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Donde, frente al mar, la felicidad resulta una idea sencilla

No hay nada más agradable, cuando no se tiene nada que hacer, que echarse un bocado, por la mañana, frente al mar.

Y hablando de bocados, Fonfon había preparado una salsa de anchoas que acababa de sacar del horno. Yo volvía de pescar, feliz. Me había traído una hermosa lubina, cuatro doradas y una decena de mújoles. La salsa de anchoas aumentó mi felicidad. Siempre he encontrado la felicidad en las cosas sencillas.

Abrí una botella de rosado de Saint-Cannat. La calidad de los rosados de Provenza me maravillaba cada año más. Brindamos, para ir abriendo boca. Ese vino, de la Commanderie de la Bargemone, era una delicia. Se podía sentir bajo la lengua el maravilloso sol de los pequeños viñedos de la Trévarése. Fonfon me guiñó el ojo y se puso a mojar las rebanadas de pan en la crema de anchoas, sazonada con pimienta y ajo picado. Se me despertó el estómago al primer mordisco.

—¡Qué bien sienta esto, mecagüen diez!

—Tú lo has dicho.

No se podía decir nada más. Cualquier otra palabra había estado de más. Comimos sin hablar. Con la mirada perdida en la superficie del mar. Un bello mar de otoño, de un azul oscuro, casi aterciopelado. Del que no me cansaba nunca. Sorprendido cada vez por la atracción que ejercía sobre mí. Una llamada. Pero yo no era ni un marinero, ni un viajero. Mis sueños estaban allá, detrás de la línea del horizonte. Sueños de adolescente. Pero jamás me había aventurado tan lejos. Excepto una vez. En el Mar Rojo. Hacía mucho tiempo de aquello.

Me acercaba a los cuarenta y cinco años y, como a muchos marselleses, los relatos de viajes me colmaban más que los viajes en sí. No me veía cogiendo un avión para ir a Ciudad de México, Saigón o Buenos Aires. Pertenecía a una generación para la que los viajes tenían un sentido. El de los paquebotes, el de los cargueros. El de la navegación. El de ese tempo que impone el mar. El de los puertos. El de la pasarela lanzada al muelle, y el del embriagamiento de los olores nuevos, de las caras desconocidas.

Me conformaba con llevar mi barquito de pesca, el Trémolino, a la altura de la isla Maire y del archipiélago de Riou, para pescar durante unas horas, envuelto en el silencio del mar. No tenía otra cosa que hacer. Ir a pescar, cuando se me ponía en gana. Y echar una partida entre las tres y las cuatro. Jugarme el aperitivo a la petanca.

Una vida muy ordenada.

Algunas veces me daba un voltio por las calas, Sormiou, Morgiou, Sugiton, En-Vau… Horas de marcha con la mochila al hombro. Sudaba, resoplaba. Aquello me mantenía en forma. Aquello apaciguaba mis dudas, mis temores. Mis angustias. Su belleza me reconciliaba con el mundo. Siempre. ¡Son tan bellas! No basta con contarlo, hay que verlas. Pero no tienen acceso más que a pie o en barco. Los turistas se lo pensaban dos veces, y estaba bien que así hiera.

Fonfon se levantó unas diez veces como mínimo, para servir a sus clientes. Tipos que, como yo, habían hecho de este lugar un hábito. Viejos sobre todo. El mal genio de Fonfon no había conseguido espantarlos. Ni siquiera que no se pudiera leer Le Méridional en su bar. Sólo estaban permitidos Le Provençal y La Marseillaise. Fonfon era un viejo militante de la SFIO[1]. De ideas abiertas, pero no hasta el punto de tolerar las del Frente Nacional. En su casa no, no en aquel bar donde habían tenido lugar un montón de reuniones políticas. Gastounet, como llamábamos familiarmente al antiguo alcalde, vino aquí una vez, acompañado de Milou, para estrechar la mano de los militantes socialistas. Era 1981. Enseguida vino el tiempo de las desilusiones. De las amarguras también.

Una mañana, Fonfon descolgó el retrato del presidente de la República que reinaba encima de la máquina del café y lo tiró al cubo de la basura de plástico rojo. Se oyó el ruido del cristal roto. Fonfon nos miró a todos desde detrás de la barra, uno a uno, pero nadie dijo ni mu.

Eso no quería decir que Fonfon se hubiera tragado su bandera. Ni la lengua. Fifi el orejotas, uno de nuestros compañeros de cartas, intentó explicarle, la semana pasada, que Le Méridional había evolucionado. Seguía siendo un periódico de derechas, vale, pero bueno, liberal. De hecho, en el resto del departamento, las páginas locales eran comunes para Le Méridional y Le Provenzal. O sea, que se dejara de rollos…

Casi llegan a las manos.

