Donde es esencial que las personas se encuentren
La noche había caído cuando volví a la cité de La Bigotte. Vuelta a la casilla de salida. Delante del portal D4. En la calzada, el dibujo de tiza del cuerpo de Serge se estaba difuminando ya. En los bloques debían de haber estado hablando del tipo al que se habían cargado hasta la hora del telediario. Luego, la vida habría seguido su curso. Mañana seguiría estando nublado por el norte y soleado por el sur. Y hasta a los parados les parecía estupendo.
Levanté los ojos hacia los edificios, preguntándome de cuál de esos apartamentos salía Serge, a quién habría venido a ver y por qué. Y qué puñetas habría hecho para que lo mataran como a un perro.
Mi mirada se paró en las ventanas de la familia Hamudi. En el noveno. Donde vivía Naima, una de las hijas. Ésa a la que Guitou amaba. Pero no tenía yo la impresión de que los dos chavales anduvieran por aquí. En estos bloques, no. Ni en una de esas habitaciones escuchando música. Ni en el salón, viendo tranquilamente la tele. Estas cités no eran un lugar para el amor. Todos los chavales que habían nacido allí, que habían crecido allí, lo sabían muy bien. Esto no es vida, es el final. Y el amor necesita sueños y futuro. El mar, lejos de reconfortarles, como a sus padres, les incitaba a largarse a otro sitio.
Yo lo sabía. Con Manu y Ugo, en cuanto podíamos «huíamos» de Le Panier para ver los cargueros marcharse. Y allí donde iban, era mejor que la miseria que nosotros vivíamos en las callejas húmedas del barrio. Teníamos quince años. Y eso era lo que creíamos. Igual que sesenta años antes lo había creído mi padre en el puerto de Napoles. O mi madre. Y, sin duda, miles de españoles y de portugueses. De armenios, vietnamitas, africanos. Argelinos y comorianos.
Es lo que me decía mientras cruzaba el aparcamiento. Y, además, la familia Hamudi no podía alojar a un francés. No menos de lo que Gélou podía aceptar recibir a una morita. Las tradiciones eran las que eran, y el racismo, no podía negarse, funcionaba en las dos direcciones. Actualmente más que nunca.
Pero ahí estaba yo. Sin ilusión y siempre dispuesto a creer en los milagros. Encontrar a Guitou, llevárselo a su madre y a un hijo de puta de tío cuyo alfabeto se resumía a los cinco dedos de la mano. Había decidido, si lo encontraba, ir suavemente. No violentar nada. No, con esos dos chavales no. Yo creía en el primer amor. En «la primera chica que uno coge en sus brazos…» como cantaba Brassens.
Estuve toda la tarde pensando en Magali. No me había dado por ahí desde hacía años. Había pasado mucho tiempo desde esa primera noche en el bunker. Quedamos más veces. Pero aquella noche la guardé para siempre en el baúl de los recuerdos. Tenía bastante claro que, sea cual sea la edad —quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho—, la primera vez que uno se acuesta con alguien, que uno termina de una vez por todas con la madre, o con el padre, es determinante. No es una cuestión de sexo. Es la mirada que a partir de entonces se tendrá hacia los demás, sobre las mujeres y los hombres. La mirada que se tendrá hacia la vida. Y el sentimiento, exacto o no, bonito o feo, que se tendrá, para siempre, sobre el amor.
A Magali la quería. Debería haberme casado con ella. Mi vida, seguro, habría sido distinta. La suya también. Pero eran demasiados quienes querían que se cumpliera lo que ella y yo deseábamos tanto. Mis padres, los suyos, los tíos, las tías… No teníamos ganas de darles la razón, a los viejos, que se lo saben todo, que imponen todo… Y, entonces, Magali y yo nos pusimos a jugar a hacernos daño. Su carta me llegó a Yibuti, en donde estaba haciendo la mili, en el ejército colonial. «Estoy embarazada de tres meses. El padre se va a casar conmigo. En junio. Un beso». Magali fue la primera estupidez de mi vida. Luego hubo otras.
Guitou y Naima. Yo no sabía si se amaban como nosotros. Pero no quería que se destrozaran, que se destruyeran. Quería que pudieran vivir juntos un fin de semana, un mes, un año. O siempre. Sin que los adultos les asfixiaran. Sin que les dieran mucho el coñazo. Yo podía hacer eso por ellos. Se lo debía a Magali, que después de veinte años se estaba comiendo las uñas junto a un hombre al que nunca había querido de verdad, como me escribiría mucho tiempo después. Contuve la respiración y empecé a subir para casa de los Hamudi. Porque, por supuesto, el ascensor estaba «momentáneamente averiado».
