PRÓLOGO

Ojos que no ven, corazón que siente. Marsella, siempre

Su vida estaba allí, en Marsella. Allá, detrás de esas montañas que el sol poniente iluminaba, esa noche, de rojo vivo. «Mañana, hará viento», pensó Babette.

Durante los quince días que llevaba en aquel pueblo de Les Cévennes, Le Castellas, había estado subiendo a la cresta de la montaña al atardecer. Por ese camino por el que Bruno conducía sus cabras.

Aquí, pensó la mañana de su llegada, no cambia nada. Todo muere y renace. Aun cuando haya más pueblos muriendo que naciendo. En cualquier momento, siempre, un hombre reinventa los viejos gestos. Y todo vuelve a empezar. Los caminos cerrados encuentran de nuevo su razón de ser.

—En eso consiste la memoria de la montaña —dijo un día Bruno, mientras le servía un gran tazón de café.

A Bruno lo había conocido en 1988. El primer gran reportaje que el periódico le confiaba a ella, a Babette. Veinte años después del Mayo del 68. ¿En qué se habían convertido los activistas?

Joven filósofo, anarquista, Bruno había luchado en las barricadas del Quartier Latin, en París. Corre, camarada, el viejo mundo te persigue. Ésa había sido su única consigna. Había corrido lanzando adoquines y cócteles Molotov a los CRS[1]. Había corrido envuelto en gases lacrimógenos, con los CRS en los talones. Había corrido en todas las direcciones, en mayo, en junio, sólo por no verse atrapado en la felicidad del viejo mundo, los sueños del viejo mundo, la moral del viejo mundo. La estupidez y el asco del viejo mundo.

Cuando los sindicatos firmaron los acuerdos de Grenelle y los trabajadores volvieron a coger el camino de la fábrica y los estudiantes el de la facultad, Bruno supo que no había corrido lo suficientemente rápido. Ni él, ni toda su generación. El viejo mundo les había cogido. La pasta se convertía en sueño y moral. En la única alegría de vivir. El viejo mundo se inventaba una nueva era: la miseria humana.

Así le había contado las cosas Bruno a Babette. «Habla como Rimbaud» pensó, conmovida, también seducida por ese hermoso hombre de cuarenta años.

Él y muchos otros huyeron entonces de París. En dirección hacia L’Ariége, L’Ardèche, les Cévennes. A los pueblos abandonados. Lo Païs, como les gustaba decir. Otra revuelta nacía, entre los escombros de sus ilusiones. Naturalista y fraternal. Comunitaria. Se inventaron otro país. La Francia salvaje. Muchos se volvieron a marchar un año o dos después. Los más perseverantes aguantaron bien cinco o seis. Bruno, por su parte, se había apegado a este caserón que había reconstruido. Solo, con su rebaño de cabras.

Aquella tarde, después de la entrevista, Babette se había acostado con Bruno.

—Quédate —le pidió.

Pero ella no se quedó. No era su forma de vida.

A lo largo de los años, ella había vuelto a verle bastante a menudo. Cada vez que pasaba por allí, o cerca. Bruno tenía ahora una compañera y dos hijos, luz, tele y un ordenador, y producía queso de cabra y miel.

—Si un día tienes problemas —le dijo a Babette—, vente. No lo dudes. De aquí hasta abajo en el valle todos son amigos.

Esa noche, echaba muchísimo de menos Marsella. Pero no sabía cuándo iba a poder volver. Y, además, si un día volvía, ya nada, nada, volvería a ser como antes. Lo que tenía Babette no eran problemas, era peor. En su cabeza, se había instalado el horror. En el momento en que cerraba los ojos, volvía a ver el cadáver de Gianni. Y después éste, los de Francesco, Beppe, que no había visto pero imaginaba. Cuerpos torturados, mutilados. Con toda esa sangre alrededor, negra, coagulada. Y aún más cadáveres. Por detrás. Y sobre todo por delante. Algo inevitable.

Cuando dejó Roma, con el miedo metido en el cuerpo, desamparada, no supo a dónde ir. Para resguardarse. Para reflexionar sobre todo esto lo más tranquilamente posible. Para poner en orden todos sus papeles, seleccionar, clasificar las noticias, recortarlas, ordenarlas, contrastarlas. Rematar la investigación de su vida. Sobre la Mafia en Francia, y en el Sur. Nunca se había llegado tan lejos. Hoy, ella misma constataba que demasiado lejos. Se acordó de las palabras de Bruno.

—Tengo problemas. Graves.

Llamaba desde una cabina de La Spezia. Era casi la una de la madrugada. Bruno estaba durmiendo. Se levantaba pronto, por los animales. Babette estaba temblando. Dos horas antes, tras haber conducido de un tirón, y casi como loca, desde Orvieto, había llegado a Manarola. Un pueblecito de Cinqueterre, levantado sobre un montículo rocoso, donde vivía Beppe, un viejo amigo de Gianni. Llamó al teléfono de éste como le había pedido que hiciera. Por precaución, le había precisado esa misma mañana.

