19

Donde es necesario saber cómo ve uno las cosas

Me dio un vuelco el corazón. Las contraventanas de la casa de Honorine no estaban abiertas. En verano, no las cerrábamos nunca. Las volvíamos ligeramente sobre las ventanas abiertas para beneficiamos un poco del frescor de la noche y del amanecer. Dejé la taza y pasé a su terraza. Hasta la puerta estaba cerrada. Con llave. Ni cuando «se bajaba al centro». Honorine tomaba tantas precauciones.

Me puse rápido una camiseta y unos pantalones y, sin peinarme siquiera, enfilé hacia el bar de Fonfon. Estaba detrás de la barra, hojeando distraídamente La Marseillaise.

—¿Dónde está?

—¿Te pongo un café?

—¿Fonfon?

—¡Qué hostias! —me dijo poniéndome un posavasos.

Sus ojos, más rojos que de costumbre, estaban llenos de tristeza.

—Me la he llevado.

—¡Qué!

—Esta mañana. Alex nos ha llevado. Tengo una prima en Les Caillols. Me la he llevado para allí. Ahí estará bien. Unos días… Se me ha ocurrido…

Había hecho el mismo razonamiento que yo con Mavros y con Bruno y familia. De repente me dio rabia no habérselo propuesto yo mismo. Ni a Honorine ni a Fonfon. Después de la conversación que habíamos tenido, me debía haber resultado obvio. Ese miedo a que le pasara algo a Honorine. Y Fonfon la había estado convenciendo de que se fuera. Y ella había aceptado. Lo habían decidido entre los dos. Sin ni siquiera decirme una palabra. Porque ya no era asunto mío, sino de ellos. La bofetada de Hélène Pessayre era una tontería comparada con esto.

—Me lo podíais haber dicho —dije con dureza—. Venir a despertarme aunque fuera… ¡para decirle adiós!

—Así son las cosas, Fabio. No te ofendas. He hecho lo que me ha parecido mejor.

—No me ofendo.

No, ofendido no era la palabra. De hecho no encontraba la palabra. Mi vida estaba saltando por los aires y ni siquiera Fonfon creía en mí. Ésa era la verdad.

—¿Has caído en que los asquerosos esos que están en la puerta podrían haberos seguido?

—¡Sí, sí que he caído! —gritó apoyando la taza de café en el posavasos—. ¿Qué te crees? ¿Qué estoy gilipollas? ¿Que chocheo, o qué? ¡Mecaguen la leche!

—Ponme un coñac.

Cogió nervioso la botella, un vaso y me sirvió. No nos quitábamos la mirada de encima.

—Fifi se ha encargado de vigilar la carretera. Si un coche desconocido arrancaba detrás de nosotros, llamaba a Alex al móvil en el taxi. Volvíamos y ya está.

¡Qué cabrón, el abuelo!, me dije.

Y me metí el coñac de un trago. Sentí inmediatamente cómo el ardor se extendía hasta el fondo del estómago. Una ola de sudor me mojó la espalda.

—¿Y no os ha seguido nadie?

—Esta mañana no estaban los tíos del Fiat Punto. Sólo estaban los polis. Y no se han meneao.

—¿Y cómo sabes tú que eran los polis?

—Tienen un careto, joder, imposible confundirlos.

Di un sorbo al café.

—Y dices que el Fiat Punto no estaba.

—Y sigue sin estar.

¿Qué estaba pasando? Dos días, me había dicho el matón. No podía creerme que se hubiera tragao todo lo que le había dicho. ¡Hombre, seguro que yo no era más que un pobre mamón, pero aun así!

De repente tuve una visión de horror. Una vuelta de los asesinos por Le Castellas. Para acorralar a Babette. Sacudí la cabeza para quitarme esa idea de encima. Para convencerme de que las escuchas eran sólo desde ayer por la noche. Para convencerme de que la pasma no estaba tan vinculada con la Mafia. No, intenté tranquilizarme. Un director general, no. Pero un policía cualquiera, sí. Cualquiera. Bastaba con uno. Con uno que se encontrara con el pastel. ¡Uno solo, caguendios!

