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Donde uno encuentra el sentido exacto de la expresión «un silencio de muerte»

Arranqué. Y por detrás iba a haber cola. El coche de los tipos de la Mafia. El de la policía. Que me siguieran, en otras circunstancias, me habría incluso divertido. Pero no tenía yo el corazón para risas. No tenía el corazón para nada. Sólo para hacer lo que había decidido hacer. Sin ningún estado de ánimo en concreto. Conociéndome, cuanto menos estado de ánimo tuviera, más posibilidades tendría de llevar a cabo mi plan.

Estaba reventado. La muerte de Mavros se hacía sitio en mí. Fríamente. Su cadáver empezaba a yacer en mi cuerpo. Yo era su sarcófago. Dormir una hora había evacuado todo el aluvión de sentimientos en que me había sumergido al ver su cara por última vez.

Con un gesto firme, Hélène Pessayre descubrió el rostro de Mavros. Hasta la barbilla. Me echó una mirada furtiva. Identificarlo era justo una formalidad. Me incliné lentamente sobre el cuerpo de Georges. Con la punta de los dedos le acaricié con ternura el pelo grisáceo y le besé en la frente.

—Hasta luego, colega —dije apretando los dientes. Hélène Pessayre me cogió del brazo y me llevó rápidamente hacia la otra punta de la sala.

—¿Tiene familia?

Angélica, su madre, se había vuelto para Nauplia, en el sur del Peloponeso, tras la muerte de su marido. Panayotis, su hermano mayor, llevaba veinte años en Nueva York. No se habían vuelto a ver. Andreas, el más joven de los tres, vivía en Fréjus. Pero Georges estaba enfadado con él desde hacía diez años. Él y su mujer habían pasado de votar socialista en el 81 a votar al RPR y, por último, al Frente Nacional. En cuanto a Pascale, no tenía ganas de llamarla. Ni siquiera sabía si guardaba su número de teléfono. Salió de la vida de Mavros y de la mía al mismo tiempo.

—No —mentí—. Yo era su único amigo.

El último.

En ese momento, no tenía a nadie en Marsella a quien pudiera llamar. Por supuesto, quedaban unas cuantas personas a las que tenía aprecio, como Didier Pérez y algún otro. Pero nadie a quien poder decir: «Te acuerdas…». La amistad era eso, esa suma de recuerdos comunes que se pueden poner encima de la mesa acompañados de una buena lubina a la plancha con hinojo. Sólo el «Te acuerdas» le permite a uno confiar su vida más íntima, esos vericuetos donde reina la confusión.

A Mavros, durante años, lo había cebado con mis dudas, mis miedos, mis angustias. Él me mareaba a diario con sus certidumbres, sus opiniones cuadriculadas y su optimismo inquebrantable. Y cuando habíamos vaciado una o dos botellas de vino, según el estado de ánimo, llegábamos siempre a la misma conclusión: cogieras la vida por donde la cogieras, te encontrabas invariablemente en ese punto en el que las alegrías y las penas no eran más que una eterna lotería.

Una vez en el Centre-Bourse, hice como tenía previsto. Encontré sitio sin mayor problema en la segunda planta. Luego cogí la escalera mecánica que llevaba al centro comercial. El aire acondicionado me sorprendió agradablemente. A gusto me habría quedado allí el resto de la tarde. Había público. El mistral había echado a los marselleses de las playas, y cada cual mataba el tiempo como podía. Sobre todo los jóvenes. Que podían estar un rato controlando chicas y les salía más barato que una entrada de cine. Me había apostado que uno de los hombres que hacen el trabajo sucio de la Mafia me seguiría. Y también me había apostado que no le haría ninguna gracia verme dando vueltas por las rebajas de verano. Así que, después de pasearme un ratito entre camisas y pantalones, cogí la escalera que conducía a la segunda planta. Allí, una pasarela mecánica empalmaba con la rue Bir-Hakeim y la rue Des Fabres. Otra escalera te sacaba hasta la Canebière. Hice el recorrido de la manera más distraída posible.

