Donde resulta evidente que la podredumbre es ciega
Hice entrar mi barco en el puerto de Frioul. Eran las nueve en punto. La mar estaba más agitada de lo que me había parecido al salir de Les Goudes. Babette, me dije mientras reducía el motor, lo ha debido de pasar regular estos treinta minutos. Pero llevaba con qué reconfortarla. Salchichón de Arles, un pâté de jabalí, seis quesos pequeños de cabra de Banon y dos botellas de tinto de Bandol. Del domaine de Cagueloup. Y mi botella de Lagavulin, para más tarde en la noche. Antes de volver a coger la mar. Félix, lo sabía, no le hacía ningún asco.
Estaba tenso. Por primera vez me había hecho a la mar con un objetivo, un motivo concreto. De repente, se me hizo un lío la cabeza. Hubo un momento en que incluso me pregunté cómo podía haber llegado hasta ahí, a mi edad, sin tener más que una vaga idea de lo que era y de lo que quería en la vida. No se me reveló ninguna respuesta. Sino otra serie de preguntas más concretas todavía que intenté apartar. La última era la más sencilla. ¿Qué coño hacía yo ahí, en el barco, con una pistola, una 6’35, en el bolsillo de la cazadora?
Porque me la había traído, la pipa de Manu. Después de dudarlo un rato. Tras la marcha de Honorine y Fonfon me sentía desamparado. Sin referencia ninguna. Y solo. En un momento, estuve a punto de llamar a Lole. Para oír su voz. Pero ¿qué decirle luego? Donde estaba ella, no se parecía en nada a aquí. Nadie había sido asesinado. Y había amor, seguro. Entre ella y su amigo al menos.
Entonces el miedo se me echó encima.
En el momento de sacar el barco me dije: ¿y si te estás equivocando, Fabio, y si se lo huelen y te siguen por mar? Volvía de comprar unos paquetes de tabaco y había comprobado que el Fiat Punto no estaba aparcado en la esquina. Había subido la carretera a pie, casi hasta la salida del pueblo. Tampoco estaba el 304 blanco. Ni matones ni polis. En ese momento justo, sentí cómo el miedo me hacía un nudo en el estómago. Como luz de alarma. No era normal. Tendrían que estar ahí. Los asesinos porque no habían podido echarle mano a Babette. La policía, puesto que Hélène Pessayre se había comprometido. Pero ya era demasiado tarde, Félix, a esta hora, debía de haberse hecho a la mar.
Vi a lo lejos el barco de Félix, completamente a la derecha del dique que une las islas de Pomègues y Ratonneau. Del lado de los edificios. Donde habían abierto unos cuantos bares. El puerto estaba tranquilo. Incluso en verano, Frioul no atraía a las grandes masas noctámbulas. Los marselleses sólo venían por el día. Con el paso del tiempo, todos los proyectos inmobiliarios habían caído en la indiferencia. Las islas Frioul no eran un lugar habitable. Como mucho, un sitio para venir a bucear, pescar y nadar en las frías aguas del mar adentro.
—¡Eh! ¡Félix! —le llamé, dejando que mi barco deslizara hasta el suyo.
No movió ni un pelo. Parecía dormido. Con el tórax un poco echado hacia adelante.
El casco de mi barco chocó suavemente contra el suyo.
—Félix.
Estiré el brazo para sacudirlo cariñosamente. La cabeza se le cayó a un lado y luego hacia atrás, y sus ojos muertos se plantaron en los míos. La sangre todavía chorreaba de su cuello abierto.
Estaban ahí.
Babette, pensé.
Estábamos acorralados. Y Félix muerto.
¿Dónde estaba Babette?
Una arcada me puso el estómago del revés, y me vino a la garganta el sabor amargo de la bilis. Doblé el cuerpo para vomitar. Pero no tenía en el estómago más que un buen trago de Lagavulin que me había echado a mitad de camino.
Félix.
Con sus ojos muertos. Para siempre.
Y esa sangre chorreando. Que chorrearía en mi memoria toda mi puta vida.
Félix.
No quedarse aquí.
Con un gesto rápido, me apoyé en su casco, para empujar mi barco, encendí el motor y di marcha atrás para apartarme de allí. Con la mirada, observé el puerto, el dique, los alrededores. Nadie. Oí risas en un velero. Risas de un hombre y una mujer. La de la mujer chispeaba como el champaña. El amor no andaba muy lejos. Sus cuerpos en contacto directo con la madera del puente. Su placer bajo la luz de la luna.
