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Donde da gusto decir y oír según qué cosas, aunque no sirvan para nada

No escupí a las estrellas. No pude. A la altura de las islas Riou, apagué el motor y dejé que el barco flotara. En el lugar aproximado en el que mi padre, sujetándome por la axilas, me había hundido en el mar por primera vez. Tenía ocho años. La edad de Enzo. «No tengas miedo», me decía, «no tengas miedo». Fue mi único bautizo. Y, cuando la vida me hacía daño, siempre volvía a ese lugar. Como para intentar, ahí, entre el mar y el cielo, reconciliarme con el resto del mundo.

Cuando Lole se marchó, también vine. Hasta aquí. Toda la noche. Toda una noche enumerando todo aquello que podía reprocharme. Porque era necesario decirlo. Por lo menos una vez. Incluso al vacío. Era un 16 de diciembre. El frío me congeló hasta las huesos. A pesar de los largos tragos de Lagavulin que me echaba mientras lloraba. Al volver, al amanecer, tenía la sensación de regresar desde el país de los muertos.

Solo. Y en el silencio. Guirnaldas de estrellas me envolvían. La bóveda que dibujaban en el cielo negro azulado. Pero también su reflejo en el mar. Único movimiento, el de mi barco chapoteando en el agua.

Me quedé así, sin moverme. Con los ojos cerrados hasta sentir por fin deshacerse en mí la bola de asco y de tristeza que me oprimía. El aire fresco, aquí, daba a mi respiración un ritmo humano. Liberado de su larga angustia de vivir y de morir.

Sonia.

—Ha muerto asesinada —les dije.

Fonfon y Honorine estaban jugando al rami en la terraza. El juego de cartas preferido de Honorine. Al que siempre ganaba, porque le gustaba ganar. Al que Fonfon la dejaba ganar, porque le gustaba ver su alegría al ganar. Fonfon se había puesto un pastis. Honorine, un culín de Martini. Levantaron la vista hacia mí. Extrañados de verme llegar tan pronto. Preocupados, con razón. Y sólo les dije esto:

—Ha muerto asesinada.

Los miré y luego, con una manta bajo el brazo y la botella de Lagavulin en la otra mano, crucé la terraza, bajé las escaleras hasta el barco y me eché a la noche. Diciéndome, como cada vez, que ese mar, que mi padre me había regalado como un reino, lo iba a perder a fuerza de verter en él todos los golpes bajos del mundo y de los hombres.

Cuando abrí los ojos, en el titilar de las estrellas, supe que tampoco esta vez habría nada. El curso del mundo, me daba la impresión, se había parado. La vida estaba suspendida. Excepto en mi corazón, donde, en ese instante, alguien lloraba. Un niño de ocho años y su abuelo.

Di un buen trago de Lagavulin. La risa, primero, y luego, la voz de Sonia resonaron en mi cabeza. Todo volvía a su sitio. Con precisión. Su risa. Su voz. Y sus palabras.

—Hay un lugar al que llaman L’Eremo D’Annunziano. Es un lugar construido en un mirador en donde Gabriele D’Annunzio pasó algún tiempo…

Se puso a hablar de Italia. De los Abruzzos, su región. De ese espacio de costa entre Ortona y Vasto que, para ella, «era único en el mundo». Sonia era inagotable, y la escuché, dejando que su placer me embriagara con la misma felicidad que los vasos de anís que trasegaba sin reflexionar demasiado.

Il Turchino se llama la playa donde pasaba los veranos cuando era niña —Turchino, del color de sus ojos turquesa…—. Está llena de cantos rodados y de bambúes. Se pueden hacer velas con las hojas, o cañas de pescar, ¿ves?

Yo veía, ya lo creo. Y sentía. El agua deslizándose por mi piel. Su dulzura. Y la sal. El sabor de los cuerpos salados. Sí, veía todo eso, al alcance de la mano. Como el hombro desnudo de Sonia. Tan redondo, y tan suave de acariciar como los cantos pulidos por el mar. Sonia.

