39

El café de la eternidad

Ya no hay sotanas negras en las calles de Barcelona; quizá no las haya ni en el palacio episcopal. Miró al padre Olavide como si no pudiese creerlo, porque era inconcebible que el sacerdote quizá más sabio y aristocrático de España pusiera los pies en un café donde las conversaciones más importantes versaban sobre la seguridad social. Pero el padre Olavide no llegó a entrar; notó la mirada de estupor de los clientes, dio media vuelta y desapareció.

Marta suspiró:

—Ni que me hubiese seguido…

—No haga caso —dijo Masdéu—, el padre Olavide confiesa a veces a amigos moribundos. No es tan extraño que tenga alguno en este barrio.

Pero ya no quedaba rastro de él. Ambos se dieron cuenta de que el camarero estaba en el altillo. Miraba con envidia a Masdéu. «Demasiada mujer para él.» Miraba con deleite las piernas de Marta Vives: «Demasiado bonitas para una mierda de café como éste».

En el balconcito de enfrente había aparecido una mujer sola a regar las plantas. El último sol se había ido y el gato saltó para librarse del agua.

—Yo tomaré una tónica con ginebra —dijo Marta.

—Lo mismo.

Masdéu se volvió hacia ella, pero no miraba sus curvas, miraba sólo sus ojos. Las mujeres notan cuando un hombre se siente indiferente ante ellas: Masdéu se sentía indiferente ante Marta. Algo en él recordaba al padre Olavide: para su mirada no existía el sexo.

—Sé que usted ha estado investigando sobre mi familia-susurró Masdéu.

—¿Y cómo sabe eso?

—Porque los dos nos movemos en mundos muy pequeños: usted en el de los archivos y las casas que están a punto de convertirse en polvo. Yo en todo lo contrario, en las joyas que no se convertirán en polvo jamás. Hace poco estuve en una exposición de creaciones de Masriera y recordé el diseño de la cadenita que le mostré. Un joyero me contó que la había visto a usted visitando archivos. En estos pequeños mundos cultos y civilizados en que nos movemos los dos, se sabe todo.

—Lógico que investigue y se me vea por los archivos —alegó Marta—. Soy historiadora.

—No tiene usted que excusarse de nada.

—Entonces, ¿por qué quiere hablar conmigo? Parece como si usted quisiera pedirme una explicación… o tal vez advertirme de algo.

—Oh, no… Todo lo contrario. Lo que intento es manifestarle mi admiración, porque hay muy pocas personas en esta ciudad que sepan verla con los ojos del ayer, que se den cuenta de que las cosas pasan por algo que ya sucedió antes. Usted es como un milagro, usted radiografía la ciudad y sabe ver la vida oculta que hay en muchos lugares y la muerte oculta que hay en otros. Me han dicho también que la vieron entrar en la casa de la calle Baja de San Pedro, que fue de un antepasado mío.

Marta se sobresaltó, pero lo disimuló mirando de nuevo hacia la puerta mientras pensaba que aquel hombre lo sabía todo.

—Ahora es propiedad municipal —se defendió—, y supongo que se puede investigar en ella, aunque por poco tiempo. Acabará derrumbándose.

—Tampoco le pido explicaciones. Sólo alabo su capacidad de investigación, que es superior a la mía y la de mi familia. Porque usted sabe que pertenezco a una familia muy antigua, en la cual abundaron los sacerdotes, los inquisidores y los sabios.

Marta apretó los labios.

—Todo lo contrario que la mía —dijo.

—En efecto, y celebro que tenga la sinceridad de reconocerlo.

—No hace falta sinceridad para reconocer algo que no es pecado.

—A mi entender, hay estirpes dedicadas a la fe, como la mía, y estirpes dedicadas al pecado, como la suya —dijo Masdéu meneando la cabeza—. No se ofenda. En el mundo siempre ha habido personas que han creído y han obedecido, y en cambio otras, en lugar de creer y obedecer, se han hecho preguntas.

—Hacerse preguntas es propio de la naturaleza humana.

—Quizá no tanto. Quizá no lo sea cuando la respuesta ya nos ha sido dada. Pero dejemos eso. Usted sabe perfectamente a qué estirpe pertenece.

