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Donde el hábito de vivir no es una auténtica razón para vivir

En la mesa, al lado de las llaves del coche, Sonia me había dejado una nota. «Estabas demasiado cocido. Lástima. Llámame esta tarde, hacia las siete. Un beso». Luego venía el número de teléfono. Las diez cifras del gordo para un viaje a la felicidad.

Sonia. Sonreí con el recuerdo de sus ojos gris azulados, de su muslo caliente pegado al mío. Y también de su sonrisa, cuando le iluminaba la cara. Los únicos recuerdos que tenía de ella, pero ya bellos recuerdos. Tuve urgencia por que llegara la noche. Y a mi sexo también, que se tensó bajo el pantalón sólo con pensarlo.

Tenía la cabeza más pesada que una montaña. Dudé entre darme una ducha o hacerme un café. Se imponía el café. Y un cigarro. La primera calada me revolvió las tripas. Creí que se me iban a salir por la boca. «¡Qué asco!», me dije mientras daba otra calada, por principios. La segunda arcada fue aún más violenta, aumentándome a todo meter los martillazos en la cabeza.

Me doblé sobre el fregadero de la cocina. Pero no tenía nada que vomitar. Ni los pulmones siquiera. ¿Dónde estaba esa época en la que con la primera calada del primer cigarro se me metían para adentro todas las ganas de vivir? Lejos, muy lejos. Los demonios que me devoraban el pecho no tenían ya mucho donde hincar el diente. Porque el hábito de vivir no es una auténtica razón para vivir. Las ganas de vomitar me lo recordaban cada mañana.

Puse la cabeza bajo el agua fría del grifo, eché una buena pota y luego me enderecé para coger aire, sin soltar la colilla que me estaba quemando los dedos. Llevaba tiempo sin hacer mucho deporte. Ni suficientes excursiones a pie por las calas. Ni entrenamiento regular en la sala de boxeo de Mavros. Las comilonas, el alcohol, el tabaco. «En diez años te mueres, Móntale», me dije. «¡Reacciona, coño!». Volví a pensar en Sonia. Cada vez con más gusto. Luego, a esa imagen se superpuso la de Babette.

¿Dónde estaba Babette? ¿En qué movida se había metido? Las amenazas del tío del teléfono no eran sólo para intimidar. Sentí su peso, real, en cada palabra. La manera fría de pronunciarlas. Aplasté el cigarro consumido y me encendí otro, mientras me servía el café. Di un trago, una buena calada, y salí a la terraza.

El sol, ardiente, me asestó un buen palo. Deslumbramiento. Una ola de sudor me invadió el cuerpo. Me dio vueltas la cabeza. Por un momento creí que me iba a caer redondo. Pero no. El suelo de la terraza volvió a recuperar su equilibrio. Abrí los ojos. El único verdadero regalo que la vida me hacía a diario estaba ahí, delante de mí. Intactos. El mar, el cielo. Infinitos. Con esa luz. Sin igual. Que nacían el uno del otro. A menudo se me antojaba que estrechar un cuerpo de mujer era, de alguna manera, retener contra uno esa inefable alegría que baja desde el cielo hasta el mar.

¿Había estrechado el cuerpo de Sonia contra mí la noche pasada? Si Sonia me había traído a casa, ¿cómo se había marchado? ¿Me había desvestido ella? ¿Había dormido aquí? ¿Conmigo? ¿Habíamos hecho el amor? No, no, estabas demasiado borracho, te lo ha escrito.

La voz de Honorine me sacó de mis divagaciones.

—Oiga, ¿ha visto la hora que es?

