Donde, cuanto menos concedes a la vida, más tragas con la muerte
La gente que ha muerto está definitivamente muerta, pensé, manteniendo todavía la mano de Hélène Pessayre apretada en la mía. Pero nosotros tenemos que seguir viviendo.
—Tenemos que triunfar sobre la muerte —dije.
Parecía no oírme. Estaba perdida por ahí, en sus pensamientos.
—Hélène —dije, apretándole los dedos suavemente.
—Sí, claro que sí —dijo—, claro que sí…
Puso una sonrisa vaga, despegó lentamente su mano de la mía y se levantó. Dio unos pasos por la habitación.
—Hace mucho tiempo que no he tenido un hombre —murmuró en voz baja—. Quiero decir un hombre que no se vaya al amanecer buscándose una buena excusa para no volverme a ver por la noche, ni ninguna otra noche.
Me levanté y me acerqué a ella.
Estaba delante de la puerta acristalada que daba a mi terraza. Con las manos hundidas en los bolsillos del vaquero, como la otra mañana en el puerto. Su mirada se perdía en la noche. En el mar abierto. Hacia esa otra orilla de la que había salido un día. Yo sabía que era difícil olvidar Argelia cuando se ha nacido allí, cuando se ha crecido allí. Didier Pérez era inagotable al respecto. De oírle hablar, yo me sabía todo de las estaciones de Argel, sus días y sus noches. «Los silencios de las noches de verano…». La nostalgia le subía al fondo de la mirada. Echaba cruelmente de menos ese país. Y, más que nada, aquellos silencios de las noches de verano. Esos breves instantes que para él eran como una promesa de felicidad. Estaba convencido de que todo eso estaba atrincherado en el corazón de Hélène.
—El absurdo reina y el amor te salva de ello —continuó diciendo mientras me miraba—. Fue Camus el que lo dijo. Todos esos cadáveres, esa muerte con la que me codeo a diario… Todo eso me ha alejado del amor. Incluso del placer…
—Hélène.
—No se sienta molesto, Móntale. Me viene bien contar estas cosas. Decírselas a usted.
Casi sentía cómo rumiaba su pasado físicamente.
—El último hombre al que conocí…
Sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa, me ofreció un cigarrillo. Le di fuego.
—Es como si el frío se hubiera instalado en mí. ¿Entiende? Y sí que le quería. Pero sus caricias no me… Me faltaba emoción.
Nunca había hablado de esas cosas con una mujer. De ese momento en el que el cuerpo se recluye y no contesta.
Durante mucho tiempo, había estado buscando la noche en la que habíamos hecho el amor Lole y yo. La última vez que nos habíamos besado con amor. La última vez que me había pasado el brazo por la cintura. Había estado horas dándole vueltas sin conseguirlo, claro. Sólo me acordaba de esa noche en la que mi mano, mis dedos, tras haber acariciado largamente su cuerpo, se habían desesperado en su sexo totalmente seco.
—No tengo ganas —dijo.
Y se acurrucó contra mí, con la cabeza en el hueco de mi hombro. Mi sexo se había destensado contra el calor de su vientre.
—No pasa nada —murmuré yo.
—Sí pasa.
Y yo también lo sabía, que pasaba mucho. Llevábamos meses haciendo el amor con menor frecuencia, y Lole cada vez con menos placer. Otro día, mientras iba y venía sobre ella, lentamente, fui consciente de que estaba ausente del todo. Su cuerpo estaba. Pero ella se encontraba lejos. Muy lejos ya. No pude correrme. Me retiré. Nos quedamos inmóviles los dos. No nos dijimos ni una sola palabra. Y nos dejamos vencer por el sueño.
Miré a Hélène.
—Sencillamente, ya no amaba usted a ese hombre. Nada más.
—No, es mucho peor que eso, creo. Tengo la sensación de que la sombra de la muerte está invadiendo lentamente el ámbito de mi vida. Y… ¿cómo decirlo? Cuando te das cuenta, estás como en la oscuridad. No distingues nada. Ni siquiera la cara de la persona a la que amas. Y entonces, a tu alrededor te consideran más muerto que vivo.
Me dije que si la besaba en ese momento, sería sin esperanzas. De hecho, no me lo planteaba en serio. No era más que un pensamiento, apenas algo descabellado, por no dejarme arrastrar en la vertiginosa espiral de sus palabras. Yo ya me conocía de memoria el lugar adonde iba a parar. Lo había pisado cien mil veces.
