La casa de la colina
Ya he dicho que maté a un hombre.
Quisiera hablar de él, de su edad: unos cincuenta años. De su ropa impecable, que destacaba aún más en la ciudad rota: traje de lana inglesa que importaba él mismo a través de su fábrica, zapatos de piel de cocodrilo, tirantes de seda, los más finos que yo había visto en mi larga historia. De sus honores: llevaba en la solapa las cintas de dos medallas. De sus mujeres: sumisas jóvenes que le aguardaban con la falda alzada junto a un tocador isabelino, un espejo o una alfombra oriental que parecía hecha con piel de niña.
Era el triunfador por definición, el que imponía el nuevo orden en la Barcelona vencida. Otros triunfadores dejaban el fusil y volvían a un trabajo muchas veces sin esperanza, pero él regresaba a sus fábricas, su capital y sus verdades. Medalla de ex cautivo, medalla de sufrimientos por la patria. Ni una gota de sangre propia sobre su ropa inmaculada; en todo caso, en un descuido, alguna gotita de sangre de sus doncellas. Era la verdad de un país que había que reconstruir y la esperanza de un Imperio que no existía, pero que los suyos ya tenían dibujado en un mapa.
Ya he dicho que lo maté.
Pero primero necesito hablar de la casa.
Viví en ella durante casi toda la guerra civil, me hundí en su soledad y la habité como un fantasma. Estaba en una calle de Pedralbes a medio hacer, porque entonces todas las calles estaban a medio hacer en aquel barrio. Rodeada de árboles y al final de una cuesta, apenas resultaba visible, y supongo que ése fue el motivo de que no la incautara nadie. Había en ella un jardín con margaritas que ya se habían muerto, unas rosas de otoño que aún florecían junto a la pared y dos cipreses que acariciaban el aire.
Había también una tumba.
Y fue la tumba lo que me hizo quedarme en ella.
Las clases con los Escolapios se habían terminado ya antes de la guerra, puesto que las leyes de la República impusieron la enseñanza laica en contra de la religiosa. Me pusieron en la calle diciendo que no era culpa suya, y entonces, sabio como era, me dediqué a dar clases particulares. Fue así como descubrí la casa.
Entonces las margaritas llenaban el jardín, las rosas de otoño crecían en todas partes y los cipreses aún no habían nacido. Había grandes ventanales desde los que se divisaba a lo lejos la ciudad como yo la había contemplado, siglos antes, desde Nuestra Señora del Coll. Había una niña que estaba allí para recibir la luz y el calor del sol y un perro llamado Ringo, que se hartaba de ladrar a la luna.
Un día me presenté allí, muy poco antes de la guerra civil, respondiendo a un anuncio, y conocí el sitio donde iba a estar la tumba.
Pero la tumba aún no estaba.
En aquel momento sólo conocí a la niña. Ojos achinados, piernas inseguras, piel muy fina y manos que hacían dibujos en el aire. Era una niña Down, y en aquellos años para las niñas Down no se veía mejora; simplemente se las alimentaba y se las ignoraba. Pero en este caso los padres creían en ella.
El padre era un corredor de Bolsa que en aquellos años de clasificación fácil era considerado hombre de derechas. La madre era una profesora francesa que creía en el porvenir de los seres humanos, y por lo tanto creía en el porvenir de la niña.
Conocí también a Rita, la mujer del pueblo.
Como he necesitado hablar de la casa donde imperaba la luz, necesito ahora hablar de Rita, la mujer de las callejuelas donde imperaban las tinieblas.
Rita había nacido en la Barcelona más profunda, en la calle de las Tapias, que entonces era el centro de la prostitución más sórdida. A los veintitrés años había sido prostituta por pura hambre, después de haber servido en una casa y quedar embarazada del señor. Rita había tenido una hija. La hija había muerto.
Fue en la casa de la luz donde conocí sus ojos quietos, sus manos enrojecidas de tanto trabajar, sus labios finos y su lengua que, como la del perro, lamía continuamente la piel de la niña de los ojos achinados mientras ella tomaba junto a la ventana aquel sol de ricos pagado por sus padres.
