Donde en la noche te cruzas con buques fantasma
Me miraron los tres en silencio. Mi mirada los fue recorriendo de uno en uno.
¿Dónde podía estar Naima? ¿Y Pavie?
Las dos habían visto la muerte en directo, la muerte de verdad, sin pantalla, y las dos se habían fugado. Desaparecidas. Volatilizadas.
Al abuelo empezaban a cerrársele los párpados. Los calmantes cumplirían con su misión enseguida. Estaba luchando contra el sueño. No obstante, fue él quien trató de volver a hablar el primero. Por necesidad, y para poder dormir al fin.
—Creía que era un amigo de Reduán el que me ha hablado por la ventana. Quería ver a Naima. Le he dicho que no había vuelto todavía. Me ha preguntao que si podía esperarla dentro conmigo, que no tenía prisa. No parecía… Daba buena impresión. Bien vestido, de traje y corbata. Y le he abierto.
—¿Tiene amigos así Reduán?
—Un día vino a verme con dos personas así de bien arregladas. Más mayores que él. Uno de ellos creo que tiene un concesionario de coches. El otro, una tienda por la place d’Aix. Se pusieron de rodillas delante de mí. Me besaron la mano. Querían que participara en una reunión religiosa. Para hablar a jóvenes de los nuestros. Me dijeron que era idea de Reduán. Me escucharían si hablaba de religión. Yo había combatido por Francia. Era un héroe. Así que podía explicárselo a los jóvenes, que Francia no era la salvación. Que les quita todo el respeto. Con las drogas, el alcohol y esas cosas… Y también con esa música que escuchan todos ahora…
—El rap —precisó Murad.
—Sí, verdá que mete mucho ruido esa música. ¿A usted le gusta?
—No es lo que más me interesa, pero es como los vaqueros, se te pega a la piel.
—Bueno, eso, deben de ser cosas de su edad… En mis tiempos…
—Él —le dijo Murad señalándome— escucha cosas árabes antiguas. ¿Cómo se llama el cantante ese?
—Lili Boniche.
—¡Uy! —el abuelo sonrió y se quedó pensativo. Perdido sin duda en los buenos tiempos. Volvió a mirarme—. ¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Para los amigos de Reduán, había que salvar a nuestros hijos. Era hora de que nuestros jóvenes volvieran a Dios. Que volvieran a aprender nuestros valores. La tradición. El respeto. Por eso me solicitaban.
—No hay que meterse con Reduán porque se haya vuelto hacia Dios —interrumpió la madre de Murad—. Ha encontrado su camino, —me miró—. Ha hecho montones de barbaridades antes. Así que… Mejor que esté rezando que por ahí con cualquier cabeza hueca.
—Yo no pienso igual —contestó el abuelo—. Y lo sabes muy bien. Hay que acabar con los excesos. Demasiado alcohol o demasiada religión, tanto da. Te vuelve enfermo. ¡Y suelen ser quienes han cometido las peores cosas los que normalmente quieren imponer su manera de ver! De vivir. No lo estoy diciendo por Reduán. Aunque… la verdad es que últimamente…
»En nuestro país, a tu hija, Reduán la mataría. Así están las cosas ahora. Lo he leído en el periódico. En cuanto se ponen a cantar, las violan. En cuanto las ven contentas. No digo yo que él fuera a hacer exactamente eso, pero los otros… Eso no es el islam. Y Naima es una buena chica. Como éste —añadió señalando a Murad—. Yo jamás he hecho nada malo contra Dios. Lo que digo es que no se hace uno la vida con la religión, sino con el corazón —volvió la mirada hacia mí—. Eso es lo que les dije a esos señores. Y se lo he vuelto a decir a Reduán esta mañana cuando vino.
—No le he contado la verdad cuando ha venido usted antes —prosiguió la madre de Murad—. Reduán, por la noche, me dijo que no me metiera en esas historias. Que la educación de su hermana era cosa de hombres. Era asunto suyo. Mi hija, se da usted cuenta…
—La ha amenazado —dijo Murad.
—Tenía miedo por Naima, sobre todo. Reduán se marchó como un loco, muy pronto. Quería volverla a traer a casa. Esta historia con ese chaval, es como si hubiera hecho desbordar la cosa. Reduán dijo que ya valía. Que le daba vergüenza, su hermana. Que se merecía un buen castigo. ¡Ay, y yo que sé qué más!
Se puso la cabeza entre las manos. Aturdida. Rota entre su papel de madre y su educación de obediencia a los hombres.
—¿Y qué pasó con Reduán? —pregunté al abuelo.
