13

Donde todos soñábamos vivir como reyes

Tenía a Murad a mi lado, preparado. Con una mochila al hombro y la carpeta en la mano. Bien estirado. Colgué.

—¿Llamabas a Caretodoble?

—No, ¿por qué?

—Pero estabas hablando con un poli.

—Yo he sido poli, me imagino que ya lo sabes. No todos somos como Caretodoble.

—De los otros todavía no he visto ninguno.

—Pues existen.

Me miró fijamente, como ya había hecho otras veces. Buscaba en mí una razón para creer. No era fácil. Ese tipo de miradas las conocía bien. La mayoría de los críos con los que me había topado en las cités no sabían lo que era un adulto. Uno de verdad.

Sus padres, por culpa de la crisis, del paro, del racismo, no eran, a sus ojos, más que tipos vencidos. Perdedores. Sin ninguna autoridad. Hombres que bajan la cabeza y los brazos. Que se niegan a discutir. Que no tienen palabra. Hasta por un billete de cincuenta, cuando llegaba el fin de semana.

Y esos críos bajaban a la calle. Largados. Lejos de su padre. Sin fe ni ley. Y por única consigna, no ser lo que eran sus padres.

—¿Vamos?

—Aún tengo otra cosa que hacer —dije—. Por eso he subido. No sólo por las llamadas.

Ahora le miraba yo a él. Murad apoyó la carpeta. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Acababa de adivinar mis intenciones.

Al oír al abuelo hablar de Reduán, la cosa se me había fijado casi sin darme cuenta en la cabeza. Me acordaba ahora de lo que me había dicho Anselme. A Reduán lo habían visto con el tipo que conducía el BMW. El coche desde el que dispararon. Y Serge salía de casa de los Hamudi.

—¿Es ésta su habitación?

—No, ésa es la de mis padres. La suya es la del fondo.

—Lo tengo que hacer, Murad. Necesito saber unas cuantas cosas.

—¿Por qué?

—Porque Serge era amigo mío —dije abriendo la puerta—. No me gusta que maten así como así a mis seres queridos.

Seguía tieso, rígido.

—A mi madre no la deja entrar. Ni para hacer la cama. No puede nadie.

La habitación era minúscula. Una mesita con una vieja máquina de escribir, una japy. Tenía varias publicaciones cuidadosamente ordenadas. Números de Al Ra’id, de Le Musulman —una publicación mensual editada por la Asociación de Estudiantes Islámicos en Francia—. Y un opúsculo de Ahmed Deedat, Cómo Salman Rushdie embaucó a Occidente. Un catre de los años sesenta y una cama de ochenta, sin hacer. Una barra con unas cuantas camisas y vaqueros colgados en perchas. Una mesilla con un ejemplar del Corán.

Me senté en la cama para pensar, hojeando el Corán. Había una página marcada con un papel doblado. La primera línea decía: «A cada pueblo le llega su fin y, cuando el fin le llegue, no podrá alterarlo ni precipitarlo ni un solo instante». Bonito programa, pensé yo. Luego desplegué el papel. Una octavilla. Un panfleto del frente Nacional. ¡Hostia! ¡Menos mal que estaba sentado! Era lo último que esperaba encontrarme allí.

El texto recogía una declaración del FN publicada en Minute La France (nº 1552). «Gracias al FIS, los argelinos cada vez van a parecer más árabes y menos franceses. El FIS está por el derecho de sangre. ¡Nosotros también! El FIS está contra la integración de sus inmigrantes en la sociedad francesa. ¡NOSOTROS TAMBIÉN!».

Y concluía: «La victoria del FIS es una oportunidad inesperada de tener un Irán a nuestras puertas».

¿Por qué guardaba Reduán este panfleto en el Corán? ¿De dónde lo había cogido? No me imaginaba a los militantes de la extrema derecha llenando de panfletos los buzones de las cites. Pero podía equivocarme. La bajada electoral de los comunistas en este tipo de barrios dejaba el terreno abierto a todas las demagogias.

Y los del Frente Nacional tenían demagogias para dar y tomar, al parecer, hasta a los inmigrantes.

—¿Lo quieres leer? —pregunté a Murad, que se había sentado a mi lado.

—Ya lo he leído desde aquí.

Doblé otra vez el panfleto y lo volví a meter en el Corán, en la misma página. En el cajón de la mesilla, cuatro billetes de quinientos, una caja de preservativos, un bic, dos fotos de carné. Cerré el cajón. Me fijé de repente en unas alfombras para rezar, enrolladas. Las desenrollé. En el interior, más panfletos. Un centenar. El título estaba en árabe. El texto en francés era breve: «¡Demostrad que no tenéis un queso por cerebro! ¡Tirad piedras, fabricad bombas, sembrad minas, secuestrad aviones!».