Marta se sintió molesta ante aquellas últimas palabras, en las que adivinaba un cierto desdén. Ella se sentía orgullosa de su estirpe, quizá porque su estirpe no se había preocupado sólo de buscar la felicidad. Pero adivinó que la de Masdéu tampoco había buscado la felicidad, y eso hizo que aquel confuso sentimiento desapareciera. Al fin y al cabo, estaban hablando de cuestiones parecidas, aunque vinieran del fondo del tiempo y de unos genes incontrolables en los que estaba la memoria secreta.

Masdéu miraba al vacío y susurraba con un hilo de voz:

—En su estirpe, Marta, en la familia que usted no ha conocido pero de la que está recibiendo mandatos, ha habido también muchos investigadores y sabios cargados de dudas sobre aspectos ya resueltos. Por ejemplo, la existencia de Dios y sus mensajes; por ejemplo, la infalibilidad de la Iglesia; por ejemplo, la salvación y la condenación; por ejemplo, la obediencia. Cuando uno se hace preguntas sobre eso, cae en el vacío, que es lo que les ha ocurrido a los antepasados de usted. Todo lo que usted sabe, todo lo que los suyos han sabido, se basa en la nada. Sin embargo, debo reconocer algo. Marta le miró a los ojos.

—Hable.

—Debo manifestarle mi admiración, porque usted y los que le han dado su sangre han intentado mirar más allá de la superficie, y ésa es una grandeza que corresponde a los elegidos. Ahora bien, ¿elegidos por quién? Ustedes tienen sus raíces secretas en el fondo de esta ciudad, a la cual han dado historia e incluso grandeza. Si el aire de las ciudades transporta una voz, no todos saben oírla.

Puso las manos sobre la mesa. Eran también unas manos muy finas y blancas: le recordaban a las del hombre de la mirada eterna.

—Le he dicho esto —siguió Masdéu— porque Barcelona transporta muchas voces, sus calles están llenas de fantasmas que hablan, pero sólo unas cuantas personas las pueden escuchar. Usted es una de ellas, Marta, y no crea que la estoy alabando; al contrario, estoy intentando decirle que se equivoca.

Ella guardó silencio mientras sentía que se le secaba la boca. Bebió un sorbo. Al otro lado de la calle, un gato observaba la ciudad. Una vecina ampliaba las fronteras de su balcón cambiando una maceta de sitio.

—¿Me equivoco en qué?

—En hacerse tantas preguntas, por ejemplo. Es mejor creer.

—Su familia siempre ha creído, Masdéu. Durante generaciones, la fe ha sido una de sus constantes y el catolicismo a ultranza ha guiado sus pasos, mientras que a mi familia la guiaban las dudas. Usted y yo somos una especie de milagro, créame: todavía pensamos en temas en los que la gente no piensa.

—¿Pretende decir que el catolicismo o las religiones ya no interesan a nadie? Al contrario, hay religiones, como el Islam, que están en auge, quizá porque muchos pueblos árabes no pueden exhibir otra seña de identidad ni pueden confiar en nada más. La violencia islamista, que es nueva, está originando un sólido frente cristiano, que a mi entender acabará tomando forma política como en la época de las Cruzadas. De repente podemos volver a los siglos de la Edad Media, a los siglos de la fe; no diga que la gente no piensa en esos temas. Lo que ocurre es que a veces le da miedo mencionarlos.

—A mí no; yo sigo haciéndome preguntas sobre la fe, quizá porque va unida a mi cultura.

Masdéu entornó los párpados.

—¿Y qué preguntas se hace?

—Por ejemplo, el mundo no me gusta.

—¿Por qué?

Marta estuvo a punto de ofenderse. No era justo que a ella le hicieran una pregunta tan elemental, y menos justo era que se la hiciese una persona ilustrada como Masdéu. De modo que frunció los labios.

—Tengo la sensación de que Dios no se ocupa de nosotros ni de nuestro sufrimiento. De que millones y millones de seres han nacido sólo para padecer y unos cuantos miles sólo para disfrutar, y ése es el mundo que le parece lógico a la Iglesia. Por tanto, le parece lógico al papado. Por tanto, a Dios. Miro en torno a mí y no veo más rayos de luz que los que provienen de la dignidad humana.