El padre era un hombre honrado, tan honrado que jamás notó nada raro en mí. Mientras hablaba conmigo, de sus ojos casi escapaban las lágrimas.
—Algunos colegas extranjeros me han dicho que para mi hija puede haber esperanza si recibe una educación especial. Esa educación especial tenía que haber empezado antes, y eso quiere decir que yo no he puesto de mi parte todo cuanto debía. Pero si usted está todo el día con ella, intentando que aprenda, y Rita está todo el día con ella, intentando que note el cariño, aún hay un futuro.
Quería decir que aún era posible un milagro.
De ese modo yo, el hombre de los siglos, que había conocido las mazmorras de la Inquisición y había sido secretario del conde de España, quedé nombrado educador de una niña que no podría entenderme jamás, en una casa de la colina donde abundaban las rosas de otoño y empezaban a crecer dos cipreses. Juré que lo intentaría porque yo tenía una ventaja sobre los demás: podía mirarla con los ojos de la vida eterna.
Contaba además con dos seres que podían hacer el milagro. Uno de esos seres era el perro, que se colocaba junto a la niña y estaba dispuesto a defenderla hasta del aire: la niña notaba aquel cariño, aquella presencia. El otro ser era Rita, mujer del pueblo hondo, que apenas sabía leer, y que llevaba en sus entrañas la hija muerta. Ahora pudo llevar en sus entrañas una hija viva.
La niña fue su alma, como para el perro fue el cachorro recién nacido.
Fue entonces cuando estalló la guerra civil, que a mí no me causó ninguna sorpresa. Yo, no en vano, había vivido la «Guerra deis Segadors», la defensa de Barcelona en 1714, la guerra de la Independencia, las luchas carlistas y el nacimiento de las dos Españas. Podía haber explicado mil cosas en las cátedras de la ciudad, pero nadie me habría escuchado. Lo único que podía hacer era ver la ciudad a mis pies, con las iglesias ardiendo, como la había visto durante la Semana Trágica. Darme cuenta de que yo, el inmortal, tenía unas inmensas ganas de morir.
No era capaz de saber que en aquel momento, sin más compañía que una analfabeta, una niña y un perro comenzaba la única etapa digna de mi vida. No fui capaz de saber que el perro y la analfabeta eran dueños del destino. Yo no lo era.
Cuando las iglesias de los alrededores fueron incendiadas, y saqueadas las mansiones de los ricos, ya en los primeros días de la revolución, la madre de la niña, como ciudadana francesa, decidió usar el pasaporte para volver a su país, en compañía de su marido y la niña. Su marido corría inminente peligro de ser ejecutado por los anarquistas, como ya lo habían sido varios vecinos. De modo que el consulado francés, visto el riesgo, le envió un coche y le dijo que preparara el viaje en menos de una hora.
No podía llevarse apenas nada. Sólo unas cuantas joyas y valores.
Y a la niña.
Pero la niña había desaparecido. Yo entonces no lo entendí, aunque todo tenía que haber ocurrido casi delante de mis ojos. La madre se desesperó, sufrió un ataque de nervios, me abofeteó porque pensó que yo sabía algo, cayó de rodillas, pidió al perro que olfatease el aire. Rita y la niña habían desaparecido. Ni en los rincones más ocultos de la casa, ni bajo los muebles, ni en los recovecos del jardín, apareció nada. El perro, quieto, se negaba a olfatear. El chófer del consulado francés apremiaba y gritaba que un minuto después ya sería demasiado tarde.
Ahora pienso que fue lógico lo que pasó. Mientras el padre se desesperaba buscando por los rincones, la madre cayó fulminada llevándose las manos al corazón. El chófer la cargó en el vehículo y la llevó a gran velocidad al Clínico, que ya estaba lleno de muertos. Allí le aplicaron un tratamiento de urgencia, dieron un sedante al marido y pidieron al chófer que los llevara con toda rapidez a un hospital más allá de la frontera donde pudieran ser atendidos sin peligro; y yo quedé solo en la casa.
Recuerdo el sol de julio. La ciudad que parecía arder. La Barcelona enorme que yo había visto nacer. Los tiros que sonaban incluso en aquel barrio de ricos, uno de los más tranquilos del mundo. Recuerdo el aire que quemaba y un jardín de color tan vivo, tan verde, que hacía daño.