—Nada. Esta noche Naima no durmió aquí. Yo estaba preocupado. Era la primera vez que lo hacía. No decirme nada y tenerme sin saber nada. El viernes, sabía que se iba a pasar el fin de semana a casa de unos amigos. Hasta me había dejado el teléfono para localizarla si pasaba algo. Siempre he confiado en ella.
—¿Adónde se ha ido? ¿Tiene usted alguna idea?
Yo sí que tenía una, pero necesitaba oírla decir con otra voz.
—Ha llamado esta mañana. Que no me preocupara. Que se había quedado en Aix, en casa de un antiguo amigo del instituto, o así. Uno que estaba con ella de vacaciones.
—¿Mathias? ¿Le suena el nombre?
—Puede ser.
—¡Mathias! —dijo Murad—. Es supersimpático. Es un vietna.
—¿Un vietna? —preguntó la madre de Murad.
Estaba desbordada. La vida de sus hijos se le había escapado por completo. Reduán, Naima. La de Murad también, quién sabe.
—Sólo de madre —precisó Murad.
—¿Tú lo conoces? —le pregunté.
—Un poco. Salieron juntos una temporada. Yo iba al cine con ellos.
—Y siempre la misma historia —continuó el abuelo—. Que si estaba muy preocupada. Que por eso no estaba en lo que hacía. Que tenía que entenderla —permaneció pensativo unos segundos—. Cómo iba yo a saber. Semejante drama. ¿Por qué…? ¿Por qué lo han matao a ese chaval?
—Lo ignoro. Naima es la única que nos puede contar lo que pasó.
—Qué desgracia, la vida.
—¿Y con Reduán esta mañana?
—Le he dicho que su hermana se había ido un poco antes. No se lo ha creído, claro. De todas maneras, no se hubiera creído nada. Más que lo que le interesaba creerse. Y oír. Quería entrar en la habitación de su hermana. Para asegurarse de que no estaba. O para ver si había dormido aquí. Pero no le he dejao. Le he recordao que el islam enseña a respetar a los viejos, a las personas mayores. Es la primera regla de todas.
—A pesar de todo, ha abierto usted a ese hombre.
—Creía que, hablando con él, a lo mejor hacía entrar en razón a Reduán.
—¿Le había visto usted ya con él?
—No.
—¿Era argelino?
—No. Por fuera, con las gafas negras, me pareció tunecino. No desconfié, así que…
—Pero ¿no era árabe?
—No lo sé, pero no hablaba en árabe.
—Mi padre era italiano y lo tomaban por tunecino, cuando era joven.
—Sí, a lo mejor era italiano. Pero de abajo. De por Nápoles. O siciliano. Puede ser.
—¿Cómo era físicamente?
—De su edad, más o menos. Guapo. Un poco más bajó que usted y más ancho. Gordo no, pero más fuerte. Con las sienes canosas. Y un bigote mitad mitad. Y… con ese anillo gordo de oro.
—Entonces, seguro que era italiano —dije sonriendo—. O corso.
—No, corso no. El otro sí. El que se me ha echado encima cuando he abierto. No le he visto más que la pistola, que me la ha colocao debajo de la barbilla. Me ha empujao por detrás y me he caído. Ése sí que tenía acento de Córcega. No se me podrá olvidar.
El abuelo no podía más.
—Le voy a dejar dormir. Quizás vuelva para hacerle alguna otra pregunta. Si pueden ser de utilidad. No se preocupe. Todo se solucionará.
Puso una sonrisa feliz. Era lo único que necesitaba en este momento, que lo tranquilizaran un poco. Y la seguridad de que a Naima no le iba a pasar nada. Murad se agachó y le dio un beso en la frente.
—Me quedo contigo.
Al final fue la madre de Murad la que se quedó a cuidar al abuelo. Seguramente esperaba que Naima volviera. Pero, sobre todo, no tenía ganas de encontrarse cara a cara con Reduán, me confió Murad a la vuelta.
—Se ha vuelto loco. Obliga a mi madre a ponerse el velo delante de él. Y en la mesa tiene que servir con la mirada hacia abajo. Mi padre no dice nada, dice que ya se le pasará.
—¿Desde cuándo está así?
—Desde hace un año y pico. Desde que salió de la trena.
—¿Cuánto le metieron?
—Dos años. Ha atracao una tienda de sonido en Les Chartreux. Con dos colegas suyos. Iban chutaos a tope.
—¿Y tú qué?
—Yo soy del equipo de Anselme, si es lo que le interesa. Baloncesto. Ni fumamos, ni bebemos. Son las reglas. Ninguno del equipo. Si no, Anselme nos echa. Voy a su casa a veces. A comer, a dormir. Está guay.
