Donde no hay mentira inocente
En mitad de la rue Sainte-Frangoise, enfrente de Les Treize-Coins, un tal José estaba lavando el coche, un R21 con los colores del OM. Azul abajo, blanco arriba. Banderín a juego colgado en el retrovisor y bufanda de hincha en la bandeja de atrás. Música a tope. Los Gipsy Kings. «Bamboleo», «Chobí, chobá», «Amor, amor»… El super hit.
Sicard, el albañil, le había abierto la toma de agua de la calle. José tenía para él toda el agua de la ciudad a discreción. De tanto en tanto se acercaba a la mesa de Sicard y se sentaba a beberse un pastis sin quitarle los ojos de encima al coche. Como si fuera una pieza de museo. O a lo mejor estaba pensando en la titi que iba a pillarse para darle una vueltecita por Cassis. Lo que estaba claro es que José no andaba precisamente pensando en los impuestos municipales. Y hay que decir que se lo tomaba con calma.
Aquí, en el barrio, siempre se hacía igual si querías lavar el coche. Los años iban pasando, pero siempre había un Sicard dispuesto a regalarte el agua si le pagabas el pastis. Había que ser un auténtico cake de Saint-Giniez para ir al autolavado.
Y, si venía un coche por detrás, había que esperar a que José acabara. Con pasadita suave de gamuza por la carrocería incluida. Y tú cruzando los dedos para que no se le cagara una paloma encima justo en ese momento.
Si el conductor era de Le Panier, entonces se tomaría tranquilamente un aperitivo con José y Sicard, hablando de la liga de fútbol, haciendo bromas con los malos resultados del PSG[15]. Y, ojo, que eran malos siempre, aunque los parisinos estuvieran en cabeza. Si era un «turista», y después de unos cuantos bocinazos intempestivos, podían llegar a las manos. Pero no era lo normal. Cuando no eres de Le Panier, no te vienes hasta aquí a montar bronca. Te las piras y te lo tomas con resignación. Pero no llegó ningún coche y Loubet y yo pudimos comer tranquilos. Personalmente, no tenía nada contra los Gipsy Kings.
Ange nos había colocado en la terraza, con una botella de rosado del Puy-Sainte-Réparade. De menú, relleno de tomate, patatas, calabacín y cebolla. Tenía hambre, y estaba delicioso. Me encanta comer. Pero más cuando tengo problemas, y más aún cuando me codeo con la muerte. Necesito engullir alimentos, legumbres, carnes, pescados, postres o chucherías. Dejarme invadir por sus sabores. No había encontrado nada mejor para apartar la muerte. Cuidarme de ella. Buena cocina y buenos vinos. Como un arte de la supervivencia. Y hasta la fecha, no me estaba sentando muy mal.
Loubet y yo guardábamos silencio. Sólo habíamos intercambiado unas cuantas banalidades mientras picábamos un poco de embutido. Él estaba rumiando sus hipótesis. Y yo las mías. Cûc me ofreció un té. Un té negro. «Creo que puedo confiar en usted», empezó. Yo le contesté que, dadas las circunstancias, no era una cuestión de confianza, sólo de verdad. De una verdad que confesar al policía que lleva la investigación del caso. La identidad de Guitou.
—No le voy a contar mi vida —explicó ella—. Pero lo entenderá mejor cuando le haya contado ciertas cosas. Llegué a Francia a los diecisiete años. Mathias acababa de nacer. Era 1977. Mi madre decidió que era hora de marcharse. El hecho de que yo acabara de tener un hijo, quizás tuvo que ver algo en su decisión. Yo qué sé.
Me echó una mirada furtiva, cogió un paquete de Craven A y encendió un cigarro nerviosa. Su mirada se perdió en una bóveda de humo. Muy lejos. Prosiguió. Sus frases se prolongaban a veces en largos silencios. Su voz se atenuaba. Había palabras que quedaban suspendidas, en el aire, y parecía como si las echara de un manotazo, apartando el humo del cigarro. Su cuerpo permanecía inmóvil. Sólo su larga cabellera se balanceaba al compás de la cabeza, que inclinaba como en busca de algún detalle perdido.
La escuché atentamente. No podía creer que yo fuera la primera persona en su vida a la que se confiaba. Sabía que al final del relato habría un favor a cambio. Pero con esta repentina intimidad estaba intentando seducirme. Y le funcionaba.