Giré la cabeza hacia ella. Honorine. Mi vieja Honorine. Era todo lo que me quedaba de mi desgastada vida. Fiel, hasta el final. Estaba llegando a esa edad en la que ya no se envejece. Apenas se encogía un poco más cada año. Tenía ligeras arrugas en la cara, como si los golpes duros de la vida le hubieran pasado por encima sin marchitarla, sin herir su alegría de estar en este mundo. «Suerte los mortales que han podido ver esto», decía a menudo, señalando el cielo y el mar que teníamos enfrente con las islas al fondo. «Pues, aunque sólo sea por esto, no me importa nada estar en este mundo. A pesar de todo lo que me ha pasao…». Su frase se acababa siempre ahí. Como para no manchar de miseria y de tristeza su sencilla alegría de vivir. Honorine no tenía más que recuerdos felices. La quería. Era la madre de las madres. Y la tenía entera para mí. No existía más que para mí.

Abrió la pequeña verja que separa su terraza de la mía y, con el capazo de hacer la compra en la mano, vino hacia mí con paso lánguido pero siempre firme.

—¡Hala, que son casi las doce!

Con un amplio gesto señalé el cielo y el mar.

—Son vacaciones.

—Las vacaciones serán para los que trabajan…

Desde hacía unos meses ésa era la obsesión de Honorine. Buscarme trabajo. Que yo buscara trabajo. Llevaba fatal que un hombre «aún joven como usted» no hiciera nada en todo el día.

No era del todo así, en realidad. Llevaba más de un año sustituyendo todas las tardes a Fonfon en la barra. De dos a siete. Se le había ocurrido cerrar el bar. Venderlo. Pero no fue capaz de resignarse ante semejante perspectiva. Después de tantos años atendiendo a los clientes, hablando con ellos, encabronándose con ellos, cerrar era morirse. Una mañana me ofreció el bar. Por un franco simbólico.

—Y así —me estuvo explicando— podré venir a echarte una manita. Mira, a la hora del aperitivo por ejemplo. Yo qué sé, por hacer algo…

Le dije que no. Que se quedara con el bar. Que sería yo el que vendría a ayudarle.

—Bueno, vale, pues entonces por las tardes.

Y eso es lo que acordamos. De este modo, yo me sacaba un poco de pasta para pagar la gasolina, el tabaco y las salidas nocturnas por la ciudad. En la hucha tenía todavía, grosso modo, unos cien mil francos. Era poco, el dinero se iba rápido, pero me daba margen para ir viendo qué pasaba. Incluso bastante tiempo. Cada vez tenía menos necesidades. Lo peor que me podía pasar era que mi viejo R5 se me estropeara y tuviera que comprarme otro.

Honorine, no vamos a hablar otra vez de lo mismo.

Me miró fijamente. Ceño fruncido, labios apretados. La cara entera quería mostrarse severa, pero los ojos no lo conseguían. Eran todo ternura. No me echaba la bronca más que por amor. Por miedo a que no me fuera bien quedándome así, sin hacer nada. La ociosidad es la madre de todos los vicios, eso lo sabía cualquiera. ¿Cuántas veces nos había sermoneado con esa sentencia cuando veníamos por aquí a gandulear con Ugo y Manu? Nosotros le respondíamos recitándole a Baudelaire. Versos de Las flores del mal. Felicidad, lujo, calma y voluptuosidad. Y entonces sí que nos echaba la bronca. A mí, me bastaba con mirarla a los ojos para saber si estaba enfadada o no.

Quizás debería habernos echado la bronca de verdad. Pero no era nuestra madre. ¿Y cómo iba ella a imaginarse que, a fuerza de jugar y bromear, íbamos a acabar haciendo auténticas barbaridades? Para ella no éramos más que adolescentes, ni mejores ni peores que los demás. Y andábamos siempre con mogollón de libros, que desde su terraza nos oía leer en alto, frente al mar, al caer la noche. Honorine había creído siempre que los libros te hacían sabio, inteligente y serio. No que eso te podía llevar a atracar farmacias y gasolineras. Ni a dispararle a la gente.

Pero sus ojos sí se llenaron de rabia cuando fui a decirle adiós, hacía treinta años. Una enorme rabia que la dejó muda. Acababa de alistarme para cinco años en el ejército colonial. En dirección a Yibuti. Para huir de Marsella. Y de mi vida. Porque con Ugo y Manu habíamos sobrepasado los límites. Manu, por enajenación mental, disparó contra un farmacéutico de la rue des Trois Mages. Al día siguiente, en el periódico, leí que ese hombre, padre de familia, se quedaría paralítico para siempre. Sentí un enorme asco por lo que habíamos hecho.

