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Donde las lágrimas son el único remedio contra el odio

Me tomé una cerveza, luego dos y luego tres. Estaba a la sombra en la terraza de La Samaritaine, en el puerto. Allí siempre corría un poco de brisa marina. En realidad, no se puede decir que fuera aire fresco, pero bastaba para que el sudor no te escurriera por la frente a cada trago de cerveza. Estaba de maravilla ahí. En la terraza más bella del Vieux-Port. La única desde la que se puede disfrutar de la mañana a la noche de la luz de la ciudad. Es imposible entender Marsella si su luz te resulta indiferente. Desde aquí se puede palpar. Incluso a las horas más calurosas. Incluso cuando te ves obligado a bajar la vista. Como hoy.

Pedí una cerveza más y fui a llamar otra vez a Sonia. Eran casi las ocho y había estado llamando a su casa cada media hora, sin éxito.

El deseo de volver a verla era mayor a medida que el tiempo pasaba. Apenas la conocía y ya la echaba de menos. ¿Qué podía haberles contado a Honorine y a Fonfon para seducirlos tan rápido? ¿Qué me habría contado a mí, para ponerme en semejante estado? ¿Cómo podía una mujer introducirse en el corazón de un hombre así, sólo a base de miradas, de sonrisas? ¿Acaso era posible acariciar el corazón sin ni siquiera rozar la piel? Sin duda en eso consistía la seducción. Inmiscuirse en el corazón del otro, hacerlo vibrar, para quedárselo. Sonia.

Su teléfono seguía sonando en el vacío y me estaba desesperando. Me sentía como un adolescente enamorado. Febril. Impaciente por oír la voz de su chica. Una de las razones del teléfono móvil tenía también que ver con eso. Poder estar junto a la persona amada en cualquier momento. Poderle decir sí, te quiero, sí, te echo de menos, sí, hasta la noche. Pero yo no me veía con un móvil y no entendía nada de lo que me pasaba con Sonia. En realidad, no me acordaba ni del sonido de su voz.

Me volví a mi mesa y me hundí de nuevo en los artículos de Babette. Ya me había leído seis de sus reportajes. Giraban todos en torno a la justicia, a las cités, a la policía. Y a la Mafia. Sobre todo los más recientes. Babette había resumido para el periódico Aujourd’hui la conferencia de prensa de siete jueces que había tenido lugar en Ginebra: Renaud van Ruymbeke (Francia), Bernard Bertossa (Suiza), Gherardo Colombo y Edmondo Bruti Liberati (Italia), Baltasar Garzón Real y César Jiménez Villarejo (España), y Benoît Dejemeppe (Bélgica). «Siete jueces cabreados con la corrupción», lo había titulado. El artículo databa de octubre de 1996.

«Los jueces —escribía Babette— están indignados porque la colaboración jurídica es inexistente o ralentizada por las políticas. Una organización criminal no tiene más que pagar una comisión de 200 000 dólares para blanquear 20 millones; el dinero de la droga (1,5 billones de francos cada año) toma los circuitos internacionales para reinvertirse al 90 por 100 en las economías occidentales.

»Para Bertrand Bertossa, procurador general de Ginebra —seguía Babette—, “es hora de crear una justicia en la que no sólo exista la libre circulación de los delincuentes sino, también, la libre circulación de las pruebas”.

»Pero los jueces saben que su grito de alarma se topa con la actitud esquizofrénica de los gobiernos europeos. “¡Hay que acabar con los paraísos fiscales, detergentes de dinero sucio! ¡No se puede dictar normas y, al mismo tiempo, ofrecer los medios para saltárselas!”, exclama el juez Baltasar Garzón, que ve cómo acaba enterrándose cada caso relacionado con Gibraltar, Andorra o Monaco. “Hoy día, basta con interponer empresas fantasma y multiplicar los filtros para que no haya nada que hacer, aunque se sepa positivamente que se trata de dinero de la droga”, apostilla Renaud van Ruymbeke».

Caía la noche, sin que siquiera trajera un poco de fresco. Hasta el culo. De leer y de esperar. A este paso iba a estar otra vez borracho cuando quedara con Sonia. Si se dignaba a contestar.

En vano otra vez, un cuarto de hora más tarde.

Llamé a Hassan.