Se perdió en el silencio. Las barriadas norte, con sus miles de ventanas iluminadas, parecían barcos. Barcos perdidos. Buques fantasma. Era de todas la peor hora. La hora en que vuelves a casa. La hora en que, en los bloques de hormigón, uno sabe que está lejos de todo. Y olvidado.
Mis pensamientos estaban manga por hombro. Tenía que asimilar todo lo que acababa de oír, pero me sentía incapaz. Lo que más me preocupaba eran los dos tipos que iban detrás de Naima. Los que habían puesto a caldo al abuelo. ¿Eran los mismos que habían matado a Hosín y a Guitou? ¿Los mismos que me habían estado siguiendo por la noche? Un corso. ¿El chófer del Safrane? ¿Balducci? No, imposible. ¿Cómo iban a saber que yo también estaba buscando a Naima? ¿Y tan rápido? Identificarme y todo. Impensable. Los tíos de esa noche sólo podían tener que ver con lo de Serge. Era evidente. La pasma se me había llevado. Yo podía ser un amigo de Serge. Su cómplice en lo que fuera. Como de hecho creía Pertin. O sea, lógico. Podían querer matarme, o simplemente saber lo que me traía entre manos. Exacto.
En Notre-Dame Limite, pegué un frenazo que sacó a Murad de sus pensamientos. Acababa de avistar una cabina.
—Tardo dos minutos.
Marinette contestó a la segunda señal.
—Siento molestarla otra vez —dije después de haberle dicho quién era—. Pero, por casualidad, ¿no habrá visto usted esta tarde un coche algo fuera de lo normal?
—¿El de los que han atacao a Hamudi?
Iba directa al grano la Marinette. En estos barrios, igual que en las cites, se fija uno en todo. Sobre todo en un coche nuevo.
—Yo no. Llevaba los rulos y no salgo a la calle. Pero Émile, mi marido, sí. Le he contado todo lo que ha pasao, sabe, y me ha dicho que al salir había visto un cochazo. Hacia las tres. El coche bajaba la calle y él subía hacia el bar de Pascal. El bar de la esquina. Que Émile se echa la partida ahí todas las tardes. Así se entretiene el pobre. Y el coche, ¡vaya que si lo habrá mirao! De ésos no se ven todos los días. ¡Ni aquí ni en ningún lao! Ésos sólo se ven en la tele.
—¿Un coche negro?
—'Pere un momento. ¡Émile! ¿Era negro, el coche? —gritó a su marido.
Le oí contestar:
—Que sí, que era negro.
—Ya, ya lo he oído.
Claro que lo había oído. Y me habían dado escalofríos.
—Gracias, Marinette.
Y colgué mecánicamente.
Alucinado.
No entendía nada, pero ya no había ninguna duda. Eran los mismos. ¿Desde cuándo me venían siguiendo esos dos hijos de puta? Buena pregunta. Contestarla me encendería la linterna mágica. Pero desconocía la respuesta. Lo que estaba claro es que los había llevado hasta casa de los Hamudi. Ayer, antes o después de mi paso por comisaría. Por la noche no habían querido insistir, no porque se hubieran encontrado con uno más listo que ellos, sino porque estaban seguros de que no iría mucho más allá del bar de Félix. Y…, ¡joder!, ¿sabían también dónde vivía? De todas, esa pregunta la dejé de lado inmediatamente. La respuesta podía acojonarme demasiado.
Bueno, rebobinemos, me dije. Esta mañana se han plantado en La Bigotte y han esperado a que hubiera movimiento. Y Reduán se ha movido. Para ir a casa del abuelo. ¿Cómo sabían que era él? Fácil. Untas a cualquier chavalete que pase por ahí y solucionado.
—Vamos a pasar por tu casa, rápido, te coges lo que necesites para unos días y te vuelvo a llevar a casa de tu abuelo.
—¿Qué pasa?
—Prefiero que no duermas aquí. Nada más.
—¿Y Reduán?
—Le vamos a dejar una nota. Le valdría más hacer lo mismo.
—¿No me puedo ir a casa de Anselme, mejor?
—Como quieras. Pero llama a Marinette. Que tu madre sepa dónde estás.
—¿La vas a encontrar, a mi hermana?
—Me gustaría, sí.
—Pero no estás seguro, ¿eh?
