Donde existen errores demasiado monstruosos para el remordimiento
Ange me dio un beso.
—¡Joder, creía que ya no ibas a venir a verme más!
Me guiñó un ojo al ver a Hélène sentándose en la terraza, bajo los magníficos plátanos.
—¡Guapa mujer, cabrón!
—Y comisaria.
—¡Qué dices!
—Lo que oyes. ¿Qué te parece? —añadí riéndome—. Te estoy renovando la clientela.
—¡Qué jeta tienes, de verdá!
Hélène pidió una mauresque. Yo un pastis.
—¿Os quedáis a comer? —preguntó Ange.
Interrogué a Hélène con la mirada. A lo mejor las preguntas que quería hacerme no daban cabida al menú del día, sencillo pero siempre delicioso, que preparaba Ange.
—Tengo salmonetes —propuso—. Magníficos. Sólo a la plancha, con un poco de salsa bohémienne para acompañar. Y de primero he hecho un hojaldre de sardinas, frescas, por supuesto. Con este calor, ¿eh?, no hay nada mejor que el pescado.
—Vale —dijo ella.
—¿Sigues teniendo clarete del Puy-Sainte-Réparade?
—¡Vaya que si tengo! Os pongo una jarra para empezar.
Brindamos. Tenía la sensación de conocer a esa mujer desde siempre. Habíamos creado cierta intimidad al instante. Desde el apretón de manos, ayer por la noche. Y nuestra charla, por la orilla del mar, no hacía más que confirmármelo.
No sabía lo que me pasaba. Pero en cuarenta y ocho horas, dos mujeres, tan distintas la una de la otra, habían conseguido meterse en mí. Sin duda me había mantenido demasiado lejos de ellas desde que Lole se había ido. Sonia me había abierto la puerta del corazón y, ahora, entraba todo el mundo. Bueno, no cualquiera, Hélène Pessayre, estaba convencido, estaba lejos de ser cualquiera.
—Le escucho —dije.
—He leído cosas sobre usted. En la oficina. Informes oficiales. Ha estado dos veces involucrado en historias relacionadas con la Mafia. La primera, después de la muerte de su amigo Ugo, en la guerra en la que se enfrentaron Zueca y Batisti. La segunda, a causa de un asesino, Narni, que había venido a Marsella a barrer la casa.
—Y que se cargó a un chaval de dieciséis años. Ya, ya lo sé. Una casualidad. ¿Y?
—No hay dos sin tres, ¿no?
—No entiendo —dije yo, sin hacerme mucho el tonto. Porque lo estaba entendiendo de maravilla. Y me preguntaba cómo había podido montar semejante hipótesis tan deprisa. Me miró con bastante dureza.
—Le gusta hacerse el tonto, ¿eh, Móntale? .
—¿Qué le hace pensar eso? ¿Sólo porque no pillo sus alusiones?
—Móntale, Sonia no fue asesinada por un sádico. Ni por un desequilibrado, o un maníaco del arma blanca.
—¿Su marido, quizás? —lancé lo más inocentemente posible—. Bueno…, el padre del niño.
—Sí, claro, claro…
Me buscó con la mirada, pero yo la había bajado hacia el vaso. Me lo bebí de un trago, para dar imagen de contención.
—¿Otra mauresque? —propuse.
—No, gracias.
—Ange —llamé—, ¡ponme otro pastis!
En cuanto me lo sirvió, ella prosiguió:
—Veo que no ha perdido usted la costumbre de montar historias a lo bobo.
—Mire, Hélène…
—Comisaria. Es la comisaria la que le está haciendo preguntas. En el marco de una investigación sobre un crimen. El de una mujer, Sonia de Luca. Madre de un hijo de ocho años. Soltera. Treinta y cuatro años. Treinta y cuatro años, Móntale. Mi edad.
Había ido levantando el tono paulatinamente.
—Lo sé. Y que esa mujer me sedujo en una noche. Y que sedujo también a dos de mis vecinos más queridos tan sólo hablando cinco minutos con ellos. Porque sin duda debía de ser una mujer maravillosa.