—¿Estás bien? —me preguntó.

Ferré cantaba al fondo:

Quand la machine a démarré,

Quand on ne sait plus bien où l’on est

Et qu’on attend c’qui va s’passer.[3]

—¿Y por qué no iba a estar bien?

—Visto el pedal que llevabas anoche.

—No me pasé mucho, ¿no?

—En mi vida he visto a nadie llevarlo con tanta entereza.

—¡Qué bueno eres conmigo, Hassan!

Et qu’on attend c’qui va se passer

—Una chica bien maja, esa Sonia, ¿eh?

Hasta a Hassan le había dado por lo mismo.

—Majísima —dije yo, imitándole—. Por cierto, no sabrás dónde vive…

—Psiií… —dijo tomando un trago de no sé qué bebida—. En la rue Consolat. 24 o 26, no me acuerdo bien. Pero es par, eso seguro. Los impares siempre se me quedan mejor.

Y soltó una carcajada mientras tomaba otro trago.

—Y ¿de qué vas hoy?

—De cerveza.

—Igual que yo. ¿Y cómo se apellida Sonia?

—De Luca.

Italiana. Joder, hacía tiempo. Desde Babette, intentaba evitar a las italianas.

—Te has cruzado un par de veces con su padre aquí. Trabajaba en el muelle. Attilio. ¿Sabes quién te digo? Bajito. Calvo.

—¡Ah sí! ¡Joder! ¡Y ése es su padre!

—Pues sí. (Tomó otro trago). Bueno, si la veo, le digo que la estás investigando.

Y se echó a reír otra vez. Ignoraba a qué hora había empezado a currar Hassan, pero estaba en plena forma.

—Efectivamente. Venga, hasta lueguito. Ciao.

Sonia vivía en el 28.

Pulsé ligeramente el timbre de abajo. La puerta se abrió. El corazón se me puso a cien. Primer piso, ponía en el buzón. Subí los escalones de cuatro en cuatro. Di unos pequeños golpes en la puerta. Se abrió y se volvió a cerrar a mis espaldas. Tenía a dos hombres enfrente. Uno de ellos enseñó la placa.

—Policía. ¿Quién es usted?

—¿Qué hacen ustedes aquí?

El corazón se me puso otra vez a tope. Pero por otros motivos. Imaginaba lo peor. Y me dije que sí, en efecto, que en cuanto te descuidas un poco, la vida empieza a poner en orden los palos que te va a dar, capa a capa. Como un milhojas. Una capa de crema, una capa de pasta quebrada. De vida quebrada. Mierda puta. Lo peor, no. No me lo imaginaba. Lo adivinaba. Se me paró el corazón y me encontré con el olor de la muerte. No el que me flotaba en la cabeza, ese olor al que creía que olía yo. No, el olor a muerte, bien real. Y el olor a sangre, del que se acompaña a menudo.

—Le he hecho una pregunta.

—Móntale. Fabio Móntale. Había quedado con Sonia —mentí un poco.

—Bueno, yo me bajo, Alain —dijo el otro policía.

Estaba lívido.

—Vale, Bernard. No creo que tarden en llegar.

—¿Qué ocurre? —dije para tranquilizarme.

—¿Es usted su… —me miró de arriba abajo. Evaluando mi edad. Estimando la de Sonia. Unos veinte años largos de diferencia, debió de concluir—, amigo?

—Sí, uno de sus amigos.

—Ha dicho usted Móntale, ¿verdad?

Se quedó pensativo unos instantes. Sus ojos me volvieron a examinar.

—Sí, Fabio Móntale.

—Ha muerto. Asesinada.

Se me hizo un nudo en el estómago. Sentí una bola crecer en el hueco del vientre. Pesada. Y me subía y bajaba por el cuerpo. Hasta la garganta. Haciéndole otro nudo. Ahogándome. Me ahogaba. Me dejaba mudo. Sin nada que decir. Como si todas las palabras se hubieran vuelto a su prehistoria. Al fondo de las cavernas. De ahí de donde la humanidad no debería de haber salido jamás. En el principio era lo peor. Y el grito primigenio del primer hombre. Desesperado bajo la inmensa bóveda estrellada. Desesperado por comprender, ahí, tan aplastado por toda esa belleza, que un día, sí, un día, mataría a su hermano. En el principio eran todas las razones para matar. Antes incluso de poder nombrarlas. La envidia, los celos, el deseo, el miedo. El dinero, el poder. El odio. El odio al otro. El odio al mundo.