Al otro lado de la puerta sonaba el rap a tope. Reconocí la voz de MC Solaar. Prose Combat. Uno de sus éxitos. Desde que había venido a participar, entre dos de sus conciertos, en un taller de escritura de rap con los chavales de las cites, era el ídolo. Se oyó a una mujer chillar. El volumen decreció. Aproveché para tocar el timbre por segunda vez. «Llaman», gritó la mujer. Murad abrió.
Murad era uno de los críos a los que había estado viendo moverse hacía un rato en el campo de baloncesto. Me había fijado en él. Jugaba con un fuerte sentimiento de equipo.
—Alt, hola —dijo echándose un poco para atrás.
—¿Quién es? —preguntó la mujer.
—Un señor —contestó él sin darse la vuelta—. ¿Es de la poli?
—No, ¿por qué?
—Puees —me miró de arriba abajo—. Pues por lo de antes. Por el francés[4] al que se han cargao. Me parecía. Ha hablao usté con la pasma como si los conociera de algo.
—Eres observador.
—Nosotros no les dirigimos mucho la palabra. Los evitamos.
—¿Conocías a ese tío?
—Casi no le he visto. Pero los otros dicen que no había venido por aquí.
—Entonces, ¿estás preocupado por algo?
—No.
—Pero te has creído que era poli. Y te has asustado. ¿Hay algún motivo?
La mujer apareció en el pasillo. Iba vestida a la europea y llevaba unas babuchas con grandes pompones rojos en los pies.
—¿Qué quieren, Murad?
—Buenas noches, señora —dije yo.
Murad se escaqueó por detrás de su madre. Sin desaparecer del todo.
Qué quería, repitió esta vez dirigiéndose a mí.
Tenía unos magníficos ojos negros. Igual que la cara, encuadrada por un espeso pelo rizado teñido de benna. Unos cuarenta, no llegaba. Una bella mujer que empezaba a estar rellenita. Me la imaginaba veinte años antes y me podía hacer una idea de Nainia. Guitou tenía buen gusto, me dije, una pizca feliz.
—Quería hablar con Naima.
Murad volvió a mostrarse del todo. La cara se le había ensombrecido. Miró a su madre.
—No está —dijo ella.
—¿Puedo entrar un momento?
—¿No habrá hecho algo malo?
—Eso es lo que me gustaría saber.
Se llevó la punta de los dedos al pecho.
—‘Jalo entrar. Que no es poli.
Largué toda la historia mientras me bebía un té con menta. Que, a partir de las ocho de la tarde, no era la bebida que más me apetecía. Soñaba con un vaso de Clos-Cassivet, un blanco con aromas de vainilla, que había descubierto recientemente en una de mis escapadas por el interior.
Normalmente, a estas horas, era lo que solía hacer, sentado en la terraza, frente al mar. Bebía con igual placer que aplicación. Escuchando jazz. Coltrane o Miles Davis, últimamente. Estaba redescubriendo. Había exhumado el viejo Sketches of Spain y, las noches en las que la ausencia de Lole me pesaba demasiado, ponía y volvía a poner «Saeta» y «Soleá». La música conducía mi mirada hasta Sevilla. Me hubiera gustado ir a Sevilla, ahora mismo, corriendo. Pero era demasiado orgulloso como para eso. Lole se había ido. Volvería. Era libre y yo no tenía por qué ir detrás. Era un razonamiento gilipollesco, y yo lo sabía.
En mi voluntad de convencer a la madre de Naima, hice alusión a Alex, presentándolo como «un hombre algo incómodo».
—Usted lo puede comprender —le dije.
La señora Hamudi lo entendía, pero no me contestaba. Su vocabulario en francés parecía resumirse a «sí, no, ya, no sé». Murad no me quitaba la vista de encima. Sentía una corriente de simpatía entre él y yo. No obstante, seguía teniendo la cara seria. Adivinaba que las cosas no debían de ser tan simples como había previsto.
—Murad, es grave, sabes.
Se quedó mirando a su madre, que tenía las manos apretadas en las rodillas.
—Cuéntale, mamá. No nos quiere nada malo.
Se dio la vuelta hacia su hijo, lo cogió por los hombros y lo abrazó contra su pecho. Como si en ese mismo momento alguien pudiera arrebatarle a su hijo. Pero, lo comprendería más tarde, se trataba del gesto de una mujer argelina otorgándose el derecho de hablar bajo la responsabilidad de un hombre.
—Ya no vive aquí —empezó a decir, con la mirada baja—. Desde hace una semana. Vive en casa de su abuelo. Desde que Farid se fue para Argelia.
—Mi padre —precisó Murad.
