Los obreros de Dios
Uno de los primeros clientes de Antoni Gaudí fue un rico anticuario llamado Masdéu. El rico anticuario Masdéu encargó al pobre arquitecto Gaudí una rotonda para su jardín, que estaba en lo que luego sería la avenida del Tibidabo. En la rotonda tenía que haber pájaros de porcelana, astros fugaces que dejaban una estela, flores irisadas y unas nubes con fondo gris, como si tuvieran color de otoño; ésta estaba en el ángulo del jardín, dominando una calle con olor a flores y sin más ruido que el aleteo de los pájaros. Por allí apenas pasaba nadie: la calle Balmes no estaba aún terminada, continuamente se alzaban tapias de jardines y los viveros de plantas cerraban los caminos. Masdéu amaba la soledad, y para estar más a solas con Dios se había hecho construir una capilla.
Cuando yo conocí a Gaudí, era viejo y no se dedicaba a hacer rotondas, sino auténticas catedrales. Yo, el hombre de la vida eterna, buscaba un nuevo barrio y una nueva identidad y me fascinaron al instante las proximidades de la Sagrada Familia. Vi a medio construir un templo prodigioso, atormentado, que seguramente no existía en ningún otro lugar del mundo. Era un templo onírico, ilógico y fantasmal, pero al mismo tiempo tan sólido como si estuviese construido con almas de piedra.
Supe más tarde que era un templo expiatorio, con el que se pretendía que Dios perdonase los pecados de la ciudad, que eran muchos y variados. Y si no que me dejaran poner en la lista todos los que había visto… Pero enseguida me di cuenta de algo más: el templo no era sino la expresión de los sueños más secretos de su constructor, uno de los hombres más trabajadores, solitarios y huraños que yo había conocido en la vida.
No iba a ninguna parte, y además dormía en el propio templo, como un prisionero. Su mundo eran los planos, los cinceles, las piedras y el silencio de la noche en la cripta. Supongo que así debieron de ser los tipos que hicieron la locura de construir las catedrales góticas.
El templo al que fui a parar en aquel apartado barrio se llamaba Sagrada Familia, y avanzaba con tal lentitud que la gente empezaba a decir que no se terminaría nunca, lo cual seguramente llegará a ser cierto. Nada tan adecuado como eso para demostrar la eternidad del Señor.
Yo me fui a vivir en él.
Gaudí me lo consintió.
Me halló una noche arropado en la cripta, huyendo de una lluvia suave que borraba los contornos del templo, y me permitió quedarme. Gaudí era un hombre que vestía mal, trataba con los pobres y no daba importancia al día a día porque tenía sentido de la eternidad. Y si el arquitecto habitaba en su interior como una larva, ¿por qué no podía hacerlo yo? Además, el que luego iba a ser el barrio de la Sagrada Familia aún no existía: había pilas de materiales para la construcción, desmontes, chabolas y hombres y mujeres que parecían no saber adonde ir. Quizá la construcción más notable era una alfarería donde sus dueños, los Vericat, fabricaban ladrillos y trabajaban para Gaudí, pero todo, casas, piedras, caminos y aire, quedaba como aplastado por el magnetismo del templo.
Gaudí me permitió quedar por otra razón: al hablar conmigo, se dio cuenta de que entendía de arte, arquitectura e historia. Le pareció inaudito en una especie de vagabundo como yo, e incluso llegó a decirme con voz velada: «Es como si lo hubieses visto».
Yo vivía enterrado en el templo, un poco como el jorobado de Nuestra Señora de París, y la violencia creciente de la ciudad no me afectaba; deseando vivir oculto, apenas me enteré de hechos tan sangrientos como los de la Semana Trágica: en julio de 1909, el pueblo de Barcelona se negó a que fueran embarcados para la guerra de Marruecos miles de reservistas que ya habían hecho el servicio militar (es decir, no habían podido pagar al Estado) y que, en su mayor parte, estaban ya casados y con hijos. De ahí partió el estallido popular, la quema de conventos e iglesias, las barricadas teñidas de sangre, la exhibición de las momias en la calle y luego la salvaje represión militar, con los fusilados en el castillo de Montjuïc. Pero en el silencio del templo que no había sido tocado, yo, el hombre de la mirada eterna, seguí viviendo como una larva.
