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Donde uno sabe que es difícil sobrevivir a los que han muerto

Circulábamos guardabarros con guardabarros y a bocinazo limpio. Desde La Corniche no había más que enormes filas de coches en ambos sentidos. La ciudad entera parecía haberse dado cita en las terrazas de las heladerías, de los bares, de los restaurantes situados a lo largo de la playa. Al paso al que avanzábamos, iba a acabar con toda la reserva de casetes. Había pasado de Pinetop Perkins a Lightnin’Hopkins. Darling, do you remember me?

La cabeza me empezaba a bullir. Recuerdos. Desde hacía unos meses, mis pensamientos derrapaban cada vez con más frecuencia. Me costaba trabajo concentrarme en algo concreto, ni siquiera en pescar, lo que empezaba a ser grave. Cuanto más tiempo pasaba, más importancia adquiría la ausencia de Lole. Ocupaba mi vida. Yo habitaba en el vacío que ella había dejado. Lo peor era volver a casa. Estar solo en casa. Por primera vez en mi vida.

Debería haber cambiado de música. Quitarme de encima las ideas negras a golpe de son cubano. Guillermo Portábales. Francisco Repilado. O mejor todavía, el Buena Vista Social Club. Debería. Mi vida se resumía en esos «debería». Cojonudo, me dije, pegándole un buen pitido al de delante. Estaba desembarcando a su familia, con todo lo necesario para cenar en la playa. La nevera, las sillas, la mesa plegable. Sólo les faltaba la tele, pensé. El mal humor se apoderaba de mí.

A la altura del Café du Port, en la Pointe-Rouge —cuarenta minutos para llegar ahí—, me dieron ganas de tomarme una copa. Una o dos. Y hasta tres. Pero me imaginaba a Fonfon y a Honorine esperándome, en la terraza. No estaba del todo solo. Ahí estaban ellos dos. Con su amor hacia mí. Con su paciencia. Esta mañana, después de la llamada de Hélène Pessayre, me había ido sin decirles ni un pequeño buenos días. Aún no había reunido el valor suficiente para contarles lo de Sonia.

—¿A quién quiere matar? —me preguntó Honorine esta noche.

—Déjelo estar, Honorine. Hay montones de gente a la que querría matar.

—Ya, bueno, dentro del montón, a éste parece que le tiene más ganas que a otros.

—Nada, nada, es el calor. Que me pone los nervios de punta. Váyase a la cama.

—Pues, venga, hágase una tilita, que relaja mucho. Fonfon se ha apuntao también.

Bajé la cabeza. Para no ver surgir en sus ojos las preguntas que se hacía. Y el miedo a que me embarcase en asuntos turbios. Me acordaba perfectamente de cómo me había mirado cuando, hace cuatro años, le anuncié la muerte de Ugo. No podía afrontar otra vez esa mirada. Por nada del mundo. Y, sobre todo, no ahora.

Honorine sabía que yo no tenía las manos manchadas de sangre. Que nunca había sido capaz de matar a un hombre a sangre fría. A Batisti se lo dejé a la policía. Narni se despeñó con el coche por un barranco del puerto de la Gineste. Sólo quedaba Saadna, al que había abandonado en medio de las llamas sin remordimientos. Pero ni siquiera a ese desecho humano podría haberlo matado, así como así, conscientemente. Ella lo sabía. Yo se lo había contado.

Pero tampoco hoy yo era el mismo. Y eso Honorine también lo sabía. Tenía demasiada ira enquistada, demasiadas cuentas sin ajustar. Demasiada desesperación también. No estaba amargado, no, estaba agotado. Cansado. Un gran cansancio de los hombres y del mundo. La muerte de Sonia, injusta, estúpida, cruel, me torturaba la cabeza. Su muerte hacía insoportables las demás muertes. Incluidas todas esas anónimas que podía leer cada mañana en el periódico. Miles. Cientos de miles. En Bosnia. En Ruanda. Y Argelia y su marea de masacres cotidianas. Cientos de mujeres, niños, hombres masacrados, degollados noche tras noche. Asco.

Como para vomitar, de verdad.

Sonia.

Ignoraba la cara que podía tener su asesino, pero tenía seguro cara de muerto. Cara de muerto sobre lienzo negro. La bandera que se izaba algunas noches en mi cabeza. Flotando en libertad, siempre impune. Quería acabar con eso. Al menos por una vez. Una vez por todas.

Sonia.

¡Mierda! Me había prometido ir a ver a su padre y al niño. Mejor que irme de copas, eso es lo que tenía que hacer, al menos esa noche. Ir a verle. A él y al pequeño Enzo. Y decirles que a Sonia es posible que la hubiera amado. Puse el intermitente a la izquierda, me salí de la fila y metí el morro del coche en la fila inversa. Me pitaron inmediatamente. Me importaba un huevo. A todo el mundo le importaba un huevo. Se pitaba por principio. Se berreaba por el mismo motivo.