Entonces apareció Rita con la niña. Y el perro detrás, meneando la cola. Ahora sí que el muy maldito olfateaba el aire.
—Se oían tiros por todas partes —dijo Rita con los ojos húmedos—. Tenía miedo de que la mataran.
Había hecho lo que hacen los animales cuando intuyen el peligro: esconder a sus crías. Provista de una astucia que venía del fondo de la tierra, aquella mujer que no sabía nada lo supo todo. Consiguió llegar a la única gruta que existía en el entorno, meterse con la niña allí, cubrirla con su cuerpo, taparlo todo con matojos y disponerse a morir antes de que alguien tocara a la pequeña. Sólo cuando el silencio se hizo en las cercanías salió de la gruta.
Demasiado tarde. Los padres ya no estaban allí. La noche había caído. La niña tenía miedo y hambre.
Demasiado tarde.
O quizá no.
Estaba aquella mujer dispuesta a dar la vida. Estaba yo. Estaba el perro que lamía a la pequeña. Estaba la casa.
Y así yo, el hijo del diablo, me convertí en tutor de una niña que no sabía ni hablar. Así comprendí que yo también formaba parte de las verdades elementales del mundo. Así fue como le di un beso y juré defenderla. Al darle aquel beso tuve la sensación de que le manchaba la cara.
La guerra civil me enseñó muchas cosas, por si no las había aprendido aún. Me enseñó que allí culminaba un proceso de siglos, y que en realidad el siglo XX formaba parte del siglo XV, porque los problemas de entonces no se habían resuelto aún. Me enseñó que la religión, que debería ser una ternura —o un problema— individual, se transforma en una fuente de odio, y por eso es urgente convertirla de nuevo en una ternura individual. O un problema. Me enseñó que el pueblo es siempre materia inflamable: cuando recibe el calor de una tea, explota. Me enseñó que se mata en nombre de Dios, como yo había visto hacer a El Otro.
En Burgos se mataba en nombre de Dios; en Barcelona se intentaba matar a Dios, pero el resultado era el mismo. La religión había dejado de ser un sentimiento individual que encuentra soluciones en la vida para transformarse en un sentimiento colectivo que sólo encuentra soluciones en la muerte. Desde lo alto de aquella casa aislada, yo, hijo de la duda, tuve que asistir a la matanza entre los que jamás tuvieron una duda. Entonces me di cuenta, por si no lo hubiera comprendido aún, de lo terribles que son la absoluta certeza y la absoluta obediencia.
Por supuesto que no vi a El Otro. Las patrullas anarquistas habrían terminado con él. El Otro, que como yo estaba hundido en el fondo de los siglos, debía de encontrarse en el otro lado del frente, donde la fe sin matices estaba de su parte. Ni para él ni para mí existía el tiempo, ni para él ni para mí existía la prisa. Nos volveríamos a encontrar.
¿He dicho que para mí no existía el tiempo? Bueno, tampoco era así. Para los demás, el tiempo existía y yo necesitaba amoldarme a él. Como tantas otras veces, necesité cambiar de nombre y personalidad, ya que no podía cambiar de aspecto. Un ex profesor de los Escolapios no podía desfilar por la ciudad revolucionaria; así que me apoderé de la documentación de un muerto (muertos los había en todas las esquinas y se podía elegir), falsifiqué algunos datos y me convertí en un profesor de Ostende experto en idiomas. Enseguida me dieron trabajo como traductor en una oficina de contraespionaje y, como hombre insustituible, no me enviaron a la guerra, pese a que seguía teniendo mi aspecto de treinta años.
Y ése fue el tiempo de la niña.
Ahora sé, cuando ya han pasado todas las lunas, que no viví para nada más. Las verdades más oscuras son siempre las más sencillas. Y entonces supe que hasta un hijo del diablo puede amar una casa solitaria, un perro y a una niña.
