Donde un poco de verdad no hace daño a nadie
En la place de Baumes, en Saint-Antoine, la decisión estaba tomada. En lugar de meterme por la autopista del Litoral para volver a casa, di la vuelta a la rotonda y me metí por el camino que va de Saint-Antoine a Saint-Joseph. En dirección Le Merlán.
La charla con Anselme ocupaba mi pensamiento. Para que juzgara necesario venir a hablarme de Serge, debía de haber algún gato encerrado. Me apetecía saber. Comprender, como siempre. Una auténtica enfermedad. Debía de tener mentalidad de poli. Para arrancarme con esta historia así de golpe. ¡A menos que no fuera yo Chourmo también! Qué más da. Un poco de verdad, me dije, no hace daño a nadie. No a los muertos, en cualquier caso. Y Serge no era cualquiera. Era un buen tipo por el que sentía respeto.
Tenía una larga noche de ventaja para revolver en sus asuntos. Pertin era orgulloso, rencoroso. Pero no era un buen poli. No me lo imaginaba perdiendo una hora, ni una sola hora, peinando el apartamento de un muerto. Prefería dejárselo a los «chupa-papeles», como llamaba a sus colegas del cuartel de la policía. Él tenía otras cosas mejores que hacer. Jugar a indios y vaqueros en las barriadas norte. Sobre todo por la noche. Estaba claro que no pasaría nada si me lo tomaba con calma.
Lo que sí era verdad es que quería ganar tiempo. ¿Cómo iba a volver a casa con las manos en los bolsillos y afrontar la mirada de Gélou? ¿Y qué le iba a decir? Que Guitou y Naima podían pasar otra noche juntos. Que no hacían daño a nadie. Cosas de ese estilo. Mentiras. La heriría sólo en su orgullo de madre. Pero heridas, las había conocido peores. Y, a mí, a veces me falta valor. Sobre todo ante las mujeres. Especialmente ante las mujeres a las que quiero.
En Merlan-village, avisté una cabina telefónica libre. No contestaba nadie en mi casa. Llamé a casa de Honorine.
—Pues no le hemos esperado. Hemos empezado a comer. He hecho unos espagueti con el pistou[6]. ¿Ha visto al chaval?
—Todavía no, Honorine.
—Es que se le está corrompiendo la sangre. Oiga, antes de pasarle el teléfono, los mújoles esos que trajo usted ayer, tienen un montón de huevas para hacer una estupenda poutargue[7]. ¿Le apetece?
La poutargue era una especialidad de Martigues. Como un caviar. Hacía siglos que no la comía.
—No se preocupe, Honorine, que es mucho trabajo.
En efecto, había que extraer dos racimos de huevas sin rasgar la membrana que las protege, salarlas, aplastarlas y luego ponerlas a secar. La preparación bien podía llevar una semana.
—Qué va. No es nada. Y además es una buena ocasión. Podía usted invitar a ese pobre Fonfon a cenar. Me da la impresión de que el otoño lo pone un poco mohíno.
Sonreí. Es verdad que hacía un montón de tiempo que no invitaba a Fonfon. Y si no le invitaba yo, estos dos tampoco se invitaban. Como si fuera algo indecente que dos viudos septuagenarios tuvieran ganas de verse.
—Bueno, le paso a Gélou, que se muere de impaciencia.
Estaba listo.
—¿Oye?
Claudia Cardinale en directo. La sensualidad de la voz de Gélou se acentuaba en el teléfono. Me bajó hasta las entrañas igual que un vaso de Lagavulin. Suave y caliente.
—¿Oye? —repitió ella.
Tenía que ahuyentar los recuerdos. Los recuerdos de Gélou, también. Tomé aliento y le solté el rollo.
—Escucha, la cosa es algo más complicada. No están en casa de los padres. Ni en casa del abuelo. ¿Estás segura de que no ha vuelto a casa?
—No. Le he dejado tu teléfono en casa, encima de su cama. Y Patrice está al corriente. Sabe que estoy aquí.
—Y… ¿Alex?
