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Donde lo que se puede comprender puede también perdonarse

Georges Mavros me estaba esperando. Era el único amigo que me quedaba. El último amigo de mi generación. Ugo y Manu estaban muertos. Los otros se habían perdido no sé dónde. Donde habían encontrado trabajo. Donde pensaban que iban a triunfar. Donde habían encontrado una mujer. En París, la mayoría. A veces alguno de ellos daba un toque por teléfono. Para dar señales de vida. Para anunciarse con su familia, entre dos trenes, dos aviones, dos barcos. Para una comidita a mediodía o por la noche. Marsella no era para ellos más que una ciudad de paso. De escala. Pero con el paso de los años, las llamadas se iban espaciando. La vida se comía la amistad. El paro para unos, divorcio para otros. Sin contar a los que había tachado de la memoria y de mi agenda a causa de su simpatía por el Frente Nacional.

Llegados a cierta edad, uno ya no hace amigos. Sólo colegas. Gente con la que te gusta salir a dar una vuelta, o echar una partida de cartas o de petanca. Los años pasaban así. Con ellos. Del cumpleaños de uno al cumpleaños del otro. Veladas enteras bebiendo y comiendo. Bailando. Los niños iban creciendo, traían a sus novias, que estaban para comérselas. Seducían a los padres, a los amigos de sus amigos, jugando con su deseo, como sólo es posible hacerlo entre los quince y los dieciocho años. A menudo, entre copa y copa, las demás parejas se cuchicheaban cotilleos sobre las infidelidades de unos y otros. También podía verse cómo una pareja se deshacía en el transcurso de una noche.

Mavros perdió a Pascale durante una de esas veladas. Fue hace tres años, al final del verano, en casa de Marie y Pierre. Tenían una casa impresionante en Malmousque, en la rue de la Douane, les encantaba recibir a la gente. Eran muy majos Marie y Pierre.

Lole y yo acabábamos de bailar seguidas unas cuantas salsas. Juan Luis Guerra, Arturo Sandoval, Irakere, Tito Puente. Sin aliento y con nuestros cuerpos un tanto excitados de haber pasado tanto tiempo pegados el uno al otro, nos paramos con la magnífica Benedicion de Ray Barretto.

Mavros estaba solo apoyado en una pared con una copa de champaña en la mano. Rígido.

—¿Qué tal? —le pregunté.

Y levantó la copa como para brindar y se la acabó.

—Cojonudo.

Y volvió a servirse. Se estaba poniendo ciego con ganas. Seguí su mirada. Pascale, su compañera desde hacía cinco años, estaba en la otra punta de la habitación. En animada conversación con su vieja amiga Joëlle y con Benoît, un fotógrafo marsellés con el que coincidíamos de higos a brevas en las fiestas. De vez en cuando pasaba alguien, se metía en la conversación y luego se iba.

Me quedé un rato mirándoles a los tres. Pascale estaba de perfil. Monopolizaba la palabra, con esa cadencia rápida que podía llegar a tener cuando se apasionaba por algo o por alguien. Benoît se había acercado más a ella. Tan cerca que parecía tener el hombro encima suyo. A ratos, Benoît apoyaba la mano en el respaldo de una silla, y la mano de Pascale, después de echarse para atrás la larga melena, se apoyaba a su vez cerca de la suya, pero sin tocarla. Se estaban seduciendo, era evidente. Y me preguntaba si Joëlle comprendía lo que estaba ocurriendo en sus narices.

Mavros, que se moría de ganas de unirse a ellos, no se movió y continuó bebiendo solo. Con una aplicación desesperada. En un momento dado, Pascale dejó a Joëlle y Benoît, seguramente para ir al baño, y pasó delante de él sin mirarle. A la vuelta, viéndolo por fin, se le acercó y, muy dulcemente, con una sonrisa, le preguntó:

—¿Te encuentras bien?

—Ya ni existo, ¿no? —respondió.

—¿Por qué dices eso?

—Hace una hora que te estoy mirando, que voy a ponerme una copa a vuestro lado. No me has dirigido ni una sola mirada. Es como si no existiera, ¿no es verdad?

Pascale no le respondió. Le dio la espalda y se fue otra vez al baño. Para llorar. Porque era verdad, él ya no existía para ella. En su corazón. Pero aún no se lo había confesado a sí misma. Hasta que había oído a Mavros decírselo a las claras.

Un mes más tarde, Pascale no había ido a dormir a casa. Mavros estaba en Limoges, para dos días, arreglando asuntos de un combate de boxeo que había montado para uno de sus polluelos. Estuvo llamando a Pascale a casi todas las horas de la noche. Preocupado. Por si le había pasado algo. Un accidente. Una agresión. Sus mensajes llenaban el contestador. Que controlaba a distancia. Al día siguiente, después de todos los suyos, Pascale había dejado uno: «No me ha pasado nada. No estoy en el hospital. No ha pasado nada grave. No he ido a casa esta noche. Estoy en la oficina. Llámame si quieres».

