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Donde, aun involuntariamente, la partida se juega en el tablero del Mal

Fue en la comida cuando empecé a albergar dudas.

Los rellenos de verduras estaban, no obstante, deliciosos. Había que reconocer que Honorine tenía una habilidad especial para hacer que la carne y la verdura quedaran tiernas. Una diferencia fundamental con respecto a los rellenos que te daban en los restaurantes. La carne estaba siempre un poco demasiado hecha por encima. Excepto quizás en el Sud du Haut, un pequeño restaurante del cours Julien en el que todavía se hacía comida casera.

A pesar de todo, mientras comía, no pude evitar darle vueltas a la situación en la que me encontraba. Por primera vez en mi vida estaba viviendo con dos matones y dos policías enfrente de mi ventana. El Bien y el Mal aparcados en la zona de estacionamiento autorizado de la puerta de mi casa. En perfecto statu quo. Y yo en medio. A modo de chispa capaz de hacer saltar todo por los aires. ¿Era ésa la chispa en la que había estado pensando desde que se había ido Lole? ¿Convertir mi muerte en esa última chispa? Empecé a sudar. Si Babette y yo conseguíamos escapar al cuchillo del asesino, la pipa de Bruscati acertaría seguro.

—¿Le pongo un poco más?

Nos habíamos puesto a comer dentro por el mistral. Había aflojado, en efecto, pero todavía soplaba a grandes ráfagas. Habían dicho en las noticias que el fuego se estaba propagando por todos los alrededores de Marsella. En una sola jornada, dos mil hectáreas de pino carrasco y de monte bajo se habían convertido humo. Un drama. El fuego se había llevado por delante repoblaciones de tan sólo veinticinco años. Habría que empezar desde el principio. Se hablaba ya de trauma colectivo. Y el debate estaba en plena efervescencia. ¿Tenía Marsella que instaurar una zona cortafuegos a lo largo de los dieciocho kilómetros de límite entre el monte y el área urbana? Una zona plantada de almendros, olivos y viñedos. Sí, pero ¿quién pagaba? Siempre volvíamos a las mismas en esta sociedad. A la pasta. Incluso en las peores circunstancias. A la pasta. La pasta lo primero.

Cuando nos íbamos a comer los quesos, nos dimos cuenta de que estábamos cortos de vino y Fonfon dijo que iba al bar a por más.

—Ya voy yo —le dije.

Había algo que no me cuadraba y quería tenerlas todas conmigo. Aunque no me fuera a hacer mucha gracia. No acababa de creerme que Hélène Pessayre me hubiera pinchado el teléfono. Por supuesto que la creía capaz, pero no cuadraba con lo que me había dicho antes de colgar. Esa posible amistad de la que había hablado. Pero sobre todo, como buena profesional que era, no habría colgado la primera.

En el bar de Fonfon, agarré el teléfono y marqué el número de móvil de Hélène Pessayre.

—Sí —dijo.

Música de fondo. Un cantante italiano.

un po’ di là del mare c’é una terra chiara

che di confini e argini non sa

—Soy Móntale, ¿molesto?

un po’ di là del mare c’é una terra chiara

—Acabo de salir de la ducha.

Una serie de imágenes desfilaron por mis ojos al instante. Carnales. Sensuales. Por primera vez me sorprendía a mi mismo pensando en Hélène Pessayre con deseo. No me era indiferente, ni mucho menos —y yo lo sabía—, pero nuestra relación era tan compleja, tan tensa por momentos, que no dejaban lugar a los sentimientos. Al menos eso creía yo. Hasta ese momento. Mi sexo me acompañó con esas imágenes furtivas. Sonreí. Estaba redescubriendo el placer de empalmarme al evocar un cuerpo femenino.

—¿Móntale?

Nunca he sido voyeur, pero me encantaba sorprender a Lole saliendo de la ducha. En ese momento en que se estiraba para coger una toalla y envolver dentro su cuerpo. Ofreciéndome únicamente a la vista las piernas y los hombros en los que todavía destellaban algunas gotas de agua. Yo siempre tenía algo que hacer en el baño en el momento en que oía parar el grifo. Esperaba a que se recogiera el pelo en la nuca para acercarme. Era, sin duda, uno de los momentos en que más la deseaba. Fuera la hora que fuera. Me gustaba su sonrisa cuando nuestras miradas se cruzaban en el espejo. Y el escalofrío que la recorría cuando le ponía los labios en el cuello. Lole.

un po’ di là del mare c’é una terra sincera

—Sí —dije yo, intentando que mis ideas y mi sexo entraran en razón—. Tengo una pregunta que hacerle.

—Muy importante tiene que ser —contestó riéndose—, vista la hora que es.

Bajó el sonido.

—Es muy serio, Hélène. ¿Me ha pinchado usted el teléfono?

—¡Qué!

Ya tenía la respuesta. Era no. No era ella.

—Hélène, me han pinchado el teléfono.

—¿Desde cuándo?