—¿Y qué más sabe?
—Nada.
—¡Mierda! —gritó.
Ange plantó los hojaldres de sardina en la mesa. Nos miró a los dos.
—Que aproveche —dijo.
—Gracias.
—¡Eh!, y si se mete con usted, dígamelo.
Sonrió.
—Que aproveche —arriesgué yo.
—Vale.
Comió un bocado y luego dejó reposar el tenedor y el cuchillo.
—Móntale, he hablado un buen rato con Loubet al teléfono. Esta mañana. Antes de llamarle.
—Ah, sí, ¿y qué tal le va?
—Tan bien como le puede ir a alguien a quien han encerrado en el cuarto trastero. Como se puede imaginar. De hecho, le encantaría tener noticias suyas.
—Sí. Es verdad, no me he portado bien. Le llamaré. Y ¿entonces? ¿Qué es lo que le ha contado de mí?
—Que es usted un cabrón. Un tipo muy honesto pero un cabronazo de primera. Capaz de camuflarle información a la policía sólo para permitirse coger carrerilla y arreglar sus asuntos por su cuenta. Como un chico mayor.
—Muy bueno el Loubet.
—Y cuando por fin condesciende a soltar el bocado, el follón que ha preparado es cojonudo.
—¡Pues sí! —dije nervioso.
Porque, por supuesto, Loubet tenía razón. Pero yo era muy cabezota. Y ya no confiaba en la policía. Racistas y corruptos. Ni en los otros, esos a los que lo único que les importaba era medrar. Loubet era una excepción. En cada ciudad, polis como él se contaban con los dedos de la mano. La excepción que confirmaba la regla. Nuestra policía era republicana.
Miré a Hélène a los ojos. Pero ya no veía malicia alguna, ni nostalgia por una felicidad pasada. Ni siquiera esa dulzura femenina que había entrevisto.
—De todas formas —seguí—, los cadáveres, las meteduras de pata y los errores, lo arbitrario, las palizas… todo eso es siempre cosa de los de su bando, ¿o no? Yo no tengo las manos manchadas de sangre.
—¡Yo tampoco, Móntale! ¡Y Loubet tampoco, que yo sepa! ¿De qué va usted? ¿De superman? ¿Quiere que lo maten?
Tuve un flash de algunas muertes atroces perpetradas por asesinos de la Mafia. Uno de ellos, Giovanni Brusca, había estrangulado a un niño de once años. El hijo de un arrepentido, Santino di Matteo, un veterano del clan Corleone. Brusca metió después el cadáver del niño en ácido. El asesino de Sonia debió salir de esta escuela.
—Puede ser —murmuré—. ¿Le molesta mucho?
—Me molestaría mucho.
Se mordió el labio inferior. Se le habían escapado las palabras. Me dio un escalofrío, intenté olvidarlo y me dije que quizás aún podía llevar esa conversación por donde yo quería. Porque, por muy comisaria que fuera, no tenía ninguna intención de hablarle de la Mafia a Hélène Pessayre. De esa absurda casualidad que le había costado la vida a Sonia. Ni de las llamadas telefónicas del asesino. Y menos aún de la fuga de Babette. Al menos todavía no, en lo que se refería a Babette.
No, no me iban a volver a cambiar más. Iba a hacer las cosas como de costumbre. Como las sentía. Desde la noche pasada, desde que ese hijo de la gran puta me había llamado, preveía las cosas de manera muy simple. Quedaba con ese tío, el asesino, y le metía todo el cargador en la tripa por sorpresa. ¿Cómo se iba él a imaginar que un mamonazo de mi calaña fuera capaz de blandir un arma y cargárselo? Todos los asesinos se creían los mejores, los más listos. Por encima de la media de los mediocres. Eso no cambiaría mucho el fregao en el que se había metido Babette. Pero aliviaría la pena de mi corazón.