No iba firmado, por supuesto.

Ya tenía bastante. De momento.

—Venga, ya está. Nos vamos.

Murad se quedó inmóvil. Pasó la mano derecha por detrás del colchón del catre. Sacó una bolsa de plástico azul. Una bolsa de basura enrollada.

—Y esto, ¿no lo quieres ver?

Dentro un 22 largo y una docena de balas.

—¡Jo-der!

No sé cuánto tiempo pudo pasar. Seguramente no más de un minuto. Pero ese minuto pesaba varios siglos. Varios siglos incluso antes de la prehistoria. Antes del fuego. Ahí donde no había más que oscuridad, amenaza, miedo. Estalló una discusión en el piso de arriba. La mujer tenía una voz aguda. La del hombre era áspera, fatigada. Ecos de la vida en las cites.

Murad rompió el silencio. Con tono cansino.

—Casi todas las noches están igual. Él, parao desde hace la tira. Se pasa el día durmiendo. Y bebiendo. Y la mujer se pone de mala leche —luego me miró—. ¿No creerás que lo ha matado él? ¿O qué?

—Yo no creo nada, Murad. Pero tú, alguna duda tienes, ¿no? Te parece posible.

—¡No, yo no he dicho nada! Es que no me puedo creer que mi hermano haga eso. Pero… sí que es verdá que tengo miedo por él. Que se meta en estas movidas que no controla y que un día…, de repente, le dé por usar un chisme de éstos.

—Yo creo que metido está, y bien metido.

Teníamos la pistola en medio de los dos, encima de la cama. Las armas me han asustado siempre. Incluso cuando era policía, siempre dudaba en coger la pistola. Sabía lo que era. Bastaba con apretar el gatillo. Tenías la muerte en la punta del dedo. Un solo tiro y podía ser fatal para el otro. Una sola bala para Guitou. Tres para Serge. Cuando disparas una, puedes disparar tres. O más. Y volver a empezar. Matar.

—Por eso, sabes, nada más volver del colegio, vengo a ver si está. Mientras no se la lleve, es que no va a hacer ninguna pasada por ahí. ¿Tú has matado a alguien?

—Jamás. Ni a un conejo. Nunca le he disparado a nadie tampoco. Sólo a los cartones de cuando tenía que hacer las prácticas y a los de las ferias. Y tiraba bastante bien. Me ponían buena nota.

—¿Y como poli no?

—No, como poli no Jamás habría podido disparar a alguien. Ni siquiera a un hijo de la gran puta. Bueno, a lo mejor sí. A las piernas. Los miembros de mi equipo lo sabían. Mis jefes también, por supuesto. Por lo demás, no sé. Nunca he tenido que salvar el pellejo. Matando, quiero decir.

Ganas de matar no era precisamente lo que me faltaba. Pero no se lo dije a Murad. Yo tenía ya suficiente con saber lo que sentía por dentro. Esta locura, a veces. Porque sí, me cago en Dios, el que había matado a Guitou, metiéndole una bala ahí donde no hay alternativa, a ese quería cargármelo. Las cosas no iban a cambiar mucho por eso. Asesinos los habría siempre. Pero, en este momento, se me desahogaría el corazón. Quizá.

—Tendrías que llevarte este chisme —prosiguió Murad—. Tú sabrás mejor lo que hacer con él. Yo, mejor si sé que no está aquí.

—OK.

La volví a enrollar en la bolsa de plástico. Murad se levantó y dio unos pasos cortos, con las manos en los bolsillos.

—Ves, Anselme dice que, bueno, que Reduán no es malo. Pero que se puede convertir en peligroso. Que está así porque ya no sabe adonde agarrarse. Suspendió el BEP[17] y se puso a hacer chapucillas en EDF[18], un trabajo de ésos…, ¡joder!, ¿cómo los llaman?

—Precario.

—Eso, precario. Que no vas muy lejos, vaya.

—Pues no.

—Luego en un puesto de frutas, en la rue Longue. Y ahí también repartía Le 13 Sabes, el periódico gratuito. Sólo cosas de ésas. Y, entre curro y curro, pues estaba tirao en el portal, fumando, oyendo rap. ¡Se vestía a lo MC Solaar! Ahí es cuando empezó a hacer el gilipollas. Y a chutarse cada vez peor. Al principio, cuando mi madre iba a verle a Les Baumettes, la obligaba a llevarle hachís. ¡En el locutorio! Y un día se lo llevó, ¡imagínate qué pasada! Decía que, si no, cuando saliera, nos iba a matar a todos.

