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Donde hay rabia, hay vida

Los chavales jugaban de maravilla. Sin chulería. Jugaban por placer. Para seguir aprendiendo y un día ser mejores. El campo de baloncesto, bastante reciente, se había comido una parte del aparcamiento, delante de los dos grandes bloques de la cité[3] La Bigotte, en lo alto de Notre-Dame Limite, en la «frontera» entre Marsella y Septème-les Vallons. Una cité que dominaba las barriadas de la zona norte.

Aquí, nada es peor que en otra parte. Ni mejor. Hormigón en un paisaje convulsionado, rocoso y calcáreo. Y la ciudad, allá, a la izquierda. Lejos. Aquí se está lejos de todo. Excepto de la miseria. Hasta la ropa puesta a secar en las ventanas es un testimonio. Parece siempre descolorida, a pesar del sol y del viento que la agita. Detergentes de gente en el paro, eso es todo. Pero, a diferencia de «los de abajo», aquí había vistas. Las más bellas de Marsella. Abres la ventana y tienes todo el mar para ti, este Mediterráneo, es mucho. Como un cacho de pan para el que pasa hambre.

La idea del campo de baloncesto se la debían a uno de los chavales al que llamaban Uba Uba. No porque fuera un negro salvaje senegalés, sino porque en una canasta saltaba más ágil, o casi, que un canguro. Un artista.

—Cuando veo todos estos coches aquí ocupando todo el sitio, se me hinchan los cojones —le dijo a Lucien, un tío más bien majete del comité social—. Vale que mi casa no sea grande. Pero lo de estos aparcamientos, ¡joder…!

La idea tomó su curso. Se desencadenó una carrera de velocidad entre el alcalde y el diputado, bajo la mirada socarrona del consejero general, que, él, no estaba en campaña electoral. Me acordaba bien. Los chavales no esperaron ni al final de los discursos oficiales para ocupar su «campo».

Los miraba jugar, fumando. Se me hacía raro volver a estar ahí, en las barriadas de la zona norte. Era mi sector. Desde que dimití, no había vuelto a pisarlas. No tenía ningún motivo para volver. Ni aquí, ni a la Bricarde, ni a la Solidarité, ni a la Savine, ni a la Paternelle… Cités todas donde no hay nada. Nada que ver. Nada que hacer. Ni siquiera comprarse una coca-cola, como en Le Plan D’Aou, donde, mal que bien, al menos sobrevivía una tienda de ultramarinos.

Había que vivir allí, o ser poli, o educador, para arrastrar los pies hasta esos barrios. Para la mayoría de los marselleses, las barriadas norte no son más que una realidad abstracta. Lugares que existen, pero que no conocen, que no llegarán a conocer nunca. Y que se mirarán siempre con los «ojos» de la tele. Como el Bronx, vaya. Con los consiguientes fantasmas. Y los miedos.

Por supuesto, me había dejado convencer por Gélou para ir a buscar a Guitou. Evitamos hablar del asunto durante la comida. Ambos estábamos incómodos. Ella, por lo que me había contado. Yo, por lo que había oído. Afortunadamente, Honorine había alimentado la conversación.

—Pues yo no sé cómo haces tú por allí por tus montañas. Yo sólo me he ido de Marsella una vez. Fue para ir a Avignon. Una de mis hermanas, Louise, que me necesitaba. Qué mal lo pasé… Y aun así me quedé dos meses. Era el mar lo que más echaba de menos. Aquí me puedo pasar horas mirándolo. Nunca es igual. Allí estaba el Ródano, por supuesto, pero no es lo mismo. No cambia. Está siempre gris y no huele a nada.

—Uno no siempre elige en esta vida —contestó Gélou muy vagamente.

—Me dirás que el mar no es todo. La felicidad, los hijos, la salud, todo eso está antes.

Gélou estaba al borde de la lágrimas. Se encendió un cigarro. Apenas había probado la dorada.

—Ve, te lo suplico —murmuró cuando Honorine desapareció en busca de las tazas de café.

Y allí estaba. Delante del bloque donde vivía la familia Hamudi. Y Gélou me estaba esperando. Nos estaba esperando a Guitou y a mí. Ansiosa, aun con la tranquilizadora compañía de Honorine.

—Tiene algún problema, ¿a que sí? —me preguntó en la cocina.