—Volvimos, mi madre, mis tres hermanas pequeñas, el niño y yo. Mi madre tuvo muchas narices. Sabe, nosotros formábamos parte de los que llamaban repatriados. Mi familia estaba naturalizada desde 1930. De hecho, yo tengo la doble nacionalidad. Se nos consideraba franceses. Pero la llegada a Francia no tuvo nada de idílico. De Roissy, nos llevaron a un hogar de trabajadores en Sarcelles. Luego nos dijeron que nos teníamos que ir y fuimos a parar a Le Havre.
»Estuvimos viviendo allí durante cuatro años, en un pequeño apartamento de dos habitaciones. Mi madre se ocupó de nosotras hasta que pudimos arreglárnoslas solas. En Le Havre fue donde conocí a Adrien. Una casualidad. Sin él… Sabe usted, yo me dedico a la moda. Diseño colecciones y telas de inspiración oriental. El taller y la tienda están en el cours Julien. Y acabo de abrir una tienda en París, en la rue de La Roquette. Y pronto otra en Londres.
Se había vuelto a levantar para decir aquello.
La moda era la última pijería en Marsella. El ayuntamiento anterior se había cepillado una cantidad enorme de dinero en un Espacio Moda Mediterránea, en La Canebière. En los antiguos locales de las tiendasThierry. «El Beaubourg de la alta costura». Los periódicos así lo habían anunciado. Yo pisé por allí una vez por curiosidad. Porque lograba imaginar lo que se podía hacer ahí dentro. En realidad, allí no había nada. Pero, me explicaron un día, «servía para que en París tuvieran otra imagen de nosotros».
¡Para mearse de risa, de verdad! Yo pertenecía a esa raza de marselleses a los que se la pela la imagen que puedan tener en París, o donde sea, de nosotros. La imagen era lo de menos. Para Europa seguimos siendo la primera ciudad del Tercer Mundo. La más favorecida, para los que sienten alguna simpatía por Marsella.
Lo importante, para mí, es que se hicieran cosas por Marsella. No para seducir a París. Todo lo que hemos ganado, lo hemos ganado contra París. Eso es lo que siempre había afirmado la vieja burguesía marsellesa, la de los Fraissinet, los Touache, los Paquet. La que en 1870, según me contó Ange, había financiado la expedición de Garibaldi a Marsella para echar atrás la invasión prusiana. Pero, hoy día, esa burguesía ni hablaba ni actuaba. Probablemente agonizaba en las suntuosas villas del Roucas Blanc. Indiferente a lo que Europa tramaba contra la ciudad.
—¿Ah, sí? —respondí yo de modo evasivo.
Cûc, mujer de negocios. Le quitaba magia a la cosa. Sobre todo, nos llevaba a más realidad.
—No crea, estoy empezando. Sólo llevo dos años. He arrancado fuerte, pero todavía no estoy al nivel de Zazza of Marseille.
Zazza, sabía quién era. Ella también se había lanzado a la moda. Y su marca de prét-à-porter artesanal estaba empezando a dar la vueltá-al mundo. Se veía su foto en todas las revistas que «cuentan» Marsella al buen pueblo de Francia. El ejemplo del éxito. El símbolo del Mediterráneo creador. Pero quizás yo no era objetivo. Podía ser. Y no era menos cierto que en Les Goudes, en la actualidad, no había más que seis pescadores profesionales, y no muchos más en L’Estaque. Que en La Joliette los cargueros eran cada vez más escasos. Que los muelles estaban prácticamente desiertos. Que La Spezia, en Italia, y Algeciras, en España, habían visto cuadruplicar su tráfico de mercancías. De modo que, frente a este tipo de cosas, yo me preguntaba por qué un puerto no era en primer lugar utilizado y desarrollado como puerto. Así es cómo yo veía la revolución cultural en Marsella. Con los pies en el agua, para empezar.
Cûc esperaba una reacción por mi parte. No tuve ninguna. Me dedicaba a esperar. Había ido hasta allí para comprender.
—Todo esto para decirle —volvió a hablar, con seguridad esta vez, sin trompicarse ya con las palabras—, que tengo cariño por lo que he construido. Y lo que he construido es para Mathias. Toda mi vida es para él.
—¿No conoció a su padre? —la interrumpí.