Masdéu dijo secamente:

—Los ricos lo pagarán.

—¿Y por qué tendrían que pagarlo? Muchos de ellos, ¿qué culpa tienen, si no han obrado mal? ¿Es obrar mal tener más inteligencia? ¿Más astucia? ¿Más instinto? ¿No tiene derecho todo ser humano a buscar la felicidad, de la cual el dinero es una parte? ¿No hay un camino inexorable hacia una vida más digna? ¿El que consigue el dinero debe necesariamente pagarlo en otra vida? ¿Por qué?

—Jesús lo dijo.

—Y aunque lo hubiera dicho, ¿es justo? ¿Debe mantenerse en el mundo un estado de terrible desigualdad, y de ultrajes constantes a la dignidad humana, sólo para que unos cuantos lo paguen luego?

—Ya se está usted haciendo las mismas preguntas que durante siglos se hizo su familia, Marta.

—Porque no he renunciado a pensar.

—Su familia habría sido mucho más feliz limitándose a creer, amiga mía.

—Sobre todo, no habría sido perseguida.

—Lo siento. Nunca he querido dar toda la razón a algunos de mis antepasados, los inquisidores y los guardianes de la fe, pero es necesario ser fuerte contra los que quieren privar a los demás de las felicidades más sencillas.

—Supongo que la felicidad más sencilla consiste en creer y dejarse llevar. No hacerse preguntas cuando las respuestas ya están en el catecismo, pero creo que eso también atenta contra la dignidad humana.

—Al contrario, Marta: hay una gran dignidad en la obediencia. Dese cuenta de que usted propugna una forma de pensar para la que algún papa abrió un levísimo resquicio. Y estoy hablando de Juan XXIII. Pero enseguida la Iglesia ha cerrado filas. No se puede transigir. El pensamiento libre, el análisis de la fe, el evangelio de los pobres, de los curas obreros, la sensibilidad de las mujeres y su probable mensaje… Sobre todo eso se ha ido pronunciando la Iglesia, cerrando todas las fisuras. En ese sentido, el verdadero hombre de hierro fue Pío XII. Algunos lo criticaron, pero los últimos papas han ido siguiendo su camino. Para las personas como usted, Marta, las puertas están cerradas.

—Lo estuvieron siempre.

—Tampoco me parece justo. Y porque no me parece justo estoy hablando con usted. Pero me inquieta lo que acaba de decir de que la fe sencilla, la que te lo da todo resuelto, atenta contra la dignidad humana.

Marta volvió a fruncir los labios.

—Porque nuestra dignidad está formada por valores morales: el valor personal, la comprensión, la tolerancia, la hermandad, el amor y, por descontado, el pensamiento. No es enteramente humano el que no piensa.

Marta Vives desvió la mirada. Sabía que no podría convencer jamás a Masdéu, como los miembros de su familia jamás convencieron a los que acabaron matándolos. Además, en aquel café no les entendería nadie. ¿El padre Olavide tal vez? Pero el padre Olavide ya se había ido.

Fuera, imperaba la oscuridad. Marta oyó confusamente el ruido de una moto a su espalda, detrás de la pared. Seguro que había un callejón ciego detrás del café, pero no lo había intuido hasta aquel momento. Las puertas que se abrían y cerraban, en la planta baja, sólo daban paso a las sombras. Como si su propia voz la tranquilizase, dijo igual que si hablara para sí misma:

—Creo en algo superior a nosotros. Ni nuestro pensamiento, ni nuestra sensibilidad, nuestra cultura y nuestra historia, pueden ser fruto del azar. Tiene que haber un principio, y si a ese principio le llama usted Dios, yo también puedo llamarle Dios. Pero su obra es equívoca y triste. Un creador no ya bondadoso, sino simplemente virtuoso, no puede haber dado por buena una obra tan cruel.

—Esto, Marta, es un valle de lágrimas.

—No veo la necesidad de demostrar la grandeza creando un valle de lágrimas.

Masdéu susurró sin mirarla:

—Piense en el Mal.

—Lo cual indica que el Mal, con mayúscula, existe.