—Con el más pequeño. Guitou. Se ha fugado de casa. Ella piensa que está aquí, en Marsella. No la machaques mucho durante mi ausencia.

—¿Qué lo va a ir a buscar usté?

—Alguno tendrá que ir, ¿no?

—Podía haber ido… Bueno, yo qué sé… ¿Vive sola?

—Ya hablaremos de eso luego, ¿vale?

—Que lo que yo le decía, que a su prima le pasa algo, y no con el caganis sólo.

Me encendí otro cigarro. Uba Uba metió una canasta que dejó mudos a sus compañeros. Eran un equipo de puta madre, estos chavales. Y yo no me acababa de decidir. Me faltaba valor. Convicción, más bien. ¿A qué venía plantarse así como así en casa del personal? «Hola, buenas, me llamo Fabio Móntale. Vengo a llevarme al chaval. Que ya le vale. Y tú cierra el pico, que tu madre ya tiene bastante con esta historia».

Vi de lejos una silueta familiar, Serge. Lo conocí por la manera de andar, patosa, casi infantil. Salía del portal D4, en frente de donde yo estaba. Me pareció más flaco. Una espesa barba le comía la mitad de la cara. Cruzó para ir al aparcamiento. Con las manos en los bolsillos de una cazadora vaquera. Cargado de hombros. Serge parecía más bien triste.

No lo había vuelto a ver desde hacía dos años. Creía incluso que se había ido de Marsella. Educador en las barriadas norte durante varios años, lo habían echado un poco por mi culpa. Cuando me llevaba a chavales que habían hecho alguna, le llamaba primero a él a la comisaría, antes incluso que a los padres. Me pasaba información sobre las familias, me daba consejos. Los chavales eran su vida. Había elegido ese trabajo por eso. Harto de ver chavales acabar en chirona. Para empezar, confiaba en ellos. Con esa especie de fe en el hombre que tienen ciertos curas. De hecho, era un poco demasiado cura para mi gusto. Habíamos simpatizado, sin llegar a hacernos amigos. Por culpa de eso, de su lado curil. Yo no he creído nunca que los hombres sean buenos. Sólo que merecen ser iguales.

Mis relaciones con Serge dieron que hablar. Y a mis jefes no les gustó nada de nada. ¡Un poli y un educador! Lo pagamos. Primero Serge, duramente. Yo después, pero con un poco más de elegancia. No se echaba así como así a un policía cuyo destino a las barriadas norte había sido voluntariamente difundido en la prensa pocos años antes. Redujeron mis efectivos y, poco a poco, me fueron quitando responsabilidades. Sin creérmelo ya, continué con mi trabajo, porque no sabía hacer otra cosa más que ser policía. Fue necesaria la muerte de demasiados seres queridos para que el asco me pudiera y me liberara.

Qué coño estaba haciendo Serge allí, no tuve tiempo para preguntárselo. Un BMW negro, con cristales ahumados, salió de no se sabe dónde. Circulaba en primera y Serge no le prestó atención. Cuando llegó a su altura, un brazo apareció por la ventanilla trasera. Un brazo armado con un revólver. Tres tiros, a bocajarro. El BMW dio un bote y desapareció tan deprisa como había surgido.

Serge yacía tendido en el asfalto. Muerto, no cabía la menor duda.

Los tiros retumbaron entre los bloques. Las ventanas se abrieron. Los chavales dejaron de jugar y el balón rodó por la calzada. El tiempo se detuvo en un breve silencio. Luego, gente de todas partes se precipitó.

Y yo corrí hacia Serge.

—Apártense —grité a todos los que se amontonaban delante del cadáver. Como si Serge necesitara todavía espacio, aire.

Me agaché a su lado. Un movimiento que se me había hecho familiar. Demasiado. Tanto como la muerte. Los años iban pasando, yo no dejaba de hacer lo mismo, apoyar una rodilla en el suelo para inclinarme sobre un cadáver. ¡Mierda! No íbamos a empezar otra vez ahora, y toda la vida igual. ¿Por qué mi camino estaba sembrado de cadáveres? ¿Y por qué cada vez eran más frecuentes los de gente a la que conocía o a la que quería? Manu, Ugo. Amigos de infancia y de tumbos. Leila, tan bella, y tan joven que no me atreví a vivir con ella. Y, ahora, mi colega Serge.

La muerte no me soltaba, como si fuera una especie de masa pegajosa en la que debía de haber metido las pezuñas algún día. Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¡La hostia puta!