Después de la marcha de Pascale, pasamos varias noches juntos. Mavros y yo. Bebiendo, hablando del pasado, de la vida, del amor, de las mujeres. Mavros tenía la sensación de ser un desastre y yo no conseguía ayudarle a recobrar la confianza en sí mismo.

Ahora Mavros vivía solo.

—Ves, a veces me despertaba por la noche y, con la luz que entraba por las persianas, me quedaba horas mirando a Pascale mientras dormía. Solía estar tumbada de lado, con la cara vuelta hacia mí y una mano debajo de la mejilla. Y me decía: «Es más bella que antes. Más dulce». Su cara por la noche me hacía feliz, Fabio.

A mí, la cara de Lole también me llenaba de felicidad. Las mañanas me gustaban más que nada en el mundo. Los despertares. Poner mis labios en su frente y deslizar la mano por su mejilla, por su cuello. Hasta que estiraba el brazo y me ponía la mano en la nuca para atraerme hacia sus labios. Siempre era un buen día para amar.

—Una separación se parece a todas las separaciones, Georges —le dije cuando me llamó, después de que se fuera Lole—. Todo el mundo sufre. A todo el mundo le duele.

Mavros había sido el único en llamarme. Un amigo, de los de verdad. Ese día taché de la lista a todos los colegas. Y a sus fiestas. Debería haberlo hecho antes. Porque a Mavros también lo habían dejado tirao, poco a poco, ya no le invitaban.

Pascale les caía bien a todos. Benoît también. Y todos preferían las historias felices. Les suponía menos problemas en sus vidas cotidianas. Les evitaba pensar que también podía pasarles a ellos. Cualquier día.

—Sí —me había contestado él—. La diferencia es que, si tienes a otra persona, tienes un hombro en el que apoyar la cabeza, una mano que te acariciará la mejilla, y… Ves, Fabio, el nuevo deseo te aleja del sufrimiento de aquel al que abandonamos.

—No sé.

—Yo sí que sé.

Llevaba siempre en carne viva el abandono de Pascale. Como yo hoy el de Lole. Pero yo intentaba dar un sentido a la decisión de Lole. Porque todo eso tenía un sentido, seguro. Lole no me había dejado sin motivo. En cierto modo, había acabado por comprender demasiadas cosas, y lo que era capaz de comprender, era capaz de perdonarlo.

—¿Qué? ¿Hacemos unos guantes?

La sala de boxeo no había cambiado. Estaba tan limpia como siempre. Lo único que había amarilleado eran los carteles. Pero Mavros les tenía mucho cariño a sus carteles. Le recordaban que había sido boxeador. También un buen entrenador. En la actualidad ya no montaba combates. Daba clases. A los chavales del barrio. Y la junta de distrito le ayudaba, con una pequeña subvención, a mantener la sala en condiciones. En el barrio, todo el mundo estaba de acuerdo en que era mejor ver a los chavales entrenando boxeo que pegando fuego a los coches o rompiendo escaparates.

—Fumas demasiado, Fabio —me dijo—. Y esto —añadió golpeándome en los abdominales— está muy fofo.

—¡Y esto! —le contesté yo, largándole un puñetazo en la barbilla.

—También fofo —se reía—. ¡Venga, ven para acá!

Mavros y yo habíamos arreglado un asunto de mujeres en aquel ring. Teníamos dieciséis años. Se llamaba Ophélia. Los dos estábamos enamorados. Pero Mavros y yo nos queríamos. Y no queríamos enfadarnos por un historia de chicas.

—Nos la jugamos a puntos —propuso—. En tres rounds.

Su padre, divertido, hizo de árbitro. Esa sala la había creado él, con la ayuda de una asociación cercana a la CGT. Deporte y cultura.

Mavros era mucho mejor que yo. Al tercer round, me arrastró hasta una esquina del ring y, enganchándose a mí, empezó a pegar con fuerza. Pero yo tenía más rabia que él. Quería a Ophélia para mí. Mientras me golpeaba, volví a coger aliento y, acto seguido, me lo llevé al centro del ring. Ahí conseguí meterle una buena docena de puñetazos. Oía su respiración en mi hombro. Teníamos una fuerza similar. Mi deseo por Ophélia compensaba mi falta de técnica. Justo antes de que sonara la campana, le di en la nariz. Mavros perdió el equilibrio y buscó apoyo en las cuerdas. Fui ajustando los golpes, hasta el límite de mis fuerzas. Unos segundos más y me podría haber tumbado con un simple gancho.

Su padre me declaró ganador. Mavros y yo nos dimos un beso. Pero Ophélia, el viernes por la noche, decidió que era con él con quien quería salir. No conmigo.

Mavros se casó con ella. Ella acababa de cumplir los veinte. Él veintiuno, con una bonita carrera de peso medio por delante. Pero ella le había obligado a dejar el boxeo. No lo podía soportar. Se hizo camionero hasta que comprendió que le ponía los cuernos cada vez que salía a la carretera.

Veinte minutos después tiré la esponja. Con la respiración entrecortada. Los brazos vacíos. Escupí el protector dental en el guante y me fui a sentarme al banco. Dejé caer la cabeza entre los hombros, demasiado agotada para mantenerse derecha.