La Sagrada Familia, destinada a aplacar la ira de Dios, avanzaba sólo a base de limosnas. Y una de las que más dinero aportaba era la familia de los Masdéu, que a veces me entregaban el dinero a mí mismo para que se lo diese a Gaudí. Los Masdéu, como yo, creían en la vida eterna.
—Pareces asustada, Marta.
Marta Vives sintió como un cosquilleo la mirada de su jefe, el abogado Marcos Solana. El cosquilleo se había posado allí, en la línea de sus piernas, que seguramente él había dibujado mil veces en el aire. Las cerró instintivamente, con un gesto casi monjil, mientras al mismo tiempo un pensamiento sutil le decía que estaba desperdiciando su vida.
—¿Por qué lo dices?
—No sé… Es una sensación tonta y que no logro explicar, pero sin embargo sé que existe. Parece como si acabaras de salir de un sitio que te ha asustado. Y cuando lo recuerdas, aún sientes que te domina el miedo. Ella intentó sonreír.
—No, en absoluto… Puedo parecerte preocupada, pero es por otras cosas. No adelanto en mi trabajo.
—Pues lo haces todo bien.
—Ya quisiera yo creer lo mismo… —mintió—. Pero es que me refiero a un artículo que estoy escribiendo para una revista especializada. Navego entre montañas de papeles, no aclaro nada.
—Dudo que pueda ayudarte, pero si necesitas algo no tienes más que pedírmelo.
—Lo haré con mucho gusto. Sé que pones siempre la mejor voluntad.
Y Marta miró los documentos que tenía sobre la mesa, aunque esta vez no se referían a ningún pleito. Eran facturas, que ella ordenaba como una hormiguita y luego hacía cuadrar meticulosamente en el libro de Caja.
—Me parece que ésta es privada —dijo separando una.
—¿Cuál?
—La del viaje de tu mujer.
Solana cerró un momento los ojos.
—Sí, es privada… No la incluyas entre los gastos del despacho. Mi mujer hace un recorrido por dos óperas: La Fenice y la Scala. Se ha empeñado en ir con un grupo de amigas.
Guardó un instante de silencio y añadió:
—Dice que necesita ampliar su cultura y cambiar de ambiente. Supongo que tiene razón, que yo ya no le enseño nada y soy el marido más aburrido del mundo.
Volvió a mirar a Marta. Por un momento hubo en sus ojos una expresión fugitiva, como de lástima de sí mismo. Luego intentó decir con voz despreocupada:
—No me acordaba. Telefoneó ayer, cuando estabas en los juzgados, un diseñador de joyas llamado Masdéu. Dice que necesita hablar contigo.
Insisto en que vivía dentro del templo como una larva. Puesto que apenas tenía necesidades, ayudaba a Gaudí durante el día y vagaba en solitario por las noches. Miraba la luna, el siniestro descampado en que se alzaba el templo y me extasiaba con los murciélagos, que brotaban a docenas desde los arcos de piedra. Su aleteo era como una música que me transportaba al fondo del tiempo, un tiempo que sólo yo había conocido.
Antoni Gaudí y yo vivíamos en la cripta, envueltos en el polvo, las herramientas y la soledad, y no sabría decir cuál de los dos era el refugiado y el que parecía más pobre. Gaudí tenía el aspecto, más que nunca, de un vagabundo: vestía de un modo que infundía respeto, por su porte, pero también algo parecido a la compasión. Se notaba que el arquitecto era un iluminado: palpitaba en él una fuerza telúrica que llegaba desde algún punto del pasado y desde algún lugar ignorado de la tierra. Me di cuenta, sencillamente, de que el templo era él.
Una noche me dijo:
—He pensado algo que no debería pensar.
—¿Qué ha pensado?
—Usted —me dijo— es un vampiro.
No se lo negué. Cualquier mentira habría sido inútil ante unos ojos que, como los míos, parecían mirar desde más allá del tiempo. Sólo le respondí:
—Y usted es un ermitaño.