—Y luego hay una línea de tren que baja hasta Foggia

Sus ojos acariciaron los míos. Una invitación a coger ese tren, a dejarse deslizar hacia el mar. A il Turchino.

—La vida allí es sencilla, Fabio, sólo marcada por el ritmo del tren que pasa, el ruido del mar, las porciones de pizza al taglio a mediodía, y —añadió riéndose—, una gerla a la straciatella per me al anochecer…

Sonia.

Su voz risueña. Sus palabras como una ráfaga de alegría de vivir.

Yo no había vuelto a Italia desde los nueve años. Nuestro padre nos había llevado, a mi madre y a mí, a su pueblo. A Castel San Giorgio, cerca de Salerno. Quería ver de nuevo a su madre, por lo menos una última vez. Quería que su madre viera al niño que yo era. Le conté eso a Sonia. Y que me había cogido el cabreo más gordo de mi vida, porque estaba hasta las narices de comer pasta desde por la mañana hasta por la noche, todos los días.

Se había reído.

—Eso es lo que me apetece ahora. Llevar a mi hijo a Italia. Como hizo tu padre contigo.

El gris azulado de sus ojos se alzó hacia mí, lentamente. Como un amanecer. Estaba esperando mi reacción. Sonia. Un hijo. ¿Cómo había podido olvidárseme que me había estado hablando de su hijo? De Enzo. ¿Cómo es que no me acordaba para nada hacía un rato, cuando me estaba interrogando la policía? ¿Qué es lo que no había querido oír cuando había dicho eso: «Mi hijo»?

Nunca había deseado tener un hijo. De ninguna mujer. Por miedo a no saber ser un padre. A no saber dar, no ya suficiente amor, sino suficiente confianza en este mundo, en los hombres, en el futuro. No les veía ningún futuro a los niños de este siglo. Sin duda, mis muy largos años pasados dentro de la policía habían alterado mi visión de la sociedad. Había visto más chavales caer en la droga, pequeños delitos al principio, luego más gordos, y acabar en chirona, que sacar sus vidas adelante. Incluso esos a los que les gustaba la escuela, y les iba bien en ella, se encontraban un día en el fondo del callejón y, o se daban de golpes contra la pared hasta caerse muertos, o se giraban, para plantar cara, y se rebelaban contra la injusticia que se cometía contra ellos. Y vuelta otra vez a la violencia, a las armas y al trullo.

La única mujer de la que me hubiera gustado tener un hijo era Lole. Pero nos dijimos que no queríamos. Demasiado viejos, ése fue nuestro pretexto. No obstante, me había pasado más de una vez, cuando hacíamos el amor, esperar que ella hubiera dejado, sin decírmelo, de tomar la píldora. Y que me anunciara un día, con una tierna sonrisa: «Espero un hijo, Fabio». Como un regalo, para nosotros dos. Para nuestro amor.

Sabía que tendría que haberle transmitido ese deseo. Decirle también que quería casarme con ella. Que fuera mi mujer de verdad. Quizás habría dicho que no. Pero todo habría estado claro entre nosotros. Porque el sí y el no se habrían intercambiado, dentro de la simplicidad de la dicha de vivir juntos. Pero me había callado. Y ella también, no le quedaba más remedio. Hasta que ese silencio nos alejó al uno del otro, acabó por separarnos.

Me terminé la copa en lugar de contestarle, y Sonia continuó.

—Su padre me dejó tirada. Hace cinco años. No ha vuelto a dar señales de vida.

—Es duro —recordaba haber respondido.

Se había encogido de hombros.

—Cuando un tío deja tirado a su hijo, sin preocuparse más… Cinco años, te das cuenta, ni siquiera en navidades, ni para su cumpleaños, pues bueno, mejor. No habría sido un buen padre.

—Pero un niño ¡necesita un padre!

