Donde se cuestiona la alegría de vivir en una sociedad sin moral
Paseé la mirada por la sala de boxeo. Todo lo que allí había me era familiar. El ring, el olor, la luz tenue. Los sacos de entrenamiento, el punching-ball, las pesas. Las paredes amarillentas, con los carteles. Todo estaba tal como lo habíamos dejado la víspera. Las toallas en el banco, las vendas colgadas de la barra fija.
Oí la voz de Takis, el padre de Mavros.
—¡Vamos, pequeño, avanza!
¿Qué tendría yo, doce años o así? Mavros me había dicho: «Mi padre te entrenará». En mi cabeza bullían imágenes de Marcel Cerdan. Mi ídolo. El de mi padre también. Boxear era mi sueño. Pero boxear, aprender a boxear, era también, antes que nada, aprender a superar mis miedos físicos, aprender a recibir golpes y a devolverlos. A hacerse respetar. En la calle. Era esencial. Nuestra amistad con Manu había empezado así, a puñetazos. En la calle Refuge, en el Panier. Una noche que acompañaba a Gélou, mi hermosa prima. Me llamó espagueti, el mamón del españolito. Una excusa. Para desencadenar la bronca y llamar la atención de Gélou.
—¡Venga, dale! —me decía Takis.
Yo le daba tímidamente.
—¡Más fuerte, joder, más fuerte! Venga, que estoy acostumbrado.
Me ponía la mejilla para que le pegara. Le di. Y luego otra vez. Un directo bien dado. A Takis Mavros le había gustado.
—Vamos, hijo.
Le di otra vez. En esta ocasión con fuerza, y lo esquivó. Me di un golpe fuerte con la nariz en su hombro, duro, musculado. Empecé a chorrear sangre y, algo atontado, vi cómo se manchaba el ring.
Había sangre por todo el ring.
No conseguía despegar los ojos de ahí. ¡Joder, Georges! Ni siquiera hemos tenido tiempo de cogernos la última borrachera.
—Móntale.
Hélène Pessayre acababa de ponerme la mano en el hombro. El calor de su palma irradió todo mi cuerpo. Qué bueno. Me volví hacia ella. Adiviné una pizca de tristeza en sus ojos negros, y mucha ira.
—Vamos a hablar.
Miró a su alrededor. Había jaleo en la sala. Vi de lejos a los dos policías con los que formaba equipo. Alain Béraud me hizo un gesto con la mano. Un gesto que se pretendía amistoso.
—Por aquí —dije, señalando la pequeña habitación que servía de oficina a Mavros.
Se dirigió hacia allí con paso firme. Aquella mañana llevaba un vaquero de color verde agua y una camiseta negra ancha por debajo del culo. Hoy debía de ir armada, pensé.
Abrí la puerta y me dejó entrar. La volvió a cerrar a sus espaldas. Nos observamos durante unos segundos. Éramos casi de la misma estatura. Me dio un bofetón en plena cara, sin tiempo ni para sacar un cigarrillo. Su violencia, tanto como mi sorpresa, me hizo soltar el paquete de tabaco. Me agaché a recogerlo. Hasta sus pies. Me ardía la mejilla. Me incorporé y la miré. No pestañeó.
—Tenía unas ganas tremendas.
Y en el mismo tono:
—Siéntese.
Me quedé de pie.
—Es la primera hostia que me dan. Una mujer, quiero decir.
—Si quiere que sea la última, cuénteme todo, Móntale. Siento aprecio por lo que me han dicho de usted. Pero no soy Loubet. No estoy como para perder el tiempo haciendo que le vigilen, ni para construir hipótesis sobre las cosas que sabe. Quiero la verdad. Odio la mentira. Se lo dije ayer.
—Y que no me perdonaría que le mintiera.
—Le doy una segunda oportunidad.
Dos muertos, dos oportunidades. La última. Como una última vida. Nuestras miradas se enfrentaron. Aún no había guerra entre nosotros.
—Tenga —le dije.
Y le puse encima de la mesa los cinco disquetes de Babette. El primer juego de copias que Cyril me había hecho la noche pasada. Se había empeñado. Mientras, Sébastian y sus amigos me ponían, para que escuchara, nuevos grupos de rap marsellés. Mi cultura llegaba hasta IAM y Massilia Sound System. Iba un poco atrasado, por lo visto.