—Quizá sea natural. No podría levantar un templo como éste si no lo llevara dentro de mí mismo, y eso significa dejarme engullir por él.
—¿No le he asustado?
—¿Por qué?…
—Acaba de decirme que soy un vampiro.
Hizo un gesto que parecía de indiferencia.
—Yo creo en los vampiros, en las fuerzas que están más allá de la vida, que vienen de un fondo sobre el que lo desconocemos todo aún. Y lo que está en el fondo de la vida no me asusta. Sólo unos cuantos iniciados pueden atreverse a penetrar en él.
Nunca me habían sorprendido sus palabras; tampoco me sorprendieron éstas. Gaudí no sólo era un iluminado sino un visionario, y aumentaba sus visiones con hongos alucinógenos que sólo él parecía conocer y que a veces lo transportaban a otro mundo. Gaudí, gracias a algunas sustancias, vivía en ese otro mundo, pero aún había algo más: estaba cargado de enigmas que tal vez yo podría entender porque venían del fondo de los siglos.
—He oído decir —musité— que sus antepasados huyeron a Cataluña porque eran templarios perseguidos, cargados de símbolos secretos.
Me miró burlonamente.
—Como usted —me dijo—, usted también está lleno de símbolos secretos. Las leyendas sobre los vampiros significan que hay ojos que lo han visto todo, como lo han visto todo las catedrales, que no tienen edad. Por eso nos cuentan la historia cada noche desde sus gargantas de piedra, y parte de esa historia es la de los seres que las poblaron. Desde el primer momento no dudé de que en Nuestra Señora de París había vampiros y de que los había en la catedral de Colonia, y en la de Estrasburgo, y en el propio barrio gótico de Barcelona. ¿Por qué los vampiros no tienen que haber llegado también hasta la Sagrada Familia? Le diré que me alegro de que esté aquí, porque usted ha convertido mi templo en un lugar antiguo y digno, cuando aún no tiene ninguna antigüedad; y en cuanto a dignidad, tiene la de los que lo están construyendo. Usted le ha dado el embrujo de las viejas catedrales, que han de contener dos cosas: un misterio y un sueño.
Me tomó por un brazo y me condujo hacia el interior de la cripta mientras añadía en voz baja:
—Puede quedarse aquí escondido toda la eternidad, aunque a veces me da por pensar que la eternidad no bastará para ver acabado este templo. Y por supuesto, yo no lo terminaré. Y por supuesto, los que me sigan cambiarán mi obra…
Mientras los dos nos hundíamos juntos en la oscuridad siguió diciendo:
—Yo creo en la eternidad, porque de lo contrario no alzaría este templo. Y los que creemos en la eternidad, creemos en el diablo.
Marta creía en la soledad, y como todos los que creen en la soledad se dejaba consumir por ella.
En su vida no había hombres, quizá porque ninguno de los que la rodearon hasta entonces había llenado su mente. Quizá Marcos Solana, pero Marcos Solana estaba muy lejos, y se tenía que hundir cada vez más en la lucha diaria… Su mujer se encargaría de que esa lucha lo fuera destruyendo poco a poco, hasta que sus sueños se conservaran sólo como flores en un vaso de agua. Miles de hombres y mujeres tienen vasos así y sólo los miran los domingos por la tarde, cuando las horas se vuelven melancólicas.
Marta se decía a veces, pensando en las demás mujeres, que a la mayoría les basta con que les llenen el corazón, pero ella necesitaba algo más, necesitaba que le llenaran la mente. Por eso se sentía condenada a la soledad, conservaba cosas sin valor (pero a las que ella había dado valor, porque con los años las cosas se van impregnando de pedacitos de nuestra saliva y nuestra sangre), ponía flores en las ventanas que se alimentaban con el aire de la ciudad y a veces le contaban adonde iba ese aire. Marte sabía que el aire está lleno de voces.
Decidió que iría a ver a Masdéu, puesto que éste la había llamado.
No tenía miedo.
Gaudí no sólo era un iluminado: a veces, los alucinógenos le hacían tener ideas que parecían irreales, y veía las cosas no como eran, sino como posiblemente habían sido en un mundo anterior. Y curiosamente me preguntaba por ellas, como si yo las hubiera visto en ese mundo anterior o como si yo tuviera el secreto de la memoria y el tiempo.