Me subió un escalofrío por la espalda. Porque no me lo había planteado. ¿Desde cuándo? Si era desde esta mañana, Babette, Bruno y familia estaban en peligro.

—No lo sé. Me he dado cuenta esta noche. Cuando he hablado con usted.

Después de hablar con Babette, ¿quién había colgado antes, ella o yo? Ya no me acordaba. Tenía que acordarme. La segunda colgué yo. La primera… La primera, ella. «¡Vete a tomar por saco!», había dicho. No, no había oído ese pitido tan peculiar. Estaba seguro. Pero ¿podía estar seguro de mí mismo? Sinceramente, no. Tenía que llamar a Le Castellas. De inmediato.

—¿Ha llamado a su amiga Babette Bellini desde su casa esta noche?

—No, esta mañana. Hélène, ¿quién puede estar detrás de las escuchas?

—No me había dicho que sabía dónde estaba.

Esta mujer era implacable. Aun desnuda envuelta en una toalla.

—Le dije que la había localizado.

—¿Y dónde está?

—En Les Cévennes. Y estoy intentando convencerla de que se venga a Marsella. ¡Hélène, hostias, que esto es grave!

Me estaba poniendo nervioso.

—¡No se ponga tan nervioso cuando le pillan en una, Móntale! Podríamos haber estado allí en tres horas.

—Sí, ¿y qué habría sido —grité—, un desfile de coches o qué? ¡Usted, yo, los matones, más maderos, más matones… ¡Haciendo el trenecito, como esta mañana, cuando me he ido de la sala de boxeo de Mavros!

No respondió.

—Hélène —dije más suavemente—, no es falta de confianza. Pero no puede estar segura de nada ni de nadie. Ni de los de su propia jerarquía. Ni de los polis que trabajan con usted. La prueba es que…

—¡Pero a mí, coño, a mí! —gritó a su vez—. Me lo podía haber dicho, ¿no?

Cerré los ojos. Las imágenes que me bailaban en la cabeza ya no eran las de Hélène Pessayre saliendo de la ducha, sino las de la comisaria que me había metido un bofetón esta mañana.

No hacía muchos progresos, ella tenía razón.

—No ha contestado a mi pregunta. ¿Quién puede ser dentro de la policía?

—No lo sé —dijo más tranquila—, no lo sé.

Hubo un pesado silencio.

—¿Quién es el cantante que sonaba? —pregunté para relajar el ambiente.

—Gian Maria Testa. Está bien, ¿eh? —respondió con dejadez—. Móntale —añadió casi con determinación—, voy a ir a verle a su casa.

—Pues menudo cachondeíto que va haber —dije bromeando.

—¿Prefiere que le convoque en la comisaría?

Puse encima dos litros de tinto, de la denominación Villeneuve Flaysoc, en Roquefort-la-Bédoule. Un vino que nos había descubierto Michel, un amigo bretón, el invierno pasado. Château-les-Mûres. Una auténtica obra maestra del gusto.

—Que casi se nos muere de sed el pobre —dijo Honorine.

Sólo para hacerme ver que había tardado mucho.

—¿Te has perdido en la bodega o qué? —insistió Fonfon.

Serví primero sus vasos y luego el mío.

—Tenía que hacer una llamada.

Y antes de que hicieran ningún comentario, añadí:

—Tengo el teléfono de casa intervenido. La policía. Y tenía que volver a llamar a Babette.

Babette había salido por la tarde, me dijo Bruno. Para dormir en Nîmes, en casa de unos amigos suyos. Tenía que coger el tren para Marsella al día siguiente, a última hora de la mañana.

—¿Por qué no os vais de vacaciones, Bruno? Tú y tu familia. Una temporadita.

Volví a pensar en Mavros. Le había dicho exactamente lo mismo. Bruno me contestó de manera casi idéntica. Todo el mundo se creía más fuerte que el Mal. Como si el Mal fuera una enfermedad ajena. Cuando, al contrario, nos roía a todos hasta los huesos, de arriba abajo.

—Tengo muchos animales que cuidar…

—Bruno, cojones, por lo menos tu mujer y tus hijos. Estos tíos son capaces de todo.

—Ya lo sé, pero aquí, con los colegas, controlamos todos los accesos de la montaña. Y —añadió tras un silencio—, vamos armados.

Mayo del 68 contra la Mafia. Me imaginaba la película y me quedaba helado de horror.

—Bruno, no nos conocemos. Te tengo afecto. Por todo lo que has hecho por Babette. Tenerla en casa, arriesgarte…

—Aquí no hay peligro —me cortó—. Si tú supieras cómo funciona…

Y empezó a largar sobre el sistema, él y sus seguros a todo riesgo.

—¡Me caguen la leche, Bruno, que estamos hablando de la Mafia!

Yo también le debía de estar rayando, porque abrevió la conversación.

—Vale, Móntale. Ya lo pensaré. Gracias por llamar.