—No llama nunca cuando está de viaje. Mejor. Es… es así desde que nos conocemos. Él hace sus negocios. Yo no hago preguntas —hubo un silencio y continuó—. Guitou a lo mejor está… está en casa de algún amigo de ella. Mathias. Era de la panda con la que acampaba. Ese Mathias estaba con ella el día que vino a despedirse de Guitou, y que…
—¿Sabes el apellido?
—Fabre. Pero no sé dónde vive.
—Hay montones de Fabre en la guía telefónica de Marsella.
—Ya. Estuve consultándola el domingo por la noche. Llamé a unos cuantos. Me sentía idiota. Cuando iba por el duodécimo, lo dejé, agotada. Y de los nervios. Y más idiota aún que antes de intentarlo.
—Bueno, de todas formas, lo del principio de curso lo veo un poco chungo, creo. Voy a ver lo que puedo hacer esta noche. Si no, mañana intentaré averiguar algo sobre ese Mathias. E iré a ver al abuelo.
Un poco de verdad entre mentira y mentira. Y la esperanza de que la madre de Naima no me hubiera contado ninguna película. Que el abuelo existiera. Que Murad me acompañara. Que el abuelo me recibiera. Que Guitou y Naima estuvieran allí o no muy lejos.
—¿Por qué no ahora mismo?
—Gélou, ¿sabes qué hora es?
—Sí, pero…, Fabio, escucha, ¿crees que le ha pasado algo?
—Mira, en estos momentos está bajo unas sábanas con una titi guay. No se acuerda ni de que existimos. Acuérdate tú. No se estaba nada mal, ¿eh?
—¡Yo tenía veinte años! Y con Gino, me iba a casar.
—Pero, aun así, no se estaba mal, ¿no? Es lo que te estoy preguntando.
Hubo otro silencio. La oí sollozar al otro lado del teléfono. Eso sí que no tenía nada de erótico. No era la actriz italiana interpretando una comedia. Era mi prima llorando, simplemente, como una madre.
—De verdad, creo que lo he hecho de pena con Guitou, ¿no te parece?
—Gélou, tienes que estar cansada. Acaba de cenar y acuéstate. No me esperes. Échate en mi cama e intenta dormir.
—Vale —suspiró.
Sollozó otro poco. Por detrás oí a Honorine toser. Una manera de decirme que no me preocupara, que se encargaba de ella. Honorine no tosía nunca.
—Un beso —dije a Gélou—. Ya verás, mañana estaremos todos juntos.
Y colgué. Algo brusco tal vez, porque desde hacía unos minutos dos mamones en vespino estaban dando vueltas a mi coche. Tenía cuarenta y cinco segundos para salvar el radiocasete. Salí de la cabina dando gritos. Más para liberarme que para asustarles. Los asusté de verdad y ni eso consiguió vaciarme la cabeza de todos los pensamientos que se agolpaban en ella. Al pasar otra vez delante de mí, el conductor del vespino me gritó un «hijo de puta de tu raza» que ni siquiera valía el precio de mi radiocasete cutre.
Arno vivía en el lugar llamado «Le Vieux Moulin», un sitio curiosamente obviado por los promotores en el camino de Le Merlán. Por arriba y por abajo no habría más que parcelas provenzales a cuatro duros. HLM[8] a la horizontal para empleados de banca y ejecutivos medios. Había venido alguna vez con Serge. El lugar era más bien siniestro. Sobre todo por la noche. Después de las ocho y media no había autobuses y los coches eran escasos.
Aparqué delante del viejo molino, que se había convertido en un almacén-venta de muebles. Al frente se extendía el desguace de coches de Saadna, un gitano, primo lejano de Arno. Arno vivía detrás, en una chabola de losas de hormigón con techo de hojalata. Saadna la construyó para instalar un pequeño taller de mecánica.
Di la vuelta al molino y bordeé el canal de Marsella.