—Pásame el teléfono, por favor.

—Toma —dijo Fonfon, poniéndolo encima de la barra—. ¿Vas a picar algo?

Me encogí de hombros mientras marcaba el número de Le Castellas. Seis, siete, ocho pitidos. Cada vez sudaba más. Nueve.

Descolgaron.

—Teniente Brémond.

Una voz autoritaria.

Del calor al frío en el cuerpo. Las piernas se me echaron a temblar. Habían ido hasta allí. Habían obtenido las escuchas. Me puse a temblar de arriba abajo.

—¡Diga!

Colgué el teléfono lentamente.

Figatelli plancha, ¿te hace? —gritó Fonfon desde la cocina.

—Sí… sí.

Marqué el número de Hélène Pessayre.

—Hélène —dije cuando descolgó.

—¿Todo bien?

—No. Nada bien. Me parece que han ido hasta Le Castellas, el sitio donde estaba Babette. Creo que ha ocurrido una desgracia. Bueno, no lo creo, estoy seguro, ¡Dios mío! He llamado. Ha descolgado un teniente. El teniente Brémond.

—¿Dónde es?

—En el término municipal de Saint-Jean-du-Gard.

—Le vuelvo a llamar.

Pero no colgó.

—¿Estaba Babette ahí?

—No, en NTmes. Está en Nîmes —mentí.

Porque a esta hora, Babette acababa de coger el tren. O, por lo menos, así lo esperaba.

—Ajá —dijo simplemente Hélène Pessayre.

Colgó.

El olor a figatelli empezaba a extenderse por el bar. No tenía hambre. Sin embargo, ese olor me acariciaba agradablemente la nariz. Tenía que comer. Beber no tanto. Comer. Y fumar menos.

Comer.

—¿Algo comerás, no? —me preguntó Fonfon al salir de la cocina.

Plantó los platos, los vasos y los cubiertos en una mesa, frente al mar. Luego abrió una botella de rosado de Saint-Cannat. Un vinito corriente que íbamos a buscar a la cooperativa. No estaba mal para picar algo por la mañana.

—¿Por qué no te has quedado con ella?

Se volvió para la cocina. Oí cómo daba la vuelta a los figatelli en la plancha. Me acerqué.

—¿Eh, Fonfon?

—¿Qué?

—¿Por qué no te has quedado tú también en casa de tu prima?

Me miró. Yo ya no sabía muy bien lo que tenía en la mirada.

—Pues te lo voy a decir.

Vi cómo le subía la cólera. Explotó.

—¿Adónde te iba a llamar si no, Félix, eh? Para decirte cuándo iba a llevar a Babette en el barco. Era aquí, creo yo, a donde le dijiste que te llamara.

—Fue él el que lo propuso, y…

—Ya… O sea, que él tampoco está tan gilipollas, ni chochea tanto.

—No te has quedado sólo por eso, ¿no? Yo podría haber…

—¿Podrías haber qué? ¿Haberte encerrado aquí, mientras que esperabas a que sonara el teléfono? Como ahora.

Volvió a dar la vuelta a los figatelli.

—Enseguida están.

Echó todo en una fuente, cogió pan y tiró para la mesa. Fui detrás de él.

—¿Te ha llamado Félix?

—No, le he llamado yo. Ayer. Antes de la pequeña conversación que tuvimos. Quería saber una cosa.

—¿Qué querías saber?

—Si era grave de verdad este asunto. Y entonces le pregunté si te habías pasado a buscar la pistola de Manu. Y me dijo que sí. Y me contó todo.

—¿Ya lo sabías todo?

—Pues sí.

—Y no me dijiste nada.

—Necesitaba oírlo de tu propia voz. Oírtelo decir a mí. ¡A mí, Fonfon!

—¡La hostia!

