Donde la Historia no es la única forma del destino
Se abrió la puerta y ya no supe ni qué decir. Tenía delante a una joven asiática. Vietnamita, pensé. Pero podía equivocarme. Iba descalza y vestida conforme a la tradición. Túnica de seda escarlata abotonada en el hombro que le caía hasta medio muslo sobre un pantalón corto azul noche. El pelo, negro y largo, lo llevaba recogido a un lado, ocultándole en parte el ojo derecho. Su gesto era grave y su mirada me reprochaba haber llamado a su puerta. Pertenecía sin duda a esa clase de mujeres a las que siempre se molesta, sea cual sea la hora. No obstante, eran algo más de las once.
—Quería hablar con el señor y la señora Fabre.
—Yo soy la señora Fabre. Mi marido está en el trabajo.
Me volví a quedar sin voz. No se me había pasado por la imaginación, ni siquiera un segundo, que la mujer de Adrien Fabre fuera vietnamita. Y tan joven. Debía de tener unos treinta y cinco años. Me preguntaba a qué edad había tenido a Mathias. O a lo mejor no era su madre.
—Buenos días —conseguí articular por fin, sin dejar por ello de devorarla con la mirada.
Era bastante insolente por mi parte. Pero, más aún que su belleza, me estaba afectando el encanto de esa mujer. Lo sentía en el cuerpo. Como una corriente eléctrica. Eso mismo pasa a veces en la calle. Te cruzas con la mirada de una mujer y te das la vuelta con la esperanza de volvértela a cruzar. Sin preguntarte siquiera si esa mujer es guapa, cómo es su cuerpo, cuál es su edad. Sólo es lo que ocurre en la mirada, en ese instante: un sueño, una espera, un deseo. Toda una vida, posible.
—¿Qué quería?
Apenas había movido los labios y su voz tenía el mismo tono de una puerta que te cierran en las narices. Pero la puerta siguió abierta. Con algo de nerviosismo, se echó el pelo hacia atrás, dejándome a ver su cara.
Me examinó de pies a cabeza. Pantalón de lona azul marino, camisa azul a topos blancos —regalo de Lole—, zapatillas blancas. Bien erguido en mi metro setenta y cinco y las manos en los bolsillos de una cazadora gris petróleo. A Honorine le había parecido muy elegante. No le había contado nada de lo que había leído en el periódico. Para ella y para Gélou me iba a buscar a Guitou.
Nuestras miradas se encontraron y me quedé así, con mi mirada en la suya, sin decir nada. Se le crispó la cara.
—Le escucho —dijo, muy seca.
—Tal vez podríamos hablar dentro.
—¿De qué se trata?
A pesar de la seguridad que normalmente debía de tener, estaba a la defensiva. Descubrir dos cadáveres, en tu casa, a la vuelta del fin de semana, no era lo que más predisponía a resultar acogedora. Y, aunque yo me había preocupado en lo que se refería a mi vestimenta, con mi pelo negro, algo rizado, y la piel mate, casi ceniza, tenía toda la pinta de un extranjero. Y así era de hecho.
—De Mathias —dije con la mayor dulzura posible—. Y del amiguito con el que estuvo de vacaciones este verano. Guitou. Que han encontrado muerto en su casa.
Todo su ser se encogió.
—¿Quién es usted? —balbuceó, como si las palabras le dolieran en la garganta.
—Un familiar suyo.
—Pase.
Señaló una escalera al fondo del pasillo y se apartó para dejarme pasar. Di unos pasos y me paré en el primer escalón. La piedra —piedra blanca de Lacoste— había chupado la sangre de Guitou. Una mancha oscura que cortaba el paso como un crespón negro. La piedra también estaba de luto.
—¿Es aquí? —pregunté.
—Sí —murmuró.
Me había fumado varios cigarrillos frente al mar antes de decidir moverme. Sabía lo que quería hacer y en qué orden, pero me sentía pesado. Como de plomo. Un soldadito de plomo. Que estaba esperando a que una mano lo manipulara para entrar en acción. Y esa mano era el destino. La vida, la muerte. Nadie escapaba a ese dedo que se te pone encima. Seas quien seas. Para lo mejor o para lo peor.