¿De qué podía yo estar seguro? De nada. Había salido a buscar a Guitou como quien se va al mercado. Con las manos en los bolsillos. Sin apresurarme. Dando vueltas por acá y por allá. La única urgencia de buscarlo era la angustia de Gélou. No la de poner punto final a la aventura de los dos chavales. Y Guitou estaba muerto. Agujereado a bocajarro por unos asesinos. Por el camino me encuentro con un viejo amigo al que otros asesinos se acaban de cargar. Y con dos chavalillas fugadas. Gravemente en peligro tanto la una como la otra.
Sobre eso, no tenía ninguna duda. Y el otro chaval, también, tenía que verlo. Ponerlo a salvo.
—Te acompaño —le dije a Murad, una vez llegados a La Bigotte—. Tengo que hacer unas llamadas.
—Empezaba a estar preocupada —me dijo Honorine—. Que como no ha llamado en todo el día…
—Ya lo sé, Honorine, ya lo sé. Pero…
—Podemos hablar. Ya he leído el periódico. ¡Vamos, por Dios!
—Ah, ya.
—¿Cómo es posible un horror semejante?
—¿Dónde lo ha leído, el periódico? —pregunté yo, para no contestar su pregunta.
—En el bar de Fonfon. Fui allí para invitarle. Bueno, para el domingo. Para comer la poutargue. Se acuerda, ¿no? Me dijo que no dijera nada de lo de Guitou. Que le dejáramos hacer como cree usted. Oiga, ¿y sabe usted adónde va? ¿Eh?
Yo ya más bien no sabía nada, en realidad.
—He estado en la policía, Honorine —dije para tranquilizarla—. Y Gélou, ¿también ha leído el periódico?
—¡Hombre, pues claro que no! A mediodía no he puesto ni las noticias regionales.
—¿No está muy preocupada?
—Bueno…
—Pásamela, Honorine. Y no me espere. No sé a qué hora voy a volver.
—Yo ya he comido, pero Gélou no está.
—¡Cómo que no está! ¿Se ha marchado?
—No, no. Bueno, que no está en su casa, pero sigue en Marsella. Su… amigo la ha llamado esta tarde.
—Alexandre.
—Eso. Alex, que le dice ella. Acababa de volver a Gap, donde viven. Leyó la nota que le había dejado encima de la cama del niño. Así que, ni corto ni perezoso, ha cogido otra vez el coche y se ha vuelto a venir para Marsella. Han quedado en el centro. Hacia las cinco. Están en un hotel. Bueno, que me ha llamado para que sepamos dónde está. Hotel Alizé. ¿Está en el Vieux-Port, no?
—Sí. Encinta del New York.
Gélou podía enterarse de la muerte de Guitou nada más abrir cualquier periódico. Como me había pasado a mí. No debía de haber montones de Fabres con un hijo llamado Mathias. Y menos aún un Fabre en cuya casa hubieran matado a un chaval de dieciséis años.
La presencia de Alexandre cambiaba bastante las cosas. Yo tenía claro lo que le deseaba a ese hombre. Pero era la persona a la que Gélou amaba. Con quien quería estar. Llevaban diez años juntos. Le había ayudado a educar a Patrice y a Marc. Y a Guitou, pese a todo. Tenían su vida, y el hecho de que fueran racistas, no me daba derecho a negarlo. Gélou se apoyaba en él, y yo debía hacer lo mismo.
Tenían que enterarse de lo de Guitou.
Bueno, eso me parecía.
—Yo la llamo, Honorine. Un beso.
—¡Oiga!
—Sí.
—¿Y usted se encuentra bien?
—Sí, claro. ¿Por qué?
—Porque le conozco. Y se lo noto en la voz que no está usted muy en su salsa.
—Estoy algo nervioso, es verdad. Pero no se preocupe.
—Sí que me preocupo. Sobre todo cuando me dice usted eso.
—Un beso.
¡Ay, qué mujer! La adoraba. El día en que me muera, fijo que ahí, en el agujero, es a la que más echaré de menos. Al revés sería lo más probable, pero prefería no pensarlo.
Loubet estaba todavía en la oficina. Los Fabre habían reconocido que mintieron sobre Guitou. Pero ahora teníamos que creerles. Ignoraban todo acerca de la presencia del joven en su casa. Fue su hijo, Mathias, el que le había invitado y el que le prestó la llave. El viernes, antes de marcharse para Sanary. Se conocieron este verano. Simpatizaron. Se pasaron los teléfonos…
—Y eso. Que, cuando volvieron, Mathias no estaba con ellos. Se había quedado en Aix. Y no quisieron impresionarle con semejante drama… Mucho rollo. Pero vamos progresando.
—¿No crees que dicen la verdad?