Empezaba a entender lo que intentaba formular. Y que tenía que ver con la muerte de Sonia. La muerte de Sonia la llevaba hasta su padre y hasta lo que era su propia existencia. A todo lo que se deshilacha a medida que uno va avanzando, que uno va eligiendo. Y cuanto menos concedes a la vida, más tragas con la muerte. Treinta y cuatro años. La misma edad que Sonia. Lo había dicho unas cuantas veces, la otra mañana al mediodía, en la terraza de Ange.
La muerte brutal de Sonia, en ese momento en el que se dibujaba ante ella un futuro posible conmigo, enamorado —y quizás sea el único futuro que nos es posible todavía—, conducía a Hélène a sus propios callejones sin salida. A sus fracasos. A sus miedos. Ahora entendía mejor su insistencia por saber lo que yo había sentido por Sonia aquella noche.
—Sabe… —empecé a decir.
Pero dejé la frase en el aire.
Lo evidente para mí era que la muerte de Mavros me privaba, para siempre y del todo, de lo que había sido mi adolescencia. Mi juventud. Gracias a Mavros, aunque hubiéramos vivido menos cosas juntos de niños, había podido soportar la muerte de Manu y la de Ugo.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada.
Ahora el mundo estaba cerrado. El mío. No tenía ni idea de lo que eso podía llegar a significar, de una manera concreta, ni de las consecuencias que podía traer en las próximas horas. Lo estaba comprobando. Y al igual que Hélène, como había dicho ella hacía unos instantes, yo también estaba en la oscuridad. No distinguía nada. Sólo el tiempo cercano. Con una serie de actos, irremediables sin duda, que realizar. Como matar a ese hijo de puta de la mafia.
Dio una última calada al cigarro y lo apagó. Casi con rabia. La miré fijamente y ella a mí.
—Creo —siguió diciendo— que en el momento en que algo importante está a punto de producirse, nos salimos un poco de nuestro estado habitual. Nuestros pensamientos… nuestros pensamientos, quiero decir los míos, los suyos, empiezan a atraerse unos a otros… Los suyos hacia los míos y viceversa. Y… ¿me entiende?
Ya no tenía ganas de seguir escuchándola. No en realidad. Mi deseo de cogerla en mis brazos se sobreponía a todo lo demás. Estaba a un metro escaso de ella. Podía ponerle la mano en el hombro, deslizaría por su espalda y agarrar su cintura. Pero seguía sin estar seguro de que aquello fuese lo que ella esperaba. Lo que esperaba de mí. En ese momento, dos cadáveres, como un foso, nos separaban. No podíamos hacer otra cosa que darnos la mano, poniendo cuidado para no caer en ese foso.
—Sí, eso creo —dije—. Ni usted ni yo podemos vivir en la cabeza el uno del otro. Da demasiado miedo. ¿Es eso?
—Más o menos. Digamos que nos exponemos demasiado. Si yo… Si nos acostáramos…, estaríamos luego demasiado vulnerables.
Luego eran las horas que quedaban por venir. La llegada de Babette. El enfrentamiento a los tipos de la Mafia. Las elecciones que nos tocara hacer. Las de Babette. Las mías. No por fuerza compatibles. La voluntad de Hélène Pessayre de controlarlo todo. Y Honorine y Fonfon como telón de fondo. Con su miedo también.
—Nada corre prisa —respondí tontamente.
—Está diciendo tonterías. Tiene usted tantas ganas como yo.
Se giró hacia mí y vi su pecho erguirse ligeramente. Sus labios, apenas entreabiertos, no esperaban más que mis labios. No me moví. Sólo los ojos se atrevían a acariciar.
—Ha notado ese deseo antes, al teléfono. ¿No? ¿Me equivoco?
Me sentía incapaz de pronunciar palabra.
—Dígamelo…
—Sí, es verdad.
—Por favor.
—Sí, la deseo. La deseo muchísimo.
Se le iluminaron los ojos.
Todo era posible.
No me moví.
—Yo también —dijo sin apenas abrir los labios.
Esa mujer era capaz de arrancarme las palabras una tras otra. Si en ese momento me hubiera preguntado cuándo iba a llegar Babette a Marsella y dónde nos íbamos a ver, se lo hubiera dicho.
Pero no me lo preguntó.
—Yo también —repitió—. Le he deseado en el mismo momento, creo. Como si esperara que llamara en ese instante… Era eso lo que tenía en la cabeza cuando le dije que venía a verle. Acostarme con usted. Pasar esta noche en sus brazos.
—¿Y ha cambiado de opinión sobre la marcha?
—Sí, he cambiado la opinión, no el deseo.
Avanzó calmadamente la mano hacia mí y me acarició la mejilla con los dedos. La rozaron. Mi mejilla se inflamó, más que con el bofetón que me había dado antes.
—Es tarde —murmuró bajito.