El odio.

Ganas de gritar. De chillar.

Sonia.

El odio. La bola paró de subir y bajar. La sangre se me fue de las venas. Para concentrarse en esa bola, tan voluminosa ahora que me pesaba en el vientre. Me invadió un frío glacial. El odio. Tendría que vivir con ese frío. El odio. Sonia.

—Sonia —murmuré.

—¿Se encuentra bien? —me preguntó el policía.

—No.

—Siéntese.

Me senté. En un sofá que no conocía. En un apartamento que no conocía. En casa de una mujer que no conocía. Y que estaba muerta. Asesinada. Sonia.

—¿Cómo? —pregunté.

El policía me tendió un cigarrillo.

—Gracias —dije yo, encendiéndolo.

—La yugular rajada. En la ducha.

—¿Un sádico?

Se encogió de hombros. Eso quería decir que no. O que quizás no. Si la hubieran violado lo habría dicho. Violada y luego asesinada. Él sólo había dicho asesinada.

—Yo también he sido poli. Hace mucho tiempo.

Móntale. Yaaa… Hace un rato que me estaba preguntando… Barriadas norte, ¿no?

Me dio la mano.

—Yo soy Béraud. Alain Béraud. No hizo usted muchos amigos…

—Ya. Uno solo. Loubet.

—Loubet. Lo trasladaron hace seis meses.

—Vaya.

—Saint-Brieuc, Cótes-d’Armor. No exactamente un ascenso.

—Ya me imagino.

—Pocos amigos él también.

Se oyó una sirena de la policía. El equipo iba a desembarcar. Toma de huellas. Fotografías del lugar. Del cuerpo. Análisis. Declaración. Atestado. Rutina. Un crimen más.

—¿Y usted?

—He trabajado para él. Seis meses. Era buen tío. Legal.

Fuera, la sirena seguía aullando. Sin duda, el coche de la policía no encontraba sitio para aparcar. La rue Consolat era estrecha y todo el mundo aparcaba donde le parecía. Es decir, en cualquier sitio, de cualquier manera.

Hablar me hacía bien. Aparté las imágenes de Sonia con el cuello rajado que empezaban a afluir a mi cabeza. Un flujo imposible de controlar. Al igual que en las noches de insomnio, cuando uno se deja invadir por esa película en la que vemos a la mujer a la que amamos en los brazos de otro hombre, besándole, sonriéndole, diciéndole te quiero, gozando del sexo, murmurando qué bueno, qué bueno. Con la misma cara. Las mismas crispaciones de placer. Los mismos suspiros. Las mismas palabras. Pero son los labios de otro. Las manos de otro. El sexo de otro.

Lole se había ido.

Y Sonia había muerto. Asesinada.

La herida abierta. Chorreando sangre espesa. Llena de coágulos, encima de sus pechos, de su vientre, formando un pequeño charco en el ombligo y chorreando otra vez entre los muslos. Las imágenes estaban ahí. Asquerosas, como de costumbre. Y el agua de la ducha evacuando la sangre hacia las alcantarillas de la ciudad…

Sonia. ¿Por qué?

¿Por qué me encontraba siempre del lado frío de la vida? ¿En la vertiente de la desgracia? ¿Había alguna razón para ello? ¿O se trataba solamente de una casualidad? ¿Quizás no amaba la vida lo suficiente?

—¿Móntale?

Las preguntas se amontonaban de una manera vertiginosa. Y, con ellas, todas las imágenes de cadáveres que había almacenado en la cabeza desde que había sido policía. Centenares de cadáveres desconocidos. Y luego el resto. Los de aquellos a los que había conocido. Aquellos a los que amaba. Manu, Ugo. Y Guitou, tan joven. Y Leila. Leila, maravillosamente bella. Nunca había podido estar ahí para impedir que murieran.

Siempre demasiado tarde, Móntale. Siempre con retraso respecto a la muerte. Y el mismo tiempo retraso respecto a la vida. A la amistad. Al amor.