Cuando salí ayer por la tarde, estaba convencido de que me traería a Sonia a casa. Habríamos tomado el desayuno en la terraza, nos habríamos ido a nadar mar adentro, y Honorine habría venido a hacernos sugerencias para la comida y para la cena. Y, por la noche, habríamos cenado los cuatro juntos.
Una visión idílica. Siempre había procedido de la misma manera con la realidad. Intentando elevarla al nivel de mis sueños. A la altura de la mirada. A la altura del hombre. De la felicidad. Pero la felicidad era como la caña. Se doblaba, pero no se rompía jamás. Detrás de la ilusión, siempre se perfilaba la asquerosidad humana. Y la muerte. Que tiene una mirada para cada uno de nosotros.
Yo no había matado nunca. Hoy, no obstante, me creía capaz. De matar. O de morir. De matar y de morir. Porque matar era también morir. Hoy ya no tenía nada que perder. Había perdido a Lole. Había perdido a Sonia. Dos felicidades. Una, conocida. Otra, adivinada. Idénticas. Todos los amores toman el mismo camino. Lole había sabido inventar nuestro amor en otro amor. Yo podría haber reinventado a Lole con Sonia. Quizás.
Todo me resultaba indiferente.
Volví a pensar en aquel poema de Cesare Pavese: «Vendrá la muerte y te sacará los ojos».
Los ojos del amor.
Será como abandonar un vicio,
como ver resurgir
en el espejo un rostro difunto,
como escuchar unos labios sellados.
Bajaremos mudos al pozo.
Por supuesto que Fonfon y Honorine no me perdonarían que muriera. Pero me sobrevivirían los dos. Habían vivido de amor. De ternura. De fidelidad. Vivían de ello y vivirían de ello. Sus vidas no eran un fracaso. Yo… «A fin de cuentas —me dije—, la única manera de dar sentido a la propia muerte es sentir cierta gratitud por lo que se ha hecho anteriormente».
Y gratitud yo tenía para dar y tomar.
—Móntale.
Su voz ahora era dulce.
—Móntale. A Sonia la ha matado un profesional.
Hélène Pessayre conseguía tranquilamente decirme lo que me quería decir.
—Y su muerte iba firmada. Sólo la Mafia raja así los cuellos de la gente. De derecha a izquierda.
—¿Y usted cómo lo sabe?
Los salmonetes llegaron y trajeron consigo la verdadera vida a nuestra mesa.
—Delicioso —dijo después de dar el primer bocado—. Lo sé. Hice mi tesina de Derecho sobre la Mafia. Me obsesiona.
Tenía el nombre de Babette en la lengua. Ella también estaba completamente obsesionada por la Mafia. Habría podido preguntar a Hélène Pessayre por qué tanta obsesión. Intentar comprender lo que la había empujado a gastar su juventud desentrañando los engranajes de la Mafia. Intentar comprender también cómo Babette se había dejado atrapar por esos engranajes, hasta hacer que peligrara su vida. La suya y unas cuantas más. No lo hice. Lo que adivinaba me producía horror. La fascinación por la muerte. Por el crimen. Por el crimen organizado. Opté por cabrearme.
—¿Quién es usted? ¿De dónde sale? ¿Adónde quiere ir a parar con sus preguntas, con sus hipótesis? ¿Eh? ¿Al fondo de un cuarto trastero, como Loubet?
Una cólera sorda se estaba apoderando de mí. La misma que me oprimía cuando me ponía a pensar en la hijaputez del mundo.
—¿No tiene usted otra cosa que hacer en la vida, más que remover la mierda, desgastar sus bonitos ojos en cadáveres sanguinolentos? ¿No tiene usted un marido para encerrarse en casa? ¿Eh? ¿Un niño al que educar? ¿En eso consiste su vida, en saber que tal o tal cuello ha sido rajado por la Mafia y tal o tal otro por un obseso sexual? ¿Sí, en eso?
—Sí, ésa es mi vida. Nada más.
Apoyó la mano en la mía. Como si fuera su enamorado. Como si fuera a decirme «Te quiero».