—Joder, un periódico que tiene mucho éxito por incitar a cargarse a los moros, a mí, qué quieres que te diga, se me revuelven las tripas. Sólo con verlo es como si se me mancharan las manos.

—¡Ahí va Dios! ¡No se puede ni hablar contigo!

—Lo tuyo no es hablar. Es charlatanear. Que no me estoy dejando yo aquí los cuernos para oír tus sandeces.

—¡Hala! ¡Ya empezamos otra vez! —soltó Momo mientras cortaba el trébol de Fonfon con el ocho de rombos.

—¡Y tú te callas! Que hiciste la guerra con la chusma mussoliniana, así que estate contento de estar aquí sentado.

—Belote —dije yo.

Pero era demasiado tarde. Momo había tirado las cartas encima de la mesa.

—Mecagüen la leche… ¡Pues me voy a jugar a otra parte!

—Eso, venga. Vete a donde Lucien. Que ahí las cartas son azul, blanco y rojo. Y el rey de picas va de camisa negra.

Momo se marchó y no volvió a pisar por el bar. Pero no se fue adonde Lucien. Era sólo que ya no jugaba a la belote con nosotros. Y era una pena, porque Momo nos caía bien. Pero Fonfon no se equivocaba. No por hacerse uno viejo iba a tener que callarse la boca. Mi padre habría hecho lo mismo. O peor, quizá, porque él había sido comunista, y el comunismo, hoy, no era más que una montaña de cenizas.

Fonfon se acercó con un plato de pan untado con ajo y tomate crudo. Por lo de suavizar un poco el paladar. Con aquello, el rosado volvía a encontrar nuevos argumentos para estar en nuestros vasos.

El puerto se despabilaba lentamente, con los primeros rayos calientes del sol. No había el mismo jaleo que en la Cannebière. No, era sólo un rumor. Voces. Música por aquí y por allá. Coches que arrancaban. Motores de barcos que se encendían. Y el primer autobús que llegaba, para llenarlo de estudiantes.

Les Goudes, a una media hora del centro de la ciudad, no era, pasado el verano, más que un pueblo de seiscientas personas. Desde que volví a vivir a Marsella, de esto hacía ya por lo menos diez años, no había sido capaz de vivir en otro sitio que no fuera aquí, en Les Goudes. En una cabaña, una pequeña casa de dos habitaciones y cocina, que había heredado de mis padres. En horas perdidas me había dedicado a arreglarla mejor o peor. Estaba lejos de ser un lugar lujoso, pero, a ocho escaleras abajo de mi terraza, tenía el mar y mi barco. Y eso, sin duda, era mejor que cualquier esperanza de paraíso.

Imposible de creer, para quien no haya venido nunca por aquí, a este puertecito desgastado por el sol, que estás en un distrito de Marsella. En la segunda ciudad de Francia. Aquí uno se siente en el fin del mundo. La carretera termina a menos de un kilómetro, en Callelongue, en un sendero de piedras blancas de extraña vegetación. Por ahí es por donde me iba a pasear. Por el vallejo de la Mounine, luego por el Plan des Cailles, que da acceso a los puertos de Cortiou y Somiou.

El barco de la escuela de buceo salió del embarcadero y puso rumbo hacia las islas Frioul. Fonfon lo siguió con los ojos, después volvió la mirada hacia mí y dijo con gravedad:

—Bueno, y tú ¿cómo lo ves?

—Veo que nos las van a meter dobladas.

Ignoraba de qué quería hablar. Con él podía ser del ministro de Interior, del FIS, de Clinton. Del nuevo entrenador del O. M. O incluso del papa. Pero mi respuesta era acertada, seguro. Porque estaba claro que nos las iban a meter dobladas. Cuanto más nos calentaban las orejas con lo de lo social, la democracia, la libertad, los derechos humanos y todo ese rollo, más dobladas nos las metían. Tan claro como que dos y dos son cuatro.

—Pff… sí —dijo él—. Eso me parece a mí también. Es como en la ruleta. Apuestas y vuelves a apostar y sólo hay un agujero y tú perdiendo todo el rato. Siempre te acaban jodiendo.

—Pero mientras apuestas, estás vivo.

—¡Cagüen diez! Pues hoy en día hay que apostar gordo para conseguirlo. Y a mí, hijo, me quedan pocas fichas ya.