Desfasado. Perdido. Siempre.

Y ahora Sonia.

—¿Móntale?

Y el odio.

—Sí —dije.

Iba a sacar el barco. Salir a alta mar. En la noche. Hacerle preguntas al silencio. Y escupir a las estrellas, como sin duda hizo el primer hombre, una noche, cuando, al volver de la caza, descubrió a su mujer estrangulada.

—Le vamos a tener que tomar declaración.

—Sí… ¿Cómo? —pregunté—. ¿Cómo se… se han enterado?

—Por la guardería.

—¿La guardería?

Saqué mi tabaco y le ofrecí un cigarrillo a Béraud. No quiso. Arrastró una silla hacia él y se sentó, bien enfrente de mí. Su tono se hizo menos amigable.

—Tiene un niño. Enzo. De ocho años. ¿No lo sabía?

—La conocí anoche.

—¿Dónde?

—En un bar, Les Maraíchers. Del que soy asiduo. Ella también, por lo visto. Pero no nos conocimos hasta ayer.

Me examinaba atentamente. Yo adivinaba todo lo que estaba pasando por su cabeza. Me sabía al dedillo todos los razonamientos que puede hacer un policía. Un buen policía. Sonia y yo habíamos estado bebiendo unas copas. Habíamos follado. Después, una vez sobria, ella ya no quería saber nada. Error de una noche. Esas cosas que cuesta comprender. Error en el recorrido en la vida de una madre. Fatal. Banalidades. Lo típico. Un crimen. Y ser ex policía no cambiaba nada. Nada de la locura del acto. Ni de su violencia.

Inconscientemente, sin duda, tendí mis manos hacia él para decir:

—Y no ha pasado nada entre nosotros. Nada. Quedamos en vernos hoy. Nada más.

—No le estoy acusando de nada.

—Sólo quería que usted supiera lo que había.

Ahora era yo quien miraba a Béraud de arriba abajo. Un poli legal. A quien le habría gustado trabajar con un comisario legal.

—Bueno, entonces la guardería les ha avisado, ¿no?

—No, en la guardería se empezaron a preocupar. Siempre era puntual. Nunca se había retrasado. Entonces llamaron al abuelo del niño y…

Atilio, pensé. Béraud hizo una pausa. Para que yo fuera procesando la información que me daba. Al abuelo, no al padre. Volvía a coger confianza.

—¿Y no al padre?

Se encogió de hombros.

—Al padre no lo han vuelto a ver en la vida. El abuelo ha protestado porque ya se había quedado con el niño anoche y lo tenía que cuidar también esta noche.

Béraud dejó que hubiera un silencio. Un silencio en el que Sonia y yo nos encontrábamos para pasar la noche juntos, esta vez sí.

—Ella se iba a encargar de darle la cena y del baño, y…

Me miró casi con ternura.

—¿Y?

—El abuelo fue a buscar al niño a la guardería y lo llevó a su casa. Después intentó contactar con su hija en la oficina. Pero ya se había marchado. A la misma hora que de costumbre. Entonces llamó aquí diciéndose que, con este calor, Sonia a lo mejor había venido a darse una ducha y que… En vano. Entonces empezó a preocuparse y llamó a la vecina. Se hacían favores. Cuando vino a llamar al timbre, la puerta estaba entreabierta. Fue la vecina la que nos avisó.

El apartamento se llenó de ruidos, de voces.

—Buenas noches, comisaria —dijo Béraud levantándose.

Alcé la mirada. Una mujer joven y alta se encontraba de pie delante de mí. En vaqueros y camiseta negra. Una bella mujer. Me despegué como pude del sofá en el que estaba sentado.

—¿Es el testigo? —preguntó.

—Un veterano de la casa, Fabio Móntale.

Me dio la mano.

—Comisaria Pessayre.

Su apretón de manos era firme. Y la palma, caliente. Cálida. Sus ojos negros eran vivos. Llenos de pasión. Nos quedamos mirándonos una fracción de segundo. El tiempo justo para creer que la justicia podía abolir la muerte. El crimen.

—Ahora me cuenta.

—Estoy cansado —dije volviéndome a sentar. Cansado.

Y se me llenaron los ojos de lágrimas. Por fin.

Las lágrimas eran el único remedio contra el odio.