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Donde no hay verdad sin amargura

Ahora que el mistral ya había cesado, el aire apestaba a chamuscado. Una mezcla acre de madera, resina y productos químicos. Los bomberos parecían haberse hecho por fin con el fuego. Se hablaba de 3450 hectáreas devastadas. Principalmente bosque. En la radio, alguien, no me acuerdo bien de quién, había avanzado la cifra de un millón de árboles calcinados. Un incendio comparable al de agosto de 1989.

Después de una breve siesta, me había ido a caminar por las calas. Había sentido la necesidad de lavarme la mente con la belleza de esta tierra. De vaciarla de pensamientos asquerosos y de llenarla de imágenes sublimes. Necesidad también de dar un poco de aire puro a mis pobres pulmones.

Había salido desde el puerto de Calelongue, a dos pasos de Les Goudes. Un paseo fácil, de apenas dos horas, por el sendero des Douanes. Y que ofrecía maravillosas vistas del archipiélago Riou y de la vertiente sur de las calas. Llegado al Plan des Cailles, había tirado por la ladera, no lejos del mar, por los bosques que hay de encima de la cala des Queyrons. Sudando y resoplando como un pobre diablo, había hecho una parada al final del camino del acantilado que cuelga sobre la cala de Podestat.

Estaba bien, ahí, frente al mar. En el silencio. Aquí no había nada que entender, nada que saber. Todo se entregaba a la vista en el mismo instante de disfrutarlo.

Me había puesto en marcha después de la llamada de Félix. Justo antes de las dos. Babette acababa de llegar. Me la puso al teléfono. No había cogido el tren de Nîmes. Una vez en la estación, le habían entrado dudas. Un presentimiento. Se dirigió a una agencia de alquiler de coches y se fue de allí al volante de un 205. Ya en Marsella, había aparcado el coche en el puerto. Un autobús la había llevado hasta La Corniche. Luego había bajado a pie hasta Le Vallon-des Auffes.

Cerré el bar, eché las contraventanas que daban al mar y bajé la persiana metálica. El salón quedaba así tenuemente iluminado por una claraboya, situada encima de la puerta de entrada.

—Me dieron ganas de eso —empezó a contar ella—, de dejar que la ciudad entrara en mí. De impregnarme con su luz. Ves, hasta me he parado en La Samaritaine, para beber y comer algo. Pensaba en ti. En lo que dices a menudo. Que no se puede entender nada de esta ciudad si se es indiferente a su luz.

—Babette…

—Me gusta esta ciudad. He mirado a la gente a mi alrededor. En las terrazas. En las calles. Los he envidiado. Vivían. Bien, mal, con altibajos, seguro, como todo el mundo. Pero vivían. Yo… me sentía como una extraterrestre.

—Babette…

—Espera… Entonces, me he quitado las gafas negras y he cerrado los ojos. Al sol. Para sentir su calor, como cuando estás en la playa. Volvía a ser yo misma. Me dije: «Estás en tu casa». Y… Fabio…

—¿Qué?

—No es verdad, sabes. No estoy del todo en mi casa. No puedo caminar por la calle sin preguntarme si no me están siguiendo.

Se calló, un instante. Tiré del cable del teléfono y me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la barra. Estaba cansado. Tenía sueño. Necesitaba aire. Tenía ganas de todo, excepto de oír lo que ella iba a decir y que presentía llegar en cada una de sus palabras.

—He estado reflexionando sobre esto.

Su voz estaba curiosamente tranquila. Y eso se me hacía todavía más insoportable.

—Nunca jamás podré estar como en mi casa en Marsella, si renuncio a esta investigación. Todo el curro de tantos años. Tengo que ir hasta el final de mí misma. Como cada uno aquí, aunque sea a su nivel. Con esa exageración tan nuestra. Que nos perderá…

—Babette, no quiero hablar de esto por teléfono.

—Quería que lo supieras, Fabio. Ayer por la noche, acabé admitiendo que tenías razón. Lo había pesado todo, sopesado. Pero… al llegar aquí… la felicidad del sol en mi piel, esa luz en mis ojos… Tengo razón yo.

—¿Llevas los documentos contigo? —la corté—. Los originales.

—No. Están en un lugar seguro.

—¡Joder, Babette! —grité.

—No vale de nada ponerse nervioso, es así. ¿Cómo puede uno vivir feliz si, cada vez que va a algún sitio o que compra algo, es consciente de que la Mafia está dándole por culo? ¿Eh? ¡Y bien hasta el fondo!

Pasajes enteros de su investigación' desfilaban ante mis ojos. Como si aquella noche, en casa de Cyril, me hubiera metido el disco duro de su ordenador entero en la cabeza.