Me descubrieron a La Fonki Family, chavales del Panier y de Belsunce —que habían colaborado con los Bad Boys de Marsella—, y Le Troisième Oeil, que salía directamente de las barriadas norte. El rap estaba lejos de ser lo mío, pero me impresionaba siempre lo que contaban. La ajustado de la frase. La calidad de los textos. No le cantaban a otra cosa más que a la vida de sus colegas, en la calle o en el reformatorio. A la muerte fácil también. Y a todas las adolescencias que acababan en el psiquiátrico. Una realidad con la que yo me había codeado durante años.
—¿Qué es esto? —me preguntó Hélène Pessayre, sin tocar los disquetes.
—La antología más actualizada de las actividades de la Mafia. Como para arrasarlo todo de Marsella a Niza.
—Hasta ese punto —respondió ella voluntariamente incrédula.
—Hasta tal punto que, si los lee, luego le costará después trabajo circular por los pasillos de la policía. Y se preguntará a ver quién le va a disparar por la espalda.
—¿Hay policía implicada?
No abandonaba la calma. No lograba imaginar qué fuerza interior la habitaba, pero nada parecía hacerla tambalear. Como Loubet. Lo contrario de mí. Quizás por eso no había conseguido ser un buen policía. Mis sentimientos estaban demasiado a flor de piel.
—Hay un montón de gente implicada. Políticos, empresarios, industriales. Podrá leer sus nombres, la pasta que se han llevado, en qué banco la tienen metida, el número de cuenta. Todo ese tipo de cosas. En cuanto a la policía…
Se sentó e hice lo mismo.
—¿Me da un cigarrillo?
Le tendí mi paquete, luego le di luego. Posó la mano ligeramente en la mía para que acercara el mechero.
—Sí, ¿y en cuanto a la policía? —prosiguió ella.
—Digamos que, entre ellos y la Mafia, las cosas son fluidas. En el intercambio de información.
Durante años, contaba Babette en su informe sobre el departamento de Var, Jean-Louis Fargette había comprado a unos policías, a alto precio, las escuchas telefónicas de algunos políticos. Sólo para asegurarse de que eran legales en las comisiones que le afectaban. Y para presionarlos si hacía falta. Pues algunas de esas escuchas afectaban a sus vidas privadas. Su vida familiar. Sus desviaciones sexuales. Prostitución. Pedofilia.
Hélène Pessayre dio una calada profunda. A lo Lauren Bacall. Con naturalidad, además. Tenía la cara vuelta hacia mí, pero los ojos miraban lejos, al infinito. A algún sitio donde encontraba razones para ser policía.
—¿Y qué más? —dijo volviendo a fijar su mirada en la mía.
—Todo lo que usted ha querido saber siempre. Tenga…
Me pasó por la mente otro de los fragmentos de la investigación que Babette había empezado a redactar. «Los negocios legales e ilegales están cada vez más imbricados, y han introducido un cambio fundamental en las estructuras del capitalismo de la posguerra. Las mafias invierten en negocios legales e, inversamente, éstos canalizan recursos financieros hacia la economía criminal, a través de la toma de control de bancos o empresas implicadas en el blanqueo de dinero o relacionadas con las organizaciones criminales.
»Los bancos pretenden que ese tipo de transacciones están hechas de buena fe y que sus dirigentes ignoran el origen de los fondos depositados. Los grandes bancos no sólo aceptan el blanqueo de dinero a cambio de pingües comisiones, sino que conceden créditos de alto interés a las mafias criminales, en detrimento de las inversiones productivas industriales o agrícolas.
»Existe —seguía escribiendo Babette— una estrecha relación entre la deuda mundial, el comercio ilegal y el blanqueo de dinero. Desde la crisis de la deuda a principios de los años ochenta, el precio de las materias primas se ha hundido, lo que ha traído como consecuencia la caída dramática de los países en vías de desarrollo. Bajo el efecto de las medidas de austeridad dictadas por los acreedores internacionales, se empieza a despedir a funcionarios, se venden empresas nacionales, se congelan las inversiones públicas y se reducen los créditos a agricultores y a industriales. Con el paro rampante y la bajada de salarios, la economía legal entra en crisis».