Lo peor era lo que mejor conocía yo.
Llamé a Loubet. Conocía sus hábitos. Era un currante y un madrugador. Eran las ocho y media y descolgó a la primera señal.
—Soy Móntale.
—¡Allí va! Un resucitado. Me alegro de oírte.
Era de los pocos que habían pagado su consumición el día de mi despedida. Aprecié el gesto. Celebrar mi dimisión revelaba, al igual que las elecciones sindicales, las rencillas dentro de la policía. Excepto que en este caso no se hacía con voto secreto.
—Tengo la respuesta a tus preguntas. Por lo del chaval de Le Panier.
—¡Qué! Pero ¿de qué estás hablando, Móntale?
—Del caso que estás llevando. Sé quién es el chaval. De dónde es y demás.
—¿Y cómo sabes todo eso?
—Es el hijo de mi prima. Se fugó de casa, el viernes.
—¿Y qué coño pintaba allí?
—Ya te contaré. ¿Podemos vernos?
—¡Ya lo creo! ¿Cuánto tardas hasta aquí?
—Nos vemos donde Ange, mejor. En LesTreize-Coins, ¿te parece?
—Vale.
—Hacia las doce y media.
—¡Las doce y media! Joder, Móntale, ¿qué coño tienes que hacer antes?
—Irme a pescar.
—Eres un puto mentiroso.
—Qué razón tienes. Hasta luego, Loubet.
Sí que pensaba irme a pescar. Pero a pescar información. Las lubinas y las doradas me esperarían para otro día. Ya estaban acostumbradas. No era un pescador de verdad. Sólo un aficionado.
Cûc —era su nombre y, en efecto, era vietnamita, de Dalat, al sur, «la única ciudad fría del país»— volvió la cara hacia mí y se le perdió la mirada otra vez bajo un mechón de pelo. No se lo retiró. Estaba acomodadada en un sofá, sentada hacia atrás con las piernas cruzadas.
—¿Quién más está al corriente?
—Nadie —mentí.
Estaba situado a contraluz, en el sofá que ella me había indicado. Por lo que podía percibir, sus ojos de jade se habían convertido en dos rajas negras y brillantes. Había recobrado seguridad. O, por lo menos, la fuerza suficiente como para mantenerme a distancia. Bajo su aparente calma, me imaginaba la energía que podía llegar a tener. Se movía como una deportista. Cûc no sólo estaba con la guardia levantada, sino que estaba dispuesta a saltar con las uñas bien afiladas. Debía de tener mucho que defender desde su llegada a Francia. Sus recuerdos, sus sueños. Su vida. Su vida de esposa de Adrien Fabre. Su vida de madre de Mathias. Su hijo. «Mi hijo, mío», como se empeñó en precisar.
Estuve en un tris de hacerle un montón de preguntas indiscretas. Pero me atuve a lo imprescindible. Quién era yo. Mi parentesco con Gélou. Y le conté la historia de Guitou y Naima. Su fuga. Marsella. Lo que había leído en el periódico y cómo había establecido la conexión.
—¿Por qué no han dicho nada a la policía?
—Nada ¿sobre qué?
—Sobre la identidad de Guitou.
—Me he enterado por usted. Nosotros no sabíamos nada.
—9 6—
No podía creelo.
—Pero Mathias… Lo conocía, y…
—Mathias no estaba con nosotros cuando volvimos el domingo. Lo habíamos dejado en Aix, en casa de mis suegros. Empieza la universidad este año y todavía tenía que hacer algún papeleo.
Era plausible, pero no convincente.
—Y, por supuesto —no pude reprimir la ironía—, no le han llamado ustedes por teléfono. ¿Ignora todo el drama que ha sucedido, y que han matado aquí a uno de sus amigos?
—Mi marido le ha llamado. Mathias ha jurado que no le ha dejado la llave a nadie.
—¿Y ustedes se lo han creído?