La parada de taxis estaba a dos pasos, y cinco taxistas de pie delante cada uno de su taxi, deseosos de ver llegar a un cliente.

—¿Ha visto usted? —me soltó un taxista señalándome el parabrisas.

Un fino hollín se había depositado en el cristal. Entonces me di cuenta de que caían copos de ceniza. El fuego debía de ser enorme.

—Mierda de fuego —dije.

—¡Mierda de mistral, sí! Se está quemando todo y no hay nada que hacer. No sé la cantidad de bomberos que han mandao, y de servicios de socorro. Mil quinientos, u ochocientos… Pero es que, joder, hay fuego por todos laos. Que dicen que está llegando hasta Allauch.

—¡A Allauch!

Era otro municipio colindante con Marsella. Un millar de habitantes. El fuego estaba abrasando el cinturón verde de la ciudad, llevándose el bosque por delante. Y se iba a encontrar con otros cuantos pueblos por el camino. Simiane, Mimet…

Y encima están todos intentando salvar a la gente y las casas.

Siempre la misma historia. Los esfuerzos de los bomberos, el agua que soltaban los hidroaviones —eso, si podían volar—, daban prioridad a la protección de chalets, de urbanizaciones. Cabía preguntarse por qué no había una ley estricta. A la que someterse los constructores. Contraventanas macizas. Barreras nebulizadoras. Depósitos de agua. Zonas cortafuegos. A veces, ni los coches de bomberos podían pasar entre las casas y los focos de fuego.

—¿Qué dicen del mistral?

—Que tendría que bajar esta noche. Aflojar un poco, hostia, a ver si es verdad.

—Pues sí —dije pensativo.

Tenía la cabeza puesta en el fuego, por supuesto. Pero no sólo en el fuego.

—No se puede saber, Fabio —me dijo Félix.

Félix se quedó sorprendido de verme aparecer. Sobre todo por la tarde. Iba a visitarle cada quince días. Normalmente al irme del bar de Fonfon. Me venía a tomar el aperitivo con él. Charlábamos un par de horas. La muerte de Céleste le había dejado hecho polvo. Al principio, creímos que Félix iba a dejarse morir. No comía nada y se negaba a salir. No le apetecía ni ir a pescar, y eso sí que era mala señal.

Félix era sólo pescador de domingos. Pero pertenecía a la cofradía de pescadores del Vallon-des-Auffes. Una cofradía de italianos, de la región de Rapallo, Santa Margerita y María del Campo. Y era, con Bernard Grandona y Gilbert Georgi, uno de los artífices de la fiesta del patrón de los pescadores. San Pedro. El año pasado, Félix me había llevado en su pointu, para asistir a la ceremonia a la altura del gran dique. Sirena, lluvia de pétalos y flores en memoria de los que murieron en la mar.

Honorine, amiga de la infancia de Céleste, y también Fonfon tomaron el relevo para hacerle compañía a Félix. Le invitábamos a comer los fines de semana. Iba a buscarlo y me lo traía. Y un domingo por la mañana llegó a venir en barco hasta mi casa. Traía lo que acababa de pescar. Una buena pesca. Doradas, jureles.

—¡Pero cojones, si aún no has encendido ni el fuego!

Para mí, ese momento fue más emocionante que el día de la fiesta de San Pedro. Una fiesta de la vida sobre la muerte. Lo mojamos como Dios manda y, por enésima vez, Félix nos contó que, cuando su abuelo quiso casarse, se había ido hasta Rapallo a buscar mujer. Antes de que terminara de contarlo, Honorine y yo gritamos a coro:

—¡Y en barco de vela, faltaría más!

Nos miró alucinado.

—Estoy chocho, ¿no?

—Que no, Félix, que eso no es chochear, anda. Que los recuerdos se pueden contar cien veces. Es lo más bonito de la vida. Se comparten y aún mejor.