—Y sabes, Fabio, creo que no nos lo has contado todo. Félix también lo cree. Pero a Félix le importa un huevo. Me lo ha dicho. Aunque se las dé un poco así, no le tiene mucho apego a la vida. Lo ves… No, no lo ves. No ves nada a veces. Pasas.

Fonfon se puso a comer. Con la cabeza gacha hacia el plato. Yo no era capaz. La levantó después de tres bocados y mucho silencio. Tenía los ojos inundados de lágrimas.

—¡Come, coño, que se te enfría!

—Fonfon…

—Te voy a decir una cosa más. Estoy aquí para… estar a tu lado. Pero no sé muy bien por qué. ¡No sé por qué! Es Honorine la que me lo ha pedido. Que me quedara. Si no, no se iba. Me puso esa condición. ¡Mierda, lo entiendes!

Se levantó bruscamente. Apoyó bien las manos encima de la mesa y se inclinó hacia mí.

—Porque si ella no me lo hubiera pedido, no sé si me habría quedado.

Se volvió para la cocina. Me levanté y fui tras él. Estaba llorando con la cabeza apoyada en el congelador. Le pasé el brazo por los hombros.

—Fonfon —dije.

Se dio la vuelta lentamente, lo apreté contra mí. Seguía llorando como un crío.

Qué desastre, Babette. Qué desastre.

Pero ella no era responsable de todo aquello. No era más que un detonante. Y yo me descubría tal como era en realidad. Desatento con los demás. Incluso con aquellos a los que amaba. Incapaz de oír sus angustias, sus miedos. Sus ganas de vivir, a veces ni eso, y date por contento. Vivía en un mundo en el que no les hacía sitio. Me relacionaba con ellos, más que compartir. Aceptaba todo de ellos, a veces con indiferencia, dejando de lado, a menudo por pereza, lo que podían decir o hacer que me disgustaba.

Lole, en el fondo, me había dejado por eso. Por esa manera que tenía de pasar a través de las personas, con indolencia, despreocupación. Sin interés. No sabía mostrar, ni siquiera en los peores momentos, el gran cariño que les tenía en realidad. No sabía decirlo tampoco. Yo creía que todo se daba por supuesto. La amistad. El amor. Hélène Pessayre tenía razón. No le había dado todo a Lole. Nunca le había dado todo a nadie.

Había perdido a Lole. Estaba perdiendo a Fonfon y a Honorine. Y era lo peor que me podía pasar. Sin ellos… Eran mis últimas referencias en la vida. Como faros en el mar, los únicos capaces de indicarme el camino del puerto. Mi camino.

—Os quiero a los dos. Os quiero, Fonfon.

Levantó la vista hacia mí y se apartó.

—Venga, ya está —dijo.

—¡No os tengo más que a vosotros, hostia!

—¡Pues ya lo creo!

La cólera le salió de nuevo.

—¡Pues a buenas horas te acuerdas! ¡Que somos, como quien dice, tu familia! Y que los asesinos se pasean por nuestra puerta… Y que la policía te pincha el teléfono pero sin contárselo a tu comisaria… ¿Y tú? ¿Y tú qué? Tú estás muy preocupao y por eso te vas a buscar una pistola. ¿Y nosotros? ¡No te importamos un pimiento, no! Nosotros a esperar a que el señorito lo arregle todo. Que todo vuelva al orden. Y luego, si la muerte pasa por aquí y no nos pilla, pues nada, tan ricamente, como siempre. A pescar, a tomar el aperitivito, a jugar a la petanca, una partidita por la noche… ¿Así, Fabio? ¿Así lo ves tú, no? ¡Quién coño te crees que somos!

—No —murmuré yo—. No es así como lo veo.

—Cojonudo, ¿y cómo lo ves entonces?

Sonó el teléfono.

—Móntale.

La voz de Hélène Pessayre era plana. Blanca.

—Qué hay.

