Donde a veces son amores secretos lo que se comparte con una ciudad
El teléfono sonaba. Las nueve y diez. ¡Mierda! No había sonado tanto jamás en esta casa. Descolgué, temiéndome lo peor. Ese simple gesto me empapó de sudor. Hacía cada vez más calor. Incluso con las ventanas abiertas, no se movía ni una brizna de aire.
—Qué —dije de mal humor.
—Comisaria Pessayre, buenos días. ¿Está usted siempre de esos humos por la mañana?
Me gustaba esa voz. Grave, un poco arrastrada.
—¡Es sólo para ahuyentar a los representantes de las cocinas Vogica!
Se echó a reír. Había algo barroco en su risa. Debía de ser del suroeste. O de algún sitio de por ahí.
—¿Podemos vernos? Esta mañana.
La voz era la misma, calurosa. Pero no dejaba lugar a un no. Era sí. Y sería obligatoriamente esa mañana.
—¿Hay algún problema?
—No, no… Hemos estado comprobando su declaración. Y sus horarios. Y no está usted entre los sospechosos, tranquilícese.
—Gracias.
—El caso es que… Digamos que quería charlar un rato con usted de algunas cosillas.
—¡Allá! —dije falsamente emocionado—. Si se trata de una invitación, no hay problema.
El comentario no le hizo mucha gracia. Y a mí me tranquilizó saber que no se engañaba. Esa mujer tenía temperamento, y como yo ignoraba el giro que iban a dar los acontecimientos, más valía saber con quién se podía contar. Dentro de la policía, evidentemente.
—A las once.
—¿En su despacho?
—No creo que lo llevara muy bien, ¿no?
—No mucho.
—¿En el Fort Saint-Jean? Y así paseamos un poco, si le apetece.
—Me gusta ese sitio.
—A mí también.
Fui por La Corniche. Para no perder el mar de vista. Hay días así. En los que no puedo entrar en esta ciudad de otra manera. Días en los que necesito que la ciudad venga a mí. Soy yo el que se mueve, pero es ella la que se acerca. Si pudiera, no vendría a Marsella más que por el mar. La entrada en el puerto, una vez sobrepasada la dársena de Malmousque, me procuraba en cada ocasión emociones bellas. Yo era Hans, el marinero de Édouard Peisson. O Cendrars, volviendo de Panamá. O incluso Rimbaud, «ángel fresco desembarcado en el puerto ayer por la mañana». Siempre se volvía a representar aquel momento en que Protis, el focense, entraba en la dársena con los ojos maravillados.
Esa mañana, la ciudad estaba transparente. Rosa y azul, en el aire inmóvil. Ya caliente, pero no pegajoso todavía. Marsella respiraba su luz. Como lo hacían los clientes de La Samaritaine en la terraza: bebérsela con despreocupación, hasta la última gota de café en el fondo de la taza.
El azul de los tejados, el rosa del mar. O a la inversa. Hasta el mediodía. Luego, el sol lo aplastaba todo durante algunas horas. La sombra y la luz. La ciudad se hacía opaca. Blanca. Era en ese momento cuando Marsella se perfumaba de anís.
De hecho empecé a tener sed. Sed de un pastis bien frío, en una terraza sombreada. La de Ange, por ejemplo, en la place des Treize-Coins, en el viejo barrio del Panier. Mi antigua cantina, cuando era policía.
—Ahí es donde aprendí a nadar —le dije, señalando la entrada del puerto.
Sonrió. Acababa de juntarse conmigo al pie del Fort Saint-Jean. Con paso firme. Con un cigarrillo en la boca. Llevaba vaqueros y camiseta, como el día anterior. Pero en tonos crudos. El pelo, castaño cobrizo, recogido en un moño. En el fondo de la mirada, avellana oscura, había un brillo de malicia. Se le podían echar unos treinta. Pero debía tener diez más, la señora comisaria.
Le indiqué la otra orilla.
—Había que cruzar y volver, para ser un hombre. Y poder ligar con las chicas.
Sonrió de nuevo. Desvelando esta vez dos bonitos hoyuelos en las mejillas. Enfrente de nosotros, tres parejas de jubilados, de piel curtida, estaban preparados para tirarse de cabeza. Habituales del lugar. Se bañaban ahí y no en la playa. Por fidelidad, sin duda, a su adolescencia. Seguimos acudiendo durante mucho tiempo a nadar aquí, con Ugo y Manu. Lole, que rara vez se bañaba, solía venir a nuestro encuentro con un bocadillo. Tumbados sobre las piedras planas, nos secábamos escuchándola leer a Saint-John Perse. Versos de Exil, sus favoritos.
… nous mènerons encore plus d’un deuil, cbantant l’hier, cbantant l’ailleurs, chantant le mal à sa naissance
et la splendeur de vivre qui s’exile à perte d’homme cette année.[4]
Los jubilados se tiraron al agua —las cabezas de las mujeres, cubiertas con un gorro blanco— y nadaron hacia la dársena del faro. Un crawl sin pretensiones, de movimientos seguros, controlados. No tenían ya a quién impresionar. Se impresionaban a ellos mismos. Los seguí con la mirada, apostando interiormente a que se habían conocido allí a los dieciséis o diecisiete años. Tres buenos amigos y tres buenas amigas. Y envejecían juntos. En la sencilla felicidad del sol en la piel. La vida no era nada más. La fidelidad a los actos más simples.