—Pues claro que existe.

—Y que Dios —cortó Marta— no es libre. E intentaré decir algo más: existe una lucha eterna de la que somos víctimas los seres humanos, y la Creación no ha terminado todavía.

Fue entonces cuando Marta vio pasar de nuevo delante de la puerta aquella figura negra. Definitivamente, el padre Olavide aún no se había ido.

Durante un tiempo trabajé como profesor contratado en un colegio de las Escuelas Pías. Parecía absurdo que un hijo del diablo enseñase algo en las aulas de Dios, pero es que fui el único que demostró saber más Historia que todos los otros profesores juntos, y además fui el único que accedió a trabajar por un sueldo de miseria. Muchos de los escolapios no eran ni siquiera licenciados y no sabían gran cosa, así que suplían sus carencias contratando a profesores muertos de hambre que disimulaban con pundonor lo gastadas que estaban las mangas de sus americanas.

El colegio estaba en la parte más noble de Barcelona, en Sarria, por encima del paseo de la Bonanova. Desde sus ventanas, yo llegaba a distinguir la magnífica torre de Guillermito Clavé, al que con el tiempo tendría que matar, a pesar de que entonces no lo conocía. Distinguía los jardines con laberintos venecianos, estatuas griegas y palmeras cubanas. Veía a veces, deslizándose entre las palmeras, alguna sirvienta vestida de negro. Los alumnos eran ricos y pertenecían a las familias tradicionales del país. Los profesores no pertenecían a ninguna familia y eran pobres.

Barcelona se estaba transformando en una ciudad peligrosa para mí, porque cada cierto número de años necesitaba cambiar de nombre, domicilio y profesión, ya que me era difícil cambiar de aspecto. Me habría resultado más sencillo trasladarme a cualquier otra gran ciudad, pero yo amaba mis calles y no quería separarme de ellas ni de los fantasmas que había ido dejando atrás.

Dando clases a aquellos hijos de familias poderosas me convencía de que definitivamente se habían ido formando dos Españas que ya eran irreconciliables, pero también se habían configurado tres o cuatro Barcelonas. La mía era una ciudad tremendamente complicada: nacionalista y centralista, internacionalista y localista, clerical y libertaria, cargada de iglesias y llena de lupanares, rica y al mismo tiempo cargada de miserias. Cuando se produjese la inevitable conflagración nadie podría mandar en ella. A veces sentía la necesidad de hablar a mis alumnos de todos los hombres y mujeres a los que yo había visto morir, generalmente por nada —o sólo para salvar su dignidad humana—, pero no habrían entendido ni una palabra.

Aunque Barcelona estaba creciendo como yo jamás pude imaginar, la ciudad vieja apenas había cambiado, y yo podía seguir todas sus calles, todas sus casas, guiado sólo por el hilo de la memoria. Conocía la distribución de los pisos en los que había estado sin que sus actuales inquilinos lo imaginaran, numeraba los portales, los comercios que había visto pasar de padres a hijos, los prostíbulos que había visto pasar de madres a hijas. Podía describir las sedes de todos los partidos políticos, pero no sólo eso, sino también dar los nombres de sus mártires. Veía perderse la mirada de mujeres cuya expresión cargada de esperanza yo había sentido cuando eran niñas.

A la ciudad llegaban trenes de emigrantes en busca de una vida mejor, porque en Barcelona había trabajo, y en cambio no lo había en la España interior, en sus provincias muertas. Toda la pobreza de Aragón, Murcia y Almería se volcaba en las obras de la Exposición de 1929, y yo leía a un joven periodista, Carlos Sentís, que a los abarrotados trenes obreros llegados de Murcia les llamaba con piedad no el Transiberiano, sino el Transmiseriano. Con eso la agitación social crecía, hombres y mujeres buscaban su última oportunidad y las colinas barcelonesas empezaban a cubrirse de barracas.

Nadie me habría creído si yo llego a explicar que, muchos siglos atrás, los que llegaban a Barcelona, buscando trabajo y huyendo de la pobreza, eran los franceses. Ante mis ojos, el mundo siempre era distinto y siempre se repetía, demostrando que en él aún había mucho por hacer.

