Donde resulta difícil creer en las coincidencias
Tenía dos horas por delante antes de encontrarme con Murad. Sabía lo que iba a hacer. Intentar ver a Pavie. La nota que le había escrito a Serge me preocupaba. Aparentemente seguía estando pringada. El riesgo, ahora que Serge había muerto, era que se volviera a colgar de mí. Pero no podía dejarla tirada. Pavie con Arno, me lo había llegado a creer.
Decidí probar suerte en la última dirección que tenía de ella. En la rue des Mauvestis, al otro lado de Le Panier. A lo mejor me puede aclarar algo sobre las actividades de Serge. Si había sabido dar con él, quería decir que todavía estaban en contacto.
Le Panier parecía una enorme obra. La rehabilitación estaba en su punto culminante. Cualquiera podía comprarse aquí una casa por cuatro duros y, además, reformarla a golpe de créditos especiales del municipio. Se estaban tirando casas, incluso manzanas enteras para crear bellas plazuelas, y dar luminosidad a este barrio que había vivido siempre a la sombra de callejuelas estrechas.
Los amarillos y ocres empezaban a dominar. Marsella italiana. Con los mismos olores, las mismas risas, el mismo vocerío que en las calles de Nápoles, de Palermo o de Roma. El mismo fatalismo ante la vida, también. Le Panier seguiría siendo Le Panier. No se podía alterar su historia. No más que la de la propia ciudad. En todas las épocas, la gente había aterrizado por aquí sin un duro en el bolsillo. Era el barrio del exilio. De los inmigrantes, de los perseguidos, de los sin techo y de los marineros. Un barrio de pobres. Como Les Grands-Carmes o el cours Belsunce, y las calles que suben suavemente hacia la gare Saint-Charles.
La rehabilitación pretendía borrar la mala reputación que tenían esas calles. Pero los marselleses no venían a pasearse por esta zona. Ni siquiera los que habían nacido aquí. En el momento en que se vieron con un poco de pasta, se pasaron «al otro lado» del Vieux Port. Hacia Endoume y Vauban. Hacia Castellane, Baille, Lodi. O incluso más lejos, hacia Saint-Tronc, Sainte-Marguerite, Le Cabot, La Valbarelle. Y si se aventuraban a veces a cruzar La Canebière, era para ir al centro comercial La Bourse, no más allá. Más allá no era su ciudad.
Yo crecí en aquellas calles donde Gélou era «la más bella del barrio». Con Manu y Ugo. Y Lole que, aunque más joven que nosotros, se convirtió rápidamente en la princesa de nuestros sueños. Mi corazón se quedaba de ese lado de Marsella. En «ese caldero en el que se cuece la más sorprendente salsa de la existencia», como decía Gabriel Audisio, amigo de Brauquier. Y nada cambiaría. Yo pertenecía al exilio. Las tres cuartas partes de los habitantes de esta ciudad podían decir lo mismo. Pero no lo decían. No suficientemente para mi gusto. Sin embargo, ser marsellés era eso.
«Si se tiene corazón», me explicó un día mi padre, «uno no tiene nada que perder, vaya adonde vaya. Sólo puedes encontrar». Él había encontrado Marsella, como un golpe de suerte. Y nos paseábamos por el puerto, felices. En medio de otros hombres que hablaban de Yokohama, de Shangai o de Diego Suárez. Mi madre lo cogía del brazo y él me daba la mano. Todavía llevaba pantalones cortos y en la cabeza una gorra de pescador. Era a comienzos de los años sesenta. Los años felices. Por la noche todo el mundo se encontraba allí, dando vueltas por el muelle. Con un helado de pistacho. O un paquete de almendras o de cacahuetes salados. O también, felicidad extrema, un cucurucho de azufaifas.
Incluso después, cuando la vida se puso más dura y tuvo que vender su estupendo Dauphine, siguió pensando de la misma manera. ¿Cuántas veces no habré dudado de él? De su mentalidad de inmigrante. Estrecha, sin ambición, creía yo. Más tarde, leí Los hermanos Karamazov de Dostoievski. Hacia el final de la novela, Aliocha decía a Kasotkin: «Sabes. Kolia, en el futuro puede que seas muy desgraciado. Pero bendice la vida en su conjunto». Palabras que ahora resonaban en mi corazón con el mismo tono de mi padre. Pero era demasiado tarde para decirle gracias.
Estaba con los dedos agarrados a la verja que cercaba la obra, delante de La Vieille Charité. Un gran agujero, en el emplazamiento de la rue des Pistoles y de la rue Rodillat. Habían proyectado un aparcamiento subterráneo, pero, como de costumbre, en cuanto se excava un poco te topas con restos de la antigua Focea. Ahí nos encontrábamos en el centro de la ciudad amurallada. Los griegos construyeron tres templos encima de cada una de las colinas. La de Les Moulins, la de Les Carmes y la de Saint-Laurent. Con un teatro justo al lado del último y un ágora en el lugar de la actual place de Lenche.
