Donde, gracias a su levedad, la tristeza puede reconciliarse con el vuelo de una gaviota
Estuvimos jugando al rami con Fonfon y Honorine hasta media noche. Jugar a las cartas con ellos era algo más que un placer. Una manera de estar unidos. De compartir, sin decirlo abiertamente, sentimientos difíciles de explicar. Entre jugada y jugada de cartas había un intercambio de miradas y sonrisas. Aunque el juego en sí es sencillo, había que estar atento a las jugadas de uno y otro. Me venía bien contener los pensamientos durante algunas horas.
Fonfon había traído una botella de Bunan. Un marc despalillado de La Cadière, cerca de Bandol.
—Prueba esto —dijo—, es otra cosa que tu whisky escocés.
Era delicioso. Nada que ver con mi Lagavulin, con un ligero gusto a turba. El Bunan, pese a ser seco, era afrutado, con todos los aromas de los carrascales. Entre dos partidas ganadas y ocho perdidas, me había bebido cuatro chupitos con placer.
En el momento de separarnos, Honorine se acercó a mí con un sobre acolchado.
—Anda, que casi se me olvida. El cartero me ha dejao esto para usté esta mañana. Como ponía frágil, no lo ha querido meter en el buzón.
En el reverso ninguna indicación del remitente, el sobre estaba franqueado en Saint-Jean-du-Gard. Lo abrí y saqué cinco disquetes. Dos azules, uno blanco, uno rojo y uno negro. «Todavía te quiero» había escrito Babette en una hoja. Y debajo: «Guárdame esto como oro en paño».
¡Babette! La sangre se me subió a la cabeza. Y un flash en los ojos. La cara de Sonia. De Sonia estrangulada. Justo entonces me acordé del cuello de Sonia. Aterciopelado como su piel. Delgado. Y que parecía tan dulce como el hombro sobre el que, por un breve instante, yo había posado la mano. Un cuello que apetecía besar, ahí, justo debajo de la oreja. O acariciar con la punta de los dedos, aunque sólo fuera para maravillarse con la suavidad del contacto. ¡Me hubiera gustado poder odiar a Babette!
Pero ¿cómo hace uno para odiar a alguien a quien ama, a quien ha amado? Un amigo o una mujer. Mavros o Lole. No menos difícil de lo que me había costado deshacerme de la amistad de Manu y Ugo. Puedes prohibirte verlos, darles noticias tuyas, pero odiarlos no, es imposible. Por lo menos para mí.
Volví a leer la nota de Babette, y calculé a mano el peso de los disquetes. Me dio la impresión de que ya no tenía remedio, de que nuestros destinos, en las circunstancias más asquerosas del mundo, estaban unidos. Babette apelaba al amor, y era la muerte la que le estaba apuntando a la cara. Por la vida, por la muerte. Eso decíamos cuando éramos críos. Nos hacíamos un pequeño corte en la muñeca y, entrecruzando los antebrazos, las juntábamos. Sangre compartida. Amigos para toda la vida. Amor para siempre.
Babette. Durante años no habíamos intercambiado más que el deseo. Y la soledad. Su «todavía te quiero» me incomodó. No hallaba ningún eco en mí. ¿Era sincera?, me pregunté. ¿O era la única manera que conocía de pedir socorro? Yo sabía demasiado bien que se pueden decir cosas, creerlas verdaderas en el momento en que se afirman y, en las horas o los días que siguen, cometer actos que las desmienten. En el amor en particular. Porque el amor es el sentimiento más irracional, y su origen, digan lo que digan, está en el encuentro de dos sexos y el placer que se procuran.
Lole me dijo un día, recogiendo sus cosas en una bolsa:
—Me voy a marchar, una semana quizás.
La miré detenidamente, acariciando sus ojos, con un nudo en el estómago. Habitualmente ella habría dicho «Me voy a ver a mi madre» o «Mi hermana está mal, me voy a Toulouse unos días».
—Necesito reflexionar, Fabio, lo necesito. Por mí. Necesito pensar en mí.