Llevé el barco hasta un lugar apartado. Al extremo este. Ese lado no estaba iluminado. Me quedé un rato escudriñando la noche. La roca blanca. Y los vi. Estaban ahí. Eran tres. Los tres. Bruscati y el chófer. Y el hijo de puta del degollador. Estaban subiendo rápido por el estrecho camino que sale de las rocas y que lleva a una multitud de pequeñas calas.
Babette debía de estar huyendo por allí.
—¡Móntale!
Me quedé rígido. Pero esa voz no me era del todo desconocida. De la sombra de una roca vi aparecer a Béraud. Alain Béraud. El que formaba equipo con Hélène Pessayre.
—Le he visto llegar —dijo saltando ágilmente a mi barco—. Creo que ellos no.
—¿Qué coño estáis haciendo aquí? ¿Ella también?
—No.
Vi a los tres hombres desaparecer arriba de la cuesta.
—¿Cómo se han enterao esos maricones?
—Ni idea.
—¡Cómo que ni idea, hostia puta! —grité en voz baja. Tenía ganas de empujarle. De estrangularle.
—¿Y entonces qué coño pintas aquí?
—Estaba en Le Vallon-des-Auffes hace un rato.
—¿Por qué?
—¡Móntale, joder!, ella te lo dijo, ¿no? Sabíamos que tu amiga iba a casa de ese tío. Yo estaba allí cuando fuiste a verle el otro día.
—Ya, ya lo sé.
—Hélène había pillao la jugada del barco… Muy astuto.
—¡No me toques los cojones, hostia!
—No quería que estuviera aquí sin protección.
—¡Mierda puta, pero se lo han cargao a Félix! ¿Y tú dónde te habías metido?
—Estaba llegando. De hecho, acabo de llegar.
Se quedó pensativo un momento. He salido el último. Ésa es la gilipollez. Tendría que haber venido aquí directamente. Y esperar. Pero… Pero no… no estábamos seguros de que fuera ahí donde habíais quedado. Podía ser el Château d’If. En Le Planier… Yo qué sé…
—Ya.
No entendía nada, pero ya daba igual. Había que espabilar y encontrar a Babette. Tenía una ventaja sobre los asesinos, y es que se conocía la isla de memoria. Hasta la última cala. Hasta el último sendero de piedras. Durante años había estado viniendo a hacer submarinismo.
—Hay que mover —dije.
Me quedé pensando un momento.
—Voy a bordear la costa. A ver si la encontramos en alguna de las calas. Sólo se puede ir así.
—Yo voy andando —dijo—. Por el camino. Detrás de ellos. ¿Te parece?
—Vale.
Puse en marcha el motor.
—Béraud —dije.
—Sí.
—¿Por qué estás solo?
—Es mi día libre —respondió serio.
—¡Cómo! —grité.
—Móntale, ahí está el meollo. Nos han echado. Le han quitado el caso después de presentar el informe.
Nos miramos. Me pareció ver en los ojos de Béraud el furor de Hélène. Su furor y su asco.
—Le han dao un palo muy gordo.
—¿A quién han puesto en su lugar?
—A la brigada financiera. Pero todavía no sé quién va a ser el comisario.
Ahora la rabia se estaba apoderando de mí.
—¡No me digas que ha informado de tu vigilancia!
—No.
Le cogí violentamente del cuello de la camisa.
—Con que no tienes ni idea, ¿eh? ¿De por qué han llegado hasta aquí? ¿Seguro que no?
—Sí… bueno, me imagino.
Tenía la voz tranquila.
—¿Y qué es entonces?
—El chófer. Nuestro chófer. Sólo le veo a él.
—¡Joder! —le dije, soltándolo—. ¿Dónde está Hélène?
—En Septémes-les-Vallons. Investigando el posible origen criminal del incendio… Parece que eso es lo que se está oyendo. Ese fuego… Hélène me ha pedido que no le pierda de vista.
Saltó del barco.
—Móntale —dijo.
—Qué.
—El tío que conducía su fueraborda está amordazado y atado. He llamado también a la policía. No creo que tarden.