¿Eran logros que ya estaban designados en la Creación? ¿O los estábamos fabricando nosotros?

Pese a darme cuenta de que el país se aproximaba a su destrucción, fueron unos años tranquilos para mí, el fantasma surgido del fondo de los tiempos. Nadie me conocía ni me perseguía, ascendía a pie cada mañana a las alturas nobles de la ciudad, veía los edificios nobles de Sarria, atravesaba huertos y solares y tenía conversaciones con los pájaros. Mi vida era virtuosa.

Sólo maté a un hombre.

Y de El Otro no encontré ni rastro.

Masdéu susurró:

—¿Por qué cree que la Creación no ha terminado todavía?

—Porque aún existe una lucha entre dos poderes, y ese Creador del que hemos hablado tantas veces no ha podido terminar su obra. De hecho, está aprendiendo para poder terminarla.

—¿Y de quién aprende?

—De nosotros.

Masdéu se estremeció como si acabara de oír una blasfemia.

—Pero ¿qué dice?…

—¿Usted, hombre de fe intachable, cree en los demonios? —preguntó Marta sin inmutarse.

—¿Qué?…

—¿Cree en los ángeles?

—Por supuesto que sí.

—Pues debe creer también en los demonios. A ver si puedo explicarlo después de tantos pensamientos que he ido dejando atrás. El Creador —dele el nombre que quiera— fue vencido. Su vencedor —dele el nombre que quiera— intervino en la obra, intervino en la obra e intervino en la Creación, que ninguno de los dos pudo terminar como quería. Desde entonces están llegando mensajeros, de un lado y de otro, para terminarla.

—¿Qué mensajeros?

—Unos son ángeles, otros son demonios. Llegan a nuestro mundo, y todos hemos conocido a alguno. Nos orientan y en parte nos dirigen. Pero somos nosotros los que vamos terminando la Creación.

Marta había hablado con firmeza, pero Masdéu la escuchaba con los ojos cerrados y negaba poco a poco, como si no la comprendiese. Preguntó burlonamente:

—¿Tan importantes somos?

—Lo más importante que se ha creado —dijo Marta—. No conozco nada superior.

—¿Y qué?…

—En conjunto, y a lo largo de los siglos, hemos ido dominando las leyes del Cosmos, y a lo largo de los siglos que vendrán avanzaremos en nuestro dominio. E incluso modificaremos esas leyes. Llegará un día en que la Creación será también nuestra obra.

—¿En el aspecto material?

—En el aspecto material. Eso está ocurriendo ya. Es un proceso que no empezamos nosotros, pero que terminaremos. Y no sé hasta dónde se puede llegar.

—¿Cree que la ciencia, algún día, podrá llegar a completar la Creación?

—Sí. Y hasta desbaratarla.

—Dígame, Marta: ¿y la ley moral? Los seres humanos no estamos formados sólo de ciencia. Mejor dicho, la mayor parte de los seres humanos aún la ignora, pero todos tenemos una dimensión moral.

—Que también evoluciona, también es una creación.

—Se equivoca: la dimensión moral nos ha sido dada.

—Y a eso se le llama fe —susurró Marta.

—Sí.

Entonces ella prosiguió:

—Nos ha sido dada una dimensión moral que varía con las culturas y las religiones, pero hay una moral universal que hemos ido creando los seres humanos, y que en gran parte depende de la cultura que alcancemos. Fuera de toda norma religiosa, hemos ido creando una ética humana: la bondad, la integridad, el valor personal, el ansia de libertad, el sentido de la justicia, el amor humano, que a veces sólo se nutre de un soplo de aire, no están en ninguna ley divina. La tolerancia, el respeto, la convivencia, incluso el llanto, son creaciones de los seres humanos. Recibimos estímulos del llamado Bien y del llamado Mal, pero la moral y la ética las creamos nosotros. Aunque los seres humanos repitamos continuamente nuestros errores, sabemos que son errores. A lo largo de los siglos procuramos evitarlos, o al menos hemos aprendido a maldecirlos. Con los pocos materiales que nos han sido dados —por ejemplo, la fe— hemos creado una dimensión moral que al principio no existía.