Me terminé la bebida y lo miré. Me estaba mirando fijamente. Unas ojeras casi violetas le comían la parte superior de las mejillas. Eso acentuaba lo magro de su cara. A Fonfon no lo había visto envejecer. Ya ni sabía la edad que tenía. Setenta y cinco, setenta y seis. Tampoco era tan viejo.

—Me vas a hacer llorar —le dije bromeando.

Pero sabía bien que no bromeaba. Abrir el bar le exigía cada mañana un esfuerzo considerable. No soportaba a los clientes. No soportaba ya su soledad. A lo mejor un día no me soportaría ni a mí, y eso es lo que debía de preocuparle.

—Voy a dejarlo, Fabio.

Con un gesto amplio, señaló el bar. La vasta sala con su veintena de sillas, el futbolín —una rara pieza de los años sesenta— en un rincón al fondo, la barra de madera y de zinc, que todas las mañanas Fonfon pulía con cuidado. Y los clientes. Dos tipos en la barra. El primero sumergido en L’Équipe y el segundo atisbando los resultados deportivos por encima de su hombro. Dos viejos casi frente a frente. Uno leyendo Le Provençal, el otro La Marseillaise. Tres estudiantes, que esperaban el autobús, contándose las vacaciones.

El universo de Fonfon.

—No digas chorradas.

—Siempre he estado detrás de una barra. Desde que llegué a Marsella con Luigi, mi pobre hermano. Tú no lo llegaste a conocer. Empezamos a los dieciséis años. En el bar de Lenche. Él se puso de docker. Yo pasé por el Zanzi, el bar Jeannot en Les Cinq Avenues, y por el Wagram, en el Vieux-Port. Después de la guerra, cuando junté cuatro perras, me instalé aquí, en Les Goudes. No se estaba mal, mira. Hace cuarenta años.

Antes nos conocíamos todos. Un día ayudabas a Marius a pintar el bar. Otro día era él el que te echaba una mano para montar la terraza. Nos íbamos a pescar juntos. Y en tartana que pescábamos. Todavía estaba el marido de Honorine, el pobre Toinou. ¡Y no te digo nada lo que nos traíamos! Y no lo repartíamos. Nada. Nos hacíamos unas bullabesas de órdago en casa del uno o del otro. Con las mujeres, los niños. Hasta veinte y treinta que éramos a veces. ¡Y menudo cachondeo! Tus padres, allá donde estén, Dios los guarde, aún se deben de acordar.

—Yo me acuerdo, Fonfon.

—Sí, que tú no querías más que comerte la sopa con los tostones. Y el pescao no. Menudo circo que le montabas a tu madre.

Dejó de hablar, perdido entre los recuerdos de los «buenos tiempos». Yo era un gusanillo negruzco que jugaba a hacer ahogadillas a Magali, su hija, en el puerto. Teníamos la misma edad. Todos nos veían ya casados, a ella y a mí. Magali fue mi primer amor. La primera con la que me acosté. En el búnker, encima de la Maronnaise. Por la mañana, nos echaron la bronca porque habíamos vuelto después de medianoche.

Teníamos dieciséis años.

—Qué antiguas son todas estas historias.

—Pues lo que te decía. Que teníamos cada uno nuestras ideas. Reñíamos, peor que las verduleras. Y tú ya me conoces. Que no me quedaba atrás. He dicho siempre las cosas bien claritas. Pero, bueno, había respeto. Ahora, si no te cagas en otro más pobre que tú, te escupen a la cara.

—¿Qué piensas hacer?

—Cerrar.

—¿Se lo has contado a Magali y a Frédo?

—¡Venga, no te hagas el tonto! ¿Desde cuándo no has visto por aquí a Magali? Ya hace años que van de parisinos. Con toda la parafernalia y el coche a juego. En verano, prefieren ir a ponerse el culo moreno a Benidorm, o con los turcos, o a las islas nosequé. ¿Aquí? ¡Qué dices! Esto es un sitio de tiraos como tú y como yo. Y Frédo, vete tú a saber, lo menos está muerto. La última vez que me escribió, iba a abrir un ristorante en Dakar. ¡Los negros se lo han debido de comer crudo! ¿Quieres un café?

—Vale, venga.

Se levantó. Me puso la mano en el hombro y se inclinó hacia mí, rozándome la cara con la mejilla.

—Fabio, pon un franco encima de la mesa y te doy el bar. No paro de pensarlo. No vas a estar así, sin hacer nada, ¿eh? El dinero va y viene, pero nunca dura mucho. O sea, que me quedo con mi casita, y cuando me muera, tú asegúrate de que me ponen bien cerca de mi Louisette.

—Pero ¡joder!, ¡qué aún no te has muerto!

—Ya lo sé. Así tienes tiempo para pensártelo.