Serge se las había llevado todas en la tripa. Gran calibre. Del 38, pensé. Armas de profesionales. ¿En qué lío se habría metido este gilipollas? Levanté los ojos hacia el portal D4. ¿De casa de quién venía? ¿Y por qué? Estaba claro que el que acabara de recibir su visita no se iba a asomar a la ventana.

—¿Lo conocías? —pregunté a Uba Uba, que se había colado a mi lado.

—A este tío, primera vez.

La sirena de la policía se dejó oír en la entrada de la cité. ¡Rápidos, por una vez en su vida! Los chavales se volatilizaron echando virutas. No quedaron más que las mujeres, los niños pequeños, algún viejo sin edad. Y yo.

Llegaron como cowboys. Por la manera de frenar a la altura del grupo, estaba seguro de que se habían tragado más de una vez Starsky y Hutch en la tele. Hasta habían debido de ensayar la llegadita, porque estaba superconseguida. Las cuatro puertas se abrieron a la vez y se lanzaron fuera con el mismo movimiento. Excepto Babar. Era el poli más viejo de la comisaría de zona y hacía tiempo que ya no le divertía jugar a los remakes de las series policíacas. Contaba con jubilarse tal como había empezado, sin grandes esfuerzos. Y vivo, mayormente.

Pertin, apodado Caretodoble por todos los chavales de las cites, por las ray-ban que llevaba permanentemente, echó un vistazo al cadáver de Serge, luego se me quedó mirando con insistencia.

—¿Qué coño pintas aquí?

Pertin y yo no éramos, lo que se dice, amigos. Aunque fuera comisario, durante siete años fui yo el que tuve toda la autoridad sobre las barriadas norte. Su comisaría de zona no había sido más que un satélite de las brigadas de seguridad que yo dirigía. A nuestro servicio.

Desde los primeros días hubo guerra entre Pertin y yo. «En esos barrios de moros sólo hay una cosa que funciona, la fuerza». Ése era su credo. Lo aplicó al pie de la letra durante años. «Los árabes, pescas a uno de vez en cuando, le metes una buena tunda en un descampao. Siempre han hecho algo que tú ignoras. Le cascas y seguro que sabe por qué ese gusano. Vale más eso que todos los controles de identificación del mundo. Te ahorras el papeleo de la comisaría y te desahogas del miedo que esos moros de mierda te han metido en el cuerpo».

Para él, «hacer sinceramente su trabajo» consistía en eso, declaró ante los periodistas. La víspera, su equipo había matado «accidentalmente» a un árabe de diecisiete años en un control rutinario de identificación. Fue en 1988. Esa metedura de pata conmocionó a Marsella. Me propulsaron a la cabeza de las brigadas de seguridad ese mismo año. El superpoli que debía devolver el orden y la serenidad a las barriadas norte. Es verdad que estaban al borde del motín.

Toda mi actuación, cada día, le demostraba que se equivocaba. Aun cuando yo, a mi vez, también me equivocara, de tanto querer contemporizar, conciliar. La miseria y la desesperación. Sin duda, yo no era lo suficientemente policía. Fue lo que me explicaron mis jefes. Más adelante. Creo que tenían razón. Desde el punto de vista policial, quiero decir.

Desde mi dimisión, Pertin había vuelto a encontrar su poder sobre las cites. «Reinaba su ley». Las tundas de palos habían vuelto a las canteras abandonadas. Las carreras tipo rodeo en coche por las calles. El odio. Y la escalada del odio. Los fantasmas se hacían realidad, y cualquier ciudadano, armado con un fusil, podía disparar sobre todo lo que no fuera claramente blanco. Ibrahim Ali, un comoriano de diecisiete años, murió así, una noche de febrero de 1995, corriendo detrás de un autobús nocturno con sus colegas.

—Te he hecho una pregunta. ¿Qué coño haces aquí?

—Turismo. Echaba de menos estos barrios. La gente y esas cosas.

De los cuatro, el único al que le hizo gracia fue a Babar. Pertin se inclinó hacia el cuerpo de Serge.

—¡Hostia! ¡Es tu amiguete, el marica! Está muerto.

—Ya me he dado cuenta.

Me miró. Muy mal.

—¿Qué coño hacía aquí?

—Ni puta idea.

—¿Y tú?