Del mismo modo que Cerda había querido crear una ciudad útil, Gaudí habría querido crear una ciudad mágica. Soñaba con una Barcelona que no era real y pretendía que hasta los obreros, las gentes más pegadas a la realidad de cada día, olvidaran todo lo que en ella había de bastardo. Porque los sueños —proclamaba— pueden cambiar el mundo. Por las mañanas, al amanecer, veía a los trabajadores procedentes del Clot o el Campo del Arpa y oía con ellos las sirenas de las fábricas. Gaudí llegó a odiar tanto esa llamada que una noche me dijo que no volvería a oírse nunca más.
«Habrá ochenta y cuatro campanas en mi templo de la Sagrada Familia —me dijo—, y cuando suenen no se oirá otra cosa en la ciudad. Ellas pueden llamar al trabajo, ellas ahogarán ese horrible ruido que no es más que el grito de hambre de las fábricas. Porque los hombres pueden no comer a su hora, pero las fábricas sí.»
—Pero como usted nunca llegará a ver terminado el templo —le objeté— tampoco llegará a ver esas ochenta y cuatro campanas.
—No importa: las verán otros. ¿Cree que los que empezaron las catedrales de la Edad Media soñaron con verlas terminadas? Eso era lo de menos: no importaba el tiempo, importaba la fe. Todas las creaciones admirables de este mundo, las más eternas, se han hecho porque resultaba hermoso hacerlas. El resultado final sólo lo tienen en cuenta los mercaderes. Las creaciones eternas no tienen resultado final, porque los sueños de quienes las ven las renuevan continuamente, las hacen distintas y las obligan a nacer una y otra vez. Además, aquellos constructores tenían una magia cargada de secretos, y esos secretos no los han revelado jamás.
Yo me di cuenta de que él conocía algunos de aquellos secretos, aunque nunca llegamos a comentarlo. Y yo me sorprendía preguntándome si, de la misma forma que yo había vivido siglos, él no sería la reencarnación de aquellos obreros fabricantes de Dios. Su vida y su arquitectura —porque resultaba imposible separarlas— estaban llenas de extraños símbolos que nunca obedecían al azar, sino a alguna razón profunda que Gaudí nunca revelaba a nadie. Siempre me prometía hablarme de los secretos del templo, pero nunca lo hacía. Dejaba que los fuese descubriendo por mí mismo.
Por ejemplo, el círculo formado por serpientes, y que podía simbolizar la letra «G». Él se llamaba Gaudí, pero había sido protegido por el conde de Güell, y además el obispo de Astorga, el que le había encargado la construcción del hermoso palacio episcopal, se llamaba Grau. La serpiente mordiéndose la cola era en su arquitectura el símbolo del infinito. Y Gaudí vivía en una especie de infinito del que sólo me hablaba a mí en sus noches delirantes, cuando mencionaba en voz baja los nombres de las Ordenes más secretas: Cluny, el Temple, el Cister y los Hijos de Salomón. La gente había olvidado sus secretos —sólo unos cuantos sabios los estudiaban—, pero él parecía conservarlos y los perpetuaba en sus sueños de piedra.
Viviendo con él me di cuenta de que era un hombre avariento aunque pobre. Todo gasto le parecía superfluo, hasta el punto de comer y vestir como un mendigo. Iba a todas partes a pie —en aquella Barcelona que empezaba a ser inmensa— y nada le importaba excepto su propia obra. Su aspecto solía ser tan lamentable que una noche le detuvo la policía.
—No llevaba documentación —me explicó— y además iba mal vestido. Bueno, sólo un poco mal vestido. Me faltaban algunos botones en la ropa, eso es verdad, y la llevaba sujeta con imperdibles. La policía me preguntó a qué me dedicaba, y naturalmente les dije que era arquitecto.
—¿Y ellos que hicieron?
—Primero se pusieron a reír y luego me llevaron detenido a comisaría.