Y se marchó a la barra sin que yo pudiera añadir ni una sola palabra. De hecho, no sé lo que le habría podido decir. Su propuesta me dejaba callado. Porque yo no me veía detrás de la barra. No me veía en ningún sitio.

Estaba esperando verlas venir, como dicen por aquí.

Lo más inmediato que vi venir fue a Honorine. Mi vecina. Caminaba con paso vigilante. La energía de esta pequeña mujercilla de setenta y dos años no dejaba de sorprenderme.

Me estaba acabando el segundo café, leyendo el periódico. El sol me tenía calentita la espalda. Eso me permitía no desesperarme mucho ante el mundo. La guerra proseguía en la ex Yugoslavia. Otra acababa de estallar en África. Se estaba incubando otra en Asia, en los límites de Camboya. Y era más que probable que la cosa no tardara en explotar en Cuba. O en algún sitio por ahí, por América central.

Más cerca de casa, y no por ello era la cosa más reconfortante.

«Atraco sangriento en Le Panier» titulaba en las páginas locales Le Provençal. Un artículo breve, de última hora. Dos personas habían sido asesinadas. Los propietarios, que estaban de fin de semana en Sanary, no habían descubierto hasta ayer por la noche los cadáveres de los amigos a los que alojaban en su casa. Y se la habían vaciado de todo lo que era revendible: tele, vídeo, hi-fi, CDs… Según la policía, la muerte de las víctimas se remontaba a la madrugada del viernes al sábado, hacia las tres de la mañana.

Honorine vino directa hacia mí.

—Estaba segura de encontrarle aquí —dijo apoyando el capazo en el suelo.

Fonfon apareció al minuto, con la sonrisa en la cara. Se querían un montón estos dos.

—Buenos días, Honorine.

—Póngame un cafetito, Fonfon, pero poco cargao, eh, que ya me he tomao unos cuantos —se sentó y arrastró la silla hacia mí—. Oiga, tiene visita.

Me miró, observando mi reacción.

—¿Dónde? ¿En mi casa?

—Pues sí, en su casa. En la mía no. ¿Quién quiere que me venga a ver a mí? —esperaba a que yo le preguntara, pero estaba deseando cotilleármelo todo—. ¡No se puede ni imaginar quién es!

—Pues no.

No podía imaginar quién podía venir a verme. Así, un lunes, a las nueve y media de la mañana La mujer de mi vida estaba con su familia, entre Sevilla, Córdoba y Cádiz, y no sabía cuándo volvería. Ni siquiera sabía si Lole volvería algún día.

—Pues menuda sorpresa te vas a llevar —me volvió a mirar, con ojos llenos de malicia. No se aguantaba más—. Es su prima. Su prima Angele.

Gélou. Mi bella prima. Como sorpresa, no estaba mal. A Gélou no la había vuelto a ver desde hacía diez años. Desde el entierro de su marido. A Gino se lo cargaron, una noche, cuando estaba cerrando el restaurante que tenían en Bandol. Como no era un delincuente, todo el mundo pensó en una turbia historia de chantaje. La investigación se perdió como tantas otras, en el fondo de un cajón. Gélou vendió el restaurante, cogió a sus tres hijos y se marchó a rehacer su vida a otra parte. Nunca más supe de ella.

Honorine se inclinó hacia mí y me habló en tono confidencial:

—La pobre no parece estar muy allá. Pondría la mano en el fuego a que le pasa algo.

—¿Qué le hace pensar eso?

—No es que no haya estao simpática, eh. Que me ha dao dos besos y ha sonreído y todo. Hemos estao cuchicheando un ratito, mientras nos tomábamos un café. Pero me dao cuenta que por debajo lleva la cara tristona de los días sin pan.

—A lo mejor sólo es que está cansada.

—Para mí, que tiene problemas. Y que viene a verle para eso.

Fonfon volvió con tres cafés. Se sentó enfrente de nosotros.

«A gusto te tomarías otro», me dije.

«¿Qué tal?», preguntó mirándonos.

—Es Gélou —dijo Honorine—. ¿Se acuerda? —asintió—. Acaba de llegar.

—Bueno, ¿y qué?

—Tiene problemas —dije yo.

Honorine hacía juicios infalibles. Miré hacia el mar, diciéndome que la tranquilidad se había terminado sin duda. En un año había engordado dos kilos. Empezaba a pesarme el seguir vagueando. O sea, que con problemas o sin ellos, Gélou era bienvenida. Vacié la taza y me levanté.

—Voy para allá.

—¿Y si cojo una hogaza para el mediodía? —dijo Honorine—. Se quedará a comer Gélou, ¿no?