17

Donde se dice que la venganza no conduce a nada, y el pesimismo tampoco

Estaba perdido en mis pensamientos. Pensamientos sin orden, como de costumbre. Caóticos e irremediablemente alcoholizados. Me había metido ya dos vasos largos de Lagavulin. El primero casi de un trago al volver a tomar posesión de mi pequeña choza.

Las imágenes de Sonia se difuminaban a una velocidad vertiginosa. Como si no hubiera sido más que un sueño. Hacía tan sólo cuatro días. El calor de su muslo contra el mío, su sonrisa. Aquellos flacos recuerdos se deshilaban. Hasta el gris azulado de sus ojos se difuminaba. La estaba perdiendo. Y Lole, poco a poco, volvía a envolver mi cabeza. Su morada eterna. Sus dedos largos y finos parecían abrir las maletas de nuestra vida en común. Los años pasados volvían a ponerse a bailar en mis ojos. Lole bailaba. Bailaba para mí.

Estaba sentado en el sofá. Ella había puesto Amor verdadero, de Rubén González. Con los ojos cerrados, su mano derecha rozándome levemente el vientre, la izquierda levantada, apenas se movía. Sólo sus caderas, balanceándose, daban movimiento a su cuerpo. A todo su cuerpo. Su belleza en ese momento me cortaba la respiración.

Luego, acurrucada contra mí, en ese mismo sofá, aspiraba el aroma de su piel húmeda y el calor de su cuerpo, sólido y frágil a la vez. Un raudal de emoción nos sumergía. Era la hora de las frases breves. «Te quiero… Qué bien estoy aquí… Me siento feliz… ¿Y tú?».

El álbum de Rubén González seguía sonando. Alto songo, Los Sitio Asere, Pío mentiroso

Los meses, las semanas, los días. Hasta las palabras que se buscan, dudan, en frases que se hacen demasiado largas. «Mi deseo es… guardarte en mi corazón. No quiero perderte, no del todo. No deseo más que una cosa, que sigamos estando cerca, que sigamos amándonos…».

Los días y las últimas noches. «Te guardo un gran lugar en mi corazón. Habrá siempre un gran lugar para ti en mi vida…».

Lole. Sus últimas palabras. «No te dejes llevar, Fabio».

Y la muerte que planeaba sobre mí ahora. En lo más cercano a mí. Y su olor tan presente. El único perfume que me quedaba para acompañar mis noches. El olor a muerte.

Me acabé el vaso, con los ojos cerrados. La cara de Enzo. Sus ojos gris azulados. Los ojos de Sonia. Y las lágrimas de Enzo. Si tenía que matar a ese hijo de puta de degollador, sería por él. No por Sonia. Ni siquiera por Mavros. No. Estaba siendo consciente en este momento. Sería por ese niño. Sólo por él. Por todas esas cosas que no se comprenden a esa edad. La muerte. Las separaciones. La ausencia. Esa injusticia primera que es la ausencia del padre, de la madre.

Enzo, Enzo, mi niño. ¿De qué servirían las lágrimas si no encontrasen una razón de ser en el corazón del otro? En el mío.

Acababa de llenarme el vaso otra vez cuando Hélène Pessayre llamó a la puerta. Casi se me había olvidado que iba a venir. Estaban a punto de dar las doce de la noche.

Hubo un momento de incertidumbre entre nosotros. Duda entre si darnos la mano o darnos un beso. No hicimos ni una cosa ni otra, y la hice pasar.

—Pase —dije.

—Gracias.

De repente nos sentíamos algo violentos.

—No le enseño la casa, es muy pequeña.

—Pero más grande que la mía, por lo que veo. Tenga.

Me tendió un CD. Gian María Testa. Extra-Muros.

—Así lo podrá oír entero.

Estuve a punto de contestarle «Para eso, podría haberme invitado yo a su casa».

—Gracias. Ahora se verá obligada a venir a escucharlo a mi casa.

Sonrió. Estaba diciendo tonterías.

—¿Le pongo una copa? —le dije mostrándole mi bebida.

—Prefiero vino.

Abrí una botella, un Tempier del 92, y le serví. Brindamos y bebimos en silencio. Sin atrevernos casi a mirarnos.

Llevaba unos vaqueros desgastados y una camisa azul oscuro, algo abierta, encima de una camiseta blanca. Empezaba a intrigarme el hecho de no verla nunca con falda o vestido. A lo mejor no le gustan sus piernas, pensé.

Mavros tenía una teoría para eso.

—Enseñar las piernas —me explicaba un día—, aunque no sean de top-model o de actriz de película, les gusta a todas las mujeres. Forma parte del juego de la seducción. ¿Me sigues?

—Ya.

Acababa de constatar que Pascale, desde que había conocido a Benoît aquella noche en casa de Pierre y Marie, no llevaba más que pantalones.