—¿Le gusta seducir a las chicas?
—Se me ha pasado la edad —respondí lo más serio que pude.
—¡No me diga! —replicó ella igual de seria—. No lo parece.
—Si lo dice por Sonia…
—No. Por su manera de mirarme. Pocos hombres son tan directos.
—Tengo debilidad por las mujeres guapas.
Allí soltó una buena carcajada. La misma que por teléfono. Una risa franca, como el agua que corre por una cascada. Rugosa y cálida.
—No soy lo que se suele entender por mujer guapa.
—Todas las mujeres dicen eso hasta que las seduce un hombre.
—Parece estar muy puesto en el tema.
Estaba desorientado por el giro de la conversación. Pero ¡qué le estás contando!, me dije. Me miró fijamente y, de repente, me sentí torpe. Esa mujer sabía devolverlas.
—Un poquito sí. ¿Caminamos, comisaria?
—Hélène, por favor. Sí, vamos.
Caminamos bordeando el mar. Hasta la punta del antepuerto de la Joliette. Frente al faro de Sainte-Marie. Sí, como a mí, le gustaba ese lugar desde donde se podía ver entrar y salir a los ferries y a los cargueros. Como a mí, todos los proyectos que tenían que ver con el puerto le preocupaban. Una palabra llenaba las bocas de los políticos y de los tecnócratas. Euroméditerranée. Todos, incluso aquellos que habían nacido aquí, como el actual alcalde, tenían los ojos puestos en Europa. Europa del Norte, por descontado. Capital, Bruselas.
Marsella no tenía futuro más que renunciando a su historia. Eso era lo que nos contaban. Y si se hablaba de la reordenación portuaria, no era más que para afirmar mejor que había que acabar con ese puerto tal como era hoy. Símbolo de una antigua gloria. Hasta los cargadores marselleses, a pesar de su tenacidad, habían acabado aceptándolo.
Se demolerían los hangares. El J3 y el J4. Se rediseñarían los muelles. Se cavarían túneles. Se crearían autovías. Explanadas. Se repensaría el urbanismo y el hábitat, desde la place de la Joliette hasta la gare Saint-Charles. Y se remodelaría el paisaje marítimo. Esto era la última gran idea. La nueva gran prioridad. El paisaje marítimo. Lo que se podía leer en los periódicos era para hundir a cualquier marsellés en la perplejidad más absoluta. Sobre los cien puestos en los muelles de las cuatro dársenas del puerto, se hablaba de «operacionalidad mágica». Sinónimo de caos para los tecnócratas. Seamos realistas, explicaban: pongamos término a esta «encantadora y nostálgica reliquia paisajística en desuso». Recuerdo haberme reído un día al leer en la seria revista Marseille que la historia de la ciudad, «a través de sus intercambios con el mundo exterior, va a extraer de sus raíces sociales y económicas el proyecto de un centro de ciudad generoso».
—Toma, léete esto —le dije a Fonfon.
—¿Te compras estas mamonadas? —me preguntó devolviéndome la revista.
—Es por lo del reportaje sobre Le Panier. Es toda nuestra historia.
—Historia, hijo, ya no tenemos. Y la poca que nos queda nos la van a meter por el culo. Y estoy siendo muy educado.
—Prueba esto.
Le había llenado el vaso de un Tempier blanco. Eran las ocho. Estábamos en la terraza de su bar. Con cuatro docenas de erizos en la mesa.
—¡Caguendiez! —dijo haciendo un chasquido con la lengua—. ¿De dónde lo has sacado?
—Tengo dos cajas. Seis botellas de tinto del 91 y otras seis del 92. Y seis de clarete y seis de blanco del 95.
Me había hecho amigo de Lulu, la propietaria de las bodegas, en el Plan Castellet. Mientras probábamos el vino, habíamos estado hablando de literatura. De poesía. Conocía versos de Louis Brauquier. Los de Bar d’escale. De Liberté des mers.
Je suis encore loin et je me permets d’être brave,
Mais viendra le jour où nous serons sons ton vent…[5]
¿Habían leído a Brauquier todos esos tecnócratas de París con sus consejos paisajísticos? ¿Y a Gabriel Audisio, lo habían leído? ¿Y a Toursky? ¿Y a Gérald Neveu? ¿Sabían que aquí un inspector de pesos y medidas llamado Jean Ballard creó, en 1943, la más bella revista literaria de este siglo, y que Marsella, por encima de todos los barcos del mundo, en todos los puertos del mundo, había brillado con Les cahiers du sud más que con el intercambio de mercancías?
—Volviendo a las mamonadas que les da por escribir —prosiguió Fonfon—, te lo voy a explicar. Cuando empiezan a hablarte de la generosidad del centro de la ciudad, ya puedes estar seguro de que lo que eso supone es todo el mundo fuera. ¡Pasadita de escoba! Los moros, los comorianos, los negros. Todo lo que mancha, vaya. Y los parados y los pobres… ¡No te jode!