—¿No te quieres sentar?

—No, estoy mejor de pie —me echó una mirada—. Es duro contar cosas de Reduán. Es mi hermano, le quiero. Cuando ganaba algo de pasta, al principio de trabajar, se lo gastaba todo con nosotros. Nos llevaba al cine a Naima y a mí. Al Capitole, sabes, en La Canebière. Nos compraba palomitas. ¡Y volvíamos en taxi! Como reyes.

Hizo un chasquido con los dedos para decir eso. Con una sonrisa. Y debieron de ser estupendos aquellos momentos. Los tres chavales de paseo por La Canebière. El mayor, el pequeño y, en medio, la hermana. Orgullosos de ella, seguro.

Vivir como reyes, Manu, Ugo y yo también lo soñábamos. Hasta el culo de currar por cuatro duros y dos céntimos a la hora, mientras el cabrón se llenaba los bolsillos por detrás. A Manu, lo que le sacaba de sus casillas eran los céntimos del precio por hora. Los céntimos eran el hueso del jamón para chupar. Y yo pensaba lo mismo, yo también quería ver el jamón entero.

¿Cuántas farmacias habríamos atracado, cuántas gasolineras? No tenía ni idea. Un buen palmares. Nos lo hacíamos en plan tranqui. Primero en Marsella. Luego en el departamento. No pretendíamos batir ningún record. Nos bastaba con tener para vivir sin agobios, unos quince o veinte días. Y luego, otra vez. Por el puro placer de gastar sin mirar. De presumir. Y bien vestidos, vaya que sí. Nos hacíamos trajes a medida. ¡Y en Cirillo! Un sastre italiano de la avenue Foch. Elegir la tela, el modelo. Las pruebas, los retoques. Con la raya que caía justo donde tenía que caer en el zapato, italiano también, faltaría más. ¡Mucha clase!

Una tarde, decidimos darnos una vuelta hasta San Remo. Cuestión de aprovisionarse de ropa y zapatos. Un colega mecánico, José, un loco de los coches de carreras, nos prestó un Coupé Alpine. Asientos de cuero y salpicadero de madera. Una obra maestra. Tres días que nos quedamos. Nos dimos la vida padre. Hotel, chicas, restaurantes, discotecas y, de madrugada, fichas a mogollón en el casino.

La buena vida. La belle époque.

Hoy día las cosas habían cambiado. Pillar mil papeles en un supermercado y que no te cogieran a los tres días era toda una heroicidad. El mercado de la droga había prosperado, era más seguro y podías ganar un pastón. Hacerse camello era lo más.

Hace dos años, agarramos a uno. Bachir. Quería abrir un bar vendiendo heroína.

Se olvidó de lo del bar. Se puso a trabajar para un «supercabeza», como le llamaba él. Un supercamellazo, eso es lo que era. A partes iguales. Él era quien corría todos los riesgos. Cargar con las papelinas y así. Una noche se negó a darle las ganancias, un chantaje, para sacar setenta con treinta. Al día siguiente por la mañana, todo orgulloso, se fue a tomar el aperitivo en el Bar Des Platanes, en Le Merlán. Entró un tío y le pegó dos balazos en las piernas. Uno en cada una. Allí tuvimos que ir a buscarlo. Estaba fichado y conseguimos meterle dos años y medio. Pero no escupió nada sobre sus proveedores. No quise oírla. Me la sabía de memoria, su vida.

Murad seguía hablando. La vida de Reduán se parecía a la de Bachir y tantos otros.

—Mira, Reduán, cuando empezó con la droga, ya no nos llevó más al cine. Nos pasaba pasta, así. Quinientos, mil papeles. Una vez me compré con eso unas reebok. De puta madre. Pero, en el fondo, no me hacía mucha gracia. No era como un regalo. Saber de dónde salía la pasta me daba mal rollo. El día que lo cogieron, las tiré.

¿De qué dependía, me preguntaba yo, que en una misma familia los hijos fueran por caminos diferentes? Las chicas, lo entendía. Sus ganas de éxito eran su medio para conseguir la libertad. Para ser independientes. Para elegir libremente a su marido. Para irse algún día de las barriadas norte. Sus madres les ayudaban a conseguirlo. ¿Pero los chicos? ¿Cuándo se abrió la falla entre Murad y Reduán? ¿Cómo? ¿Por qué? La vida estaba llena de preguntas así, sin respuesta. Y ahí donde no había respuestas era justamente donde alguna vez se colaba un pequeño atisbo de felicidad. Como un corte de mangas a las estadísticas.

—¿Qué pasó para que cambiara así?