Mi horror por las armas venía de esa noche. Hacerme policía no había cambiado nada. Nunca había podido decidirme a llevar un arma. Había discutido con mis amigos a menudo sobre el tema. Por supuesto que podíamos toparnos con un violador, un desequilibrado, un malhechor. Era larga la lista de aquellos que por violentos, locos o desesperados, podían cruzarse en nuestro camino. Y eso ya me había pasado un montón de veces. Pero, al final del camino, veía siempre a Manu, con la pistola en la mano. Y a Ugo, detrás, y a mí, unos pocos metros más allá.

A Manu lo mataron unos delincuentes. A Ugo unos policías. Yo todavía estaba vivo. Me lo tomaba como un golpe de suerte. Suerte de haber podido comprender en la mirada de ciertos adultos que éramos hombres. Seres humanos. Y que no nos pertenecía otorgar la muerte.

Honorine recogió el capazo.

—Pues si ya lo digo yo, como si hablara con las paredes.

Y se volvió para su terraza. A la altura de la verja, se volvió hacia mí:

—Oiga, ¿y si para comer abro el bote de pimientos? Con unas anchoítas. Y hago una ensalada… Con estos calores.

Me eché a reír.

—Me comería a gusto una tortilla de tomates.

—Pero ¡bueno!, ¿a usté que le pasa hoy? A Fonfon le ha dao por lo mismo.

—Nos hemos compinchao por teléfono.

—¡Sí, claro, encima ríase!

Desde hacía unos meses, Honorine cocinaba también para Fonfon. A menudo, por las noches cenábamos los tres en mi terraza. De hecho, Fonfon y Honorine pasaban cada vez más tiempo juntos. Hasta el punto de que, hacía unos días, Fonfon había venido a echarse una siesta a su casa. Hacia las cinco había vuelto al bar más cortado que un crío que acaba de darle un beso a una chica por primera vez.

Yo había acercado a Fonfon y Honorine. No me parecía bien que vivieran su soledad cada uno por su lado. Su luto, su fidelidad hacia el ser amado, les había comido casi quince años de vida. Me parecía más que suficiente. No hay ninguna vergüenza en no querer terminar la vida en soledad.

Un domingo por la mañana les propuse ir de picnic a las islas Frioul. Menuda historia hasta que convencí a Honorine. No había vuelto a subir al barco desde que murió Toinou, su marido. Me puse un poco nervioso.

—¡Por Dios, Honorine! En este barco, desde que lo tengo, no he llevado más que a Lole. Os llevo a vosotros dos porque os quiero. ¡A los dos, no lo entiende!

Se le llenaron los ojos de lágrimas, luego sonrió. Entonces supe que por fin estaba pasando las páginas sin renunciar a nada de su vida con Toinou. A la vuelta, tenía cogida la mano de Fonfon y oí cómo le susurraba:

—Ahora ya nos podemos morir, ¿a que sí?

—Bueno, aún nos queda un poco, ¿no? —le contestó él.

Yo volví la cabeza y dejé que la mirada se perdiera en el horizonte. Allá donde la mar se hace más oscura. Más densa. Me dije que la solución a todas las contradicciones de este mundo estaba ahí, en ese mar. Mi Mediterráneo. Y me vi fundirme en él. Disolverme y resolver por fin aquello que no había resuelto nunca en la vida, y que no resolvería jamás.

El amor de esos dos viejos me hacía llorar.

Al final de la comida, Honorine, que muy extrañamente se había quedado callada, me interrogó:

—Oiga, la morenita esa que le ha traído esta noche, ¿va a volver por aquí? Sonia se llamaba, ¿no?

Me sorprendió.

—No sé. ¿Por qué? —balbuceé, casi preocupado.