Y se echó al camino. Desenfundó una pistola. Gorda. Yo saqué la mía. La de Manu. La cargué y eché el seguro.
Di la vuelta a la isla lentamente. Para intentar localizar a Babette o a los asesinos. La luz blanca de la luna le daba un aspecto lunar a la roca. Nunca esas islas me habían parecido tan lúgubres.
Volví a pensar en lo que me había dicho Hélène Pessayre esta mañana en el teléfono. «Cada uno juega su partida». Ella había jugado la suya y había perdido. Yo estaba jugando la mía y la estaba perdiendo. «Es lo que usted quería, ¿no?». ¿La había vuelto a cagar una vez más? ¿Estaríamos en estas si…?
Babette estaba bajando. Por un estrecho paso entre las rocas.
Acerqué el barco manteniéndome en el centro de la cala.
Llamarla ahora. No, todavía no. Mejor dejar que baje. Que llegue hasta abajo de la cala.
Me acerqué un poco y paré el motor para deslizarme lentamente por el agua. Aún tenía fondo. Lo intuía. Cogí los remos y me acerqué un poco más.
La vi aparecer en el estrecho banco de arena.
—Babette —la llamé.
Pero no me oyó. Estaba mirando a lo alto de las rocas. Me pareció oiría jadear. El miedo. El pánico. Pero era mi corazón lo que en realidad oía. Me latía a toda marcha. Como una bomba de relojería. ¡Joder, tranquilízate!, me dije. ¡Me va a estallar!
¡Calma! Calma.
—¡Babette!
Había gritado.
Se dio la vuelta, por fin me vio. Entendió. El tipo apareció en el mismo instante. Apenas unos tres metros por encima de ella. Y lo que llevaba no era una pistola.
—¡Escóndete! —chillé.
La ráfaga tapó mi voz. Siguieron más ráfagas. Babette se levantó como para tirarse al agua y se volvió a caer. Al agua. El tiroteo paró y vi al tipo desaparecer por encima de las rocas. La metralleta se despeñó por las piedras. Y de repente, silencio. Un instante después, su cuerpo fue a aplastarse más abajo. El golpe del cráneo contra la roca resonó en la cala.
Béraud había apuntado bien.
Remé a fondo. Sentí el casco flotando sobre el fondo de piedras. Salté del barco. El cuerpo de Babette seguía ahí en el agua, inmóvil. Intenté levantarlo. Como el plomo.
—Babette —dije llorando—. Babette.
Arrastré su cuerpo suavemente hacia la arena. Ocho impactos habían acribillado su espalda. Le di lentamente la vuelta.
Babette. Me tendí junto a ella.
Ese rostro que había amado. El mismo. Igual de bello. Tal como Boticelli lo imaginó en sus sueños una noche. Tal como lo pintó un día. El día del nacimiento del mundo. Venus. Babette. Le acaricié la frente despacio y, luego, la mejilla. Rocé sus labios con los dedos. Sus labios que me habían besado. Que habían cubierto mi cuerpo de besos. Chupado mi sexo. Sus labios.
Apreté mi boca contra la suya, como un loco.
Babette.
El sabor a sal. Introduje la lengua, lo más intensamente posible, lo más profundo posible en su boca. Para ese beso imposible que quería que se llevara. Me caían las lágrimas. Saladas también. Sobre sus ojos abiertos. Abracé la muerte. Apasionadamente. La mirada en la mirada. El amor. Mirarse a los ojos. La muerte. No dejar de mirarse.
Babette.
Su cuerpo se estremeció. Me vino a la boca un gusto a sangre. Y vomité lo único que me quedaba por vomitar. La vida.
—Hola, mamón.
La voz. Esa que podía haber reconocido entre un millón.
Se oyó un tiroteo por encima de nosotros.
Me giré lentamente, sin levantarme, y me quedé sentado, con el culo en la arena mojada. Con las manos en los bolsillos de la cazadora. Con la mano derecha quité el seguro a la pistola. Me quedé quieto.
Me apuntaba con un gran colt. Me miró detenidamente. No le veía los ojos. La podredumbre no tiene mirada. Es ciega. Me imaginaba sus ojos en el cuerpo de una mujer. Cuando se la follaba. ¿Podía uno dejarse joder por el Mal?
Sí. Yo.
—Has intentado pegárnosla, eh.