Y en esas estábamos, me dije una noche, mientras leía estas frases. En esta miseria humana de lo que llamaban futuro. ¿A cuánto ascendía la multa que le habían puesto a esa ama de casa por robar unos filetes en el supermercado? ¿Cuántos meses de cárcel les habían metido a aquellos chavales de Estrasburgo por los cristales rotos de los autobuses o de las marquesinas de la ciudad?
Las palabras de Fonfon me habían vuelto a la mente. Un periódico que no tiene moral no es un periódico. Sí, y a una sociedad sin moral no se le puede llamar sociedad. A un país sin moral tampoco. Era más fácil mandar a la policía a desalojar a los comités de parados en las oficinas de la ANPE[6], que atacar la raíz del mal. De esa porquería que roía a la humanidad hasta los huesos.
Bernard Bertossa, el procurador general de Ginebra, declaraba al final de su entrevista con Babette: «Hace ya más de dos años que hemos congelado el dinero procedente del tráfico de droga en Francia. Los autores fueron condenados, pero la justicia francesa no me ha presentado aún la petición de extradición, a pesar de nuestros reiterados requerimientos».
Sí, en esas estábamos, en ese grado cero de la moral.
Miré a Hélène Péssayre.
—Sería demasiado largo de explicar. Léalos, si puede. Yo me paré en la lista de nombres. No tuve el valor suficiente para saber lo que venía a continuación. Después de eso, no estaba seguro de percibir la felicidad de mirar el mar desde mi terraza.
Sonrió.
—¿De dónde ha sacado los disquetes?
—De una amiga. Una amiga periodista. Babette Bellini. Pasó los últimos años en esta investigación. Una obsesión.
—¿Qué relación guarda con la muerte de Sonia De Luca y de Georges Mavros?
—La Mafia perdió la pista de Babette. Quieren ponerle la mano encima. Para recuperar algunos documentos. Algunas listas, pienso. Esas en las que se mencionan los bancos, los números individuales de las cuentas.
Cerré los ojos medio segundo. Justo el tiempo de volver a ver la cara de Babette, su sonrisa. Después añadí:
—Y cargársela inmediatamente.
—Y usted, ¿qué pinta en todo esto?
—Los asesinos me pidieron que se la encontrara. Para persuadirme, se dedican a matar a mis seres queridos. Están dispuestos a continuar hasta llegar a las personas que me son verdaderamente cercanas.
—¿Amaba usted a Sonia?
Su voz había perdido toda dureza. Era una mujer hablándole a un hombre. De un hombre y de otra mujer. Casi con complicidad.
Me encogí de hombros.
—Tenía ganas de volverla a ver.
—¿Eso es todo?
—No, no es todo —respondí con sequedad.
—¿Hay algo más?
Insistía sin maldad. Obligándome a hablar de lo que había sentido esa noche. Se me hizo un nudo en el estómago.
—¡Era algo más allá del deseo que puede inspirar una mujer! —dije levantando la voz—. ¿Entiende? Creí sentir que algo era posible entre ella y yo. Vivir juntos, por ejemplo.
—¿En una sola noche?
—Una noche o cien, una mirada o mil miradas, no cambia las cosas.
Tenía ganas de chillar en ese momento.
—Móntale —susurró ella.
Y aquello me suavizó. Su voz. La entonación con la que decía mi nombre y que parecía llevar consigo todas las alegrías, todas la risas de sus veranos en Argel.
—Creo que se sabe enseguida, si lo que pasa entre dos personas es cuestión de un rollo de una noche o de construir algo juntos, ¿no?
—Sí, así lo creo yo también —dijo ella sin apartar la mirada—. ¿Vive usted triste, Móntale?
¡Mierda! ¿Llevaba la desgracia pintada en la cara o qué? Sonia se lo dijo el otro día a Honorine. Ahora Hélène Pessayre me lo soltaba así, en plena en toda la cara. ¿Me había vaciado Lole los cajones de la felicidad del cuerpo hasta ese punto? ¿Se había llevado de verdad con ella todos mis sueños? ¿Todas mis razones de vivir? ¿O era yo, simplemente, el que no sabía ya buscarlas en mí?