—Hace unos diez días —continuó, siempre sin mirarme a los ojos—, los islamistas han atacao el pueblo de mi marido. Para llevarse escopetas de caza. El hermano de mi marido aún vive allí. Estábamos preocupaos por lo que pasa en el país. Y Farid dijo: «Me voy a buscar a mi hermano».
»No sabía cómo íbamos a hacer —añadió después de dar un trago de té—, porque esto es pequeño. Por eso Naima sa tenido que ir a vivir con su abuelo. Se quieren mucho —añadió muy deprisa, y esta vez mirándome a los ojos—, no es que no esté bien con nosotros, pero… Bueno… sólo con los chicos… Y además Reduán, Reduán es el mayor, y es… No sé como decirle… Más religioso. Y entonces está todo el día detrás de ella porque se pone pantalones, porque fuma, porque sale con sus amigas…
—Y porque tiene amiguitos franceses —la interrumpí.
—Un roumi en casa, no, imposible, señor. Para una chica, no. Eso no se hace. Como dice Farid, está la tradición. Cuando volvemos al país, no queremos oírnos decir: «Ves, quisiste Francia y ahora se te ha comido a los hijos».
—Hasta la fecha, son los de las barbas los que se comen a los hijos.
Sentí inmediatamente haber sido tan directo. Ella paró en seco, miró a su alrededor, perdida. Sus ojos se volvieron a posar en Murad, que estaba escuchando sin decir nada. Se apartó suavemente del abrazo de su madre.
—Tengo que hablar de esto. Nosotros somos franceses. El abuelo luchó en la guerra por Francia. Liberó Marsella. Con el regimiento de tropas argelinas. Le dieron una medalla por eso.
—Le hicieron una herida gorda —precisó Murad—, en la pierna.
La liberación de Marsella. A mi padre también le habían dado una medalla. Una citación. Pero todo eso quedaba ya lejos. Cincuenta años. Era una vieja historia. Ya sólo quedaba el recuerdo de los soldados americanos, en la Canebière. Con sus botes de Coca-Cola, sus paquetes de Lucky-Strike. Y las chicas que se tiraban a sus brazos por un par de medias de nailon. Los liberadores. Los héroes. Olvidados sus bombardeos ciegos sobre la ciudad. Y olvidados los asaltos desesperados de las tropas argelinas a Notre-Dame de la Carde para desalojar a los alemanes. Carne de cañón dirigida a la perfección por nuestros oficiales.
Marsella nunca dio las gracias a los argelinos por aquello. Francia tampoco. En el mismo momento, otros oficiales se dedicaban a reprimir violentamente las primeras manifestaciones independentistas en Argelia. Olvidadas también las masacres de Setif, donde no se discriminó ni a mujeres ni a niños…
Tenemos esa virtud, la de tener la memoria corta cuando nos conviene.
—Franceses, pero también musulmanes —continuó—. Farid, antes, iba a los cafés, bebía cerveza, jugaba al dominó. Ahora lo ha dejado. Ahora va a rezar. A lo mejor un día se va al Hadch, a la peregrinación a La Meca. Para nosotros las cosas son así, hay una época para todo. Pero… No necesitamos a nadie que nos venga a decir lo que tenemos que hacer o no. El FIS nos da un poco de miedo. Eso dice Farid.
Esta mujer estaba llena de bondad. Y de delicadeza. Ahora se estaba expresando en un francés muy correcto. Lentamente. Hablaba de las cosas con fuerza de detalles, pero sin nombrar lo esencial, como una auténtica oriental. Tenía sus opiniones propias, pero las disimulaba bajo las de su marido. No tenía ganas de violentarla, pero tenía que enterarme de más cosas.
—O sea, que Reduán la ha echado, ¿no?
—Debería marcharse. No está aquí. Y no conozco al muchacho del que me ha hablado.
—Tengo que ver a su hija —dije a mi vez levantándome.
—No puede ser. El abuelo no tiene teléfono.
—Puedo ir para allá. No les entretendré mucho. Tengo que hablar con ella. Y sobre todo con Guitou. Su madre está preocupada. Tengo que intentar razonar con él. No les quiero ningún mal. Y… —dudé unos segundos—. Y todo quedará entre nosotros. Reduán no tiene por qué enterarse de toda esta historia. Lo hablarán ustedes más tarde, cuando vuelva su marido.
—Ya no está con ella —intervino Murad.
Su madre lo miró con reproche.
—¿Has visto a tu hermana?
—Ya no está con ella. Se marchó, es lo que me ha contao. Que se habían peleao.
¡Hostias! Si fuera verdad, Guitou debería de estar por ahí suelto, rumiando la historia de un primer amor que le ha salido mal.