Fonfon se bebió el vino lentamente.

—Yo creía que esa mujer, la comisaria, se fiaba de ti.

—No es ella. No sabe quién ha dado la orden.

—Leches —dijo simplemente.

Adiviné cómo la preocupación se le venía encima. Miró detenidamente a Honorine. Al contrario de lo que acostumbraba, no estaba muy habladora aquella noche. Ella también estaba preocupada. Pero por mí. Yo lo sabía. Yo era el último. Manu. Ugo. El último de los tres. El último superviviente de toda esa mierda que se comía a los chavales que ella había visto crecer, a los que había querido, a los que quería como una madre. Ella no sobreviviría si yo desaparecía. Yo lo sabía.

—Pero ¿en qué historias está metida Babette? —acabó preguntando Honorine.

—Historias con la Mafia. Que se sabe dónde empiezan pero no dónde van a parar.

—¿Todos esos ajustes de cuentas que dicen en la tele?

—Sí, más o menos eso.

Desde la muerte de Fargette, había sido la hecatombe. Bruscati, como bien había dicho Hélène Pessayre, no debía de ser muy ajeno a todo eso. La lista macabra me volvía a la cabeza. Con toda claridad. Estaba Henri Diana, asesinado a bocajarro en octubre de 1993. Noël Dotori, víctima de un fusilamiento en octubre de 1994. Lo mismo que José Ordioni, en diciembre de 1994. Luego, en 1996, Michel Régnier y Jacky Champourlier, los dos fieles lugartenientes de Fargette. La lista se paraba recientemente, con Patrice Meillan y Jean-Charles Taran, uno de los últimos «peces gordos» del hampa del Var.

—En Francia —seguí— se han minimizado durante mucho tiempo las actividades de la Mafia para prestar únicamente atención a las actuaciones del hampa, de los malhechores. Han hecho como que creían en una guerra entre truhanes. Y hoy la Mafia está aquí. Tiene el control de los negocios. Económicamente^… políticamente también.

Y con esto, ninguna necesidad de abrir el disquete negro para comprenderlo. Babette escribía: «Ese nuevo paisaje de las finanzas internacionales abona un terreno fértil para la criminalización de la vida política. Se están desarrollando poderosos grupos de presión ligados al crimen organizado que actúan de manera clandestina. En resumen, los sindicatos del crimen ejercen su influencia sobre la política económica de los Estados.

»En los nuevos países de economía de mercado, y evidentemente, pues, en la Unión Europea, diversas personalidades políticas han establecido relaciones de vasallaje con el crimen organizado. Tanto la naturaleza del Estado como las estructuras sociales están transformándose. En la Unión Europea, esta transformación está lejos de limitarse a Italia, donde Cosa Nostra ha dividido a las cúpulas del Estado…».

Y cuando Babette abordaba la situación concreta de Francia, era aterradora. La guerra contra el Estado de Derecho, con el apoyo de políticos e industriales, abierta de manera violenta porque las implicaciones financieras son enormes, no tendrá piedad. «Ayer —afirmaba ella— se pudo matar a una diputada molesta. Mañana quizás le toque a un alto mandatario del Estado. Un delegado de gobierno, un ministro. Hoy todo es posible».

—No somos nada para ellos. Tan sólo peones.

Fonfon no me quitaba los ojos de encima. Estaba muy serio. Volvió de nuevo la mirada hacia Honorine. Por primera vez los vi tal como eran. Viejos y cansados. Más viejos y más cansados que nunca. Me hubiera gustado que nada de esto existiera. Pero existía. Y nosotros estábamos, sin haberlo deseado, en el tablero del Mal. ¿O quizás lo habíamos estado siempre? Un azar, una coincidencia, nos lo revelaba así. Babette era eso. Ese azar. Esa coincidencia. Y nos convertíamos en peones ya jugados. Hasta la muerte.

Sonia. Georges.

¿Cómo poner fin a todo esto?

Un informe de Naciones Unidas, citado por Babette, decía:

«El refuerzo internacional de los servicios encargados de hacer respetar las leyes no es más que un paliativo. A falta de un progreso simultáneo del desarrollo económico y social, el crimen organizado, a escala global y estructurada, persistirá».

¿Cómo salir de todo esto, nosotros, Fonfon, Honorine, Babette y yo?

—¿No quiere más queso? ¿No está bueno el provolone?

—Sí, Honorine, está delicioso. Pero…

—Hala, venga —dijo Fonfon con voz falsamente animada—, un cachito para echarnos otro trago.

Me sirvió con autoridad.

Yo no creía en la casualidad. Ni en las coincidencias. Son sólo la señal de que uno se ha pasado al otro lado de la realidad. Donde no existen apaños con lo insoportable. El pensamiento del uno viene a reunirse con el pensamiento del otro. Como en el amor. Como en la desesperación. Babette se había dirigido a mí por eso. Porque yo estaba preparado para comprenderla. Yo ya no soportaba lo insoportable.