Al menos eso era lo que afirmaba Hosín Draui en el resumen de su intervención en el coloquio sobre Marsella, que Le Provençal reprodujo junto a la entrevista de Adrien Fabre. Para sostener esto Darui se apoyaba en escritos antiguos, especialmente de Estrabón, un geógrafo griego. Pues la mayoría de los restos de estos monumentos no se habían descubierto. Pero, comentaba el periódico, las excavaciones en la place Jules Verne, cerca del Vieux-Port, parecían confirmar sus teorías. Desde ahí hasta La Vieille Charité, era un sorprendente barrido por casi un milenio. Subrayaba la excepcional influencia de Massilia y, sobre todo, ponía en entredicho la idea de su decadencia después de la conquista de César. El aparcamiento se había modificado de inmediato. Evidentemente, a la empresa constructora le había sentado fatal. Ya había pasado en el centro de la ciudad. En el centro comercial La Bourse, la negociación fue dura, y larga. Las murallas de Massilia emergían por primera vez. El inmundo búnker de hormigón se acabó imponiendo, como contrapartida a la protección de «un jardín de restos históricos». En la place du Général De Gaulle, a dos pasos del Vieux-Port, nada ni nadie pudo impedir que se levantara el aparcamiento. Aquí, delante de La Vieille Chanté, hubo que echar un pulso.
Cuatro jóvenes arqueólogos, tres chicos y una chica, se atareaban en el agujero. Sin premura. Algunas viejas piedras habían sido separadas de la tierra amarillenta, como la muralla de la ciudad de nuestros orígenes. De hecho, ya no llevaban ni picos ni palas. Se limitaban a levantar planos, a situar cada piedra. Estaba dispuesto a jugarme mi bonita camisa de topos a que aquí el hormigón sería de nuevo el gran triunfador. Como en otras ocasiones, una vez terminado el levantamiento de los planos, «datarían» su paso por allí con una lata de Coca-Cola o de Kronenbourg. Estaría todo perdido, excepto la memoria. Para los marselleses sería suficiente. Todos saben lo que hay bajo sus pies, y la historia de su ciudad la llevan en el corazón. Es su secreto, que ningún turista podrá jamás robarles.
Lole también había vivido aquí, hasta que se vino a vivir conmigo. En el lateral de la rue des Pistoles que no había sido derruido. La fachada de su casa estaba tan hecha polvo como siempre. Cubierta de pintadas hasta el primer piso. El edificio parecía abandonado. Todas las contraventanas estaban cerradas. Y fue al levantar la mirada hacia esas ventanas cuando me quedé colgado viendo el cartel de la obra del aparcamiento. Sobre todo de un nombre. El del arquitecto. Adrien Fabre.
Una casualidad, me dije.
Pero yo no creía en las casualidades. Ni en el azar. Ni en ese tipo de rollos. Cuando uno hace algo, tiene un sentido, un motivo. ¿De qué podían hablar el arquitecto del aparcamiento y el enamorado del patrimonio marsellés?, me preguntaba yo conforme subía la rue du Petit-Puits. ¿Se llevaban tan bien como afirmaba Fabre?
Se había abierto el grifo de las preguntas. La última de todas era ineluctable: ¿era posible que Fabre hubiera matado a Hosín Draui y luego a Guitou, precisamente porque podía haberle identificado? Cuadraba. Y confirmaba mi impresión de que Fabre ignoraba la presencia del chaval en su casa. No obstante, si no lo conocía, me resultaba imposible imaginar que hubiera matado a Hosín y luego a Guitou. No, eso no cuadraba. Ya debía de ser difícil apretar una vez el gatillo de una pistola, pero disparar otra, y a bocajarro, a un chavalillo, eso era otra historia. Una historia de asesinos. De asesinos auténticos.
De todas maneras, para atracar la casa debían de ser a la fuerza varios. Era evidente. Fabre no habría hecho más que abrirles la puerta. Era lo mejor. Pero tenía una coartada sólida, que Cûc y Mathias confirmarían. Estaban juntos en Sanary. Por supuesto, de noche, con un buen coche, el trayecto se hacía en menos de dos horas. Admitiendo esto, ¿qué motivo tenía Fabre para hacerlo? Buena pregunta. Pero no me veía formulándosela de un modo tan directo. Ni ninguna otra, por cierto. De momento.
El nombre de Pavie todavía figuraba en el buzón. La finca era tan vetusta como aquella en la que había vivido Lole. Las paredes estaban desconchadas y sucias, y olía a meada de gato. Llamé a la puerta en el primer piso. No hubo respuesta. Llamé de nuevo, gritando:
—¡Pavie!