Se apartó el mechón de pelo. Gesto con el que pretendía dárselas de sincera. Ya lo había notado hacía un rato.
—¿Por qué no le íbamos a creer, señor Móntale? —dijo inclinándose levemente, con la cara estirada hacia mí.
Estaba cada vez más subyugado por su encanto y me estaba poniendo de los nervios.
—Porque si hubiera habido alguien en su casa, Hosín Draui se lo habría hecho saber —repliqué, más duramente de lo que quería—. Es su marido el que lo explica así, en el periódico.
—Hosín ha muerto —dijo ella con suavidad.
—¡Y Guitou también! —grité. Me levanté, nevioso. Eran las doce. Tenía que enterarme de algo más antes de ver a Loubet—. ¿Desde dónde puedo hacer una llamada?
—¿A quién?
Dio un salto. Me plantaba cara. De pie. Inmóvil. Me pareció más alta, y la espalda más ancha. Sentí su aliento en mi pecho.
—Al comisario Loubet. Es hora de que conozca la identidad de Guitou. No sé si se va a tragar su historia. Lo que está claro es que ese dato le permitirá avanzar en su investigación.
—No. Espere.
Se echó el pelo hacia atrás con las dos manos. Estuvo midiéndome. Estaba dispuesta a cualquier cosa. Incluso a tirárseme a los brazos. Y yo no me resistía tampoco mucho.
—Tiene usted unas orejas preciosas —me oí murmurar a mí mismo.
Sonrió. Una sonrisa casi imperceptible. Me puso la mano en el brazo; esta vez, la corriente eléctrica me atravesó. Brutalmente. Tenía la mano ardiendo.
—Por favor.
Llegué tarde a Les Treize-Coins. Loubet se estaba bebiendo una cerveza, en vaso grande. Al verme entrar, Ange me puso un pastis. Difícil cambiarle las costumbres. Durante años, este bar, detrás de la policía, había sido mi cantina. Al margen de los otros polis que tenían mesa en la rue de L’Évêché o en la place des Cantons. Donde las camareras les enrollan con palabras cariñosas para arañar propinas.
Ange no era de los que hablaban en exceso. No iba mucho detrás de los clientes. Cuando el grupo LAM decidió rodar el videoclip del nuevo disco en su bar, lo único que se le ocurrió decir fue: «¿Y qué tenéis contra mi bar?». Pero con una pizca de orgullo.
Era un apasionado de la Historia. De la Historia con H mayúscula. Todo lo que encontraba le venía bien. Decaux, Castellot. Pero también cualquier otra cosa a voleo de los bouquinistes. Zévaes, Ferro, Rousset. Entre copa y copa, se dedicaba a reciclarme. La última vez que fui a verle, la emprendió, con todo lujo de detalles, con la entrada de Garibaldi en el puerto de Marsella. El 7 de octubre de 1870. «A las diez exactamente». Por el tercer pastis, ya le había dicho que me negaba a que la Historia fuera la única forma del destino. No sé lo que yo entendía por eso, y todavía no lo sabía bien, pero me parece justo. Me miró, aterrorizado, y no dijo nada más.
—Te estábamos esperando —dijo empujando el vaso hacia mí.
—¿La pesca bien, Móntale?
—Bastante.
—¿Se queda a comer? —preguntó Ange.
Loubet me miró.
—Luego, dentro de un rato —dije yo con dejadez.
Lo del depósito de cadáveres no me parecía que hiciera mucha falta. Pero para Loubet era imprescindible. Los únicos que sabíamos que era Guitou el que habían encontrado muerto éramos Mathias, Cûc y yo. No me apetecía mucho contarle a Loubet mi encuentro con Cûc. No le habría parecido bien y, sobre todo, se habría ido de cabeza a su casa. Y yo le había prometido a Cûc que le daría tiempo. La comida de mediodía. Para que ella, su marido y Mathias ultimaran la versión verdadera de una mentira. Se lo había prometido. No hacía daño a nadie, me dije. Algo avergonzado, eso sí, por haberme dejado seducir tan fácilmente. Pero no cambiaré nunca, soy sensible a la belleza de las mujeres. Me bebí la copa como un condenado a muerte.