—Ya te lo he dicho, Pertin. Pasaba por aquí. Me entraron ganas de ver jugar a los chavales. Me paré.

El campo de baloncesto estaba vacío.

—¿A qué chavales? No hay nadie jugando.

—El partido se ha acabado con los tiros. Ya sabes cómo son, no es que no os quieran. Pero prefieren no cruzarse con vosotros.

—Déjate ya de comentarios, Móntale. Me la sudan. Cuenta.

Le conté.

Se lo conté por segunda vez en comisaría. Pertin no pudo privarse de ese pequeño placer. Verme sentado enfrente de él e interrogarme. En esa comisaría donde, durante años, fui el único patrón a bordo. Era una venganza insignificante, pero la estaba saboreando con la felicidad sólo propia de los miserables, y pretendía disfrutar al máximo. Es posible que una situación así no volviera a reproducirse.

Y Pertin se regodeaba, detrás de las putas ray-ban. Serge y yo habíamos sido amigos. Podíamos seguir siéndolo. A Serge se lo acababan de cepillar. Por un asunto muy feo, seguro. Yo estaba ahí, en el lugar de los hechos. Testigo. Sí, pero ¿por qué no cómplice? De repente, yo podía ser una pista. No para pillar a los que se habían cargado a Serge, sino para pillarme a mí. Me imaginaba el gusto que le iba a dar.

No le veía los ojos, pero eso es exactamente lo que habría leído en ellos. La estupidez no impide que uno razone con lógica.

—Profesión —dijo con desprecio.

—Parado.

Soltó una carcajada. Carli dejó de escribir a máquina y se descojonó también.

—¡No me lo puedo creer! ¿Y vas a fichar y todo, como los simios y los moracos?

Me volví hacia Carli.

—¿No escribes eso?

—Sólo escribo las respuestas.

—¿No se habrá ofendido Superman? —replicó Pertin.

Se me acercó:

—¿Y de qué vives?

—¡Oye, Pertin!, ¿dónde te crees que estás? ¿En la tele o qué? ¿En el circo?

Levanté el tono. Para poner los puntos sobre las íes. Para recordarle lo que era, un testigo. Ignoraba todo acerca de esta historia. No tenía nada que esconder, aparte del objetivo de mi visita a la cité. Mi historia, se la podía largar mil veces, siempre de la misma manera. Pertin lo había pillado perfectamente y eso le ponía de muy mala leche. Tenía ganas de soltarme una hostia. Era muy capaz. Era capaz de cualquier cosa. En la época en la que estaba bajo mi autoridad, mandaba avisar a los camellos cuando me disponía a hacer un control por ahí. O daba un toque a los de estupefacientes si presentía que la redada iba a ser jugosa. Todavía tenía en la memoria el fracaso de una operación en el Pétit-Séminaire, otra cité de las barriadas norte. Los camellos operaban en familia. Hermanos, hermanas y padres estaban en el ajo. Vivían allí mismo, como buenos vecinos. Y los chavales pagaban en equipos de sonido provenientes de atracos. Material que revendían acto seguido tres veces más caro. El beneficio se reinvertía en droga. La operación se nos fue al garete. Los estupas lo consiguieron tres años después, con Pertin a la cabeza.

Sonrió. Una sonrisa nada franca. Yo me estaba apuntando unos tantos, y él se estaba percatando. Para demostrarme que seguía siendo el que llevaba el timón, cogió el pasaporte de Serge, que estaba por ahí cerca. Lo sacudió delante de mi cara.

—Dime, Móntale, ¿sabes dónde vivía tu colega?

—Ni idea.

—¿Estás seguro?

—¿Debería?

Abrió el pasaporte y su sonrisa reapareció.

—En casa de Arno.

¡La hostia! ¿De qué iba todo esto? Pertin estaba atento a mis reacciones. No tuve ninguna. Esperé. El odio que me tenía le llevaba a cometer estupideces, como largar información a un testigo.

—No está escrito aquí —dijo agitando el pasaporte como un abanico—. Pero tenemos nuestra información. Incluso estamos mucho mejor informados desde que tú no estás. Porque nosotros no somos curas. Somos policías. No sé si te das cuenta de la diferencia.

—Perfectamente —dije.

Se me acercó a la cara.

—¿Era uno de vuestros soplones, no, esa basura de gitano?