—A ver, gilipollas, ¿adónde vas?

—¡A casa de tu puta madre!

Después de recular dos veces conseguí integrarme en la fila. Me metí en cuanto pude por la derecha para ahorrarme los atascos en el sentido contrario. Hice un eslalon por unas cuantas pequeñas travesías y conseguí enganchar la avenue des Goumiers. Ahí ya se circulaba mejor, en dirección a La Capelette, un barrio en el que a partir de los años veinte se habían agrupado familias italianas, principalmente del norte.

Attilio, el padre de Sonia, vivía en la rue Antoine-Del-Bello, esquina con la rue Fifi-Turin. Dos resistentes italianos muertos por Francia. Por la libertad. Por esa idea incompatible con la morgue de Hitler y de Mussolini. Porque Del-Bello, hijo de la Asistencia pública italiana, cuando murió en el maquis, ni siquiera era francés.

Attilio De Luca me abrió la puerta, y lo reconocí. Como me había dicho Hassan, De Luca y yo nos habíamos visto ya en su bar. Y nos habíamos tomado allí juntos algún aperitivo. Le habían despedido en 1992, después de quince años en Intramar, como práctico. Treinta y cinco años que llevaba trabajando en el puerto. Me había contado retazos de vida. Su orgullo de ser cargador. Sus huelgas. Hasta este año, que los cargadores más viejos pasaron a la escotilla. En nombre de la modernización de los útiles de trabajo. Los más viejos y todos los que daban caña. De Luca estaba en la lista negra. Con la etiqueta de «no maleable» y el añadido de la edad, fue de los primeros en encontrarse en la calle.

De Luca había nacido en la rue Antoine-Del-Bello. Una calle en i y en a, antes de que desembarcaran los Álvarez, Gutiérrez y otros Domenech.

—Cuando nací, en la calle, de mil personas había novecientos noventa y cuatro italianos, dos españoles y un armenio.

Sus recuerdos de infancia se parecían sorprendentemente a los míos y resonaban en mi cabeza con la misma felicidad.

—En verano, todo el callejón era una hilera de sillas por la acera. Cada uno tenía sus historias.

¡Caguen la hostia!, pensé, ¿por qué no me habría hablado en la vida de su hija? ¿Por qué no habría venido alguna noche con él al bar de Hassan? ¿Por qué no había encontrado a Sonia más que para perderla para siempre? Con Sonia, lo terrible es que no había penas que lamentar, como con Lole, sólo remordimiento. El peor de todos. El de haber sido, involuntariamente, el artesano de su muerte.

—¡Oh, Móntale! —dijo De Luca.

Había envejecido un siglo.

—Me he enterado de lo de Sonia.

Levantó hacia mí una mirada enrojecida, en cuyo fondo había un montón de preguntas. Por supuesto De Luca no entendía nada. Nada de lo que pintaba yo allí. Las rondas de pastis, aunque fuera en el bar de Hassan, propiciaban relaciones de simpatía, pero no de familia.

En nombre de Sonia vi aparecer a Enzo. La cabeza le llegaba a la cintura de su abuelo. Se le abrazó fuerte a la pierna. Y levantó, él también, la mirada hacia mí. La mirada gris azulada de su madre.

—Quería…

—Entra, entra… ¡Enzo! Vuélvete a la cama. Son casi las diez. Los críos no se quieren ir a dormir nunca —comentó con un tono monocorde.

La habitación era bastante grande, pero llena de muebles, cachivaches y fotos enmarcadas. Tal como la había dejado su mujer, hacía diez años, cuando había abandonado a De Luca. Tal como esperaba que ella la volvería a encontrar cuando volviera un día. «Algún día», me dijo, lleno de esperanza.

—Siéntate. ¿Quieres beber algo?

—Sí, pastis. En vaso grande. Tengo sed.

—Puto calor —dijo.

La diferencia de edad entre él y yo era ínfima. Siete u ocho años, quizás. Si me apuro, yo podría haber tenido un hijo de la edad de Sonia. Una chica. Un chico. Me incomodó ponerme a pensar en eso.

Volvió con dos vasos, hielos y una gran jarra de agua. Luego sacó de un baúl una botella de anís.

—¿Era contigo con el que había quedado anoche?

Me preguntó mientras me servía.

—Sí.

—Cuando te he visto ahí en la puerta, me lo he imaginado.

Siete u ocho años de diferencia. La misma generación o casi. La que creció en la posguerra. La de los sacrificios y el ahorro. Pasta mañana y noche. Y pan. Pan abierto con tomate y un chorro de aceite. Pan con brécol. Pan con berenjena. La generación de todos los sueños, también, para nuestros padres, que suponían la sonrisa y la bondad de Stalin. De Luca se había afiliado a las Juventudes Comunistas a los quince años.

—Me lo tragué todo —me contó un día—, Hungría, Checoslovaquia, el balance globalmente positivo del socialismo. ¡Ahora no me trago ni un huevo!