Estaba tensa, por tener que decirme aquello así. No supo encontrar el momento oportuno para anunciármelo. Para explicármelo. Entendía su tensión, aunque me doliera. Había previsto, pero sin decírselo —como de costumbre— llevarla al interior de la región de Niza. A Gorbio, Sainte-Agnés, Sospel.
—Haz lo que te parezca.
Se iba a ver a su chico. El guitarrista al que había conocido en un concierto. En Sevilla, cuando estaba con su madre. No me lo confesó hasta la vuelta.
—No lo he buscado… —añadió—. No creía que las cosas iban a pasar tan deprisa, Fabio.
La abracé, dejando que su cuerpo, ligeramente rígido, viniera hacia mí. En ese momento supe que ella ya había reflexionado, sobre ella, sobre nosotros. Pero, por supuesto, no de la manera en que yo me había imaginado. No como yo había querido entender en las palabras que me había dicho antes de irse.
—Oiga, ¿qué son esos chismes? —me preguntó Honorine.
—Disquetes. Es para los ordenadores.
—¿Y usté entiende deso?
—Un poco. Antes tenía uno. En el despacho.
Les di un beso a los dos. Y las buenas noches. Con prisa ya.
—Aunque te vayas pronto, pasa a verme antes —dijo Fonfon.
—Prometido.
Tenía ya la cabeza en otro sitio. En los disquetes. En su contenido. Los motivos de la movida en la que se encontraba Babette en ese momento. Y a la que me estaba arrastrando. Y que me había costado la vida de Sonia. Y que dejaba solo, tirado, a un chaval de ocho años y a un abuelo perdido.
Llamé a Hassan. Cuando descolgó, reconocí las primeras notas de In a Sentimental Mood. Y el sonido. Coltrane y Duke Ellington. Una joya.
—Oye, ¿no andará por ahí Sébastien?
—Sí, te lo llamo ahora mismo.
A lo largo de los años, en el bar, había simpatizado con una pandilla de amigos. Sébastien, Mathieu, Régis, Cédric. Tenían veinticinco años. Mathieu y Cédric estaban acabando Arquitectura, Cédric pintaba y desde hacía poco organizaba conciertos de tecno. Sébastien trabajaba en la construcción, en negro. La amistad que los unía me reconfortaba el corazón. Era palpable y, por otra parte, inexplicable. Con Manu y Ugo éramos así. Íbamos dando tumbos de un garito a otro, riéndonos de todo, hasta de las chicas con las que salíamos. Éramos diferentes y teníamos los mismos sueños. Como esos cuatro jóvenes. Y como ellos, sabíamos que nuestras conversaciones no podríamos haberlas tenido con nadie más.
—Sí —dijo Sébastien.
—Soy Móntale. ¿No te estaré jodiendo un ligue?
—Bah, las chicas están aún en la ducha. Estamos nosotros solos.
—Oye, ¿tu primo Cyril podría leerme unos disquetes?
Cyril, me contó Sébastien, era un loco de los ordenadores. Tenía un equipo acojonante y se pasaba las noches navegando por internet.
—Sin problema. ¿Cuándo quieres?
—¿Ahora mismo?
—¿Ahora? ¡Joder, esto es peor que cuando estabas en la pasma!
—Tienes toda la razón.
—Vale, venga, te esperamos. ¡Tenemos para cuatro rondas!
Tardé menos de veinte minutos. Me pillaron todos los semáforos en verde, excepto tres que me salté en ámbar. Sin atisbar ni la más mínima gorra. En el bar de Hassan no había mucho lío. Sébastien y sus amigos. Tres parejas. Y un asiduo de treinta y tantos mal llevados, que venía todas las semanas a leer Taktik, el cultural gratuito de Marsella, de arriba abajo. Sin duda, por no poder permitirse la entrada a un concierto o a un cine.
—Si me los quitas de encima —dijo Hassan señalando a los cuatro jóvenes—, podré cerrar.