No, no podía decirle lo que sabía. No, todavía no. Primero tenía que encontrar a Babette. Eso. Así me imponía un tiempo de mentira. Me veía con Babette, hablábamos, luego le soltaba toda la historia a Hélène Pessayre, no antes. No, antes me cargaba a ese tipo. Al hijo de puta que se había cargado a Sonia.
Los ojos de Hélène rebuscaron en los míos. Esa mujer era extraordinaria. Pero estaba empezando a darme miedo. Miedo de lo que era capaz de hacerme contar. Miedo también de lo que era capaz de hacer.
No me dijo: «Te quiero». Me dijo simplemente:
—Loubet tiene razón.
—¿Qué más le ha contado de mí Loubet?
—Su sensibilidad. Que está a flor de piel. Es usted demasiado romántico, Móntale.
Y retiró su mano de la mía, y tuve la sensación auténtica de lo que era el vacío. El abismo. Su mano lejos de la mía. Vértigo. Iba a caer. Le iba a contar todo.
No, me cargaba primero a ese puto asesino.
—Bueno, ¿qué?
Antes de nada, matarlo, sí.
Descargarle mi odio en el vientre.
Sonia.
Y todo el odio que había en mí. Que acorazaba el interior de mi cuerpo.
—¿Qué de qué? —respondí en el tono más lacónico posible.
—Que si tiene usted problemas con la Mafia.
—¿Cuándo entierran a Sonia?
—Cuando yo firme el permiso de inhumación.
—¿Y cuándo tiene intención de hacerlo?
—Cuando haya usted respondido a mi pregunta.
—¡No!
—Sí.
Nuestras miradas se enfrentaron. Violencia contra violencia. Verdad contra verdad. Justicia contra justicia. Pero yo tenía una ventaja sobre ella. Ese odio. Mi odio. Por primera vez, no pestañeé.
—No tengo respuesta que darle. Enemigos tengo a toneladas. En las barriadas norte. En la cárcel. En la policía. Y en la Mafia.
—Una pena, Móntale.
—Una pena, ¿por qué?
—Usted sabe que existen errores demasiado monstruosos para el remordimiento.
—¿Por qué iba yo a tener remordimientos?
—Por si Sonia hubiera muerto por su culpa.
El corazón me dio un vuelco. Como si quisiera escaparse, salirse de mi cuerpo, irse volando. Marcharse a algún lugar donde reinara la paz. Si es que eso existía. Hélène Pessayre acababa de dar justo donde dolía. Porque eso era lo que me torturaba. Exactamente eso. Sonia había muerto por mi culpa. Por la atracción que había sentido hacia mí la otra noche. La había llevado hasta el cuchillo de un asesino. Yo acababa de conocerla. Y ellos la habían matado para que yo comprendiera que no estaban bromeando. La primera de la lista. En su fría lógica, había escalas de sentimientos. Sonia estaba en la escala más baja. Honorine arriba del todo, y Fonfon en la línea siguiente.
Tenía que encontrar a Babette. Lo antes posible. Y sin duda, siendo razonable, evitar estrangularla inmediatamente.
Hélène Pessayre se levantó.
—Tenía mi edad, Móntale. No se lo perdonaré.
—¿El qué?
—Si me ha mentido.
Mentiroso, lo había sido. Pero ¿seguiría siéndolo?
Se iba. Con su paso firme hacia la barra. Con la cartera en la mano. Para pagarse la comida. Yo me levanté. Ange me miraba sin entender mucho.
—Hélène.
Se dio la vuelta. Tan viva como una adolescente. Y en una fracción de segundo entreví la jovencita que debió de ser en Argel. El verano en Argel. Una gaviota bonita. Orgullosa. Libre. Entreví también su hermoso cuerpo moreno y el dibujo de sus músculos en el momento de sumergirse en el agua del puerto. Y las miradas de los hombres puestas sobre ella.
Como la mía hoy. Veinte años después. Ni una sola palabra me salió de la boca. Me quedé ahí, mirándola.
—Hasta pronto —dije.
—Es bastante probable —respondió ella con tristeza—. Hasta luego.