13

Donde es más fácil explicar los demás que comprender uno mismo

Las sirenas de los bomberos me sacaron brutalmente del sueño. El aire que entraba por la ventana olía a quemado. Un aire caliente y nauseabundo. Lo supe más tarde, el fuego había empezado en un vertedero público. En Septèmes-les-Vallons, un municipio que lindaba con Marsella por el norte. A dos pasos, el apartamento de Georges Mavros.

Le dije a Hélène Pessayre:

—Me están siguiendo. Estoy seguro. Sonia me acompañó a casa la otra noche. Se quedó a dormir. No tuvieron más que seguirla para llegar hasta su casa. Hasta Mavros los llevé yo también. Si voy a ver a un amigo, dentro de un rato o mañana lo pondrán en la lista.

Seguíamos estando en el despacho de Mavros. Intentando poner un plan en marcha. Para liberarme del torno que me aprisionaba. El asesino volvería a llamar. De momento, lo que él esperaba eran hechos. Que le dijera dónde estaba Babette, o algo por el estilo. Si no le daba datos fiables, mataría a alguien más. Y ése podía ser Fonfon u Honorine, si no encontraba a ninguno de mis amigos o amigas a quien hincarle el diente.

—Estoy atado de pies y manos —le mentí.

De eso hacía menos de una hora.

—Apenas puedo moverme sin poner en peligro la vida de algún ser querido.

Me miró. Empezaba ya a reconocer sus miradas. En aquélla, su confianza no era total. Persistía una duda.

—Pues es una suerte al fin y al cabo.

—¿El qué?

—Que no pueda moverse —respondió con una pizca de ironía—. No, quiero decir que le siguen, y por ahí es por donde los podemos pillar.

Ya veía por dónde iba y no me hacía mucha gracia.

—No le sigo.

—¡Móntale! Deje de tomarme por imbécil. Sabe perfectamente lo que quiero decir. Le están siguiendo, con lo cual nosotros también nos pondremos a la cola.

—Y os echáis encima de ellos en el primer semáforo, ¿no?

Me arrepentí inmediatamente de mis palabras. Un velo de tristeza alteró su mirada.

—Lo siento, Hélène.

—Deme un cigarrillo.

Le di el paquete.

—¿Nunca compra tabaco?

—Usted siempre lleva y… nos vemos a menudo ¿no?

Lo dijo sin sonreír. Con un tono cansado.

—Móntale, no llegaremos a nada juntos si no pone usted un poco de…

Buscó las palabras, dando una fuerte calada.

—… si no cree usted en lo que soy. No en la policía que soy. No, en la mujer que soy. Creía que lo habría comprendido, después de nuestra conversación junto al mar.

—¿Qué es lo que tendría que haber comprendido?

Esas palabras se me escaparon. Apenas pronunciadas, empezaron a resonar en mi cabeza. Cruelmente. Le dije exactamente lo mismo a Lole, aquella noche, terrible, en que ella me anunció que todo había terminado. Pasaban los años y yo estaba siempre haciéndome la misma pregunta. O más exactamente, no entendiendo nada de la vida. «Si uno pasa siempre por el mismo sitio —le expliqué una noche a Mavros, cuando Pascale le había dejado—, es que estás dando vueltas en círculo. Que estás perdido…». Se encogió de hombros. Él estaba dando vueltas en círculo. Estaba perdido. Es más fácil explicar a los otros ese tipo de cosas que comprenderlas uno mismo, pensé.

Hélène Pessayre sonrió de la misma manera que Lole en ese momento. Su respuesta difirió ligeramente.

—¿Por qué no confía en las mujeres? ¿Qué le han hecho, Móntale? ¿No le han dado suficiente? ¿Le han decepcionado? ¿Le han hecho sufrir, no?

De nuevo esa mujer me desarmaba.

—Puede ser. Sí, sufrir.

—A mí también me han decepcionado algunos hombres. Yo también he sufrido, ¿y por eso iba yo a detestarle?

—Yo no la detesto.

—Le voy a decir una cosa, Móntale. A veces, cuando me mira fijamente, me pongo muy nerviosa. Siento ríos de emoción por el cuerpo.

—Hélène —intenté cortarla.

—¡Cállese, por Dios! Cuando mira usted a una mujer, a mí o a otra, va directamente a lo esencial. Pero va usted con sus miedos, sus dudas, sus angustias, todo ese mogollón que le tiene el corazón encogido y que le hace decir: «No va a funcionar, no puede funcionar nunca». Nunca con la certidumbre de la felicidad posible.

—¿Cree usted en la felicidad?