Se quedó desconcertada. El pelo le volvió a caer sobre los ojos, como una pantalla.
—No…, ¿por qué?
—Guitou tampoco. Por ese lado, hasta la noche del viernes iban empatados. Y supongo que la relación de Mathias con Adrien no es muy fácil que digamos.
—¿Qué es lo que le hace pensar eso?
—Porque ayer oí una historia muy parecida. La de Guitou. Y la de un tipo que se cree que es su padre. Y la del padre al que uno idealiza. La complicidad con la madre…
—No le sigo.
—¿No? Pues está bastante claro. Su marido ignoraba que Mathias le prestaba el estudio a Guitou para el fin de semana. No es algo que suela hacer a menudo, supongo. Usted era la única que lo sabía. Y Hosín Draui, por supuesto. Que compartió su secreto. Más cómplice con usted que con su marido…
Me había pasado de la raya un poco más de la cuenta. Aplastó el cigarro con violencia y se levantó. Si hubiera podido echarme a la calle, lo habría hecho. Pero me necesitaba. Me plantó cara con el mismo aplomo que hacía un rato. Igual de tiesa. Igual de orgullosa.
—Es usted un grosero. Pero así es, en efecto. Aunque con una pequeña diferencia: Hosín Draui aceptó esa complicidad, como dice usted, únicamente por la amistad que le une a Mathias. Creía que la jovencita en cuestión, Naima, que ha venido por aquí varias veces, era la amiga de Mathias, su novia, quiero decir. Ignoraba que iba a estar el otro chaval.
—Vale, de acuerdo. No estaba usted obligada a contarme su vida para decirme simplemente eso.
—No ha entendido usted nada.
—No quiero entender nada.
Sonrió por primera vez. Y le quedaba de maravilla.
—¡Parece una frase de Bogart!
—Gracias. Pero eso no me dice lo que piensa usted hacer a partir de ahora.
—¿Qué haría usted en mi lugar?
—Llamaría a su marido. Luego a la policía. Ya se lo he dicho hace un rato. Cuéntele la verdad a su marido, encuentren una mentira plausible para la policía.
—¿Se le ocurre a usted alguna?
—Cientos. Pero yo no sé mentir.
No vi venir el bofetón. Me lo había merecido. ¿Por qué le había dicho eso? Había demasiada electricidad entre ella y yo. Seguro. Nos íbamos a electrocutar. Y no quería. Había que cortar la corriente.
—Lo siento.
—Le doy dos horas. Después, el comisario Loubet llamará a su puerta —me fui a mi cita con Loubet. Fuera, lejos de su atracción, recuperé el control. Cûc era un enigma. Su historia escondía otra. Lo presentía. Uno no miente inocentemente.
Mi mirada se encontró con la de Loubet. Me estaba observando.
—¿A ti qué te parece esta historia?
—Nada. Tú eres el poli, Loubet. Tú tienes todas las cartas, no yo.
—No me toques los cojones, Móntale. Tú siempre has tenido un punto de vista, incluso con los bolsillos vacíos. Y con esta historia, sé que estás dándole vueltas.
—Pues así, por olfato, creo que no hay relación entre el asesinato de Hosín Draui y el de Guitou. No los han matado de la misma manera. Creo que Guitou estaba ahí en el momento equivocado, y ya está. Que matarlo era imprescindible, pero que han cometido un error.
—Tú no crees que sea el típico atraco que acaba mal.
—Siempre hay excepciones.
Sonrió.
—Yo también lo veo como tú.
Dos rastas cruzaron por la terraza dejando olor a hachís. Uno de ellos había trabajado últimamente en una película, pero «no era para tirarse de los pelos», como dicen por aquí. Entraron en el bar y se sentaron en la barra. El olor a hachís me hizo cosquillas en la nariz. Hacía años que no me fumaba un canuto. Pero echaba de menos el olor. A veces buscaba ese olor fumándome un camel.
—¿Qué tienes sobre Hosín Draui?
—Todo lo que me haría pensar que los de las barbas han venido hasta aquí sólo para liquidarlo. Para empezar, era íntimo de Asedín Medyubi, el dramaturgo al que asesinaron hace poco. Luego, durante varios años, fue miembro del PAGS, el Partido de la Vanguardia Socialista. Actualmente era, sobre todo, un militante activo de la FAIS. La federación de los artistas, intelectuales y científicos argelinos. Su nombre figura entre los componentes del grupo de coordinadores de un encuentro de la FAIS que tendrá lugar en Toulouse dentro de un mes.