Y uno y otro desgranaron los suyos. La tarde fue pasando, y también unas cuantas botellas de blanco de Cassis. Un Fontcreuse que guardaba yo para las grandes ocasiones. Luego, irremediablemente, hablamos de Manu y de Ugo. Desde los quince años íbamos por el restaurante de Félix. Félix y Céleste nos alimentaban a base de pizzas con figatelli, de espaguetis con almejas y de lasaña con requesón. Y allí fue donde, de una vez por todas, aprendimos lo que era una auténtica bullabesa. Ni siquiera Honorine llegaba, en ese plato concreto, a superar a su amiga Céleste. A Manu lo mataron saliendo del bar de Félix, hace cinco años. Pero nuestros recuerdos sabían pararse justo antes de ese momento. Manu y Ugo seguían estando vivos. Pero no estaban con nosotros, eso era todo, y los echábamos de menos. Como a Lole.

Félix se puso a cantar Maruzzella, la canción favorita de mi padre. Repetimos el estribillo todos a coro, y cada uno se permitió llevar sus lágrimas hasta aquellos seres queridos que ya no estaban. Maruzzella, oh, Maruzzella

Félix me miró con el mismo miedo en los ojos que podían tener Fonfon y Honorine cuando adivinaban que había problemas gordos planeando sobre mi cabeza. Estaba asomado a la ventana cuando llegué, con la mirada puesta en el mar, su colección de Pieds-Nickelés junto a él encima de la mesa. Félix sólo leía eso, y los releía sin parar. Y cuanto más pasaba el tiempo, más se parecía a Ribouldingue, por lo menos en la barba.

Estuvimos hablando del fuego. En Vallon-des-Auffes también llovían pequeñas cenizas. Y Félix me confirmó que el incendio se había desplazado hacia Allauch. Según la mismísima opinión del jefe de bomberos del Departamento, aquello podía ser ya una catástrofe.

Trajo dos cervezas.

—¿Te pasa algo? —me preguntó.

—Sí —respondí yo—. Grave.

Y le conté toda la historia.

De la Mafia, de los matones, Félix sabía un rato. Uno de sus tíos por parte de su mujer había sido pistolero del propio Guérini. El jefe incontestable de la Mafia marsellesa después de la guerra. Llegué lo más suavemente posible a Sonia. Y después a Mavros. A su muerte. Luego le expliqué que, en lo más alto de la escala, estaba en juego la vida de Fonfon y de Honorine. Me dio la impresión de que las arrugas se le hicieron más profundas.

Le expliqué entonces cómo había llegado hasta él. Las precauciones que había tenido que tomar para esquivar a los asesinos. Se encogió de hombros. Apartó su mirada de la mía para reposarla en el pequeño puerto del Vallon-des-Auffes. Estábamos lejos del tumulto del mundo. Un remanso de paz. Como en Les Goudes. Uno de esos lugares desde los que Marsella se reinventa gracias a esa mirada que le dedicamos.

Unos versos de Louis Brauquier se pusieron a cantar en mi cabeza:

Je suis en marche vers les gens de mon silence

Lentement, vers ceux près de qui je peux me taire;

Je vais venir de loin, entrer et puis m’asseoir.

Je viens chercher ce qu’il me fautpour repartir.[7]

Félix volvió de nuevo la mirada hacia mí. Tenía los ojos ligeramente enturbiados, como si hubiera llorado por dentro. No hizo ningún comentario.

—¿Y dónde intervengo yo en todo esto? —se limitó a preguntar.

—Se me había ocurrido que la manera más segura de encontrarme con Babette sería en el mar. Tengo a esos tíos plantados en la puerta de mi casa. Si saco el barco, por la noche, no se me van a poder pegar al culo, esperarán a que vuelva. La otra noche fue así.

—Ya.

—Le digo a Babette que venga aquí. La llevas hasta Frioul. Y yo me uno a vosotros allí. Llevo comida y bebida.

—¿Crees que aceptará?

—¿Qué? ¿Venir aquí?

—No, lo que tú tienes en mente. Que renuncie a publicar la investigación… En fin, todas esas cosas que comprometen a tantísima gente.

—No sé.