—Creo en las relaciones sinceras entre la gente. Entre los hombres y las mujeres. Sin miedo y, por consiguiente, sin mentiras.

—Ya, ¿y adónde nos lleva eso?

—A esto. ¿Por qué tiene ese empeño en matar a ese tipo?

—Por Sonia. Y ahora por Mavros.

—Por Mavros lo admito, era amigo suyo. ¿Pero Sonia? Le he hecho ya la pregunta, ¿la quería? ¿Sintió usted que la quería esa noche? No me ha respondido. Sólo me ha dicho que tenía usted ganas de verla otra vez.

—Sí, ganas de verla y también que…

—Que a lo mejor, o que posiblemente… ¿así, no? Como siempre, vaya. ¿Y se iba a verla con una parte de usted mismo incapaz de entender su espera o sus deseos? ¿Ha sabido usted dar alguna vez de verdad? ¿Dárselo todo a una mujer?

—Sí —solté, pensando en mi amor por Lole. Hélène Pessayre me miró con ternura. Como el otro mediodía en la terraza de Ange, cuando me cogió la mano. Pero tampoco esta vez iba a decirme te quiero, ni a acurrucarse en mis brazos. Estaba bien seguro.

—Usted se lo cree, Móntale. Pero yo no le creo. Y esa mujer tampoco se lo creyó. No le dio usted su confianza. No le dijo que creía en ella. Ni se lo demostró tampoco. O no lo suficiente, en cualquier caso.

—¿Por qué iba yo a confiar en usted, puesto que es ahí adonde quiere ir a parar? ¿Es eso lo que me está pidiendo? ¿Que confíe en usted?

—Sí. Por una vez en su vida, Móntale. En una mujer. En mí. Y entonces será recíproco. Si ponemos un plan a punto, entre los dos, quiero estar segura de usted. Quiero estar segura de sus motivos para matar a ese tipo.

—¿Me dejaría usted matarlo? —dije sorprendido.

—Si lo que le anima no es el odio, la desesperación, si es el amor, ese amor que sentía usted nacer por Sonia, sí. Sabe, tengo bastante firmeza, y un fuerte sentido de la moral, también. Pero ¿cuántos años cree que le metieron a Govanni Brusca, el asesino más sanguinario de la Mafia?

—No sabía que lo hubieran detenido.

—Hace un año. En su casa. Estaba comiendo espaguetis con su familia. Veintiséis años. Había matado con TNT al juez Falcone.

—Y a un niño de once años.

—Solamente veintiséis años. Yo no tendría ningún remordimiento si ese tipo, ese asesino, muriera antes de pasar por la Justicia. Pero… no se trata de eso.

No, no se trataba de eso. Me levanté. Seguía oyendo las sirenas de los bomberos por todas partes. El aire era acre, asqueroso. Cerré la ventana. Me había quedado dormido media hora en la cama de Mavros. Hélène Pessayre y su equipo se habían marchado. Y yo, con su consentimiento, había subido al apartamento de Mavros. Encima de la sala de boxeo. Tenía que esperar allí hasta que otro equipo viniera para localizar el coche que me estaba siguiendo. Porque, no teníamos ninguna duda, estaban en la puerta, más o menos.

—¿Tiene usted posibilidad de hacer eso?

—Tengo dos cadáveres a mis espaldas.

—¿Ha insinuado la posibilidad de la Mafia en sus informes?

—No, por supuesto.

—¿Por qué?

—Porque seguramente me apartarían de la investigación.

—Se está usted arriesgando.

—No, sé muy bien dónde me meto.

El apartamento de Mavros estaba en perfecto orden. Era casi enfermizo. Todo estaba como antes de que se fuera Pascale. Cuando se marchó, no se llevó nada o casi nada. Cuatro chismes. Algún adorno, objetos que Mavros le había regalado. Algo de vajilla. Algunos CDs, algún libro. La tele. El aspirador nuevo que se acababan de comprar.

Unos amigos comunes, Jean y Bella, le dejaron a Pascale, por un módico alquiler, la casita familiar completamente amueblada que ocupaban en la rue Villa-Paradis, una zona tranquila de Marsella, arriba de la rue Breteuil. El tercer niño acababa de nacer, y la casa, estrecha y dispuesta en dos niveles, se les había quedado pequeña.

A Pascal le encantó enseguida esa casa. La calle era como la de un pueblo y, seguramente, seguiría siéndolo durante muchos años. A Mavros, que no comprendía, le explicó: «No te dejo por Benoît. Me voy por mí. Necesito repensar mi vida. No la nuestra. La mía. A lo mejor un día conseguiré verte tal como debo verte, tal como te veía antes».