»Para mí, un tipo valiente, este Draui. Vino a Francia por primera vez en 1990. Se quedó aquí un año, yendo y viniendo varias veces. Volvió en 1994, tras haber sido apuñalado en una comisaría de Argelia. Desde hacía algún tiempo, su nombre estaba en el pelotón de tipos que había que eliminar. Su casa era vigilada las veinticuatro horas por el ejército. Cuando llegó a Francia, vivió una temporada en Lille, luego en París con visados de turista. Más tarde se hicieron cargo de él los de los comités de apoyo a intelectuales argelinos en Marsella.
—Y ahí es donde conoce a Adrien Fabre.
—Se conocieron ya en 1990, en un coloquio sobre Marsella.
—Es verdad, hacían alusión a eso en el periódico.
—Simpatizaron el uno con el otro. Fabre milita hace años en Derechos Humanos. Esto también habrá influido.
—No lo creía militante.
—Sólo en Derechos Humanos. No se le conocen otros compromisos políticos. Nunca los tuvo. Excepto en 1968. Estaba en el movimiento del 22 de marzo. Algún adoquín tiraría a la policía. Como buen estudiante de aquella época.
Me quedé mirándole. Hizo una tesina de derecho. Soñaba con ser abogado. Acabó siendo poli. «Cogí lo que más futuro tenía en la administración», bromeó un día. Pero, por supuesto, no le hice caso.
—¿Estuviste en las barricadas?
—Lo que hice sobre todo fue acostarme con muchas chicas —dijo sonriendo—. ¿Y tú?
—Nunca fui estudiante.
—¿Dónde estabas en el 68?
—En Yibuti, en el ejército colonial… De todas maneras, aquello no era para nosotros.
—¿Quieres decir para ti, Ugo y Manu?
—Quiero decir que no hay una revolución viva, que se pueda señalar con el dedo, como un ejemplo. No sabíamos gran cosa, pero eso sí que lo sabíamos. Bajo los adoquines nunca estuvo la playa, sino el poder. Los más puros acaban siempre en el gobierno, y les va gustando. El poder sólo corrompe a los idealistas. Nosotros éramos unos delincuentillos. Nos gustaba el dinero fácil, las chicas, los coches. Oíamos a Coltrane. Leíamos poesía. Y cruzábamos el puerto a nado. Darnos gustito y presumir. No le pedíamos mucho más a la vida. No le hacíamos daño a nadie y nos sentaba bien.
—Y te hiciste poli.
—No me he dado mucha elección en mi vida. Creí en ello. Y no me arrepiento de nada. Pero tú lo sabes… No tenía mentalidad de eso.
Guardamos silencio hasta que Ange nos trajo los cafés. Los dos rastas se sentaron en la terraza y se pusieron a mirar cómo José terminaba de lavar el coche… Como si vieran a un marciano, pero con una pizca de admiración. El albañil miró la hora:
—¡Oye, José! ¡Qué ya he acabao el trabajo, voy a tener que cortar el agua, eh!
—Qué bien se está aquí —dijo Loubet estirando las piernas.
Se encendió un purito y aspiró el humo con placer. Me caía bien Loubet. No era un tipo fácil, pero con él nunca había malos rollos. Además, le encantaba comer bien, y para mí eso era esencial. No me fío nada de los que comen poco y de cualquier manera. Ardía en deseos de interrogarle acerca de Cûc. De saber lo que sabía. No hice ningún movimiento. Hacerle una pregunta a Loubet era como un bumerán, se te incrustaba otra vez en plena cara.
—No habías terminado con lo de Fabre.
—Pff… De familia burguesa. Empezó joven. Hoy es uno de los arquitectos más solicitados en Marsella y en toda la costa. Sobre todo en el Var. Tiene un estudio muy potente. Está especializado en grandes obras. Privadas y públicas. Lo llaman muchos políticos.
Lo que me dijo después sobre Cûc no me descubrió nada. ¿Qué más querría yo saber? Especialmente detalles. Sólo para hacerme una idea más precisa. Una descripción fría. Sin carga emocional. No había dejado de pensar en ella durante toda la comida. No me gustaba nada sentirme bajo la influencia de alguien.