Mientras yo trabajaba, la niña estaba bajo la vigilancia del perro y de Rita. No pasábamos hambre porque como empleado gubernamental yo tenía un pequeño racionamiento extra (del que apenas usaba nada), pero además Rita, fiel a su pasado campesino, había transformado el jardín de la casa en un huerto. La pequeña, como parte de su nueva vida, aprendió a cultivar verduras, recogerlas, limpiar los senderos, dejarse guiar por el perro y dar el mismo nombre a pájaros que cada día eran distintos. Yo la enseñaba a distinguir las letras y relacionar los objetos, de modo que en aquel ambiente cerrado, sin nada que la perturbase, la niña despertó su inteligencia y además fue feliz.
Por supuesto, desde Francia, la madre buscó su pista. La Cruz Roja hizo gestiones y habría podido hallarla, pero mientras yo estaba trabajando, Rita la ocultó. Dijo que no había aparecido para que no se la quitasen. Y es que en el fondo de su sangre, de su soledad, de su vientre que un día existió, para Rita la niña era su hija.
Un día cayó una bomba en las cercanías —algo raro, porque era zona aislada y de paz— y la niña quedó sepultada por la tierra. Rita la desenterró con sus uñas, con sus gritos y sus mordiscos al suelo, hasta que se dio cuenta de que la niña seguía viva. Entonces le limpió el cuerpo con la lengua, como hacen los animales, aunque los animales no lloren de gratitud. Rita, que venía de la oscuridad, me enseñó de pronto la verdad y la luz más elementales del mundo, como siglos atrás me las había enseñado mi madre.
Yo iba de un lado a otro de la Barcelona hambrienta, de una cárcel a otra, de una cheka a otra, traduciendo lo que decían los presuntos espías detenidos. Andaba por la calle de San Pablo donde había transcurrido mi niñez, veía la iglesia en la que había dormido siglos atrás y deambulaba por las Rondas, donde durante tanto tiempo conocí las últimas murallas, las que fueron derribadas en tiempos de Cerda. Si la muralla gótica de Jaime I había sido la de mi niñez y dejaba fuera el Raval, la de Pedro el Ceremonioso, levantada apenas cien años después, dejó el Raval dentro, me dejaba a mí dentro. Yo era el hombre de las murallas, siempre con la misma cara, que podía ser reconocido en todas partes, pero todos los que habrían podido reconocerme ya estaban muertos.
Iba de un lado a otro de la Barcelona hambrienta. Veía las casas destrozadas por las bombas y me convencía de que la ciudad iba a desaparecer, tragada por el fuego. Los aviones fascistas la acribillaban día y noche. Veía convertirse en polvo los edificios que una vez amé, veía a las mujeres aullando y los ojos aterrorizados de los niños. Me pegaba a los muros de una iglesia clausurada, recordaba a todos los seres ya muertos que había visto salir de allí, ahora convertidos en niebla, y necesitaba cerrar los ojos.
Pero en el fondo, eso no era real. La realidad estaba en la casa de la colina. Allí había enseñado a la niña a leer y le estaba enseñando a escribir. Por las noches le hacía aprender los nombres de las constelaciones. Había logrado que casi todas sus palabras —elementales y directas— las pronunciase en tres idiomas, pues los niños lo aprenden todo riendo. La sostenía en mis brazos, nacidos para el mal, y pensaba que en el mal también puede haber ternura. Quizá era cierto que Dios aprendía de nosotros y se asustaba ante su obra.
Claro que, a pesar del aislamiento, no todo era tranquilidad en la casa de la colina. La madre exiliada en Francia hizo un nuevo intento para hallar a su hija, pero siguiendo otro camino. Esta vez, en lugar de la Cruz Roja, vino el Socorro Rojo Internacional, y Rita volvió a ocultarla. No me opuse, porque supe desde el primer momento que, si le quitaban a la niña (las flores que la pequeña cuidaba, el perro al cual dormía abrazada y las estrellas cuyo nombre pronunciaba por la noche), Rita se mataría.