A cien metros hacía un recodo, justo detrás del desguace. Bajé por un terraplén de inmundicias hasta la barraca de Arno. Unos perros se pusieron a ladrar, pero no había por qué preocuparse. Los perros dormían todos dentro de las casas. Se cagaban de miedo, como sus dueños. Y a Saadna no le gustaban nada los perros. No le gustaba nadie.
Alrededor aún quedaban algunos carenados de moto. Robados, seguro. Por la noche Arno los chapuceaba con el torso al aire, en zapatillas y con un canuto en la boca.
—Podrías pringar por esto —le dije un día que pasaba por allí.
Cuestión de asegurarme de que estaba en casa y no metido en un chanchullo que se estaba cociendo en la cité Bellevue. Al cabo de una hora teníamos que hacer una incursión a los sótanos y llevarnos todo lo que pululara por ahí. Droga, camellos y demás porquería humana.
—¡No me toques los cojones, Móntale! No empieces tú también. Entre tú y Serge, al final me los machacáis. Esto es un curro. Vale. No tengo Seguridad Social, pero vivo de esto. Me busco la vida. ¿Sabes lo qués eso, buscarse la vida? —dio una calada a lo bestia al porro; lo tiró, rabioso; luego me miró, con la llave inglesa en la mano—. ¿Qué, joder? No me voy a pasar aquí toa la vida. O sea, que tengo que currar. A ver que tas creído…
Yo no me creía nada. Eso es lo que me preocupaba de Arno. Con ese razonamiento, Manu, Ugo y yo entramos en la vida a los veinte años. De nada sirve decirse que cinco millones es una buena cifra para parar, un día u otro siempre habrá uno que hará más de lo que le tocaba. Manu disparó. Ugo saltó de contento porque era nuestro mejor golpe. Yo me puse a vomitar y me alisté en el ejército colonial. Se acabó un capítulo, brutalmente, el de la adolescencia y el de nuestros sueños de viajes, de aventuras. El de la felicidad de ser libre y no trabajar. Ni patrones ni jefes. Ni dios ni amo.
En otra época, podía haberme embarcado en un paquebote. Argentina. Buenos Aires. «Precios reducidos. Sólo ida», se podía leer en los viejos carteles de las Mensajerías Marítimas. Pero los paquebotes se acabaron en el setenta. El mundo se había vuelto como nosotros, sin destino. Sin futuro. Yo me fui. Por la cara. AYibuti. Para cinco años. Ya había hecho la mili allí un tiempo atrás. No era peor que la cárcel. O que la fábrica. En el bolsillo, para aguantar, por salud intelectual, Exil de Saint-John Perse. El ejemplar que Lole nos leía en la Digue du Large, frente al mar.
Tenía, tenía esa querencia por vivir entre los hombres, y de pronto la tierra exhala su alma de extranjera…
De llorar.
Luego me hice poli, sin saber muy bien por qué ni cómo. Y perdí a mis amigos. Hoy Manu y Ugo estaban muertos. Y Lole estaba en algún lugar en el que se podía vivir sin recuerdos. Sin remordimientos. Sin rencor. Ajustar cuentas con la vida era ajustar cuentas con los recuerdos. Es lo que me dijo Lole, una noche. La víspera de su partida. Estaba de acuerdo con ella, en esto. Preguntarle al pasado no sirve de nada. Las preguntas hay que hacérselas al futuro. Sin futuro, el presente no es más que desorden. Sí, por supuesto. Pero yo no acababa de arreglármelas con mi pasado, ése era mi problema.
Hoy día ya no era nada. No creía en los ladrones. Y tampoco en los policías. Quienes representaban a la ley habían perdido todo el sentido de los valores morales, y los auténticos ladrones nunca habían tenido que dar un tirón para poder cenar. Metían a ministros en la cárcel, por supuesto, pero eso no eran más que avatares de la vida política. No justicia. Cualquier día volverían a saltar a la palestra. En la sociedad de los negocios, la política lava más blanco que nada. La Mafia es el mejor ejemplo. Pero, para miles de críos de las cités, el trullo era el hundimiento total. Cuando salían, era para lo peor. Lo mejor lo habían dejado muy lejos. Se lo habían tenido que tragar, y ya por entonces era pan duro.