Y hemos luchado y muerto por ella, lo cual la ennoblece.

Ni tan sólo la mitad de la moral nos ha sido dada por la fe, y eso significa que más de la mitad de la moral la hemos creado nosotros. Me atrevo a decir que nosotros crearemos lo que ni los dioses ni los diablos lograron terminar. Todos los luchadores, los mártires, los que creyeron en un mundo mejor, están creando la moral de un mundo que les fue entregado sin terminar. Todos los que piensan en el mundo, están ayudando a crear el mundo.

Y lo hacen sólo por dignidad, no por esperar una recompensa o huir de un castigo, como hacen los que sencillamente tienen fe.

Masdéu preguntó con voz incrédula:

—¿Y eso Dios lo tiene en cuenta?

—No sólo lo tiene en cuenta: aprende. Y llegará un día en el que no sólo habremos alcanzado los límites materiales de la Creación sino que habremos establecido los límites morales. Tal vez ese día la Creación esté terminada, y Dios sea sencillamente nuestro compañero. La propia fe, a la que usted es tan fiel, lo dice: fuimos hechos a su imagen y semejanza. Pero la nuestra parece una labor sin límite; nadie es capaz de calcular cuántas generaciones ha habido desde el origen de nuestra especie, y nadie es capaz de calcular cuántas generaciones serán necesarias para que se cierre el círculo. Y el círculo lo cerrarán alguna vez los que crean en sí mismos y los que piensen.

Masdéu dijo con voz chirriante:

—Como hicieron todos los muertos de su familia…

—Como hicieron todos los muertos de mi familia. Desde la mujer que se quedó sin nicho a la que llevaba sobre su pecho, en la tumba, una cruz de bronce.

La voz chirriante dijo otra vez, pareciendo surgir de todos los rincones de la penumbra:

—Les habría sido más sencillo tener fe.

—Se puede tener fe y pensar.

—Entonces caes en la herejía —dijo Masdéu.

—Sí.

—Pero evitar eso es muy sencillo, amiga mía. Los límites los marca Roma.

—El ser humano no debe tener límites —susurró Marta—, pero se puede pensar sin ofender a Roma.

—No, amiga.

—No ¿por qué?

—Desde el principio de los siglos, es Roma la que considera cuándo debe sentirse ofendida.

—Lo entiendo: cada vez que meditas sobre ella, puedes ofenderla. Cada vez que llegas a la llamada Teología de la Liberación, puedes ofenderla. Cada vez que un sacerdote se pone a trabajar en una mina, puede ofenderla. Cada vez que, sencillamente, piensas, puedes ofenderla. Aunque no quieras. Es ella la que decide si hay ofensa.

—Lógico. Y ésa es su misión, que ha cultivado desde el principio de los siglos; no se puede tocar una coma de lo que nos ha sido revelado, y hay legiones de mártires que han muerto por esa fe. En mi familia los ha habido siempre. Ninguno se arrepintió.

Marta estuvo a punto de decirle que al menos uno se había arrepentido —y quizá se seguía arrepintiendo desde las entrañas de la ciudad—, pero prefirió guardar silencio. Volvió la cabeza.

Otra vez la calle donde ya no se movían ni sombras. Y de repente la sensación de soledad, de tiempo estéril, en aquel pequeño universo donde sólo imperaban los ojos del gato. No supo por qué, pero Marta sintió miedo.

La voz de Masdéu rompió entonces el silencio que los envolvía a los dos.

—Hay una palabra básica —dijo—: obediencia.

—La obediencia es propia de los corderos. Quizá por eso a los cristianos de buena fe se les ha comparado con un rebaño.

—No quería ofenderme con usted, Marta, pero me ofende. Ahora me doy cuenta de que no hay remedio: es usted digna descendiente de su estirpe. Durante siglos, su gente ha practicado el pensamiento libre, lo cual ha llevado sencillamente a herejías, revoluciones y sistemas de gobierno laico, o peor aún, antirreligioso, que han considerado que el hombre se basta por sí mismo. Durante siglos, ustedes han creído no en el pacto con Dios, sino en el pacto con el diablo. Y por eso han sido castigados sistemáticamente.

—Sistemáticamente —repitió Marta.