—La cárcel. Al principio iba de cabecilla. Se pegaba con otros. Decía: «Hay que ser un hombre. Si no eres un hombre, estás jodido. Se te suben a la chepa. Son unos perros». Luego conoció a Said. Un visitador.

Había oído hablar de él, de Said. Un antiguo recluso que se había hecho predicador. Predicador islamista del Tabligh, un movimiento de origen pakistaní que recluta personal básicamente de barrios pobres.

—Ya sé quién es.

—Bueno, pues desde ese día ya no nos quiso ver Nos escribió una cosa de alucinar. Algo así como… —pensó un poco, buscando las palabras más exactas posibles—, «Said es como un ángel que ha venido hasta mí». O cosas como «Su voz es dulce como la miel y sabia como la del profeta». Said le había hecho ver la luz, eso nos escribió mi hermano. Se puso a estudiar árabe y a leer el Corán. Y ya no dio a nadie más por culo en la trena.

»Cuando salió, con reducción de condena por buena conducta, estaba cambiado. Ni bebía, ni fumaba. Se había dejao una perilla y no se hablaba con los que no iban a la mezquita. Se pasaba días enteros leyendo el Corán. Lo recitaba en alto, como si se aprendiera las frases de memoria. A Naima le hablaba de pudor y de dignidad. Cuando íbamos a ver al abuelo, le hacía la reverencia, con ritos sagrados. Que a mi abuelo le daban risa, ¡porque hace la tira que no va a la mezquita! Ves, hasta intentaba perder el acento… En la cité no lo reconocía nadie.

»Un día vinieron a verle unos tíos. Unos barbudos con chilaba y cochazo. Reduán se iba con ellos y volvía por la noche. Luego, otros tíos que llevaban el abaya blanca y el turbante. Una mañana cogió sus cosas y se largó. Para seguir la doctrina de Mohamed, les dijo a mi padre y a mi madre. A mí, me confesó, y de eso me acuerdo de memoria, “que se iba en busca de un fusil para liberar a nuestro país”. “Cuando vuelva”, dijo además, “te llevaré conmigo”.

»Estuvo fuera más de tres meses. A la vuelta aún había cambiado más. Pero me dejó tranquilo. Sólo me decía haz esto o no hagas aquello. Y también: “No quiero saber nada más de Francia, Murad. Son unos maricones. ¡Métete esto en el coco! Pronto, ya lo verás, estarás orgulloso de tu hermano. Va hacer cosas que hablarán de él. Grandes cosas. Inshá Allah”.

Me podía imaginar adonde se había ido Reduán.

Entre todo el papelamen de Serge, había un gran dossier sobre los «peregrinajes» que el Tabligh —pero no era el único— organizaba para sus nuevos fichajes. Paquistán sobre todo, pero también Arabia Saudí, Siria, Egipto… Con visitas a los centros islamistas, estudio del Corán y, lo más importante, iniciación a la lucha armada. Esto último en Afganistán.

—¿Sabes adónde se marchó esos tres meses?

—A Bosnia.

—¡A Bosnia!

—Con una asociación humanitaria, Merhamet. Reduán se juntó con la asociación islámica de Francia. Ahí defienden a los bosnios. Son musulmanes, sabes. Que están en guerra para salvar la cosa, contra los serbios y contra los croatas también. Eso me ha contao Reduán. Al principio. Porque luego ya ni me dirigía la palabra. No le parecía más que un puto crío. Nunca me enteré de nada más. Ni de la gente que lo venía a ver. Ni de lo que se dedicaba a hacer a diario. Ni del dinero que traía a casa cada semana. Lo único que sé es que un día se fueron, él y otros, a pegar a los camellos del Plan D’aou. Camellos de caballo. No de hachís. Unos colegas míos le vieron y me enteré.

Oímos abrirse la puerta de la calle, luego unas voces. Murad saltó rápido hasta el comedor para bloquearle el acceso al pasillo.

—¡Apártate, chaval, que tengo prisa!

Salí de la habitación, con la bolsa de plástico en la mano. Detrás de Reduán, otro joven.

—¡Hostias, nos largamos! —gritó Reduán.

No hubiera servido de nada correr detrás de ellos.

Murad estaba temblando de arriba abajo.

—El otro es Naser. Es que llevaba el BMW No lo sabe sólo Anselme. Todos lo sabemos. Lo hemos visto dar vueltas por aquí con el coche.

Y se echó a llorar. Como un niño. Me acerqué a él y le abracé. Me llegaba a la altura del pecho. Su llanto aumentó.

—No pasa nada. No pasa nada.

Lo único que pasaba es que había demasiada mierda en este mundo.