—Hacia las siete de esta mañana, Bruno ha tenido un ataque de demencia…

Cerré los ojos. Las imágenes saltaban dando vueltas por mi cabeza. Ya no eran ni imágenes sino oleadas de sangre.

—Ha matado a su mujer y a sus dos hijos… A… A hachazos. Es…

No podía seguir hablando.

—¿Y él, Hélène?

—Se ha colgado. Sencillamente.

Fonfon se acercó despacio, y me puso delante un vaso de rosado. Me lo bebí de un trago y le hice señas para que me volviera a servir. Me dejó la botella al lado.

—¿Qué dicen los de la poli?

—Drama familiar.

Me bebí otro vaso.

—Ya, claro.

—Según algunos testigos, la cosa no iba muy bien entre Bruno y su mujer. Desde hacía algún tiempo… Por lo visto, se cotilleaba mucho en el pueblo sobre esa mujer que vivía en su casa.

—Me extraña. Nadie sabía que Babette estaba en Le Castellas.

—Testigos, Móntale. Uno por lo menos. Un viejo amigo de Bruno. El guarda forestal.

—Ya, claro —repetí.

—Han dictado una orden de búsqueda para su amiga. Quieren escucharla.

—¿Es decir?

—Es decir, que tiene a la pasma en el culo, y a la Mafia detrás. Y el asesino emboscado.

Si Bruno hubiera hablado, y no podía ser de otra manera, los tíos deberían de haber aterrizado ya en Nîmes, en casa de esos amigos con los que Babette pensaba pasar la noche. Tan sólo esperaba que se hubiera marchado antes. Por ella. Por la gente que la había alojado. Y que estuviera en el tren.

—Móntale, ¿dónde está Babette?

—No lo sé. Ahora mismo no lo sé. Puede que en un tren. Tenía que llegar hoy a Marsella. Me tiene que llamar cuando llegue.

—¿Tenía usted un plan para cuando llegara?

—Sí.

—¿Llamarme entraba dentro de ese plan?

—No inmediatamente. Más tarde.

La oí respirar.

—Envío un equipo discreto a la estación por si esos hijos de puta estuvieran ahí e intentaran algo.

—Mejor que no la sigan.

—¿Le da miedo que me entere adónde va?

Ahora me tocaba a mí coger aire.

—Sí. Eso pone en peligro a otra persona. Y no puede estar segura de nada. De nadie. Ni siquiera de su más cercano compañero de equipo, Béraud; así era, ¿no?

—Ya sé adonde va, Móntale. Creo que me imagino dónde va a quedar con ella esta noche.

Me puse otro vaso de vino. Estaba noqueado.

—¿Mandó que me siguieran?

—No. Le he cogido la delantera. Me dijo usted que esa persona a la que tenía que ir a ver vivía en Le Vallon-des-Auffes. Mandé a Béraud. Estaba dando un paseo por el puerto cuando llegó usted.

—No se fiaba de mí, ¿verdad?

—Sigo sin fiarme. Pero mejor así. Hoy por hoy. Cada uno juega su partida. Es lo que quería, ¿no?

La oí respirar de nuevo. Sentía opresión. Luego su voz se hizo más baja. Ronca.

—Sigo esperando que podamos vernos cuando todo esto acabe.

—Yo también lo espero, Hélène.

—Nunca he sido más sincera con un hombre que con usted esta noche.

Colgó.

Fonfon estaba sentado en la mesa. No se había acabado los figatelli, y yo ni los había tocado. Me miró venir hacia él. Se le veía agotado.

—Fonfon, vete con Honorine. Dile que soy yo quien lo decide. No ella. Y que eso es lo que quiero, que estéis juntos. ¡Aquí no pintas nada!

—¿Y tú? —murmuró.

—Yo voy a esperar a que llame Félix, y luego cierro el bar. Déjame un teléfono donde pueda hablar con vosotros.

Se levantó y me miró directamente a los ojos.

—¿Que tú qué vas a hacer?

—Matar, Fonfon. Matar.