Sentí cómo su desprecio se escurría por mí. Como si me acabara de escupir en la cara.
—Ya no sirve de nada —dije—. Ella, yo. Mañana todo, absolutamente todo, estará colgado en internet. La lista completa.
Había llamado a Cyril, antes de salir. Le había pedido que sacara todo esta noche. Sin esperar la opinión de Babette.
Se echó a reír.
—Dices en internet.
—Así cualquiera podrá leer esas putas listas.
—Cállate la boca, mamonazo. ¿Dónde están los originales?
—Me encogí de hombros.
—No le ha dao tiempo a decírmelo, imbécil. Habíamos quedao para eso.
Más tiros arriba en las rocas. Béraud estaba vivo. Por lo menos todavía.
—Muy bien.
Se aproximó. Ahora lo tenía a cuatro pasos de mí.
Con el arma bien encima.
—Has acabao de romper el cuchillo con mi viejo amigo.
Se volvió a reír.
—¿Habrías preferido que te rebanara a ti también, gilipollas?
Ahora, me dije.
El dedo en el gatillo.
¡Dispara!
«Vosotros… ¿me dejaríais que lo matara?».
«¡Dispara, por Dios!», gritó Mavros. Sonia se puso a chillar también. Y Félix. Y Babette. ¡Dispara!, gritaban. Fonfon con la rabia en los ojos. Honorine mirándome con ojos tristes. «El honor de los supervivientes…». ¡Dispara!
¡Móntale, joder, mátalo! ¡Mátalo!
«Lo voy a matar».
¡Dispara!
Bajó el brazo lentamente. Lo tensó. Hacia mi cráneo.
¡Dispara!
—¡Enzo! —grité.
Y abrí fuego. Todo el cargador.
Se vino abajo. El asesino sin nombre. La voz. La voz de la muerte. La muerte misma.
Me puse a temblar. Con la mano crispada sobra la culata de la pistola. Muévete. Móntale. Muévete, no te quedes ahí. Me levanté. Temblaba cada vez más.
—¡Móntale! —llamó Béraud.
No estaba ya muy lejos. Otro tiroteo. Luego, silencio.
Béraud no volvió a llamar.
Me acerqué hasta el barco. Dando tumbos. Miré el arma que llevaba en la mano. El arma de Manu. Con un gesto violento la lancé lejos, al mar. Cayó al agua. Haciendo el mismo ruido que la bala que me entró en la espalda. Sentí la bala, pero no oí el disparo hasta justo después. O a la inversa, no podía ser de otra manera.
Di unos cuantos pasos en el agua. Me acaricié la herida abierta con la mano. Sangre caliente en los dedos. Dentro. La quemazón. Como el fuego en las colinas, iba ganándome terreno. Las hectáreas de mi vida se consumían.
Sonia, Mavros, Félix, Babette. Éramos seres calcinados. El Mal se propagaba. El Incendio se apoderaba del planeta. Demasiado tarde. El infierno.
Sí, pero estás bien, ¿no, Fabio? ¿Estás bien,? Sí. No es más que una bala. ¿Ha vuelto a salir? No, joder. Parece que no.
Me dejé caer en el barco. Tumbado. El motor. Arrancar. Arranqué. Ahora, volver. Iba a volver. Se acabó, Fabio.
Pillé la botella de Lagavulin, le quité el tapón y me llevé a los labios. El líquido se me derramó por encima. Caliente. Me estaba sentando de maravilla. Era imposible atrapar la vida, simplemente había que vivirla. ¿Qué? Nada. Tenía sueño. Cansancio. Sí, dormir. Pero no te olvides de invitar a comer a Hélène. El domingo. Sí, el domingo. ¿Cuándo es el domingo? Fabio, no te duermas, joder. El barco. Dirige el barco. Hacia allí, hacia tu casa. Les Goudes.
El barco iba mar adentro. Estaba mejor. El wisky me chorreaba por la barbilla, por el cuello. Ya no sentía nada de mí. Ni en el cuerpo ni en la cabeza. Había acabado con el dolor. Con todos los dolores. Y con mis miedos. El miedo.
Ahora, la muerte, soy yo.
Lo había leído en algún sitio… Acordarse de eso ahora.
La muerte, soy yo.
Lole, ¿no te importa correr las cortinas sobre nuestra vida? Por favor. Estoy cansado.
Lole, por favor.