—Porque parece bien maja. Y entonces me parecía a mí que…

Ésa era otra de las obsesiones de Honorine. Que encontrara una mujer. Una mujer maja, que me cuidara, aunque le pusiera mala imaginar que otra mujer pudiera cocinar para mí en su lugar.

Le había explicado un montón de veces que en mi vida no había nadie más que Lole. Que se había marchado. Porque no había sabido ser el hombre que ella esperaba que fuera. Y, hoy no tenía ya la menor duda, el peor de los males que le había causado era haberla obligado a marcharse. Ese daño me despertaba a menudo por las noches. El daño que le había causado a ella. A nosotros.

Pero a Lole la había estado esperando toda mi vida, de modo que no tenía ninguna intención de renunciar a ella. Necesitaba creer que volvería. Que volveríamos a empezar. Para que nuestros sueños, los viejos sueños que nos habían juntado y dado ya tanta felicidad, pudieran por fin desarrollarse libremente. Sin miedo esta vez, y sin dudas. Con toda confianza.

Cuando decía todo esto, Honorine me miraba con tristeza. Sabía que Lole, en ese momento, estaba haciendo su vida en Sevilla. Con un guitarrista que había pasado del flamenco al jazz. En la hermosa tradición de Djiango Reinhardt. Un estilo a Bireli Lagréne. Por fin se había decidido a cantar para los gadjos. Hacía un año que se había integrado en la formación de su compañero y participaba en los conciertos. Habían grabado un disco juntos. Los grandes éxitos del jazz. Me lo envió con estas únicas palabras: «Y tú ¿qué tal?».

I can’t give you anything but love, baby… No pude pasar del primer corte. No porque no fuera bueno, al contrario. Tenía la voz rasgada. Aterciopelada. Con los mismos tonos que a veces tenía en el amor. Pero no era la voz de Lole lo que oía, oía sólo la guitarra que daba cuerpo a su voz. Que la iba llevando. Me resultaba insoportable. Guardé el disco, sin guardar mis locas ilusiones.

—¿Han hablado algo?

—Ah, pues sí, hemos tomado café los tres juntos.

Me miró con una gran sonrisa.

—No estaba muy allá que digamos para irse al trabajo, la pobre.

No entré al trapo. No tenía ninguna imagen del cuerpo de Sonia. Su cuerpo desnudo. Lo único que sabía es que el ligero vestido que llevaba ayer auguraba un montón de felicidad para las manos de un hombre honesto. Pero, pensé, a lo mejor yo no era tan honesto.

—Fonfon ha llamao a Alex, ¿se acuerda? El taxista que a veces juega con vosotros a las cartas. Para que la llevara, claro. Me parece que iba un poco tarde.

La vida continuaba siempre.

—¿Y de qué han hablado con Sonia?

—Pues un poco de ella. De usted, un buen rato. Bueno, no hemos estado ahí cotilleándolo todo, eh. Sólo hemos estado hablando un poco, nada más.

Dobló la servilleta y me miró fijamente. Como hacía un rato en la terraza. Pero sin un destello de malicia.

—Me ha dicho que usted se sentía desgraciado.

—¡Desgraciado!

Hice un esfuerzo para reírme mientras encendía un cigarrillo para contenerme un poco. ¿Qué puñetas le habría contado yo a Sonia? Me sentía como un crío al que pillan en una mentira.

—Me conoce muy poco.

—Sí, por eso decía yo que era bien maja la chica, porque se ha dao cuenta de eso de usted. Y en poco tiempo, si lo he entendido bien.

—Perfecto, lo ha entendido usted muy bien —contesté levantándome—. Me voy a tomar un café con Fonfon.

—¡Cualquiera le dice nada…!

Estaba enfadada.

—No pasa nada, Honorine. Me faltan horas de sueño.

—Es que es verdad… Yo decía sólo que no me importaría verla otra vez.

Le había vuelto la malicia a los ojos.

—Yo también, Honorine. Yo también tengo ganas de volver a verla.