—¿Qué pasa, campeón, te rajas?

—¡Vete a tomar por saco! —resoplé.

Soltó una carcajada.

—Una buena ducha y unas cañas bien fresquitas.

Justo lo que estaba pensando. Una ducha y una cerveza.

Menos de una hora después, estábamos sentados en la terraza del bar Des Minimes, en el chemin Saint-Antoine. A la segunda caña, le había contado ya a Mavros todo lo que había pasado. Desde mi encuentro con Sonia hasta mi comida con Hélène Pessayre.

—Tengo que encontrar a Babette.

—Ya, ¿y luego qué? ¿La envuelves para regalo y se la mandas a esos tíos o qué?

—Después no sé, Georges, pero tengo que encontrarla. Por lo menos para enterarme de hasta qué punto es grave la cosa. A lo mejor hay alguna otra manera de arreglarse con ellos.

—¡No te lo crees ni tú! Unos tíos capaces de liquidar a una tía sólo para que muevas el culo, me parece a mí que lo que les va no es la cháchara.

En realidad, no sabía muy bien qué pensar de todo esto. Estaba ya como pasado de rosca. La muerte de Sonia me roía cualquier pensamiento en la cabeza. Pero había una cosa que estaba clara. Aunque haber desencadenado todo aquel horror era algo que le guardaba a Babette, ni se me ocurría dejarla en manos de los asesinos de la Mafia. No quería que mataran a Babette.

—Puede que estés en su lista —dije con un tono de bravuconería.

Aquello se me acababa de pasar por la cabeza y me produjo escalofríos.

—No creo. Si se dedican a cargarse a mucha gente de tu círculo, la pasma no te quitará el ojo de encima y tú no podrás hacer lo que esos tíos quieren de ti.

Tenía sentido. De todas maneras, ¿cómo iban a saber ellos que Mavros era amigo mío? Venía a entrenar a la sala. Igual que iba a beber al bar de Hassan. ¿Qué iban a hacer, cargarse a Hassan también? No, Mavros tenía razón.

—Tienes razón —dije.

No obstante, vi en sus ojos que le resultaba más fácil decir las cosas que creérselas. Mavros no tenía miedo, no. Pero tenía la mirada inquieta. Podíamos asustarnos por menos. Pero, aunque la muerte no nos diera miedo, preferíamos que nos pillara lo más tarde posible, y en la piltra mejor que mejor, después de haber dormido bien.

—Sabes, Georges, deberíamos dejar los entrenamientos para más adelante. Píllate unas vacaciones, estamos en la temporada. Tipo hacer el gandul unos días en el monte… Una semanita, yo qué sé.

—No tengo adonde ir a gandulear. Y además no tengo ganas, ya te he dicho cómo veo yo las cosas, Fabio. Eso es lo que me parece a mí. Lo peor que puede pasar es que esos tíos la tomen contigo y que se desquiten de mala manera. Y si pasa eso, no quiero andar yo muy lejos, ¿vale?

—Vale, pero mantente al margen. No tienes nada que ver con todo esto. Babette es una movida mía. Tú casi ni la conoces.

—Lo suficiente. Y es amiga tuya.

Me miró. Le habían cambiado los ojos. Se habían vuelto negro carbón, pero sin el brillo de la antracita. Ya no había más que un gran cansancio en el fondo de su mirada.

—Mira una cosa, no tenemos nada que perder. Nos han dado por todos sitios durante toda nuestra puta vida. Las mujeres nos han plantado. No hemos tenido cojones de tener hijos. Bueno, entonces, ¿qué queda? La amistad.

—Precisamente. Es demasiado importante como para echársela así de pasto a unos carroñeros.

—De acuerdo, colega —me dijo dándome una palmada en la espalda—. Nos bebemos otra y me piro. He quedao con la mujer de un jefe de estación.

—¡No!

Se echó a reír. Era el Mavros de mi adolescencia. Bromista, fuertote, cachas, seguro de sí mismo. Y seductor.

—No, es sólo una empleada de la oficina de correos de al lado. De Reunión. Su marido la ha dejado, a ella y a sus dos críos. Juego al papá por las noches. Así me entretengo.

—Y luego con la mamá.

—¡Eh! ¡Qué pasa! Todavía tengo edad.

Se terminó la cerveza.

—Ella no espera nada de mí, y yo nada de ella. Nos dedicamos sólo a hacernos las noches menos largas.

Monté en el coche y puse una casete de Pinetop Perkins. Blues after hours. Para bajar otra vez al centro.

Marsella blues, era siempre lo que mejor me venía.

Me desvié por el littoral. Por las horrorosas pasarelas metálicas que los consejos paisajísticos de Euroméditerranée querían destruir. En ese artículo de la revista Marseille, hablaban de «una fría repulsión resultante de ese universo de máquinas, de hormigón y de armazones remachado por el sol». ¡Hay que ser gilipollas!

El puerto era magnífico desde ese lugar. Te lo comías con los ojos. Los muelles. Los cargueros. Las grúas. Los ferries. El mar. El Castillo de If y las islas Frioul a lo lejos. Todo era de agradecer.