yo trabajando en equipo. Como antaño.

De repente comprendí por qué habían pasado tanto de la muerte de Serge. Nada de publicidad para un tío de los RG al que se han cargado. Nada de escándalo.

—¿Y del cuaderno? ¿No le has dicho nada a nadie?

—Me duele —dijo.

Me agaché a su altura. No muy cerca. No por miedo a que se me echara a la cara, sino por el olor infecto que desprendía. Cerró los ojos. Seguro que estaba empezando a sufrir. Apoyé ligeramente la culata de la escopeta en la rodilla rota… Abrió los ojos de dolor. Vi el odio desfilar por su mirada.

—¿A quién se lo has dicho, hijo de la gran puta?

—Sólo a Caretodoble, para que diera el golpe de su vida. Que Serge había localizao en el Plan D’Aou a un tal Budjema Ressaf. Que es uno que lo echaron de Francia en 1992. Uno del GIA. Lo tenía apuntao en el cuaderno. Dónde vivía y todo.

—Y entonces le contaste lo del cuaderno.

Bajó la cabeza.

—Sí, se lo conté.

—Te tiene por los cojones, ¿no?

—Pues sí.

—¿Cuándo le has llamado?

—Hace dos horas.

Me puse de pie.

—Me extraña que estés vivo aún.

—¡Qué dices!

—Si Caretodoble no se dedica a cazar directamente a los barbas, es que está en tratos con ellos, imbécil. Si me lo has explicao tú mismo.

—¿Tú cre-es? —tartamudeó, esta vez temblando de miedo—. Pásame un trago, por favor.

Hostia, se va a volver a cagar. Le llené el vaso con el vino infecto y se lo di. Empezaba a ser urgente que me largara de allí.

Me quedé mirando a Saadna. No sabía siquiera si se le podía clasificar en la categoría de ser humano. Aplastado contra el sofá, doblado sobre sí mismo, era como un furúnculo lleno de pus. Saadna comprendió mi mirada.

—Móntale, no te me vas a cargar, no jodas.

En ese instante se oyó un ruido. Un ruido de vidrio roto. Por la derecha empezaron a salir llamas de una montaña de hierros. Explotó otra botella. ¡Cócteles molotov, los hijos de puta! Me agaché y, con la escopeta en la mano, llegué hasta la ventana.

Vi a Reduán corriendo hasta la parte de abajo del desguace. Naser no podía estar muy lejos. Y el otro, Hamel, ¿estaría también por ahí? No me apetecía mucho palmarla en aquella ratonera.

A Saadna tampoco. Se arrastró hasta mí. Sudando a chorros. Apestaba a muerte. A mierda y a muerte. A lo único que había sido su vida.

—Sálvame, Móntale. Tengo mogollón de pasta —y se puso a llorar el asqueroso. El desguace se incendió de golpe. Luego vi llegar a Naser. Di un bote hasta la puerta. Cargué la escopeta. Pero Naser no se molestó en entrar. Lanzó con fuerza una de sus putas botellas por la ventana abierta. Se estampó contra el fondo de la estancia. Donde Saadna estaba sentado hacía unos minutos.

—Móntale, gritaba. No me dejes.

El fuego se le estaba comiendo el cuchitril. Corrí a coger el cuaderno de Serge de encima de la mesa. Me lo metí por dentro de la camisa. Volví hasta la puerta, la abrí con sigilo. Pero no creía que me fueran a disparar. Reduán y Naser ya debían de estar muy lejos.

El calor se me quedó en la garganta. El aire era una inmensa podredumbre ardiendo. Se oyó una explosión. Gasolina, seguramente. Aquello iba a pegar petardazos por todas partes.

Saadna se había arrastrado hasta la puerta. Como un gusano. Me agarró por un tobillo. Apretó con las dos manos con una fuerza insospechada. Parecía que los ojos se le iban a salir de la cara.

Se estaba volviendo loco. Miedo.

—¡Sácame!

—¡Vas a palmarla! —lo agarré brutalmente del pelo y le obligué a levantar la cabeza—. ¡Mira! Ves, esto es el infierno. El auténtico. ¡El de la carroña como tú! Tu vida de perro es laque se te come. Piensa en Pavie.

Y le di un culatazo violento en el puño. Gritó y me soltó la pierna. Di un salto y rodeé la casa. El fuego se estaba propagando. Tiré la escopeta a las llamas todo lo lejos que pude y corrí sin parar.

Llegué al canal justo a tiempo para ver cómo desaparecía entre las llamas la barraca de Saadna. Creí oírle gritar. Pero era en mi mente en donde gritaba. Como cuando te bajas de un avión y te siguen pitando los oídos. Saadna se estaba quemando y su muerte me reventaba los tímpanos. Pero no me arrepentía.

Se oyó otra explosión. Un pino en llamas se aplastó contra la barraca de Arno. Ya está, me dije, se acabó. Pronto dejará de existir todo esto. Arrasado. Dentro de un par de años habrá parcelas provenzales en lugar del desguace. Para alegría de todos. Jóvenes ejecutivos, encantados con su suerte, vendrán a instalarse aquí. Se darán prisa en hacerles hijos a sus mujeres. Y vivirán felices, muchos años después del 2000. Sobre las frías cenizas de la desgracia de Arno y de Pavie.

Arranqué cuando empezaron a sonar las primeras sirenas de los bomberos.