No había pisado el depósito de cadáveres más que tres veces en toda mi carrera. El ambiente gélido me impresionó desde que crucé la puerta de la recepción. Habíamos pasado del sol a la luz de neón. Blanca, macilenta. Húmeda. El infierno no era nada menos que esto. La muerte, fría. No sólo aquí. En el fondo de un agujero, incluso en verano, era igual.
Evité pensar en aquellos a los que ya había enterrado, a los que quería. Cuando eché el primer puñado de tierra en el féretro de mi padre, me dije: «Bueno, ahora ya estás solo». Luego no me fue fácil con los demás. Incluso con Carmen, la mujer que compartía mi vida entonces. Me volví taciturno. Por la imposibilidad de explicarle que aquel ausente tenía de repente más importancia que su propia presencia. Que su amor. Era absurdo. Mi padre, es verdad, había sido un verdadero padre. Pero como Fonfon o Félix. Como muchos otros. Como podría haberlo sido yo, simple y llanamente.
Lo que me minaba, en realidad, era la muerte en sí misma. Era demasiado joven cuando mi madre se nos fue. Y, ahí, con mi padre, por primera vez, la muerte se había infiltrado en mi interior, como un roedor. En la cabeza, en los huesos. En el corazón. El roedor había seguido su camino cabrón. Después de la atroz muerte de Leila, mi corazón era una herida que no sanaría jamás.
Concentré la atención en una empleada que estaba limpiando el suelo con una bayeta. Una africana gorda. Levantó la cabeza y le sonreí. Porque me parecía que había que tener unas buenas narices para trabajar allí.
—Para el 747 —dijo Loubet, enseñando su carnet de policía.
Se oyó un clic metálico y se abrió la puerta. El depósito de cadáveres estaba en el sótano. Ese olor tan particular de los hospitales se me subió a la nariz. La luz del día se filtraba tan amarillenta como el agua del cubo en la que la mujer de la limpieza mojaba la bayeta.
—¿Estás bien? —dijo Loubet.
—Tendré que estarlo —contesté.
Guitou llegó en un carro cromado, empujado por un hombrecillo calvo, con un cigarrillo en la boca.
—¿Es para ustedes?
Loubet asintió con la cabeza. El tipo plantó el carro delante de nosotros y se marchó sin añadir palabra. Loubet levantó lentamente la sábana, la bajó hasta el cuello. Cerré los ojos. Cogí aire y miré al fin el cadáver de Guitou. El hijo querido de Gélou.
Igual que en la foto. Pero aseado, exangüe y helado. Parecía un ángel. Del paraíso a la tierra, en caída libre. ¿Les habría dado tiempo a amarse, a Naima y a él? Cûc me dijo que habían llegado el viernes por la noche. Llamó a Hosín hacia las ocho. Un montón de preguntas me trotaban por la cabeza: ¿dónde podía estar Naima cuando mataron a Guitou? ¿Ya se había ido? ¿O estaba con él? Y ¿qué había visto? Tendría que esperar quizás hasta las cinco para tener respuestas. Murad me tenía que llevar a casa del abuelo.
Fue lo primero que hice después de llamar a Loubet. Ir a ver a la madre de Naima. No le había hecho gracia que fuera a verla, y tan temprano. Reduán podía haber estado en casa, y tenía mucho interés en dejarlo fuera de esta historia. «La vida ya es bastante complicada así», dijo. Me había arriesgado, pero tenía el tiempo muy justo. Quería tener ventaja sobre Loubet. Era absurdo, pero quería saber antes que él. Esa mujer era buena y se preocupaba por sus hijos. Eso es lo que me animó a asustarla.
—Naima puede estar metida en un asunto muy feo por culpa de ese chico.
—¿El francés?
—El hijo de mi prima.
Se sentó en el borde del sofá y se puso la cara entre las manos.
—¿Qué ha hecho?
—Nada. Bueno, no sé. Es la última persona que vio a ese chico.