Sonia me miró, silenciosa. Transpirábamos por todos los poros. Yo más que ella. Su muslo, todavía pegado al mío, había encendido en mí un fuego que creía olvidado. Un brasero.

—Yo lo he educado, sola. Con la ayuda de mi padre, eso es verdad. A lo mejor un día encuentro a un tipo al que tenga la dicha de presentarle a Enzo. Ese tipo no será nunca su padre, pero podrá aportarle todo lo que un niño necesita para crecer. Autoridad, ternura. Confianza también. Y sueños de hombre. Bonitos sueños de hombre…

Sonia.

Me apeteció abrazarla. En ese momento. Apretarla contra mí. Se apartó, amablemente, riéndose.

—Fabio.

—Vale, vale.

Y me puse las manos encima de la cabeza para dejarle claro que no la iba a tocar.

—Nos bebemos la última y nos vamos a bañar, ¿vale?

Había previsto llevármela en el barco, para bañarnos en alta mar. En las aguas profundas. Ahí donde me encontraba en este instante. Y ahora me extrañaba habérselo propuesto a Sonia. Acababa de conocerla. Mi barco era mi isla desierta. Mi soledad. Sólo había llevado a Lole. La noche que vino a instalarse en mi casa. Y a Fonfon y a Honorine, hacía muy poco. Nunca ninguna mujer había merecido subir a ese barco. Ni siquiera Babette.

—Por supuesto —respondió Hassan cuando le dije que nos volviera a poner otra.

Coltrane tocaba. Estaba completamente borracho, pero había reconocido Out of this world. Catorce minutos que podían consumir toda una noche. Hassan no iba a tardar en cerrar, me di cuenta. Coltrane, siempre, para acompañar a cada uno de sus clientes. Hacia sus amores. Hacia su soledad. Coltrane para la carretera. Fui totalmente incapaz de levantarme de la silla.

—Eres bella, Sonia.

—Y tú estas borracho, Fabio.

Soltamos una carcajada.

La felicidad. Siempre posible.

La felicidad.

El teléfono estaba sonando cuando volví a casa. Las dos y diez. Gilipollas, me dije, pensando en no se sabe quién que se atrevía a llamar a semejantes horas. Dejé que sonara. Al otro lado acabaron por renunciar.

Silencio. No tenía sueño. Y tenía hambre. En la cocina, Honorine me había dejado una nota. Apoyada en una cazuela de barro en la que rehogaba sus estofados y ragús. «Es sopa de pistou. Hasta fría está buena. Así que coma un poco. Un beso muy fuerte. Y de parte de Fonfon, también un beso». Al lado, en un platito, me había dejado queso rallado, por si acaso.

Había miles de maneras de hacer la sopa de pistou, sin duda. En Marsella todo el mundo decía: «Mi madre la hacía así», y luego la cocinaban a su manera. Tenía un sabor diferente cada vez. Según las verduras que le pusieras. Según, sobre todo, cómo se hubiera dosificado el ajo y la albahaca, y luego la emulsión de ambos junto con la pulpa de tomates escaldados en el agua de cocer las verduras.

A Honorine le salía la mejor sopa de pistou del mundo. Judías blancas, pintas, verdes, alguna patata y macarrones. La dejaba cocer a fuego lento toda la mañana. Luego se ponía con el pistou. Majaba en un viejo mortero de madera el ajo y las hojas de albahaca. Ahí era muy importante que a Honorine no se la molestara. «Oiga, si se va a quedar ahí, como un santón, mirándome alelado, no me va a salir».

Puse la cazuela a fuego lento. La sopa de pistou estaba todavía mejor recalentada una o dos veces. Encendí un cigarrillo y me puse un vaso de vino tinto de Bandol. Un Tempier del 91. Mi última botella de ese año. Quizás el mejor.