—La jugada de «Ahora le estamos diciendo la verdad» me deja siempre perplejo. Cuando se miente una vez, es que hay gato encerrado. O no me lo han contado todo, o Mathias esconde todavía algo.
—¿Qué te lleva a decir eso?
—Pues que tu Guitou, en el estudio, no estaba solo.
—Anda —dije yo ingenuamente.
—Había un preservativo en las sábanas. Y no era de la prehistoria. El chaval estaba con una chica. Si se había fugado de casa, puede ser que fuera para estar con ella. Y esto son cosas que, seguro, sabe Mathias. Espero que me lo cuente mañana. Cuando le vea. Sintiéndose observado, delante de un poli, a un chaval no le dura mucho la chulería. Y la chica, me gustaría saber quién es. Porque cosas, tendrá unas cuantas que contar, ¿no crees?
—Sí, sí…
—Pero imagínate, Móntale. Están en la cama los dos. Y la chica, luego, ¿te la imaginas marchándose a su casa a las dos o las tres de la mañana, sola? Yo no.
—A lo mejor tenía una mobylette.
—¡Sí, hombre! ¿Y qué más?
—Vale, vale, tienes razón.
—Lo mismo… —siguió diciendo.
No le dejé acabar. Ahí sí. Lo veía venir. Iba, de verdad a hacerme el tonto.
—Podía estar todavía escondida en algún sitio, por ahí en la casa. Eso ibas a decir, ¿no?
—Sí, o algo parecido.
—Un poco traído por los pelos, ¿no crees? Los tíos se cargan a Draui. Luego a un chaval. Se habrán asegurado de que no había nadie más.
—Por muy profesional del crimen que sea uno, Móntale, siempre hay noches de gilipollez. Y ésta era una de ellas. Pensaban liquidar a Hosín Draui, tranquilitos. Y se encuentran con un hueso. Guitou. Qué coño hacía en pelotas en el pasillo, vete tú a saber. El ruido, seguramente. Se debió de asustar. Y todo fue en cadena.
—Mmm —hice, como si estuviera reflexionando—. ¿Quieres que le haga alguna pregunta a mi prima, sobre Guitou? ¿Y sobre una posible pibita en Marsella? Una madre sabe esas cosas.
—Sabes, Móntale, me extraña mucho que no lo hayas hecho aún. Yo, en tu lugar, habría empezado por ahí. Un chaval, cuando se fuga, a menudo tiene a una chica detrás. En efecto, mi buen amigo. Estas cosas se saben, ¿no? ¿O se te ha olvidado que eras poli? —respondí con un silencio.
Él siguió:
—No veo todavía de qué hilo has estado tirando para seguirle la pista a Guitou.
¡Móntale en el papel del tonto del pueblo!
Ése es el problema cuando se miente. Que, o se coge el toro por los cuernos y se dice la verdad, o uno persiste antes de encontrar la solución. Mi solución era poner a Naima y a Mathias a salvo. Esconderlos. Ya había pensado algo acerca del lugar. Hasta que se hiciera un poco de luz en toda esta historia. Confiaba en Loubet, pero no en toda la policía. La pasma y la mafia se habían codeado demasiado. Aunque dijeran lo contrario, los telefonazos entre ellos seguían funcionando.
—¿Quieres interrogar a Gélou? —se me ocurrió para contestarle y salir del paso.
—No, no. Hazlo tú. Pero no te guardes las respuestas. Ganaré tiempo.
—OK —dije muy serio.
Luego, la cara de Guitou me vino a la mente. Su cara de ángel. Como un relámpago rojo en mis ojos. Su sangre. Su muerte me salpicaba. ¿Cómo podría yo ahora cerrar los ojos sin dejar de ver su cuerpo? Su cuerpo en el depósito de cadáveres. No era el hecho de mentir o de decir la verdad a Loubet lo que me martirizaba. Eran los asesinos. Esos dos desechos humanos. Quería que pasaran por mí. Y tener delante al que había matado a Guitou. Sí, cara a cara. Tenía odio suficiente como para disparar primero.
No tenía otra cosa en la cabeza.
Matar.
¡Chourmo!, Móntale, ¡Chourmo!
¡La vida es una galera!
—Pero ¡aún estás ahí!
—Estaba dándole vueltas.
—Evítalo, Móntale. Te entran malas ideas… Si quieres que te diga la verdad, para mí esta historia apesta. No olvides que a Hosín Draui no lo han matado por nada.
—Mira por dónde, estaba pensando en eso.
—Pues hazme caso. Evítalo. Bueno, si te necesito, estás en casa, ¿no?
—No pienso moverme. Excepto para ir a pescar, ya sabes.