—De todas formas tengo que verla —dije dirigiéndome a ella—. Guitou todavía no ha vuelto a su casa. Tengo que encontrarlo. Lo tiene que entender.
Había una gran confusión en sus ojos. Mucha ternura también. Y preguntas. Su mirada se perdió a lo lejos y penetró en la mía, buscando una posible respuesta. O una seguridad. Confiar en alguien, cuando se es inmigrante, era un camino difícil. Cerró los ojos unas décimas de segundo.
—Iré a verla, a casa del abuelo. Mañana. Mañana por la mañana. Llámeme a mediodía. Y si el abuelo no pone pegas, Murad irá con usted —se dirigió hacia la puerta de entrada—. Tiene usted que marcharse. Reduán está a punto de llegar.
—Gracias —dije. Me giré hacia Murad—. ¿Cuántos años tienes?
—Casi dieciséis.
—Sigue con el baloncesto. Eres cojonudo.
Me encendí un cigarro al salir del edificio y tiré para el coche. Con la esperanza de que estuviera entero todavía. Uba Uba debía de estar controlándome desde hacía un buen rato. Porque vino directo hacia mí antes de que llegara al aparcamiento. Como una sombra. Camiseta negra, pantalón negro. Y visera de los Rangers a juego.
—Hola —dijo sin dejar de andar—. Tengo un chivatazo para ti.
—Te escucho —dije yo siguiéndole.
—Que dicen que el francés que se cargaron no paraba de husmear por ahí. En La Savine, en la Bricade, por todos sitios. Y sobre todo en Le Plan D’Aou. Por aquí era la primera vez que lo veíamos.
Continuamos paseando por los bloques, codo con codo, charlando como cualquier otra persona.
—¿Que husmeaba qué?
—Que no paraba de preguntar. Por los chavales. Por los árabes sólo.
—¿Y por quién preguntaba?
—Por los barbas y eso.
—¿Y qué sabes tú?
—Lo que te estoy diciendo.
—¿Y qué más?
—Al pibe ese que conducía el buga de los disparos lo hemos visto por aquí alguna vez con Reduán.
—¿Reduán Hamudi?
—Vienes de su casa, ¿no?
Habíamos dado toda la vuelta a la cité y volvíamos hacia el aparcamiento, hacia mi coche. La información tocaba a su fin.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Sé quién eres. Algunos colegas míos también. Y que Serge era un coleguita tuyo. De antes. De cuando eras sheriff —sonrió y un cuarto creciente de luna iluminó su cara—. Era un tío enrollao. Digamos que ha ayudao. Tú también. Mogollón de chavales te deben un altar. Las madres lo saben. Vamos, que se fían de ti.
—Aún no sé ni cómo te llamas.
—Anselme. Todavía no he hecho nada gordo como para ir a comisaría.
—Sigue.
—Mis viejos son guays. Eso no lo tiene cualquiera. Y está el baloncesto… —sonrió—. Y el Chourmo. ¿Sabes lo qués?
Sí que lo sabía. El Chourmo, en provenzal la chiourme[5], los remeros de las galeras. En Marsella, de galeras sabíamos un rato. No hacía falta haber matado a tu padre o a tu madre para ir a parar a ellas, como hacía dos siglos. No, bastaba con ser joven, inmigrante o no. El club de fans de Massilia Sound System, el grupo raggamuffin más gamberro que te puedas imaginar, había recogido la expresión.
Desde entonces, el Chourmo se había convertido de un grupo de encuentro, como de hinchas. Eran doscientos cincuenta, quizá trescientos, y seguían a varios grupos. Massilia, Les Fabulous, Bouducon, los Black Lions, Hypnotik, Wadada… Juntos acababan de sacar un álbum de puta madre. Ragga Baletti. ¡Y ardía la pana, los sábados por la noche!
El Chourmo organizaba sound-systems y, con lo que sacaba, editaba un boletín, distribuía casetes en directo, apañaba viajes a buen precio para seguir a los grupos en sus giras. La cosa funcionaba parecido en el campo de fútbol en torno al Olympique de Marsella. Con los Ultras, los Winners o los Fanatics. Pero ésa no era la línea del Chourmo. Su línea era que la gente se encontrara. Que se «metieran».
¡Una rastafada, vaya!
—Cuántas historias pasan en las cités, ¿eh? —me aventuré a decir al llegar al aparcamiento.
—Pasan historias en todas partes. Tú seguro que lo sabes. Piénsalo un poco.
Y llegados a la altura del coche, continuó sin decir adiós.
Pillé una casete de Bob Marley de la guantera. Siempre llevaba una por lo menos, para ese tipo de momentos. Y So much trouble in the world no me vendría mal para circular en la noche marsellesa.