No fue ésa la única visita al silencio de la casa. Una especie de comité gubernamental, formado por tres hombres, llegó hasta sus paredes y quiso incautarla. Todos los edificios abandonados de los alrededores estaban incautados ya, de modo que no me sorprendió en absoluto. Uno de los tres hombres me llamó la atención porque parecía culto, autoritario y, no sé cómo, conocedor del edificio. Lo revisó todo, comprobó el estado de las paredes, miró con indiferencia a la niña, dio una patada al can, que le molestaba, y declaró intervenida la casa. Por lo visto, la República la necesitaba para ganar la guerra. Pero yo me opuse diciendo que aquel edificio estaba adscrito al servicio de contraespionaje, y que si él lo perturbaba en algo sería sometido a investigación. Ser investigado por los servicios de contraespionaje, es decir, el SIM, que llenaba tantas tumbas, no era una broma.
Yo no sé si aquel tipo, llamado Reyes, se asustó.
Los otros dos sí.
Se convencieron de que la casa era demasiado pequeña y estaba muy aislada, así que se largaron, aunque profiriendo amenazas. Nunca he sentido tanto alivio. La casa, justo por su aislamiento, era la mejor garantía de vida no sólo para mí —que poco la necesitaba— sino para Rita y la niña. Y otra vez pude acompañarla por los senderos, dar nombre a los pájaros que tenían cuadriculado el aire y numerarle las estrellas.
Sencillamente fue eso.
Yo entonces no sabía que volvería a matar.
La niña no salía nunca de la casa ni la conocía nadie, porque la casa y el jardín eran su universo. Pero a finales del año 38, cuando la vida en Barcelona ya era insoportable, la pequeña enfermó gravemente. Lo que nunca había ocurrido, aunque era previsible, terminó ocurriendo.
Rita llevó en brazos a la pequeña al Clínico.
Otra vez el Clínico, otra vez los muertos.
Allí había un retrato mío. «Servicio de Urgencias, 1916.» Por eso no podía ir.
La pequeña fue atendida, e incluso lograron para ella unas medicinas. Rita la volvió a transportar en sus brazos convencida de que se curaría, mientras en los labios de ambas flotaba la misma sonrisa. Sólo les faltaba la alegría del perro. Las calles dramáticamente grises, sin tranvías, sin luz, con esquinas derrumbadas y colas de mujeres hambrientas fueron su paisaje. Rita, andando sin cesar, cantaba mientras besaba a la niña. Fue la última canción de alegría, la de una mujer que creía sencillamente en la vida por las calles de la Barcelona muerta.
Y entonces los aviones.
Y los gritos de horror.
Y la bomba.
Un pedazo de metralla se llevó media cara de la niña, sin causarle ni un rasguño a Rita. Ésta cayó sobre la niña intentando protegerla, sintió en la piel el golpe de sus huesos y notó en su lengua, su lengua de perra madre, el sabor de la sangre.
La enterré yo mismo al lado de la casa. Con las manos en la tierra blanda, sin herramientas, la enterré yo, el hombre de la muerte.
Rita me la había traído en sus brazos hasta la casa. Bañada en sangre, las piernas rotas pero con los ojos espantosamente secos, me la entregó. Fue como una donación, como una ofrenda. Recuerdo el jardín todavía rabiosamente verde, el susurro del aire que llegaba desde la ciudad, el vuelo rasante de un pájaro, el aullido sobrenatural del perro. Recuerdo todo eso.
Y mis manos horadando la tierra.
Hoy mismo podría dibujarlo en un papel. Recuerdo los ojos de Rita, todavía espantosamente secos.
Y la gran caja de cartón. La caja de la única muñeca que la niña había tenido en su vida.
Fue el ataúd.
Al fin y al cabo el ataúd para una muñeca. Recuerdo las manos desnudas de Rita que fueron cubriéndola con tierra.
Y el gran árbol que estaba al lado, y cuyas ramas arañaban el cielo. Vi que dos pájaros se posaban en una de ellas.
Comprendí enseguida que iban a hacer un nido.
Supe desde el primer momento que Rita no sobreviviría, pero nunca pensé que terminara tan pronto. Aquella noche dejé a la mujer tumbada en la cama de la niña, abrazada a sus vestidos. A la mañana siguiente la encontré muerta.
Repito que lo supe. Yo, el hombre de las tinieblas, había visto antes aquellos ojos en los ojos de mi madre. Mis ojos inmortales la contemplaron desde el fondo de los siglos, mis brazos inmortales tomaron a la muerta.