¿Había hablado Sonia con Honorine de todo esto? ¿Con Fonfon? De su vida de madre soltera. De Enzo. ¿Cómo había podido saber Sonia que yo no era un hombre feliz? «Desgraciado», le había dicho a Honorine. No le había contado nada de Lole, estaba seguro. Pero había hablado de mí, eso sí. Mucho rato incluso. De mi vida desde que había vuelto de Yibuti, desde ese momento en que me había hecho policía.

Lole era mi drama. No una desgracia. Pero su partida era quizás una de las consecuencias de mi manera de vivir. De pensar la vida. Vivía demasiado y, desde hacía algún tiempo, sin creerme mucho la vida. ¿No sería que, sin darme cuenta de verdad, había caído del lado de la desgracia? ¿No sería que, a fuerza de creer que las pequeñas cosas de cada día proporcionan suficiente felicidad, había renunciado a todos mis sueños, a mis verdaderos sueños? ¿Al futuro al mismo tiempo? No tenía ningún mañana cuando el alba, como en este momento, nacía. Nunca me había hecho a la mar en un carguero. Nunca me había ido al otro lado del mundo. Me había quedado aquí, en Marsella. Fiel a un pasado que ya no existía. A mis padres. A mis amigos desaparecidos. Y cada nueva muerte de alguien querido me añadía plomo en las suelas y en la cabeza. Prisionero de esta ciudad. Ni siquiera había vuelto a Italia, a Castel San Giorgio…

Sonia. Quizás habría ido con ella allí, a los Abruzzos, con Enzo. A lo mejor la habría llevado —¿o habría sido ella la que me habría empujado?— hasta Castel San Giorgio, y les habría hecho amar ese bello país que era también el mío. Tan mío como esta ciudad en la que había nacido.

Me comí un plato de sopa. Tibia, como me gusta a mí. Honorine se había vuelto a pasar. Me acabé el vino. Estaba listo para dormir. Para hacer frente a todas las pesadillas. A las imágenes de la muerte que bailaban en mi cabeza. Por la mañana iría a ver al abuelo. Atilio. Y a Enzo. Les diré: «Soy el último hombre al que conoció Sonia. No estoy seguro, pero creo que me tenía cariño. Y yo también a ella». No serviría de nada, pero decirlo no hacía daño, y oírlo tampoco.

El teléfono empezó a sonar de nuevo.

Descolgué irritado.

—¡Mierda! —chillé al descolgar.

—Móntale —dijo la voz.

—Qué pasa.

—Esta chica, Sonia, es sólo para que entiendas. Para que entiendas que no estamos de broma.

—¡Qué! —grité.

—No es más que el principio, Móntale. El principio. Eres un poco duro de oído. Un poco demasiao gilipollas también. Seguiremos. Hasta que encuentres a la remuevemierda. ¿Te enteras?

—¡Hijos de la gran putaaa! —grité. Y fui subiendo el tono—: ¡Saco mierda! ¡Escoria humana!

Del otro lado, silencio. Pero mi interlocutor no había colgado. Cuando me quedé sin respiración, la voz prosiguió:

—Móntale, nos vamos a cargar uno a uno a tus amigos. A todos. Uno a uno. Hasta que encuentres a la Bellini. Y si no meneas el culo rápido, cuando hayamos acabado, te vas a arrepentir de seguir vivo. Elige.

—OK —dije, completamente vaciado.

Los rostros de mis amigos desfilaron a toda velocidad por mi cabeza. Incluso los de Fonfon y Honorine. «¡No!», lloraba mi corazón, «¡no!».

—OK —dije muy bajo.

—Te llamamos esta noche otra vez.

Colgó.

—¡Voy a matar a este hijo de puta de mierda! —chillé—. ¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar!

Me giré y vi a Honorine. Se había puesto la bata que le había regalado en Navidad. Estaba con los brazos cruzados. Me miraba con ojos perplejos.

—Creía que tenía usted pesadillas, visto los gritos que da.

—Las pesadillas sólo existen en la vida real —dije.

Me volvía el odio. Y con él, esa peste a muerte.

Supe que a ese tipo tenía que matarlo.