—¿Por qué no nos deja en paz? Tengo demasiadas preocupaciones con los hijos en este momento —volvió la cabeza hacia mí—. A lo mejor el chico ya ha vuelto a su casa. O va a volver. Reduán también desapareció, más de tres meses sin saber de él. Luego apareció. Ahora ya no se marcha. Es responsable.
Me agaché junto a ella.
—La creo señora. Pero Guitou no volverá jamás. Está muerto. Lo han matado. Y esa noche Naima estaba con él.
Vi el pánico en sus ojos.
—¿Muerto? Y Naima…
—Estaban juntos. Los dos, en la misma… En la misma casa. Me tiene que contar lo que sabe. Si todavía estaba allí cuando todo ocurrió, algo vería.
—¡Mi pobre niña!
—Soy el único que lo sabe. Si no la encontraron allí, no se enterará nadie. No hay ninguna posibilidad de que la policía la relacione. La policía no tiene ni idea de su existencia. Entiende. Por eso no puedo perder más tiempo.
—El abuelo no tiene teléfono. De verdad, créaselo, señor. Dice que el teléfono no son más que excusas para no vernos. Yo iba a ir, como le prometí. Está lejos, en Saint-Henri. Desde aquí hay que coger un montón de autobuses. Es complicao.
—Yo la llevo, si quiere.
—No puede ser, señor. Yo con usté en el coche. Se enterarían. Aquí se entera la gente de todo. Y Reduán, se pondría otra vez como se pone.
—Deme la dirección.
—¡No! —dijo ella categóricamente—. Murad sale de clase a las tres esta tarde. Él le llevará. Espérelo en el final de línea del autobús, en el cours Joseph Thierry, a las cuatro.
—Gracias —dije yo.
Me sobresalté porque Loubet me acababa de coger del brazo para que mirara mejor el cuerpo de Guitou. Había bajado la sábana hasta el vientre.
—Se ha comido un 38 especial. Una única bala. A bocajarro. No te deja ninguna posibilidad. Provista de un buen silenciador, hace menos ruido que una mosca. Todo un profesional, el tío.
La cabeza me daba vueltas. No por lo que veía, sino por lo que me imaginaba. Guitou en pelotas y el otro con la pistola en la mano. ¿Habría mirado al chaval antes de dispararle? Porque no había matado así, a bulto, mientras huía. No, frente a frente. En mi vida, no me había encontrado con muchos tipos capaces de hacer lo que había hecho éste. Algunos en Yibuti. Legionarios, paracas. Supervivientes de Indochina, de Argelia. Ni siquiera en las noches de superborrachera hablaban de ello. Habían salvado el pellejo, y basta. Podía entenderlo. Se podía matar por celos, bajo el impulso de la ira, por desesperación. Pero así, no.
Me invadía el odio.
—Lo de la ceja fue al caerse —prosiguió Loubet, señalándola con el dedo. Después lo bajó hasta el cuello—. Esto, ves, es más interesante. Le arrancaron la cadena que llevaba.
—¿Por su valor? ¿Tú crees que les iba la vida en una cadena de oro?
Se encogió de hombros.
—Quizás esa cadena podía facilitar su identidad.
—Y a ésos ¿qué más les da?
—Ganar tiempo.
—Explícate. No lo acabo de pillar.
—Es sólo una suposición. Que el asesino conozca a Guitou. Hosín Draui llevaba una estupenda pulsera de oro en la muñeca. Y la sigue llevando.
—No nos conduce a ningún sitio, pensar eso.
—Ya lo sé. Me dedico a constatar, Móntale. Hago hipótesis. Tengo un centenar. Ninguna nos conduce a ningún sitio, tampoco. Por consiguiente, todas valen —volvió a poner el dedo en el cuerpo de Guitou. En el hombro—. Este moratón es más antiguo. Un hermoso moratón. Ves, esto lo identifica igual de bien que una cadena, y tampoco nos lleva muy lejos.
Loubet volvió a tapar el cuerpo de Guitou y luego me miró. Yo sabía que después tendría que firmar en el registro. Y que eso no iba a ser lo más duro.