«Es en los paraísos fiscales donde los sindicatos del crimen están en contacto con los mayores bancos comerciales del mundo, con sus filiales locales especializadas en el private banking ofreciendo un servicio discreto y personalizado para la gestión de cuentas de alto rendimiento fiscal. Estas posibilidades de evasión son utilizadas tanto por empresas legales como por organizaciones criminales. Los avances de las técnicas bancadas y de las telecomunicaciones ofrecen amplias posibilidades de hacer circular y de hacer desaparecer rápidamente los beneficios de las transacciones ilícitas».

—¿Fabio?

Cerré los párpados.

«El dinero puede circular fácilmente por transferencia electrónica entre la sociedad-madre y su filial registrada como una sociedad-tapadera en un paraíso fiscal. Miles de millones de dólares procedentes de las entidades que gestionan fondos institucionales —incluidos los fondos de pensiones, el ahorro de las mutuas y los fondos del Tesoro— circulan de este modo, pasando uno a uno por cuentas registradas en Luxemburgo, en las islas del Canal, en las islas Caimán, etcétera.

»Consecuencia de la evasión fiscal, la acumulación en los paraísos fiscales de enormes reservas de capitales pertenecientes a grandes sociedades es también responsable del crecimiento del déficit presupuestario de la mayoría de los países occidentales».

—La cuestión no es esa —dije.

—¿Ah, no? ¿Y cuál es?

No había hablado de Bruno. Yo suponía que todavía ignoraba todo acerca de la masacre. De ese horror. Decidí no decirle nada. De momento. Guardarme esa basura como argumento de última hora. Cuando, por fin, estuviéramos cara a cara. Esa noche.

—No es la cuestión. ¡Yo tampoco podría ser feliz si mañana… les cortaran el cuello a Honorine y Fonfon! Como hicieron esos hijos de puta con Sonia y Mavros.

—¡Yo también me he tragao una cuanta sangre! —dijo exaltada—. He visto el cuerpo de Gianni. Estaba mutilado. Así que no vengas ahora contándome…

—¡Pero tú estás viva, la hostia puta! ¡Ellos, no! ¡Y yo estoy vivo! ¡Y Honorine y Fonfon y Félix también, de momento! ¡No me toques los cojones con lo que has visto o has dejao de ver! Porque, al paso que vamos, vas a tener que ver un tanto más. ¡Y peor aún! Tu cuerpo despedazado trozo a trozo…

—¡Basta!

—Hasta que les digas dónde están esos putos documentos. Estoy seguro de que estallarás en cuanto te corten el primer dedo.

—¡Cabronazo! —gritó.

Me preguntaba dónde estaría Félix. ¿Se habría sumergido en la lectura de un Pieds-Nickelés, mientras se tomaba una cervecita bien fresquita, indiferente a lo que estaba oyendo? ¿O se habría ido al puerto para que Babette hablara sin sentirse espiada?

—¿Y Félix dónde está?

—En el puerto. Preparando el barco. Ha dicho que se haría a la mar hacia las ocho.

—Vale.

Silencio otra vez.

La penumbra del bar me sentaba bien. Me daban ganas de tumbarme directamente en el suelo. Y dormir. Dormir mucho rato. Con la esperanza de que en ese largo sueño toda la enorme inmundicia se disolvería en mis fantasías de amaneceres puros en el mar.

—Fabio —continuó Babette.

Me acordaba de haber estado pensando, en lo alto del puerto de Cortiou, que no hay verdad que no lleve en sí misma su amargura. Lo había leído en algún sitio.

—Babette, no quiero que te pase nada malo. Tampoco podría vivir, si te… si te mataran. Están muertos todos, todos a los que quería. Mis amigos. Y Lole se ha marchado…

—¡Ay!

No había contestado a aquella carta de Babette que Lole había abierto y leído. Esa carta que había roto nuestro amor. Se la había guardado a Lole por violar secretos. Luego a Babette. Pero ni Babette ni Lole eran responsables de lo que vino después. Esa carta había llegado en el momento justo en que a Lole le asaltaban un montón de dudas sobre mí, sobre ella. Sobre nosotros, sobre nuestra vida.

—Sabes, Fabio —me confesó una noche, una de esas noches en que todavía intentaba convencerla de que esperara, de que se quedara—. Mi decisión está tomada. Desde hace tiempo. Me he dado un largo periodo de reflexión. Esa carta de tu amiga Babette no tiene nada que ver. Sólo me ha permitido llevar a cabo mi decisión… Hace tiempo que tengo dudas. Como ves, no se trata de un impulso. Y por eso es terrible. Todavía más terrible. Yo sé… yo sé que para mí es vital marcharme.

No encontré nada que replicarle, excepto eso, que era testaruda. Y tan orgullosa que no podía admitir que pudiera equivocarse. Dar marcha atrás. Volver a mí. A nosotros.

—¿Testaruda, Fabio? ¡Tú lo eres igual que yo! No…

Y dijo las palabras que cerraban definitivamente la puerta:

—No siento por ti el amor que hace falta para vivir con un hombre.