—Una bella mujer —precisó Loubet.
Luego me miró con una sonrisa que no tenía nada de inocente. ¿Sabría que ya había estado con ella?
—Ah, sí —respondí con tono evasivo.
—Tengo un favor que pedirte, Móntale.
—Dime.
—La identidad de Guitou nos la guardamos para nosotros. Unos días.
No me sorprendió. Al ser Guitou un error de los asesinos, constituía una de las claves de la investigación. En cuanto fuera identificado oficialmente, la cosa empezaría a moverse. Por parte de los hijos de puta que habían hecho aquello. Evidentemente.
—¿Y qué le cuento a mi prima?
—Es tu familia. Sabrás hacerlo.
—Eso se dice muy fácil.
En realidad, a mí también me venía bien. Desde por la mañana no paraba de alejar de mi cabeza la idea de tener que enfrentarme a Gélou. Cómo reaccionaría, me lo podía imaginar. No muy agradable de ver. Y duro de vivir. Tendría, a su vez, que venir a identificar el cadáver. Habría unos cuantos formalismos. El entierro. Yo sabía que, en ese mismo momento, ella caería en otro mundo. En el del dolor. En el que uno envejece definitivamente. Gélou, mi bellísima prima.
Loubet se levantó. Apoyó la mano en mi hombro. Su apretón era firme.
—Otra cosa, Móntale. No hagas de esto un asunto personal por Guitou. Sé lo que sientes. Y te conozco bastante bien. Así que no lo olvides. Este caso lo llevo yo. Yo soy policía y tú no. Si te enteras de algo, me llamas. La cuenta la pago yo. Chao.
Lo seguí con la mirada mientras subía por la rue du Petit-Puits. Andaba con paso firme, la cabeza alta y los hombros hacia atrás. Estaba hecho a la imagen de esta ciudad.
Encendí un cigarro y cerré los ojos. Sentí inmediatamente la dulzura del sol en la cara. Qué bueno. Sólo creía en estos momentos de felicidad. En las migajas de la abundancia. No tendremos otra cosa que lo que podamos rascar de aquí y de allá. En este mundo ya no había sueños que valieran. Tampoco había esperanza. Y se podía matar a niños de dieciséis años a lo tonto y sin motivo. En las cités, a la salida de la discoteca. O hasta en una casa particular. Niños que nada sabrán de la fugaz belleza del mundo. Ni de la de las mujeres.
No, lo de Guitou no es que estuviera tomándomelo como un asunto personal. Era más que todo eso. Como una congestión. Unas ganas de llorar. Me acariciaba la cabeza. Debía de tener once o doce años. Estaba en la cama, incapaz de moverse. Sabía que iba a morir pronto. Yo creo que también lo sabía. Pero no había entendido el sentido de sus palabras. Era demasiado joven. La muerte, el sufrimiento, el dolor, no tenían realidad. Me había pasado una parte de mi vida llorando. Otra negándome a llorar. Y me había estado jodiendo por todos lados. Por el dolor, el sufrimiento. Por la muerte.
Chourmo de nacimiento, aprendí la amistad, la fidelidad en las calles de Le Panier, en los muelles de La Joliette. Y el orgullo de la palabra dada en La Digue du Large, viendo a un carguero tirar para alta mar. Valores primarios. Cosas que no se pueden explicar. Cuando alguien estaba en la mierda, uno sólo podía sentirse de su misma familia. Así de fácil. Y había demasiadas madres que se preocupaban, que sufrían en esta historia. Demasiados niños también, tristes, algo perdidos, perdidos ya. Y Guitou muerto.
Loubet lo comprendería. No me podía quedar al margen. De hecho, no me había hecho prometerle nada. Se había limitado a darme un consejo. Persuadido sin duda de que iría más allá. Con la esperanza de que yo metiera las narices ahí donde no llegara él. Me interesaba creerme eso, porque era exactamente lo que tenía intención de hacer. Meterme en esto. Sólo por ser fiel a mi juventud. Antes de ser definitivamente viejo. Porque todos envejecemos, por nuestra indiferencia, nuestras dimisiones, nuestras cobardías. Y por la desesperación de saber todo esto.
—Todos envejecemos —le dije a Ange levantándome.
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