Y con las manos desnudas abrí otra vez la fosa.
Recuerdo el silencio del jardín, incluso el silencio del aire y del perro. Sólo un aleteo lo rompió de pronto. Cayó a mis pies una ramita. Ya no me cabía duda de que estaban creando su nido los pájaros.
Era una sepultura ilegal.
¿Y qué?
Era la única sepultura digna.
Rita y la niña estarían unidas para siempre junto a la caja de la muñeca.
Pero faltaba algo. Yo, hombre del fondo del tiempo, que había pisado tantos cementerios olvidados, pensaba sin embargo que la muerte ha de tener una dignidad. De modo que bajé hasta las entrañas de la ciudad para encontrar una lápida.
¿Una lápida?…
Eso, aparentemente tan fácil, era difícil en los últimos días de la guerra. Las canteras no trabajaban, los artesanos estaban movilizados o escondidos y, sobre todo, nadie se acordaba de adornar las tumbas. Un marmolista me dijo que robaría una lápida y grabaría por detrás el nombre de Rita y de la niña, pero yo, que había visto tantas lápidas, no quería una de segundo muerto. Otro me ofreció trabajar con pedazos de mármol de una casa bombardeada, haciendo, como quien dice, una lápida recosida. Un tercero me echó con malos modos, diciendo que debería ocuparme de cosas más importantes.
Por fin encontré a aquel joven en la casa del Paseo de la Bonanova; estaba incautada, pero a él lo dejaban vivir allí. Era poco más que un crío, gordito, alegre, con unos ojos que parecían haber sido hechos para apreciar lo que de bello tiene la vida.
Me dijo enseguida:
—Me llamo Guillermo Clavé, pero todos me conocen como Guillermito.
Miré la casa: en lo más alto del edificio, la última bandera de la República. En el paseo de las palmeras, unas cuantas enfermeras mal vestidas. Al fondo, en las ventanas, unos hombres encorvados, todos con bata blanca, por donde habían paseado los uniformes negros de las criadas culonas.
—Siempre que venga por aquí y quiera algo, pregunte por Guillermito Clavé.
Volví a mirar la casa; ahora me daba cuenta de que la conocía. En otra época, cuando simulé ser médico (y en realidad podía serlo), había atendido allí a alguien: no podía recordar a quién, pero a alguien… El muchacho me ofreció:
—Antes habían trabajado aquí algunos marmolistas, porque siempre estábamos haciendo obras. Queda algún pedazo que podría servir perfectamente para una lápida.
Y añadió riendo:
—Se la doy.
Estuve a punto de abrazarle. Era la primera vez, desde el inicio de la guerra civil, que alguien me daba algo con generosidad y alegría. Puse mis manos entre las suyas, que estaban llenas de vida, y susurré:
—No sé cómo, pero juro que algún día llegaré a pagártelo.
—No podrá. Es usted demasiado viejo —dijo él.
Sí que pude.
Pero entonces no lo sabía.
Cuando Guillermito Clavé, pasados los años (después de morir algunas palmeras del paseo y volver a ver criadas culonas en las ventanas), dejó de reír porque un cáncer le devoraba los huesos, yo le alivié los sufrimientos. Ni llegó a notarlo. Fue aquel cadáver tan blanco que luego el padre Olavide hizo enterrar junto a la piedra que siglos atrás se había manchado con mi sangre. Ironías del destino. El hombre al que yo había dejado sin sangre, enterrado junto a mi sangre inmortal.
En fin, así fue como tuve mi lápida.
El Gólgota.
Si Cristo había soportado sobre los hombros una cruz, ascendiendo con ella hacia su sacrificio, yo, el hijo del diablo, tuve mi lápida. Ascendí con ella por las calles atormentadas, por los verdes jardines, salté zanjas, ascendí montañas, siempre con el peso de la lápida que me destrozaba los huesos. Me sentí morir cuando la dejé caer junto al árbol en el que definitivamente anidaban los pájaros.
Y la esculpí con mis manos. Yo, el hijo de los cementerios, hice la lápida más sencilla del mundo para una mujer y una niña.
Oía al perro aullar en la lejanía.
El viento batía los rincones de la casa de la colina.