Pronto.

Babette colgó. No era la voz de Beppe. Después vio dos coches de los carabinieri aparcar en la calle principal. No le quedó la menor duda: los asesinos habían llegado antes que ella.

Hizo el camino en sentido contrario, una carretera de montaña, estrecha, sinuosa. Crispada al volante, agotada, pero atenta a los pocos coches que se disponían a adelantarla o a cruzarse con ella.

—Ven —le había dicho Bruno.

Encontró una habitación cutre en el Albergo Firenze e Continentale, cerca de la estación. No pudo pegar ojo en toda la noche. Los trenes. La presencia de la muerte. Todo le venía a la memoria, hasta el menor detalle. Un taxi acababa de dejarla en la plaza de Campo dei Fiori. Gianni había vuelto de Palermo. La esperaba en su casa. Diez días es mucho, le había dicho por teléfono. También para ella era mucho tiempo. No sabía si amaba o no a Gianni, pero sí que lo deseaba…

—¡Gianni! ¡Gianni!

La puerta estaba abierta, pero ella no le había dado importancia.

—¡Gianni!

Ahí estaba. Atado a una silla. Desnudo. Muerto. Cerró los ojos, pero ya era demasiado tarde. Supo que tendría que vivir con esa imagen.

Cuando los volvió a abrir, vio las marcas de quemaduras en el torso, el vientre, los muslos. No, no quería seguir mirando. Apartó la vista del sexo mutilado de Gianni. Se puso a gritar. Se vio gritando, tiesa como un palo, los brazos colgando, la boca desencajada. Su grito se impregnó del olor de la sangre, la mierda y el meado que inundaban la habitación. Cuando se quedó sin aire, vomitó. A los pies de Gianni. Allí donde, escrito con tiza sobre el parqué, se podía leer: «Regalo para la señorita Bellini. Hasta luego».

Francesco, el hermano mayor de Gianni, fue asesinado la mañana en que se iba de Orvieto. Beppe, antes de que ella llegara.

Su acoso y derribo había comenzado.

Bruno vino a esperarla a la parada del autobús, a Saint-Jean-du-Gard. Había hecho lo siguiente: tren desde La Spezia hasta Ventimiglia, luego en coche de alquiler por el pequeño puesto fronterizo de Mentón, en tren hasta Nîmes y, a continuación, en autobús. Era un modo de protegerse. No creía que la fueran a seguir. La esperarían en su casa, en Marsella. Eso era lo lógico. Y la Mafia era de una lógica implacable. En dos años de investigación, había podido comprobarlo en multitud de ocasiones.

Poco antes de llegar a Le Castellas, ahí donde la carretera dominaba el valle, Bruno aparcó su viejo jeep.

—Ven, vamos a caminar un poco.

Caminaron hasta la parte más alta. Le Castellas apenas se veía. Estaba tres kilómetros más arriba, al final de un camino. No se podía ir más allá.

—Aquí estás segura. Si sube alguien, Michel, el guarda forestal, me llama. Y si alguien quisiera llegar por las crestas, Daniel nos lo diría. No hemos cambiado nuestros hábitos, yo llamo cuatro veces al día, él llama otras cuatro. Si uno de los dos no llama a la hora convenida, es que hay un marrón. Cuando volcó el tractor de Daniel, lo supimos por eso.

Babette lo miró, incapaz de añadir una palabra. Ni siquiera gracias.

—Y no te sientas obligada a contarme tus movidas.

Bruno la abrazó, y ella se echó a llorar.

Babette tembló. El sol se había ocultado y, al frente, las siluetas de las montañas se recortaban en el cielo, violetas. Aplastó con cuidado la colilla con la punta del pie, se levantó y volvió a bajar hacia Le Castellas. Apaciguada por ese milagro cotidiano que era la caída de la tarde.

En su habitación, releyó una larga carta que le había escrito a Fabio. Le contaba todo, desde su llegada a Roma hacía dos años. Hasta el desenlace. Su desesperación. Pero también su determinación. Iría hasta el final. Publicaría su investigación. En un periódico o en un libro. «Tiene que saberse todo», afirmaba ella.

Tuvo en la mente la belleza de la puesta de sol y quiso terminar con estas palabras. Sólo decirle a Fabio que, a pesar de todo, el sol era más hermoso sobre el mar, no más hermoso sino más verdadero, no, no era eso, no, tenía ganas de estar con él, en su barco, a la altura de Riou y ver el sol fundirse en el mar.

Rompió la carta. En una hoja en blanco escribió: «Todavía te quiero». Y debajo: «Guárdame esto como un tesoro». Deslizó tres disquetes en un sobre acolchado, lo pegó y se levantó para ir a cenar con Bruno y familia.