Giré el pomo. Se abrió la puerta. Olía a barrita de incienso. No se filtraba nada de luz del exterior. Oscuridad absoluta.
—Pavie —dije más bajito.
Encontré el interruptor, pero no se encendió ninguna luz. Distinguí una vela encima de la mesa, la encendí y la levanté a la altura de los ojos. Me tranquilicé. Pavie no estaba. Por un momento me había imaginado lo peor. Había unas diez velas repartidas por la única habitación que tenía su casa. La cama, directamente en el suelo, estaba hecha. No había platos sin fregar ni en la pila ni en la mesita junto a la ventana. Incluso todo estaba muy limpio. Este detalle acabó tranquilizándome. Pavie podía estar mal pero, al parecer, iba aguantando el tipo. Orden y limpieza, para una ex drogadicta, eran un buen síntoma.
No era más que palabrería. Yo lo sabía. Buenos sentimientos. Cuando uno ha estado enganchado, los momentos de depresión son frecuentes. Peor, o casi, que antes. Pavie se desenganchó por primera vez cuando conoció a Arno. Con Arno se colgó. Fue detrás de él. Durante meses. Se plantaba allí donde estuviera. Ni en Le Balto se podía beber una caña tranquilo. Una noche estaba en una mesa toda la pandilla. Y allí estaba ella, pegada. Él se bebió la copa y le dijo:
—Yo no me tiraría a una tipa que se chuta ni con condón.
—Ayúdame.
Es todo lo que supo contestar. No había nadie más que ellos dos en el mundo. Los demás no existían.
—¿Quieres? —preguntó él.
—Te deseo. Eso es lo que quiero.
—Vale.
La cogió de la mano y se la llevó del bar. Se la llevó a su casa, detrás de la chatarra de Saadna, y la encerró. Un mes. Dos meses. No hacía más que cuidarla, lo dejó todo, hasta las motos. No la dejaba ni a sol ni a sombra. La llevaba todos los días a las calas de la Cote Bleue. Carry, Carro, Ensues, La Redonne. La obligaba a pasear de una cala a otra, a nadar. Quería mucho a su Pavie. Como no la había querido nadie.
Después recayó. Después de su muerte. Porque, de todas formas, menuda mierda la vida.
Serge y yo nos la habíamos encontrado en el Balto. Con un café. Llevábamos quince días sin poder echarle el guante. Un chaval nos había chivao: «Se dedica a follar en los sótanos con cualquiera por unos pocos papeles». No le llegaba ni para un mal chute.
En el Balto, ese día, en cierto modo nos esperaba. Como una esperanza. La última. Último sobresalto antes del chapuzón. En dos semanas había envejecido por lo menos veinte años. Estaba mirando la tele. Tirada en la mesa. Las mejillas sin vida. La mirada anodina. El pelo aplastado. La ropa guarra.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté a lo tonto.
—Pues, ya ves, viendo la tele. A ver si salen las noticias. Que dicen que se ha muerto el papa.
—Te hemos buscado por todas partes —dijo Serge.
—Ah sí, ¿te puedo pillar el azucarillo? —preguntó ella cuando Rico, el dueño, le trajo un café a Serge—. No sois muy linces que digamos, ¿eh? Tú, el poli, sobre todo. Lo mismo desaparecemos todos y no tenéis huevos de encontrarnos. Pero todos, ¿eh? Y me dirás que pa qué nos ibas a buscar, ¿no?
—Bueno, ¡vale ya! —le dije.
—Pues si te pagas un bocata. No me he echao nada al cuerpo desde ayer. Lo mío no es como vosotros. A mí no m’alimenta nadie como a vosotros, que os da de comer el Estado. Si no estuviéramos nosotros aquí pa portarnos mal, la ibais a palmar de hambre, tíos.
Llegó el bocata y se calló. Serge atacó.
—Te damos dos soluciones, Pavie: o te vuelves para el Édouard Toulouse, de hospital psiquiátrico, voluntariamente, o te metemos en el hospital Fabio y yo. Por motivos médicos. Ya sabes cómo funciona esto. Siempre podemos encontrar una razón u otra.
Llevábamos varios días discutiéndolo. Yo no estaba muy convencido. Pero no encontré nada mejor frente a los argumentos de Serge.
«Es el único asilo seguro, quiero decir. ¿Te das cuenta?».
Evidentemente, me daba cuenta. Y sobre todo me daba cuenta de nuestras limitaciones. Él y yo juntos no éramos Arno. No teníamos tanto amor. Ni tanta disponibilidad. Había miles de Pavies, y nosotros no éramos más que funcionarios de males menores.
Le dije amén al cura.