Descubrí en él comportamientos que rompían todas las normas de la Barcelona burguesa, cuando Gaudí había convertido en monumento a toda la burguesía de la ciudad. Por ejemplo, andaba hasta diez kilómetros diarios para comprar el periódico donde lo había comprado siempre, y una vez llamó ignorante a Unamuno porque éste hablaba inglés y hasta danés, pero no catalán.
También lo insultaban a él.
Algunos conocidos, viendo su lamentable aspecto, le decían:
—Párese en una esquina, ponga su sombrero en el suelo y ganará más dinero que haciendo de arquitecto.
Gaudí no se ofendía por eso. Solía decirme, cuando estaba deprimido, que en el mundo existe una armonía secreta, y que esa armonía la han conocido a través de los siglos muy pocos hombres. Él no la conocía, pero aspiraba a hacerlo. Y aunque nunca me reveló lo que llamaba «los secretos», llegué a advertir algunas coincidencias.
Era muy católico y devoto de la virgen de Montserrat, y quizá eso no resultaba casual. Su familia remota procedía de la Auvernia francesa, donde a consecuencia de las piedras volcánicas hay muchas vírgenes negras. Me pareció también curioso que cuando su familia se refugió en Cataluña para huir de las persecuciones de que eran objeto los templarios, se afincase en el sur de Cataluña, donde precisamente abundaban las construcciones de los templarios y los cistercienses. Por ejemplo Miravent, Mora, Ribarroja, Scala Dei, Poblet, Vallbona de les Monges, Santes Creus, Granyera y Barbera. Todo en la vida de aquel hombre, por lo que iba aprendiendo en las noches de la cripta, parecía el resultado de una predestinación. Incluso el hecho —que para mí estaba fuera de toda razón— de que, al parecer, le hubieran elegido como arquitecto de la Sagrada Familia por el color de sus ojos.
El que tuvo la idea del templo, el piadoso José María Bocabella, logró reunir, a base de limosnas, ciento cincuenta mil pesetas para comprar los terrenos. Soñó que el edificio lo haría un arquitecto de gran valía, pero que además tendría los ojos azules. Gaudí, que no fue el primer elegido, los tenía de ese color.
Una noche me definió. Estábamos los dos sentados en una parte del templo cubierta sólo a medias y oíamos la lluvia gotear mansamente entre las piedras. Yo veía caer las gotas con delectación a la incierta luz de las farolas, porque me había dado cuenta ya, a lo largo del tiempo, de que en Barcelona llovía cada vez menos. Quizá asustábamos a las nubes con el humo de las fábricas… Y entonces Gaudí entonó mi réquiem, explicó en pocas palabras toda la inmensa amargura de mi vida: yo, que nunca había llorado, sentí en mis ojos unas lágrimas que no tenían ningún valor, porque eran sólo de piedad por mí mismo.
—Yo ya no tengo amores —me dijo—, he perdido los amigos y ni tengo ni podré tener hijos. Pero desapareceré y todo eso no significará nada. Imagino, en cambio, lo que debe de ser la eternidad, viendo morir todo lo que se ha amado: las sucesivas mujeres, los sucesivos hijos, los artistas que he admirado y han dado sentido a mi vida, las casas que guardan mis recuerdos… Ver todo eso convertido en ceniza. Esa es su desgracia, amigo, lo será siempre. Los otros no pueden ver convertidos en viejos achacosos a los hijos que un día nacieron ante sus ojos, pero los que disponen de la vida eterna sí que lo ven. Créame, la muerte es piadosa porque no deja ver los horrores de la vida, ni los horrores de nuestra propia obra. La inmortalidad es el peor castigo que se nos puede imponer, y me compadezco de Dios porque también la sufre.
La lluvia arreciaba ahora. Las gruesas gotas rebotaban en las piedras y, al desviarse en el aire, se cargaban de luz. Evité mirarlas porque esa luz me traía toda la tristeza de la ciudad. Gaudí me dijo entonces:
—No sé si Dios estará satisfecho de su propia obra.
Y enseguida me preguntó:
—¿Cree que la ha dado por terminada alguna vez?