Cuando se fue Pascale, Mavros me contó:
—Sabes, ella ha pasado las páginas a una velocidad de locos. Cinco años de risas, de alegrías, de broncas a veces, de amor, de ternura, de noches, de despertares, de siestas, de sueños, de viajes… Todo eso hasta la palabra fin. Que ella misma escribió de su puño y letra. Se llevó el libro con ella. Y yo…
Lloraba. Yo le escuchaba, callado. Desarmado ante tanto dolor.
—Y yo ya no encuentro razones para vivir. Pascale es la mujer a la que más he querido. ¡La única, Fabio, la única, hostia! Ahora hago las cosas sin pasión. Porque hay que hacerlas y punto. Que eso es la vida. Hacer cosas. Pero en la cabeza ya no hay nada. Y en el corazón tampoco.
Con el dedo se había tocado la cabeza y luego el corazón.
—Nada.
No pude contestarle nada. Precisamente nada. Porque no había respuesta para eso. Yo lo supe cuando Lole me abandonó.
Aquella noche, tuve que llevar a Mavros a mi casa, después de haber hecho paradas en unos cuantos bares del puerto. Desde el Café de la Mairie hasta el Bar de la Marine. Con una larga parada en el bar de Hassan. Lo acosté en el sofá, con una botella de Lagavulin a mano.
—¿Cómo lo ves?
—Tengo todo lo que necesito —dijo señalando la botella.
Y me fui a apretarme contra el cuerpo de Lole. Cálido y suave. Con mi sexo en contacto con sus nalgas. Y una mano en uno de sus pechos. La estaba sujetando como un niño que aprende a nadar y se agarra a un flotador. Con desesperación. El amor de Lole me permitía mantener la cabeza fuera del agua de la vida. No ahogarme. Y que no se me llevara la corriente.
—¿No contesta? —preguntó Hélène Pessayre.
—Quiero que me asista un abogado.
Soltó una carcajada. Aquello me hizo sentir mejor.
Llamaron a la puerta.
—Sí.
Era Béraud. Su colega de equipo.
—Hemos acabado, comisaria —me miró—. ¿Podría él identificarlo?
—Sí —dije yo—. Ahora voy.
—Unos minutitos más, Alain.
Volvió a cerrar la puerta. Hélène Pessayre se levantó y dio unos pasos por el escueto despacho. Luego se paró delante de mí.
—Si encontrara a Babette Bellini, ¿me lo diría?
—Sí —respondí sin dudarlo, mirándola fríamente a los ojos.
Me levanté yo también. Estábamos cara a cara, como hacía un rato, antes de que me abofeteara. Tenía la pregunta esencial en la punta de la lengua.
—¿Y qué haríamos luego? Si la encuentro.
Por primera vez sentí en ella una ligera confusión. Como si acabara de adivinar las palabras que seguían.
—La pondría bajo vigilancia. ¿Es eso? Hasta que detuviera a los asesinos, si es que lo consigue. ¿Y qué pasaría luego? ¿Cuándo llegaran otros asesinos, y luego otros?
Era mi particular manera de dar bofetadas. Nombrar lo indecible para la policía. La impotencia.
—De aquí a entonces, no la habrán trasladado a Saint-Brieuc, como a Loubet, no, ¡la habrán mandado a Argenton-sur-Creuse!
Se quedó lívida, y sentí haberme dejado llevar después de que lo hubiera hecho ella. Esa mezquindad consistente en vengarme de su bofetada con unas cuantas palabras malintencionadas.
—Perdóneme.
—¿Tiene usted alguna idea, algún plan? —me preguntó con frialdad.
—No, nada. Sólo ganas de encontrarme cara a cara con el tipo que mató a Sonia y a Georges. Y liquidarlo.
—Es una auténtica estupidez.
—Puede. Pero no hay otra justicia para esa podredumbre humana.
—No —precisó ella—, es realmente estúpido que arriesgue usted su vida.
Posó sus ojos negros dulcemente en mí.
—A no ser que se sienta usted tan desgraciado como para eso.