—Cyril nos está esperando —dijo Sébastien—. Vamos cuando quieras. Vive aquí al lado. En el Boulevard Chave.
—¿Os pago otra ronda?
—¡Hombre, las horas extra de noche… es eso, como mínimo!
—Bueno, la última —soltó Hassan—. Acercad los vasos.
Me puso un whisky sin consultar. El mismo que a Sonia. Oban. Él también se puso uno, lo que era una excepción. Levantó el vaso para brindar. Nos miramos los dos. Estábamos pensando en lo mismo. En la misma persona. Las frases no tenían ningún sentido. Era como con Fonfon y Honorine. No hay palabras para decir el Mal.
Hassan había dejado sonar el disco de Coltrane y Ellington. Ahora tocaban Angélica. Una música que hablaba de amor. De alegría. De felicidad. Con una ligereza capaz de reconciliar cualquier tristeza humana con el vuelo de una gaviota hacia otras orillas.
—¿Te pongo más?
—Venga, rápido, y otra a los chavales.
Los cinco disquetes contenían páginas y páginas de documentos. Habían sido todas comprimidas para que cupiera el máximo de información.
—¿Qué, cómo lo ves?
Estaba sentado a su ordenador, empezando a descomprimir los ficheros de los discos azules.
—Tengo para una horita. No lo voy a leer todo. Sólo voy a localizar cuatro cosas que me hacen falta.
—Tómatelo con tranquilidad. ¡Tenemos material como para aguantar una guerra!
Se habían traído varios litros de cerveza, pizzas y tabaco de sobra para no tener mono. Al paso que iban, me parecía que iban a arreglar el mundo unas cuatro o cinco veces. Y viendo lo que estaba viendo ante mis ojos, el mundo necesitaba que lo rehicieran urgentemente.
Por curiosidad abrí el primer documento. Cómo las mafias gangrenan la economía mundial. Al parecer, Babette había empezado a redactar su investigación. «En la era de la globalización de los mercados, el papel del crimen organizado en el ámbito de la economía sigue sin conocerse a fondo. Nutrida por estereotipos hollywoodienses y por la prensa sensacionalista, la actividad criminal está estrechamente asociada, en la opinión pública, al hundimiento del orden público».
Hice clic. «El crimen organizado está sólidamente imbricado en el sistema económico. La apertura de los mercados, la decadencia del Estado proveedor, las privatizaciones, la alteración de las finanzas y del comercio internacional, etc., tienden a favorecer el crecimiento de las actividades ilícitas así como la internacionalización de una economía criminal en competencia.
»Según la Organización de las Naciones unidas (ONU), la renta anual de las organizaciones criminales transnacionales (OCT) es del orden de un billón de dólares, una suma equivalente al producto nacional bruto (PNB) combinado de los países de renta más baja (según la categorización del Banco Mundial) y sus tres mil millones de habitantes. Esta estimación toma en cuenta tanto el producto del tráfico de droga, de la venta ilegal de armas, del contrabando de material nuclear, etc., como los productos de las actividades controladas por las mafias (prostitución, juego, mercado negro de divisas…).
»Por el contrario, no mide la importancia de las inversiones continuas efectuadas por las organizaciones criminales en la toma de control de negocios legítimos, y aún menos el dominio que ejercen sobre los medios de producción en numerosos sectores de la economía legal».
Comencé a entrever todo lo que podían encerrar los demás disquetes. Notas a pie de página hacían referencia a documentos oficiales. Otra serie de notas, éstas en negrita, remitía a los otros disquetes según una clasificación precisa: por asuntos, por lugares, por empresas, por partidos políticos y, al final, por nombres. Fargette. Yann Piat. Noriega. Sun Investissement, International Bankers Luxembourg… Se me puso la carne de gallina. Porque estaba seguro de que Babette había estado trabajando con esa ferocidad profesional que la animaba desde que había debutado en este trabajo. El gusto por la verdad. Volví a hacer clic.