Marta iba siempre a pie a los sitios, miraba los edificios, las ventanas en las que veía alguna cara fugitiva, imaginaba su historia. Y a veces sabía esa historia con detalle, como si su memoria también estuviera construida de siglos, porque la ciudad le parecía una obra eterna. Las ciudades tienen alma, y esa alma se la van transmitiendo unos a otros los fantasmas de las calles. Marta era capaz de oír la voz de todas ellas.
Mientras avanzaba hacia su cita, y a pesar de no sentir miedo, se preguntaba si no estaría haciendo aquel camino por última vez. Se preguntaba también por qué no había tenido amores, ni hijos, ni placer físico, ni nada de lo que las otras mujeres deseaban, y entonces, como casi siempre, se decía que toda su vida había sido espantosamente inútil. Malgastas para siempre tus días cuando los dedicas a estudiar los días de los otros. Cerró los ojos pensando que el tiempo la destruiría, pese a que ella estaba hecha de tiempo.
Masdéu le había pedido que se vieran en su taller, pero Marta Vives había preferido quedar citada en un café, donde al menos habría gente. ¿Era eso miedo? Mientras movía la cabeza negativamente intentaba convencerse de que no, de que ella era una mujer fuerte y que tenía algo así como la verdad de los siglos. Descendió por la Rambla, se metió en la calle Nueva, vio sus viejos portales, recordó lo que en cada uno de ellos había existido y entonces sintió otra vez aquella punzada: ya no le cabía ninguna duda, era miedo.
En Barcelona han ido desapareciendo los cafés, tal vez —pensaba Marta— porque la gente tiene menos tiempo. Casi todos son ahora cafeterías de marcha rápida donde no se detienen las caras y tampoco los pensamientos. Y ella había accedido a verse con Masdéu en un café proletario porque sabía que tenía un altillo en el que podrían hablar casi envueltos por el silencio, pero con gente en las cercanías. Puesto que se había negado a ir a su taller, al menos había dejado que Masdéu escogiera el lugar de la cita.
La calle Nueva había sido lugar de cabarets, academias de baile, casas de juego clandestinas y prostíbulos donde los hombres olvidaban y las mujeres morían poco a poco. Había sido también lugar de barricada, sangre obrera y bandera roja, pero ahora era calle de inmigrantes que aspiraban a una vida mejor, y por lo tanto alzarían algún día otra bandera roja. Marta entró en el café, en su aire antiguo.
Masdéu la saludó desde el altillo. Era lugar de citas clandestinas y de botones que se desabrochan solos, pero el único camarero intuyó que Marta no había venido por eso. Y si había venido por eso, menuda suerte tenía el tipo de arriba. Los dos se sentaron en la penumbra, mirándose a los ojos como si quisieran adivinarse los pensamientos.
Ella se dio cuenta ahora de que Masdéu era más joven de lo que le había parecido la primera vez. Y seguramente más vigoroso. O quizá sus ojos la engañaban y aquel hombre tampoco tenía edad. Marta pensó en los muertos —sobre todo en las muertas— de su familia, y en el silencio del cadáver que aún reposaba en la casa de la Baja de San Pedro.
Le habían dicho que no volviera allí. Se lo había dicho el padre Olavide, que lo sabía todo. El hombre sin edad le advirtió que su vida corría peligro. Y ella se preguntó ahora, con un parpadeo, si tenía delante su propia muerte.
Masdéu murmuró:
—Gracias por haber venido. Y gracias por haberme dejado elegir el sitio.
—Era lo menos que podía hacer. No quise ir a su taller como la otra vez.
—¿Miedo?
Ella negó con la cabeza mientras decía:
—¿Por qué había de tenerlo?
—Quizá porque otras personas lo tuvieron antes que usted.
—Es posible que haya pensado en eso, pero ahora no me importa. Simplemente quiero saber toda la verdad, si esa verdad puede ser contada.
—Adivino que conoce la historia, Marta.
Ella musitó:
—Sí.
Y en aquel momento se dieron cuenta de algo que no parecía tener sentido.
Los sacerdotes ya no llevan sotana por las calles de Barcelona.
No entran en los cafés proletarios con tanta naturalidad como si allí fueran a decir misa.
Pero había sucedido.
El padre Olavide estaba abajo.