—Pero, ves tú, por otro lado se sigue comprando medias. Incluso las dim-up, sabes, esas que llegan hasta el muslo…

Su tristeza le había empujado, una mañana, a fisgar en las últimas compras de Pascale. Vivían juntos mal que bien desde hacía unas cuantas semanas, a la espera de que Bella y Jean dejaran libre la pequeña casa de la rue Villa-Paradis. Pascale, la víspera por la noche, le había anunciado que se ausentaría durante el fin de semana. Se había ido a ver a Benoît en vaqueros, pero Mavros sabía que en su bolsa de viaje había minifaldas y medias y hasta unas dim-up.

—Te das cuenta, Fabio —me dijo.

Apenas media hora después de que se hubiera ido Pascale, ese viernes por la noche, me llamó, desesperado.

Le sonreí a lo que me decía. Yo no tenía ninguna teoría acerca de las razones que podían mover a una mujer por la mañana a preferir ponerse una falda en lugar de un pantalón. Lole sin embargo, actuó igual conmigo. Tuve ocasión de hacer la misma amarga constatación. Los últimos meses no se ponía más que vaqueros. Y, por supuesto, la puerta del baño estaba cerrada cuando salía de la ducha.

Me dieron ganas de preguntárselo a Heléne Pessayre. Pero me pareció demasiado atrevimiento. Y además, estaba poniendo una mirada de lo más grave.

Sacó del bolso un paquete de tabaco y me ofreció un cigarrillo.

—Hoy he comprado, ya ve.

El silencio volvió a instalarse en las espirales que formaba el humo.

—Mi padre —empezó a decir en una voz baja—, fue asesinado, hace ocho años. Yo acababa de terminar la carrera de Derecho. Quería ser abogada.

—¿Por qué me cuenta eso?

—Me lo pidió usted, el otro mediodía, si no tenía otra cosa mejor que hacer en la vida. ¿Se acuerda? Revolver mierda. Joderme la vista mirando cadáveres…

—Estaba cabreado. Es mi manera de defenderme, el cabreo. Y ser grosero.

—Era juez de instrucción. Y le había tocado trabajar en más de un asunto de corrupción. Facturas falsas. Financiación oculta de partidos políticos. Un informe le llevó más lejos de lo previsto. De la caja negra de un partido político de la ex mayoría, fue subiendo hasta un banco panameño. El XoilanTrades. Uno de los bancos del general Noriega. Especializado en el narcodólar.

Me siguió contando. Con su voz grave, casi áspera. Un día, su padre fue informado por la brigada financiera de París de la llegada a Francia de Pierre-Jean Raymond, el banquero suizo de ese partido político. Inmediatamente dictó una orden de encarcelamiento. La cartera de Raymond estaba hasta arriba de documentos muy comprometedores. Un ministro y varios políticos estaban implicados. Raymond estaba detenido, «sin poder dormir, como se quejaría luego a sus amigos políticos, en compañía de islamistas».

—Mi padre lo inculpaba de infringir la legislación sobre la financiación de partidos, de falsificación en documento, en fin, ese tipo de cosas. Lo que hizo de él el primer banquero suizo perseguido en Francia por un asunto político.

»Mi padre podría haberse quedado en este punto. Pero se le metió en la cabeza seguir las ramificaciones bancarias. Y ahí es donde empezó a desbaratarse la cosa. Raymond gestionaba igualmente cuentas de clientes españoles y libios, así como los bienes inmobiliarios del general Mobutu, hoy vendidos. También era propietario de un casino en Suiza para una sociedad bordelesa, y gerente de unas cincuenta empresas panameñas en beneficio de empresas suizas, francesas e italianas…

—El cuadro perfecto.

—Su amiga Babette ha ido hasta donde mi padre no pudo llegar. Al núcleo del engranaje. Antes de venir para aquí, he estado releyendo algunos pasajes del documento que ella ha empezado a redactar. Toma como ejemplo el sur de Francia. Pero la demostración vale para toda la Unión Europea. Sobre todo, y es terrible, apunta esta realidad contradictoria: cuanto menos unidos están los Estados signatarios contra la Mafia, más prospera resultará ésta sobre el estiércol —es el término que utiliza ella— de legislaciones nacionales obsoletas e incompatibles.

—Sí —dije—, yo también lo he leído.

Había estado a punto de contárselo a Fonfon y a Honorine antes. Pero, pensé, ya tenían bastante por hoy. Aquello no aportaba nada a la idea del follón en el que estaba metida Babette. Y yo también, de paso.

Babette apoyaba sus afirmaciones en puntos de vista de altos mandatarios europeos. «Este desfallecimiento de los Estados miembro de Maastricht —afirmaba Diemut Theato, presidente de la Comisión de Control Presupuestario— es tanto más grave cuanto que se pide a los contribuyentes europeos sacrificios cada vez más grandes, mientras que los fraudes descubiertos en 1996 alcanzan el 1,4 por 100 del presupuesto». Y la responsable para la lucha contra el fraude, Anita Gradin, precisaba: «Las organizaciones criminales operan según el principio del mínimo riesgo: reparten cada una de las diferentes actividades en aquel de los Estados miembro en el que el riesgo es menor».

