Sigue corriendo, Marta
El pozo se abrió ante sus pies.
Masdéu debía de saber que el pozo estaba allí, porque acababa de apartar con un hábil movimiento de su empeine la reja que lo protegía. De ese modo bastaba un leve empujón, casi un suspiro, para que Marta se precipitase hacia las tinieblas.
En Barcelona se abren a veces pozos así, sobre todo en callejones por los que nadie pasa, en esa especie de gargantas interiores que en ocasiones se abren entre dos viejas fincas. Puede ser una cloaca en revisión, la reparación de unos cimientos o una cata de arqueólogos, pero lo cierto era que el pozo tenía profundidad. Si el fondo era de roca, una caída podía matarla.
Ella no gritó.
Quizá en el fondo había esperado aquello. Tal vez desde que vio a Masdéu había intuido que aquello pasaría.
Y el brazo derecho de Masdéu avanzó. Un leve movimiento…
Marta intentó esquivarlo con una flexión de cintura. No pudo. Sus pies vacilaron al borde de un abismo que no podía ver.
Y entonces aquella mano que la detenía…
Marta Vives no lo entendió en aquella primera fracción de segundo. Pero era la propia mano de Masdéu. Era él quien la salvaba, quien frenaba su caída. Marta se detuvo jadeando, con los ojos desencajados, sin entender nada, sin querer entender nada, mientras el callejón daba una vuelta completa en torno suyo.
—Cuidado, Marta.
Ahora un brazo entero la sujetaba por la cintura. Oía la respiración del hombre como un estertor, casi como un grito de angustia. Los dedos le hacían daño. Masdéu la inclinó poco a poco hacia atrás.
—Apóyese en la pared.
Marta lo pensó de pronto. Fue como una luz que llegara de calles remotas, como una inspiración. Otro Masdéu, otro fanático de la fe, se había arrepentido muchos años atrás cuando iba a causar una muerte en nombre de Dios. Sus restos momificados estaban ahora en una habitación que probablemente nadie vería nunca.
Ahora unos brazos la sujetaban, impidiéndole caer. La respiración de Masdéu se hizo ansiosa, mientras todas las sombras de la calle volvían a dar un giro. Entonces la soltó. Marta notaba aún en la sangre la sensación del peligro. El arrepentimiento puede durar sólo un segundo. Ella aún estaba al borde del pozo.
De pronto se desasió y dijo con voz ronca:
—Déjeme salir.
Dio un paso, todavía con la sensación de la muerte metida en las entrañas. Algo brilló en los adoquines del callejón. La última luz, a unos diez metros, volvió a dar un giro y Marta oyó sus propios pasos mientras huía. Los pasos le parecían de otra, sus propias manos eran de otra. Llegó al final del callejón mientras Masdéu no hacía nada por seguirla.
Vio confusamente la luz de un escaparate, el guiño de un rótulo, la silueta de alguien que pasaba por otra calle más ancha.
Estaba salvada.
Y de pronto aquella forma negra, aquel bulto que le cerraba el paso y cortaba la luz. Marta ahogó un grito.
El padre Olavide la acogía en sus brazos.
Era como volver a la seguridad, al seno de un mundo conocido y donde no te puede ocurrir nada. Era como en su infancia, cuando salía despavorida de un portal oscuro y encontraba una amiga en la calle. El callejón se hizo más ancho, las luces dejaron de dar vueltas. Marta lanzó otro gemido, que en realidad era un suspiro de alivio. Nadie la seguía. El mundo incomprensible del que estaba huyendo quedaba definitivamente atrás.
El padre Olavide murmuró:
—A veces confieso a enfermos en estas calles. Después de pasarme tantos años estudiando en el extranjero, los enfermos son casi los únicos amigos que tengo.
Y la sacó definitivamente del callejón. La calle obrera, un poco más ancha, le pareció a Marta llena de luces. Los escaparates sórdidos parecían cargados de resplandor. Dos hombres se volvieron al ver que un cura llevaba casi abrazada a una mujer. Los que estaban trabajando en las zanjas alzaron sus cabezas. Y fue el padre Olavide quien preguntó:
—¿Alguien quería hacerle daño?
Marta no contestó. Seguía respirando ansiosamente. Entonces el clérigo la soltó para que anduviese con normalidad.
—¿Más tranquila?
—Sí.
—No entiendo por qué se tiene prisa en hacer las cosas —susurró el padre Olavide sin mirarla—. Lo que tiene que ocurrir ocurre siempre. El tiempo es eterno.