Mavros había hecho de ese apartamento el sarcófago de sus recuerdos. Hasta la cama en la que me había tumbado ese rato, completamente reventado, parecía que no se había deshecho nunca desde la marcha de Pascale. Comprendí mejor por qué se había dado tanta prisa en buscarse una chica, para no tener que dormir ahí.

Lo más triste era en el váter. En un cristal estaban pegadas, una detrás de otra, las mejores fotos de sus años de felicidad. Me imaginaba a Mavros meando mañana, tarde y noche, mientras veía desfilar el fracaso de su vida. Tendría que haber quitado eso, por lo menos eso, me dije.

Descolgué el cristal y lo apoyé delicadamente en el suelo. Una de las fotos suyas me partía el alma. Era Lole la que la había sacado, un verano, en casa de unos amigos en La Ciotat. Georges y Pascale estaban dormidos en un banco del jardín. La cabeza de Georges en el hombro de Pascale. Respiraban paz. Felicidad. La despegué con cuidado y la metí en la cartera.

Sonó el teléfono. Era Hélène Pessayre.

—Ya está, Móntale, mis hombres han tomado posiciones. Los han localizado. Están aparcados delante del número 148. Un Fiat Punto, azul metalizado, son dos.

—Bueno —dije.

Me sentía ahogado.

—¿Quedamos en lo que hemos dicho?

—Sí.

Debería haber estado algo más charlatán, añadir alguna palabra. Pero acababa de encontrar la solución para encontrarme con Babette sin riesgos, y lejos de todo el mundo. Incluida Hélène Pessayre.

—¿Móntale?

—Sí.

—¿Todo bien?

—Sí. ¿Por qué hay tanto bombero?

—Un incendio. Enorme. Ha empezado en Septémes, pero se está extendiendo. Parece que habría un nuevo foco por Plan-de Cuques, pero ya no sé nada más. Lo peor es que los hidroaviones están clavados en tierra por culpa del mistral.

—¡Qué putada! —dije. Tomé aire a fondo—. ¿Hélène?

—¿Qué?

—Antes de volver a mi casa, como está previsto, tengo… tengo que pararme en casa de un viejo amigo.

—¿De quién?

Una ligera duda había vuelto a su voz.

—Hélène, no hay trampa. Se llama Félix. Llevaba un restaurante en la Rué Caisserie. Le prometí que iría a verle. A menudo vamos juntos a pescar. Vive en Le Vallon-des-Auffes. Tengo que pasar, antes de volver.

—¿Por qué no me lo dijo antes?

—Me acabo de acordar.

—Llámele por teléfono.

—No tiene teléfono desde que se murió su mujer y él se jubiló, quiere que lo dejen en paz. Cuando le quieres llamar, hay que dejarle un mensaje en la pizzería de al lado.

Todo eso era verdad. Añadí:

—Y no necesita oírme, necesita verme.

—Ya.

Creí sentir cómo sopesaba los pros y los contras.

—¿Y cómo hacemos?

—Meto el coche en el aparcamiento del Centre-Bourse. Subo al centro comercial, salgo y cojo un taxi. Tengo para una hora.

—¿Y si le siguen?

—Ya veré.

—Ok.

—Hasta luego.

—Móntale, si tiene usted alguna pista de Babette Bellini, no se olvide de mí.

—No la olvido, comisaria.

Una espesa columna de humo negro se levantaba por encima de las barriadas norte. El aire caliente se insinuó en mis pulmones y me dije que, si el mistral no remitía, íbamos a vivir con aquello varios días. Días dolorosos. Que el bosque ardiera, la vegetación o incluso la más insignificante garriga, suponía un drama para la región. Todo el mundo tenía aún en la memoria el terrible incendio que, en agosto de 1989, había asolado tres mil quinientas hectáreas en la falda del monte Sainte-Victoire.

Entré en el bar más cercano y me pedí una caña. El dueño, como el resto de los clientes, tenía la oreja pegada a Radio France Provence. El fuego había «saltado» de lo lindo y estaba arrasando la zona verde del pequeño pueblo de Plan-de-Cuques. Habían empezado a evacuar a los habitantes de las casas aisladas.

Volví a repasar mi plan para poner a Babette a salvo. Se sostenía bien. Pero con una sola condición, que el mistral dejara de soplar. Pero el mistral podía estar soplando durante uno, tres, seis o nueve días.

Me acabé la caña y pedí otra. La suerte estaba echada, pensé. Ya se vería si yo tenía todavía futuro en esta vida. Si no, seguro que habría un lugar bajo tierra con Manu, Ugo y Mavros donde echar una partidita de cartas tranquilos.