Empujé la puerta. Nunca estaba echado el cerrojo. En invierno, Arno ponía una silla para mantenerla cerrada. En verano, dormía fuera, en una hamaca cubana. El interior estaba tal cual yo lo había conocido. Una cama de hierro de los excedentes del ejército, en un rincón. Una mesa, dos sillas. Un pequeño armario. Un pequeño hornillo de gas. Un calefactor eléctrico. Al lado de la pila, estaban fregados los cacharros de una comida. Un plato, un vaso, un tenedor, un cuchillo. Serge vivía solo. No sé cómo habría hecho para traerse a una amiga. Para vivir aquí había que echarle ganas. De todas maneras, nunca le había visto con ninguna novia. A lo mejor era marica de verdad.
No sabía lo que había venido a buscar exactamente. Algo que me indicara en lo que andaba metido y que explicara que se lo cepillaran en plena calle. No tenía muchas esperanzas, pero no costaba nada intentarlo. Empecé por el armario, por arriba, por abajo. Dentro, una chaqueta, una cazadora, dos vaqueros. Los bolsillos vacíos. La mesa no tenía cajón. Una carta abierta pululaba por encima, me la metí en el bolsillo. Nada bajo la cama. Debajo del colchón, tampoco. Me senté y me puse a pensar. No había ningún escondite posible.
Al lado de la cama, encima de una pila de periódicos, dos libros de bolsillo. Fragmentos de un paraíso, de Jean Giono, y El hombre fulminado, de Blaise Cendrars. Los había leído. Los tenía en casa. Los hojeé. Ningún papel, ninguna anotación. Los devolví a su sitio. Un tercer libro, este encuadernado, que no estaba entre mis clásicos. Lo lícito y lo ilícito en el islam, de Yusef Qaradawi. Un recorte de prensa daba cuenta de un decreto que prohibía su distribución. Tampoco había en él ninguna anotación.
Caí en un capítulo titulado: «Lo que hay que hacer cuando la mujer se muestra orgullosa y rebelde». Sonreí, pensando en que igual me enseñaba algo sobre cómo actuar con Lole, si le daba por volver algún día. Pero ¿podía regirse la vida en pareja por una ley? Era necesario el fanatismo de los religiosos —musulmanes, cristianos o judíos— para imaginarlo. Yo, en el amor, sólo creía en la libertad y en la confianza. Y eso no hacía que mis relaciones amorosas fueran menos complicadas. Siempre lo había sabido. Ahora lo estaba viviendo.
Los periódicos eran los del día anterior. Le Provençal, Le Méridional, Libé, Le Monde y Le Canard enchaîné de la semana. Varios números recientes de diarios argelinos, Liberté y El Watam. Y, más sorprendente, una pila de Al Ansar, el boletín clandestino del Grupo Islámico Armado. Bajo los periódicos, en unas carpetillas, varios recortes de artículos de prensa: «Juicio de Marrakech: Un juicio sobre fondo de barriada francesa», «Una redada sin precedentes en los medios islamistas», «Terrorismo: cómo los islamistas reclutan a gente en Francia», «La araña islamista teje su tela en Europa», «Islam: la resistencia al integrismo».
Eso, el libro de Qaradawi, los números de Liberté, de El Watam y de Al Ansar, podía ser el extremo de una pista. ¿Qué coño había estado haciendo Serge desde que lo perdí de vista? ¿Periodismo? ¿Una encuesta sobre los islamistas en Marsella? Había seis carpetillas llenas de recortes de prensa. Avisté una bolsa de la Fnac debajo del fregadero y metí en ella el libro y todo aquel papelamen.
—¡Alto ahí! —gritó alguien a mi espalda.
—¡No hagas el chorra, Saadna, soy Móntale!
Reconocí su voz. No quería encontrármelo. Por eso había ido por el canal.
La luz se hizo en la habitación. Gracias a la única bombilla que colgaba de un cable en el techo. Una luz blanca, cruda, violenta. El lugar me pareció todavía más sórdido. Me volví lentamente, cerrando los párpados, con la bolsa de la Fnac en la mano. Saadna me tenía apuntado con una escopeta. Dio un paso, arrastrando la pierna coja. Una polio mal curada.