Y allí quedaron esculpidas solamente tres palabras.
Tres.
«Rita e hija.»
La ciudad se llenó de banderas victoriosas al paso alegre de la paz. Se llenó de «prietas las filas, recias, marciales nuestras escuadras van». Se llenó de tapias donde se fusilaba a la gente, se llenó de hombres ansiosos que abrían de nuevo los libros de caja.
Pero no me importaba.
La lápida estaba allí, acariciada por las alas de los pájaros. Los viejos cementerios de Sant Pau del Camp, el de Pueblo Nuevo, el de Montjuïc, que yo conocía tan bien, se habían hecho pequeños; ahora mi cementerio sólo contenía una lápida. Cada tarde yo llevaba algunas flores del jardín, cada noche el perro se echaba a dormir en ella.
Por supuesto, yo, un hombre que había trabajado para los servicios de investigación republicanos, estaba automáticamente condenado a muerte, pero no me importaba: ya había conseguido otra identidad falsa: la de antiguo profesor de los Escolapios. Claro que, para una mínima seguridad, tenía que irme de la casa; pero no lo hice: jamás dejaría solas la tumba y la lápida.
Hasta que aquel hombre volvió, pero armado y con cuatro hombres más. Yo recordaba muy bien su nombre: se llamaba Reyes. Era el que, durante la guerra, había querido incautar la casa. Aquel revolucionario rabioso, aquel hijo del pueblo que ansiaba lo mejor para la República, era en realidad un millonario camuflado que ahora vestía con orgullo la camisa azul de la Falange. Hubo en Barcelona muchos como él. Lo que me consternó fue saber que era el dueño de la casa.
—Los antiguos habitantes, los que se largaron a Francia, eran simples inquilinos —me soltó—. Pero claro, tú no sabías eso.
—Y ¿qué ha sido de ellos? ¿Por qué no vuelven?
—Se equivocaron y fueron a parar a territorio alemán, donde tenían muchos amigos. Pero los dos eran judíos, así que olvídalos. No volverán. La casa está libre.
Y me apuntó con el dedo.
—Recuerdo perfectamente que trabajabas para el servicio de espionaje rojo, de modo que más vale que te consideres preso a partir de este mismo momento. Si te resistes, será mucho peor.
Y añadió:
—Pero ahora no he venido por eso.
Había vendido la casa y se iba a alzar en el terreno una mucho mayor. Por eso estaban allí los otros hombres. Vio la lápida con el perro encima de ella y como el animal le enseñó los dientes, le descerrajó un tiro.
Luego ordenó:
—Todo fuera.
—¿La lápida también?
—La lápida lo primero, porque justamente ahí estará la entrada de la casa. Seguro que es un enterramiento ilegal, como tantos en la guerra, pero no vamos a perder tiempo con papeleos. Fuera toda esa carroña de ahí. Tenemos que edificar encima.
Recuerdo otra vez el verde rabioso del jardín. El árbol solemne, que era ya el árbol de la eternidad donde los pájaros tenían un sólido nido. Me puse encima de la lápida, junto a los restos del perro.
—Hijo de puta, no tocará nada de aquí.
—¿No? ¿Cómo que no? ¿Un condenado a muerte me da órdenes?…
Y mandó a sus hombres que me sujetaran y me enviaran barranco abajo. Rodé como un fardo por la colina, me aplasté contra los matojos y me rompí una pierna, pero Reyes no pudo matarme porque yo era el hombre de la vida eterna.
Oí lejanamente que llegaban otros obreros en un camión, y dos de ellos se ponían a destrozar la lápida. Dos muertos más aparecidos al final de la guerra… ¿Y qué?
Nadie preguntaría por ellos.
Recuerdo mi aullido en el silencio de los campos.
—¡Nooooooooo…!
No conseguí ni arrastrarme. Oía arriba los golpes sobre la lápida. Clavé mis uñas en la tierra hasta hacerme sangre.
Reyes vivió dos meses más.
Lo encontré dormido en la cama de un hotel de lujo, junto a una chica joven que dormía también.
A ella no le pasó nada. A él sí.
Y ésta es la sencilla historia que he recordado ahora, la sencilla historia de por qué maté a un hombre.