Tenía demasiado que recordar. Pero logró sonreír mientras decía:

—Dios no admite el pacto.

—Por eso he hablado de la obediencia. Y ahora dígame si el diablo lo admite.

—Tal vez sí. De hecho, la creación de la moral humana ha sido un continuo pacto entre el Bien y el Mal, y pienso que lo seguirá siendo. Por eso recibimos constantemente mensajes: hay seres que nos acompañan siempre y que habitan el Tiempo.

—Supongo que enviados del diablo.

—Me temo que sí —dijo Marta—, pero también los hay del lado de la Obediencia, del lado de las palabras que no se pueden tocar.

Hubo un brusco silencio durante el cual Marta cerró fuertemente los ojos.

Lo sabía.

Masdéu, los Masdéu, habían ido recibiendo los mensajes de la doctrina que no se puede tocar. Inquisidores, teólogos, obispos, cruzados de la fe, habían recibido solamente la voz de esa fe. Y si hacía falta, morían por ella.

Marta seguía con los ojos cerrados.

¿Había otras voces? ¿Había otras palabras?

Ella estaba segura de que sí, y su propia familia lo creyó también durante siglos. Por eso fueron muriendo todos y por eso también ella podía morir. Como si estuviera viviendo en el fondo de un sueño, recordó al hombre de la piel tan blanca que había conocido en la casa del obispo muerto. Aquel hombre, si era hombre, ¿era una voz que venía también del fondo de los siglos? ¿Era una de esas voces en que los suyos habían creído, aunque directamente no la hubiesen escuchado jamás?

La voz de Masdéu interrumpió sus pensamientos.

—Ésta es una lucha que viene desde el principio de los siglos y quizá no terminará nunca. Por eso no hay prisa. Entre los autos de fe de la Inquisición y las condenas de los tribunales militares durante la guerra civil, no ha pasado el tiempo. Es la misma lucha. Y ahora… ¿por qué se ríe?

—Si la poca gente que hay ahora en este café nos oyese nos tomaría por locos —dijo Marta—. Nadie discute ya de temas así.

—Tampoco se les habría ocurrido discutir de eso a los que trabajaban en las Torres Gemelas —murmuró el hombre—, ni a los que viajaban en un determinado tren de Madrid un once de marzo. Seguro que ni uno de ellos pensaba en la religión ni la muerte religiosa. Y la muerte religiosa existe. Ha existido durante siglos y no cesará jamás.

—Es la muerte más absurda —dijo Marta—, la que menos razón tiene de existir, aunque periódicamente vuelva. Espero que algún día el pensamiento humano acabe con ella.

—Usted cree demasiado en el pensamiento humano, Marta.

Ella se puso en pie. Sonreía.

—El pensamiento humano no ha acabado con el mal, pero al menos ha aprendido a identificarlo y a escupir sobre él. Y el mal viene de los que no creen más que en la obediencia.

Masdéu se levantó también, pero su expresión era tensa.

—Al menos me ha escuchado —dijo.

—No me lo agradezca. Pretendo ser una intelectual que sólo sirve para escuchar a la gente.

Descendió las escaleras del altillo con Masdéu detrás de sus pasos. Los que estaban abajo miraron las piernas de la muchacha, su cintura ágil, y adivinaron algo en su boca, algo que les dijo que no sabía besar.

La calle estaba más lóbrega que nunca, quizá más solitaria, a pesar de que unos obreros abrían una zanja en su extremo. Al llegar allí, Marta ya había visto unas vallas que anunciaban la obra. Por lo visto, no estaban seguros los cimientos de algunas casas.

Masdéu indicó:

—Si salimos por detrás, será mejor. Cortaremos camino y evitaremos todo esto.

Marta accedió, puesto que no conocía el entorno. Vio una puerta medio disimulada detrás de una cortina. Y un callejón que no parecía llevar a ninguna parte. Y una luz lejana.

No vio en cambio el pozo que se abría bajo sus pies, y que Masdéu dejaba a un lado, tras apartar con el pie la red de metal que lo protegía. La luz al final del callejón la deslumbraba. No vio nada mientras avanzaba.

Ni la mano de Masdéu que se acercaba a su nuca.