—Has venido por el canal, ¿eh? —dijo con una sonrisa muy fea—. Como un ladrón. ¿Te has reciclado en atracador, Fabio?
—Con esto muy rico no me haría —ironicé yo.
Saadna y yo nos detestábamos. Era el arquetipo de un gitano. Los payos eran todos unos mamonazos. Cada vez que un joven gitano cometía alguna estupidez, era, por supuesto, por culpa de los payos. Hacía siglos que los teníamos enfilaos. No existíamos más que para su desgracia. Una invención del diablo. Para dar por culo a Dios Padre, que en su bondad infinita había creado al gitano a su imagen y semejanza. El Caló. El Hombre. Desde entonces, el diablo había hecho algo peor. Había distribuido por Francia a millones de árabes, sólo para joder a los gitanos.
Se daba aires de viejo sabio, con su barba y los pelos largos y canos. Los chavales venían a menudo a pedirle consejo. Siempre les daba el peor. Dictado por el odio, por el desprecio. El cinismo. Se vengaba en ellos de la pata de palo que llevaba colgando desde los doce años. Si no le hubiera tenido tanto afecto, Arno probablemente nunca habría hecho nada malo. No se habría encontrado en la cárcel. Estaría aún con vida.
Cuando Chano, el padre de Arno, murió, Serge y yo intercedimos para que le concedieran un permiso. Arno estaba destrozado. Quería estar en el entierro a toda costa. Hasta le estuve tirando los tejos a la asistenta social —«está más buena que la educadora», me dijo Arno— para que interviniera personalmente. El permiso le fue concedido y posteriormente retirado por decisión expresa del director, bajo el pretexto de que Arno era un cabeza dura. Tan sólo le autorizaron a ver a su padre en el depósito de cadáveres. Escoltado por dos gendarmes. Una vez allí, no quisieron quitarle las esposas. De modo que Arno se negó a ver a su padre. «No quería que me viera con aquello en las muñecas», nos escribió al poco tiempo.
A la vuelta, estalló, montó un pollo de miedo y acabó en el calabozo. «Mira, tíos, estoy harto de la mierda y de que me digan de tú y de todo el rollo. De las paredes, de los desprecios, de los insultos… ¡Huele que apesta! Ya he mirao para el techo cien mil veces, y no puedo más».
Al salir del calabozo, se rajó las venas.
Saadna bajó los ojos. Y la escopeta.
—La gente honrada pasa por la entrada principal. ¿Te molestaba mucho tener que saludarme? —echó un vistazo en redondo a la habitación. Detuvo la mirada en la bolsa de la Fnac—. ¿Qué te intentas pillar ahí dentro?
—Papeles. Serge ya no los necesita. Se lo han cargao. Delante de mí. Esta tarde. Mañana tienes aquí a la pasma.
—¿Qué se lo han cargao, dices?
—¿Tienes idea de los fregaos en los que andaba metido Serge?
—Necesito un trago. Sígueme.
Aunque hubiera sabido algo, Saadna no hubiera dicho nada. No obstante, no se hizo de rogar para hablar, ni se embarcó en tortuosas explicaciones, como solía hacer cuando mentía. Aquello debería haberme sorprendido. Pero tenía demasiada prisa por largarme de aquel nido de ratas.
Llenó dos vasos pringosos con un caldazo apestoso al que llamaba whisky. Ni lo toqué. Ni siquiera brindé. Saadna formaba parte de esa gente con la que yo no brindaba.
Serge vino el invierno pasado a proponerle quedarse a vivir en la garita de Arno. «La necesito para una temporada», le dijo Serge. «Un escondrijo». Saadna intentó tirarle de la lengua, pero en vano. «No te preocupes por ti, pero, cuanto menos sepas, mejor». Apenas si se cruzaban, y rara vez se hablaban. Hace unos quince días, Serge le pidió que vigilara que no le seguía nadie cuando volvía de noche. Le largó mil papeles por el servicio.