Mi viejo amigo Mavros, que malvivía llevando una sala de boxeo en lo alto de Saint-Antoine, decía más o menos las cosas de esta manera: «Cada vez que te vienen a hablar de generosidad, de confianza y de honor, te vuelves un poco para mirar de reojo y te encuentras, seguro, con un puñal a punto de clavársete en el culo». Yo no acababa de rendirme ante semejante evidencia, y Mavros y yo nos enfadábamos siempre con esto.
—Eres un exagerado, Fonfon.
—Ya. Pues échame un poco más de vino. Así dejas de decir tonterías.
Hélène Pessayre tenía los mismos temores sobre el futuro del puerto de Marsella.
—Sabe —dijo ella—, el Sur, el Mediterráneo… No tenemos ninguna esperanza. Pertenecemos a eso que los tecnócratas llaman «las clases peligrosas» de mañana.
Abrió el bolso y me pasó un libro.
—¿Ha leído usted esto?
Era una obra de Sandra George y Fabritzio Sabelli. Crédits sans frontiéres, la religión séculière de la Banque mondiale.
—¿Interesante?
—Apasionante. Cuentan, simplemente, que, con el fin de la Guerra Fría y la preocupación de Occidente por integrar el bloque del Este —en gran parte en detrimento del Tercer Mundo—, el mito revisado de las clases peligrosas repercute en el Sur y en los movimientos migratorios del Sur hacia el Norte.
Nos sentamos en un banco de piedra. Al lado de un viejo árabe que parecía dormir. Una sonrisa le colgaba de los labios. Más abajo, dos pescadores, parados o pensionistas, seguro, vigilaban sus cañas.
Ante nosotros, el horizonte del mar abierto. El infinito azul del mundo.
—Para la Europa del Norte, el Sur es sin duda caótico, radicalmente diferente, luego inquietante. Pienso, en fin, estoy de acuerdo con los autores de este libro en que los estados del Norte reaccionarán erigiendo un limes moderno. ¿Se da cuenta? Como una evocación de la frontera entre el Imperio romano y los bárbaros.
Silbé entre dientes. Estaba seguro de que a Fonfon y a Mavros les caería bien esta mujer.
—Vamos a pagar cara esta nueva representación del mundo. No, me refiero a todos esos que se han quedado sin trabajo, a los que están cerca de la miseria, a todos los chavales también, a los de las barriadas norte, a los de los barrios más populares que se les ve vagando por el centro.
—Y yo que me creía pesimista —dije riendo.
—El pesimismo no sirve de nada, Móntale. Este nuevo mundo está cerrado. Terminado, ordenado, estable. Y nosotros ya no cabemos en él. Hay un nuevo pensamiento dominante. Judeo-cristiano-heleno democrático. Con un nuevo mito. Los nuevos bárbaros. Nosotros. Y nosotros somos innombrables, indisciplinados, nómadas por supuesto. Y además arbitrarios, fanáticos y violentos. Y, evidentemente, también miserables. La razón y el derecho están al otro lado de la frontera. Los mismo que la riqueza.
Un velo de tristeza le cubrió los ojos. Se encogió de hombros y se levantó. Con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, caminó hasta el borde del agua. Ahí se quedó en silencio, con los ojos perdidos en el horizonte. Fui a su encuentro. Me señaló el horizonte del mar.
—Por ahí llegué yo a Marsella por primera vez. Por el mar. Tenía seis años. Nunca he olvidado la belleza de esta ciudad al amanecer. Tampoco he olvidado Argel. Pero no he vuelto nunca. ¿Conoce usted Argel?
—No. No he viajado mucho.
—Yo nací allí. He luchado durante años para que me trasladaran aquí, a Marsella. Marsella no es Argel. Pero desde aquí es como si pudiera ver su puerto. Yo también aprendí a nadar tirándome desde arriba del muelle. Para impresionar a los chicos. Íbamos a disfrutar con los flotadores a alta mar. Los chicos venían a nadar a nuestro alrededor y se gritaban entre elfos: «¿Has visto la gaviota bonita?». Todas éramos gaviotas bonitas.
Se giró hacia mí, y sus ojos brillaban con una felicidad pasada.
—«Son a menudo amores secretos»… —empecé yo.
—«… los que se comparten con una ciudad» —prosiguió ella, con una sonrisa en los labios—. A mí también me gusta Camus.
Le tendí un cigarro y luego la llama del mechero. Aspiró el humo, lo expulsó lentamente al aire a la vez que inclinaba la cabeza hacia atrás. Luego me miró de nuevo, fijamente. Me dije que por fin iba a saber por qué había querido que nos viéramos esa mañana.
—Pero usted no me ha hecho venir hasta aquí para hablarme de todo esto, ¿no?
—Es verdad, Móntale, lo que quería es que usted me hablara de la Mafia.
—¡De la Mafia!
Su mirada se hizo penetrante. Hélène volvía a ser la comisaria Pessayre.
—¿No tiene sed? —dijo.