Más tarde, en otra ocasión, me preguntó si había contestado a esa chica, a Babette.

—No —le dije.

—¿Por qué?

Jamás encontré las palabras para responderle, ni siquiera para llamarla. ¿Para decirle a Babette qué? Que no sabía lo frágil que era el amor de Lole y el mío. Y que, sin duda, todos los verdaderos amores son así. Tan quebradizos como el cristal. Que el amor tensa a los seres hasta el límite. Y que lo que ella, Babette, creía que era amor, no era más que una ilusión.

No tuve el valor de esas palabras. Ni siquiera de decir que, después de todo aquello, del vacío que Lole había dejado en mí, no creía necesario que nos volviéramos a ver.

—Porque no la amo, lo sabes perfectamente —le contesté a Lole.

—A lo mejor estás equivocado.

—Lole, por favor.

—Te pasas la vida sin querer admitir las cosas. Que yo me voy, que ella te espera.

Por primera vez me dieron ganas de darle una bofetada.

—No lo sabía —dijo Babette.

—Déjalo. Lo importante es lo que está pasando… Esos asesinos que nos persiguen. De eso es de lo que tenemos que hablar dentro de un rato. Se me han ocurrido algunas ideas. Para negociar con ellos.

—Ya veremos, Fabio… Pero, sabes… Creo que hay una única solución, hoy. Una operación «manos limpias», en Francia. Es la única forma, la más eficaz de responder a las dudas de la gente. Ya nadie cree en nada. Ni en los políticos. Ni en los proyectos políticos. Ni en los valores de este país. Es… Es la única respuesta que darle al Frente Nacional. Lavar la ropa sucia. A plena luz del día.

—¡Estás tonta! ¿En qué ha cambiado la situación en Italia?

—Han cambiado cosas.

—Ya.

Por supuesto tenía razón. Y unos cuantos jueces en Francia compartían ese mismo punto de vista. Avanzaban, con valentía, informe a informe. Y a menudo en solitario. A veces arriesgando sus vidas. Como el padre de Hélène Pessayre. Yo sabía eso, todo eso, sí.

Pero también sabía que no sería un golpe de efecto mediático el que devolvería la moral a este país. Dudaba de la verdad, tal como la practicaban algunos periodistas. El telediario de las ocho no era más que señuelo. La crueldad de las imágenes de genocidios, ayer en Bosnia, luego en Ruanda y hoy en Argelia, no hacía que se echaran a la calle millones de ciudadanos. Ni en Francia ni en ninguna otra parte. Al más mínimo terremoto o la menor catástrofe ferroviaria, se pasaba página. Dejando la verdad en manos de los que comían de ese pan. La verdad era el pan de los pobres, no de la gente feliz o que creía serlo.

—Lo has escrito tú misma —dije—. Que la lucha contra la Mafia pasa por un progreso simultáneo del desarrollo económico y social.

—Eso no impide la verdad. En un momento dado. Y es el momento, Fabio.

—¡Y un huevo!

—¡Joder, Fabio! ¿Qué quieres, que te cuelgue?

—¿Cuánto vale en muertos la verdad?

—No se puede hacer ese tipo de razonamiento. Son razonamientos perdedores.

—¡Somos perdedores! —chillé—. No cambiaremos nada. Nada.

Volví a pensar en las palabras de Hélène Pessayre el día que nos vimos en el Fort Saint-Jean. En aquel libro sobre el Banco Mundial. En ese mundo, cerrado, que se estaba organizando y del que seríamos excluidos. Del que ya estábamos excluidos. De un lado, el Oeste civilizado; del otro, las «clases peligrosas» del Sur, del Tercer Mundo. Y esa frontera. El Limes.

Otro mundo.

En el que yo ya no tenía, lo sabía, mi sitio.

—Me niego a oír semejantes estupideces.

—Mira, Babette, sabes qué te digo, que sí, que venga, que saques a relucir tu investigación, muérete, murámonos todos, tú, yo, Honorine, Fonfon, Félix…

—Quieres que explote, ¿verdad?

—¿Pero adónde te crees que vas, pobre tonta?

Y se me escaparon las palabras.

—Esta mañana, la Mafia ha liquidao a hachazos a tu amigo Bruno y a su familia…

Cayó el silencio. Con el mismo peso con que lo harían sus cuatro féretros en el fondo de un hoyo.

—Lo siento, Babette. Creían que estabas allí con ellos.

Lloraba. La estaba oyendo. Grandes lágrimas, suponía. No sollozos, no, sólo lágrimas. Pánico y miedo.

—Me gustaría que esto terminara —murmuró.

—No terminará nunca, Babette. Porque ya ha terminado todo. No quieres entenderlo. Pero podemos salir de ésta. Sobrevivir, Algún tiempo, algunos años. Amar. Creer en la vida. En la belleza… e incluso confiar en la policía y en la justicia de este país.

—Eres idiota —dijo.

Y estalló en sollozos.