Volví a ponerle vino a Hélène Pessayre.

—Está delicioso —dijo.

No podía saber si lo creía de verdad. Parecía estar en otra parte. En los disquetes de Babette. En algún sitio donde su padre había encontrado la muerte. Fijo sus ojos en mí. Tiernos. Acariciadores. Me dieron ganas de cogerla en mis brazos, de apretarla contra mí. De besarla. Pero todo eso era lo último que había que hacer.

—Llegaron a casa varias cartas anónimas. La última decía esto, no se me ha olvidado: «Inútil tomar precauciones con respecto a sus seres queridos y dispersar documentos por todos los rincones del país. No se nos escapa nada. De modo que, por favor, entre en razón y déjelo estar».

»Mi madre se negó a marcharse; mis hermanos y yo, también. No nos creíamos del todo esas amenazas. “Como mucho intimidaciones”, decía mi padre. Lo que no le impidió pedir protección a la policía. Tuvimos la casa bajo vigilancia permanente. Y él, siempre acompañado de dos inspectores. Nosotros también, pero de modo más discreto. No sé cuánto tiempo podríamos haber vivido así…

Dejó de hablar, miró el vino en el vaso.

—Una noche, lo descubrieron en el garaje del edificio. Degollado en el coche.

Levantó los ojos hacia mí. El velo que empañaba su brillo hacía un rato que se había disipado. Habían vuelto a encontrar su oscura luz.

—El arma utilizada había sido un cuchillo de doble filo, con una cuchilla de cerca de quince centímetros de largo y un poco más de tres de ancho.

Era la comisaria la que estaba hablando ahora. Como especialista del crimen.

—La misma que con Sonia De Luca y Georges Mavros.

—No me estará queriendo decir que es el mismo hombre…

—No. La misma arma. El mismo tipo de cuchillo. Me llamó la atención cuando me pasaron el parte del médico forense sobre la muerte de Sonia. Me transportó ocho años atrás, ¿entiende?

Me acordé de lo que le había soltado a la cara, en la terraza de Ange, y de repente no me sentí nada orgulloso de mí mismo.

—Siento mucho lo que le dije la otra mañana al mediodía.

Se encogió de hombros.

—Pero es la verdad, sí, es verdad, no tengo otra cosa que hacer en la vida. Más que esto, sí. Yo lo quise. Me hice poli por esa única razón. Combatir el crimen. Sobre todo el crimen organizado. Ahora, es mi vida.

¿Cómo era posible tantísima determinación en ella? Afirmaba todo eso sin pasión. Fríamente.

—No puede vivir uno para vengarse —dije, porque era lo que me imaginaba en el fondo de ella misma.

—¿Quién está hablando de venganza? Yo no tengo que vengar a mi padre. Lo único que quiero es proseguir lo que empezó. A mi manera. En otra función. El asesino nunca fue detenido. La investigación acabó siendo archivada. Por eso, la policía… La elección que hice.

Dio un trago de vino y siguió:

—La venganza no conduce a nada. Como el pesimismo, ya se lo dije. Lo único que hay que tener es determinación.

Me miró y añadió:

—Y ser realista.

Realismo. Para mí, esa palabra no servía más que para definir el confort moral, los actos mezquinos y los olvidos indignos que los hombres cometían cada día. El realismo era también la máquina apisonadora que permitía a los que tienen poder, o retazos, migajas de poder, en esta sociedad, aplastar al resto.

Preferí no entrar en polémica con ella.

—¿No contesta? —me preguntó con una pizca de ironía.

—Ser realista es dejar que te den por culo.

—Ya me parecía a mí.

Sonreía.

—Era sólo para ver si reaccionaba.

—Ya… lo que pasa es que tenía miedo de que me soltaran un bofetón.

Volvió a sonreír. Me encantaba su sonrisa. Los dos hoyuelos que le salían en las mejillas. Se me hacía familiar ya, esa sonrisa. Hélène Pessayre también.

—Fabio —dijo.

Era la primera vez que me llamaba por mi nombre. Y me gustó, mucho, la manera de pronunciarlo. Luego me temí lo peor.

—He abierto el disquete negro. Lo he leído.

—¡Está loca!

—Es asqueroso de verdad.

Parecía como paralizada.

Le tendí la mano. Me puso la suya encima y la apretó. Fuerte. Todo lo posible e imposible entre nosotros parecía estar contenido en ese apretón de manos.

Primero, debíamos liberarnos de la muerte que nos oprimía, pensé. Era lo que sus ojos parecían querer decir también, en ese instante. Y era como un grito. Un grito mudo ante tantos horrores como aún teníamos ante nosotros.