Me alargó el vaso, sin mirarme. Me imaginaba lo que le pasaba por la cabeza. Sus sentimientos. Su hija en mis brazos. Su hija bajo mi cuerpo, en el amor. No sabía si le habría parecido bien. Bien esa historia entre ella y yo.

—No pasó nada, sabes. Íbamos a volver a vernos, y…

—Olvídalo, Móntale. Ahora todo eso…

Dio un trago largo de pastis y finalmente posó la mirada en la mía.

—¿No tienes hijos?

—No.

—No lo puedes comprender.

Tragué saliva. El sufrimiento de De Luca estaba a flor de piel. Le brillaba en los ojos. Estaba seguro de que habríamos sido amigos, incluso después. Y que habría formado parte de nuestras comidas con Fonfon y Honorine.

—Podríamos haber construido algo ella y yo. Creo. Con el niño.

—¿Nunca has estado casado?

—No, nunca.

—Has debido de conocer a unas cuantas mujeres.

—No es lo que te crees, De Luca.

—No te preocupes, ya no me creo nada.

Se acabó el vaso de pastis.

—¿Te pongo más?

—Un culín.

—Nunca fue feliz. No conoció más que a gilipollas. Cómo me lo explicas, Móntale. Guapa, inteligente, y sólo gilipollas. Y ya no te cuento el último, el padre de… —señaló con la cabeza la habitación donde dormía Enzo—. Menos mal que se largó, porque, si no, lo mato cualquier día.

—Esas cosas no tienen explicación.

—Sí, yo creo que nos pasamos el tiempo perdidos y, cuando nos volvemos a encontrar, ya es demasiado tarde.

Me miró otra vez. Detrás de las lágrimas que estaban a punto de caerle, se adivinaba un destello de amistad.

—Mi vida ha sido solamente esto.

El corazón se me puso a cien, muy fuerte, y luego se me encogió. Lole, en algún lugar, debía de estar apretándolo. Me lo había dicho miles de veces. Yo no me enteraba de nada. Amar era sin duda mostrarse desnudo al otro. Desnudo en la fuerza y desnudo en la fragilidad. Era verdad. ¿Qué es lo que me daba miedo en el amor? ¿Esa desnudez? ¿Su verdad? ¿La verdad?

A Sonia le habría contado todo, y también confesado ese cerrojo en mi corazón que era Lole. Sí, como acababa de decirle a De Luca, podría haber construido algo con Sonia. Otra cosa. Alegrías, risas. Felicidad, pero otra cosa. Solamente otra cosa. Pero la que uno ha soñado, esperado, deseado durante años y luego ha encontrado y amado, el día que se va estamos seguros de no volver a encontrarla así como así en cualquier esquina de la vida. Y, como todo el mundo sabe, no existe oficina de amores perdidos.

Sonia lo habría comprendido. Ella, que tan deprisa había hecho hablar a mi corazón, hablar simplemente. Y quizás habría habido un después. Un después verdadero para nuestros deseos.

—Ya —dijo De Luca acabándose el vaso.

Yo me levanté.

—¿Has venido sólo para decirme eso, que eras tú?

—Sí —mentí—. A decírtelo.

Se levantó con dificultad.

—¿Lo sabe el niño?

—Todavía no. No sé cómo voy a hacer. No sé qué voy a hacer con él. Ves, una noche, un día. Una semana durante las vacaciones… Pero ¿educarlo? He escrito a mi mujer…

—¿Puedo ir a decirle buenas noches?

De Luca dijo que sí con la cabeza. Pero en el mismo instante me puso la mano en el brazo. Toda la tristeza contenida iba a desbordarse. Su pecho se sublevó. Los lagrimones rompían los diques de orgullo que se había impuesto delante de mí.

—¿Por qué?

Se puso a sollozar.

—¿Por qué me la han matado? ¿Por qué a ella?

—No lo sé —dije en voz baja.

Lo atraje hacia mí y lo estreché en mis brazos. Le caían gruesos lagrimones. Volví a decir, lo más bajo posible:

—No lo sé.

Las lágrimas de su amor por Sonia, gordas lágrimas calientes, viscosas, se me pegaban en el cuello. Apestaban al olor de la muerte. El que había olido al entrar, la otra noche, en el bar de Hassan. Era exactamente eso. En el fondo de mi mirada, intentaba ponerle una cara al asesino de Sonia.

Luego vi a Enzo, de pie delante de nosotros, con un osito de peluche en la mano.

—¿Por qué llora el abuelito?

Me aparté de De Luca y me agaché a la altura de Enzo. Le pasé el brazo por los hombros.

—Tu mamá —le dije—, ya no volverá más. Ha tenido… ha tenido un accidente. ¿Lo entiendes, Enzo? Ha muerto.

Y también me puse a llorar. A llorar por nosotros, que tendríamos que sobrevivir a todo aquello. El asco permanente del mundo.