—He vuelto a ver a Lily —dijo Pavie con la boca llena—. Está embarazada. Se va casar. Está supercontenta —le brillaron los ojos un instante, como antes. Parecía que hiera ella la futura mamá—. Su chico es de puta madre. Tiene un Golf GTI, es muy guapo, lleva bigote, se parece a …
Estalló en lágrimas.
—Venga, tranquila —dijo Serge pasándole el brazo por los hombros—. Que estamos aquí contigo.
—Vale, os voy a hacer caso —murmuró—. Si no, sé que me va a dar algo. Y a Arno no le parecería bien, ¿a que no?
—No, no le gustaría —le dije yo.
En efecto, no eran más que palabras. Por siempre y para siempre.
Desde entonces, no dejó de pasar temporadas en el psiquiátrico. Cada vez que aparecía por el Balto con aspecto chungo, Rico nos llamaba e íbamos para allá. Habíamos quedado en eso con él. Y Pavie se había quedado con la copla. El salvavidas. No era la solución, yo lo sabía. Pero lo que se dice soluciones, no teníamos. Más que ésta. Salir chutando para la institución. Siempre.
La última vez que la vi fue hacía menos de un año. Curraba en la sección de frutas y verduras del Géant Casino, en La Valentine, en las afueras del norte. Parecía estar mejor. En forma. Le propuse ir a tomar algo al día siguiente por la noche. Aceptó de inmediato, feliz. La estuve esperando tres horas. Y no acudió. Si no quiere verte el careto, me dije, es que la cosa va bien. Pero no volví al supermercado para asegurarme. Lole había ocupado mis días y mis noches.
Con una vela en la mano, estaba revolviendo en todos los rincones de la habitación. Sentí una presencia detrás. Me di la vuelta.
—¿Qué haces aquí?
Un negrazo en el umbral de la puerta. Tipo portero de discoteca. Unos veinte añitos recién cumplidos. Me dieron ganas de decirle que había visto luz y que por eso había entrado. Pero no me parecía que fuera amigo de bromas.
—Venía a ver a Pavie.
—Y tú ¿quién eres, tío?
—Un amigo suyo. Fabio.
—En mi vida he oído hablar de ti.
—Un amigo de Serge, también.
Se tranquilizó. A lo mejor tenía alguna posibilidad de salir de allí por mi propio pie.
—El madero.
—Esperaba encontrarla —dije yo, sin darme por aludido. Para muchos, yo sería «el madero» hasta el final de mi vida.
—¿Me vuelves a cantar el nombre?
—Fabio. Fabio Móntale.
—Ah sí, Móntale. Ella te llama así. El poli o Móntale. Yo soy Randy. El vecino. Justo de encima.
Me alargó la mano. Se la di como quien va a ponerla en un torno. Cinco dedos en la trituradora.
Le expliqué rápido a Randy que tenía que hablar con Pavie. Por algo de Serge. Tenía algún problema, precisé, pero sin dar más detalles.
—No sé dónde está, tío. Esta noche no ha vuelto. Por la noche se suele pasar por nuestra casa, ahí arriba. Yo vivo con mis padres, mis dos hermanos y mi novia. Tenemos toda la planta para nosotros. Ya no queda nadie más en la finca. Pavie y la señora Gutiérrez, en el bajo. Pero ya no sale de casa. Tiene miedo de que la echen. Se quiere morir ahí, dice. Nosotros le hacemos los recados. Pavie, aunque no se quede a cenar, viene a decir buenas noches. Para que sepamos que está en casa, vaya.
—¿Y es normal que no vuelva?
—No, no es normal desde hace una temporada.
—¿Qué tal está?
Randy me miró como examinándome.
—Haciendo esfuerzos, tío. La ayudamos lo que podemos. Pero… Se ha vuelto a enganchar hace unos días, si es lo que te interesa. Ha dejao de trabajar y todo. Rose, mi chica, se quedó a dormir con ella la otra noche e hizo un poco de limpieza. Imagínate cómo estaba esto.
—Ya.
Y luego empecé a atar cabos en la cabeza. Como investigador, seguía sin valer un pimiento. Me obcecaba con la intuición, sin darme tiempo para reflexionar. En esa precipitación, me había saltado unos cuantos capítulos. La cronología, el horario. Ese tipo de cosas. El abe de un policía.
—¿Tienes teléfono?
—No. Hay uno al final de la calle. Una cabina, digo. Que funciona sin monedas. Descuelgas y ya está. ¡Hasta para los States!
—Gracias, Randy. Vendré otro día.
—¿Y si vuelve Pavie?
—Dile que no se mueva. Mejor que se quede en vuestra casa.
Pero si no me equivocaba, éste era el último sitio al que vendría Pavie. Aunque estuviera chutada hasta las cejas. La proximidad de la muerte alarga la esperanza de vida.