Sonrió. Una sonrisa cansada.
—Y estoy cansada —añadió—. Pero nada corre prisa, ¿no?
—Lo peor —intenté bromear— es que todo lo que le diga se vuelve siempre contra mí.
—Es algo que tendrá que aprender conmigo.
Y cogió el bolso.
No podía retenerla. Los dos teníamos cosas que hacer. Lo mismo, casi. Pero no tomaríamos el mismo camino. Ella lo sabía y, al parecer, lo había admitido por fin. Ya no era una cuestión de confianza. La confianza nos implicaba demasiado al uno con respecto al otro. Debíamos ir al extremo de nosotros mismos. De nuestras soledades. De nuestros deseos. En el extremo habría quizás una verdad. La muerte. O la vida. El amor. Un amor. ¿Quién lo sabe?
Con el pulgar, toqué supersticiosamente el anillo de Didier Pérez. Y recordé sus palabras: «Lo escrito escrito está, pase lo que pase».
—Tiene que saber algo, Móntale —dijo ella en la puerta—. Es la dirección de la brigada la que le ha pinchado el teléfono. Pero no he podido averiguar desde cuándo.
—Me había imaginado algo parecido. ¿Y eso quiere decir?
—Exactamente lo que usted se imagina. Que dentro de un rato me veré obligada a escribir un informe detallado sobre los dos asesinatos. Los motivos. La Mafia, y todo eso… El forense es quien ha conectado uno con otro. No soy la única en sentir curiosidad por las técnicas criminales de la Mafia. Le ha transmitido sus conclusiones a mi superior.
—¿Y los disquetes?
Le sentó fatal que se lo hubiera preguntado. Lo leí en sus ojos.
—Entréguelos también junto con el informe. Nada hace pensar que su superior no sea legal, ¿no?
—Si no lo hiciera —respondió con un tono monocorde—, me desautorizarían.
Nos quedamos mirándonos todavía una fracción de segundo.
—Que descanse, Hélène.
—Gracias.
No podíamos darnos un apretón de manos. Tampoco besarnos. Hélène Pessayre se marchó como había entrado. Sin ambigüedades.
—Bueno, me llama, ¿eh, Móntale? —añadió.
Porque no resultaba fácil dejarse así. Era como perderse antes de haber podido encontrarnos.
Dije sí con la cabeza, luego miré cómo cruzaba la calle para coger el coche. Durante un instante me paré a pensar lo que podía haber sido un beso suave y tierno. Nuestros labios besándose. Luego me imaginé a los dos tipos de la Mafia y a los dos polis, entreabriendo el ojo dormido al paso de Hélène Pessayre y volviéndolo a cerrar mientras se preguntaban si me la habría tirado o no a la comisaria. Esa idea ahuyentó de mi cabeza cualquier pensamiento erótico.
Me serví un poco de Lagavulin y me puse el disco de Gean Maria Testa.
Un po’ di là del mare c’é una terra sincera
come gli occhi di tuo figlio quando ride
Palabras que me acompañaron durante las últimas horas de la noche. Un poco más allá del mar hay una tierra sincera, como los ojos de tu hijo cuando ríe.
Sonia, le devolveré la sonrisa a tu hijo. Lo haré por nosotros, por lo que habría podido existir entre nosotros, ese amor posible, esa vida posible, esa alegría, esas alegrías que continúan vagando por encima de la muerte, en el Turchino, por esos días que inventar, por esas horas, por el placer de nuestros cuerpos, y nuestros deseos, y nuestros deseos más aún, y por esa canción que habría aprendido, para ti, y que te habría cantado, sólo por la felicidad de poderte decir:
se vuoi restiamo insieme anche stasera.
Y decirte una vez más, y otra, y otra, si quieres, quedémonos juntos otra vez esta noche.
Sonia.
Lo haré. Por la sonrisa de Enzo.
Por la mañana, el mistral había cesado por completo.
Oí las noticias, mientras me hacía el primer café del día. El fuego había seguido ganando terreno, pero los hidroaviones habían podido pasar a la ofensiva al amanecer. La esperanza de controlar esos incendios rápidamente parecía renacer.
Con la taza de café en una mano y un cigarrillo en la otra, me fui hasta el fondo de la terraza. La mar, ya calmada, había recobrado su azul profundo. Me dije que ese mar que bañaba Marsella y Argel no prometía nada, no dejaba entrever nada. Se conformaba con dar, pero con profusión. Me dije que lo que nos atraía a Hélène y a mí quizás no era amor, sino sólo ese sentimiento compartido de ser clarividentes, es decir, sin consuelo.
Y esta noche me iba a encontrar con Babette.