«Paralelamente, las organizaciones criminales colaboran con las empresas legales, invirtiendo en un abanico de actividades legítimas que les aseguran no sólo una cobertura para el blanqueo de dinero, sino también un medio seguro de acumular capital al margen de las actividades criminales. Esas inversiones se efectúan, principalmente, en el sector inmobiliario de lujo, la industria del ocio, el mundo editorial y los medios de comunicación, los servicios financieros, etc., y también en la industria, la agricultura y los servicios públicos».
—Estoy haciendo espaguetis a la boloñesa —me interrumpió Sébastien—. ¿Vas a querer?
—¡Sólo si cambiáis de música!
—¿Lo estás oyendo, Cédric? —gritó Sébastien.
—Haremos un esfuerzo —replicó.
Se paró la música.
—¡Escucha! Se llama Ben Harper.
No lo conocía, pero, mira por donde, me pareció que podía soportarlo.
Abandoné la pantalla con esta última frase: «Los beneficios del crimen organizado superan los de la mayoría de las quinientas primeras empresas clasificadas en el ranking de la revista Fortune, con una organización que tiene más que ver con la General Motors que con la Mafia siciliana tradicional». Todo un programa. Con el que Babette había decidido emprenderla.
—¿Por dónde ibais? —pregunté sentándome a la mesa.
—Por cualquier sitio, da igual —contestó Cédric.
—Cojas las cosas por donde las cojas —argumentó Mathieu—, siempre vas a parar al mismo sitio. Donde tienes metidos los pies. En la mierda.
—Bien visto —dije yo—. ¿Y entonces qué?
—Pues entonces —siguió Sébastien en broma—, cuando vas andando, lo más importante es tener cuidado de no pringarlo todo por ahí.
Todos se echaron a reír. Yo también. Un poco en falso, puesto que era exactamente ahí donde me encontraba, en la mierda, y no estaba muy seguro de no estar pringándolo todo.
—Buenísima la pasta —dije.
—Sébastien ha heredado de su padre el placer de cocinar.
La clave de los problemas de Babette debía de estar en alguno de los otros disquetes, donde hiciera la lista de los políticos, de los dueños de empresas. El disquete negro.
El blanco era una recopilación de documentos. El rojo contenía entrevistas y testimonios. Entre otros, una entrevista a Bernard Bertossa, el procurador general de Ginebra.
«—¿Cree usted que Francia lucha eficazmente contra la corrupción internacional, por lo menos en el ámbito europeo?
»—Mire, en Europa, sólo Italia ha desarrollado una auténtica política criminal para luchar contra el dinero sucio y contra la corrupción. Especialmente con la operación Mani pulite. Sinceramente, Francia no da en absoluto la impresión de querer atacar las redes de dinero sucio o el tráfico de influencias. No existe ninguna estrategia política de lucha, solamente casos individuales, jueces o procuradores que se implican en sus sumarios y hacen gala de una gran firmeza. España se está poniendo manos a la obra. Acaba de crear una fiscalía anticorrupción, pero en Francia no existe nada semejante. Esta actitud no tiene que ver con un partido u otro, o con quién esté o no en el gobierno. Todos arrastran cargas y ninguno quiere que se sepa».
No tuve fuerza para abrir el disquete negro. ¿De qué me serviría saber? Mi visión del mundo era ya bien sucia como estaba.
—¿Puedo hacerme una copia?
—Las que quieras.
Y luego, acordándome de las explicaciones de Sébastien sobre internet, añadí:
—¿Y… todo esto se puede meter en internet?
—¿Crear una página, quieres decir?
—Sí, una página que pueda consultar cualquiera.
—Pues claro.
—¿Tú me puedes crear una página y no abrirla más que si yo te lo pido?
—Te lo hago mañana.
Los dejé a las tres de la madrugada. Después de soplarme una última cerveza. Encendí un cigarro en el bulevar. Crucé la place Jean-Jaurés totalmente desierta y, por primera vez en mucho tiempo, no me sentí seguro.