Saadna tampoco sentía mucha simpatía por Serge. Educador, poli, todos eran el mismo hatajo de gilipollas. Pero Serge, al menos, se preocupaba por Arno. Le escribía, le mandaba algún paquete, iba a verle. Dijo aquello con su maldad habitual, para dejar muy claro que entre Serge y yo todavía distinguía. No dije nada. No tenía ganas de jugar al colegueo con Saadna. Mi comportamiento sólo le interesaba a mí y a mi conciencia.
Es verdad que a Arno no le escribí mucho. Nunca se me ha dado muy bien lo de escribir cartas. A la única a la que le escribí toneladas fue a Magali. Cuando entró en el internado de Caen, para estudiar magisterio. Le contaba Marsella, Les Goudes. Lo echaba tanto de menos. Pero las palabras no eran mi fuerte. Me hago un lío. Incluso hablar, tampoco sé. De lo que está en el interior, quiero decir. Lo demás, la tchatche, como a todos los marselleses, se me daba de maravilla.
Pero cada quince días iba a ver a Arno. Primero a la cárcel de menores, en Luynes, cerca de Aix-en-Provence. Luego a Les Baumettes. Al cabo de un mes, lo habían metido en la enfermería porque no comía nada. Y porque se pasaba el día yendo a cagar. Se vaciaba. Le llevé Pépitos[9], le encantaban.
—Te voy a contar lo de los Pépitos —me dijo—. Un día, que tendría yo… unos ocho o nueve años, estaba dando vueltas por ahí con mis hermanos, los mayores. Le habían pillao un cigarro a un payo y se lo estaban fumando mientras hablaban de sexo. ¡Imagínate qué emoción para mí! El Pacho, en un momento dado, dijo: «Marco, un yogur natural, ¿cuántas calorías tiene?». Fijo que el Marco no tenía ni idea. Lo de los yogures, a sus quince años, no era su especialidad. «¿Y un huevo duro?», siguió diciendo el Pacho. «¡Desembucha!», dijeron los otros, que no sabían bien adonde quería ir a parar.
»Al Pacho le habían contao que, cuando se folla, se queman ochenta calorías, que es lo mismo que un huevo duro o un danone. En serio. “O sea, que se supone que, si te los comes después de follar, se te vuelve a empinar”. ¡Carcajada general! Marco no quiso ser menos: “¡Pues yo he oído que, si no tienes eso a mano, te comes diez Pépitos y se te empina igual!”. ¡Desde entonces me pongo morao de Pépitos! ¡Nunca se sabe! Me dirás que aquí no me sirven de mucho. ¿Te has fijao en el careto de la enfermera?
Nos echamos a reír los dos.
De repente sentí que me faltaba el aire. No tenía ganas de hablar de Arno con Saadna. Ni de Serge. Saadna ensuciaba cuando hablaba. Ensuciaba lo que tocaba, lo que le rodeaba. Y a aquellos a los que hablaba también. Aceptó que Serge se quedara allí, no por la amistad que le unía a Arno, sino porque saber que estaba hundido en la mierda los ponía al mismo nivel.
—No has tocao el vaso —dijo cuando me levanté.
—Lo sabes de sobra, Saadna, yo no bebo con tipos como tú.
—Algún día te arrepentirás —y se bebió mi vaso de un trago.
En el coche, encendí la luz del techo y miré la carta que me había llevado. La habían sellado el sábado, en la oficina de Colbert, en el centro. Por detrás, el remitente, en lugar de indicar su nombre y su dirección, había escrito torpemente: «Porque las cartas han sido mal repartidas, alcanzamos este grado de desorden donde la existencia ya no es posible». Me dieron escalofríos. Dentro sólo había una hoja arrancada de un cuaderno. Misma letra. Dos breves frases. Que leí febrilmente, movido por la urgencia de semejante llamada de socorro. «No puedo más. Ven a verme, Pavie».
¡Dios mío! Pavie. Lo que nos faltaba.