Arno. Arno Giménez. Nunca supe si se había cometido un error con él. Dieciocho años, colgao, zorro, cabezota hasta la estupidez, a veces. Loco por las motos. El único tío capaz de ahuecar una moto en la calle con la titi encima y todo. Y de llevársela sin que le diera tiempo a gritar ¡al ladrón!, o ¡al violador! Un genio de la mecánica. Cada vez que se metía en una movida, primero iba Serge, luego yo.

Una noche lo acorralamos en un bar, Le Balto, en L’Estaque.

—¿Por qué no intentas ponerte a trabajar? —le dijo Serge.

—Sí, eso, guay. Así me puedo comprar la tele, el vídeo, pagarme la pensión y mirar cómo pasan las kawasakis por las calles. Como las vacas al tren. Así, ¿no? Me encanta, colegas, mola que te pasas…

Se descojonaba de nosotros. Hay que decir que no éramos muy expertos en argumentos sobre los beneficios de la sociedad. Los sermones y la moralina se nos daban bien. Después venía una especie de agujero negro. Arno siguió:

—La peña lo que quiere son motos. Y yo les consigo motos. Les doy unos retoques y tan contentos. Les sale más barato que en el concesionario y encima te libras de la ITV O sea, que…

Metí la nariz en la jarra de cerveza mientras meditaba sobre la inutilidad de semejantes conversaciones. Serge siguió intentando soltar frases bonitas, pero Arno le cortó.

—Luego, pa la ropa, el Carrefour. Mogollón pa elegir. Pa el papeo, lo mismo. No tienes más que pasar el pedido —se nos quedé) mirando, cínico—. ¿No querréis veniros conmigo un día?

Pensaba a menudo en el credo de Serge: «Donde hay rebeldía, hay rabia. Donde hay rabia, hay vida». Era bonito. Y en Arno quizás habíamos confiado demasiado. O no mucho. En cualquier caso, no lo suficiente como para que no viniera a vernos la noche en que decidió atracar una farmacia, en el boulevard de la Libération, arriba de la Cannebière. Sofito, como un gilipollas. Y no con una pipa de bazar, de las de plástico. No, con una de verdad, bien grande y negra, de las que tiran balas de verdad, de las que matan. Todo eso porque Mira, su hermana mayor, tenía a los de desahucios en la chepa. Y hacían falta cinco mil papeles para que no la pusieran en la puta calle con sus dos hijos.

A Arno le cayeron cinco años. A Mira la echaron de su casa. Cogió a sus hijos y se volvió para Perpignan con su familia. La asistente social no pudo hacer nada por ella, la asociación de barrio no pudo impedirlo. Ni tampoco Serge ni yo por Arno. Nuestros testimonios fueron evacuados tan rápido como la mierda en la taza del váter. La sociedad a veces necesita ejemplos para demostrar a los ciudadanos que la situación está controlada. Y se acabaron los sueños para los pequeños Giménez.

Nos llevamos un buen chasco Serge y yo. En la primera carta, Arno escribía: «Estoy hasta los cojones de este sitio. Con los tíos que hay aquí no tengo nada que hablar. Hay uno que no hace más que contar sus batallitas. Se ha creído que es Mesrine, ¡el muy gilipollas! Otro, un moro, que lo único que le interesa es mangarte el tabaco, el azúcar, el café… Las noches son largas. Pero no me puedo dormir, con lo cual estoy hecho polvo. Un cansancio muy nervioso. O sea, que no paro de darle vueltas al coco…».

Pertin no me quitaba la vista de encima, orgulloso de su jugada.

—¿Y eso cómo lo explicas, eh? Que viviera en casa de ese hijo de puta.

Levanté lentamente el culo del asiento, acercando mi cara a la suya. Le cogí las ray-ban y se las bajé hasta la punta de la nariz. Tenía unos ojos pequeños. Ojos amarillos podridos. Las hienas los debían de tener también así. Daba más bien asco mirar fijamente esos ojos. No pestañeó. Se quedó una fracción de eternidad en esa posición. Se las volví a empujar violentamente hacia arriba.

—Ya nos hemos visto bastante. Tengo mejores cosas que hacer. Olvídate de mí.

Carli tenía los dedos suspendidos encima del teclado. Me miraba con la boca abierta.

—Cuando termines el informe —le dije—, lo firmas por mí y te limpias el culo, ¿vale? —me giré hacia Pertin—. Hasta luego, Careto-doble.

Me marché. Nadie me sujetó del brazo.