—De todas maneras, qué más da. La matarán igual, y a ti también. Mira, ese tipo de gente…

Félix no había podido comprender nunca cómo uno puede convertirse en un asesino. Un asesino profesional. Me había hablado muchas veces de eso. De su relación con Charles Sarténe. El Tío. Como le llamaban en su familia. Un tipo adorable. Amable. Atento. Félix tenía maravillosos recuerdos de la reuniones familiares con el Tío presidiendo la mesa. Siempre muy elegante. Y siempre con los niños en las rodillas. Un día, unos años antes de su muerte, el Tío le dijo a uno de sus sobrinos que quería ser periodista:

—¡Ay, hijo mío!, si fuera más joven, iba yo mismo al Provençal, me subía al piso de arriba y mataba a uno o dos periodistas. Ibas a ver qué pronto te contrataban.

Todo el mundo se echó a reír. Félix, quien entonces debía de andar por los diecinueve años, no se había olvidado en la vida de esas palabras. Ni de las risas que siguieron. Se negó a ir al entierro del Tío, y eso le valió la enemistad para siempre con la familia. No se arrepintió nunca.

—Ya lo sé —dije—. Pero tengo que correr ese riesgo, Félix. Una vez que haya hablado con Babette, ya veré lo que hago. Y no actuaré solo —añadí para tranquilizarlo—. He hablado de esto con un policía…

Miedo y rabia se mezclaron en sus ojos.

—¿Quieres decir que se lo has contado a la policía?

—No a la policía. A un policía. Una mujer. La que está investigando la muerte de Sonia y de Mavros.

Se encogió de hombros, como hacía un rato. Con mayor hastío, si cabe.

—Si la policía está involucrada, yo no valgo, Fabio. Eso lo complica todo y aumenta los riesgos. Joder, ya lo sabes, aquí…

—Un momento, Félix. Tú me conoces, ¿no? Vale. La policía es para luego. Cuando haya visto a Babette. Cuando decidamos lo que hacemos con los documentos. En este momento, esa mujer, la comisaria, ni siquiera sabe que Babette va a venir. Ella está como los asesinos, esperando. Todos están esperando a que me reúna con Babette.

—De acuerdo —dijo.

Volvió a mirar por la ventana. Los copos de ceniza se habían vuelto más espesos.

—Hacía mucho que no nevaba por aquí. Y hoy tenemos esto. Mierda de fuego.

Volvió los ojos hacia mí y luego hacia uno de los Pieds-Nickelés que tenía abierto.

—De acuerdo —volvió a decir—. Pero se tiene que parar este puto mistral. Si no, no se puede salir.

—¿Podríais quedar aquí?

—No, Félix. La jugada del Centre-Bourse ya no la puedo volver a hacer. Ni esa ni ninguna otra. Ya no se van a fiar. Y eso sí que no. Necesito que se fíen de mí.

—¡Estás tonto o qué!

—No de tener confianza, hostia, ya me entiendes, Félix. Que lleve un juego limpio. Que tengan de verdad la sensación de que soy un auténtico gilipollas.

—Vale —dijo pensativo—, vale. Dile a Babette que venga. Se puede quedar a dormir aquí. Hasta que afloje el mistral. Cuando veamos que podemos salir, llamo a Fonfon.

—Me llamas.

—No, a tu casa no. Llamo a Fonfon, al bar. Dile a Babette que venga cuando quiera.

Me levanté. Él también. Le pasé el brazo por el hombro y le apreté contra mí.

—Va a salir bien —murmuró—. Venga, ya nos las apañaremos. Siempre nos las hemos apañao.

—Ya lo sé.

Lo tenía abrazado y no se me despegaba. Había entendido que todavía tenía algo que pedirle. Me imaginaba que se le estaba haciendo un nudo en el estómago, porque yo sentía lo mismo, en el mismo sitio.

—Félix —dije yo—. ¿Guardas todavía la pistola de Manu?

El olor a muerte invadió la habitación. Conocí el sentido exacto de la expresión «un silencio de muerte».

—La necesito, Félix.