37

La confesión

—Acompáñeme.

No era una orden, era una invitación que parecía llegar desde todas partes, como un soplo de aire. Marta Vives se levantó y dejó de apretar con los dedos la mesa de caoba. Fue en aquel momento cuando se sintió sola y perdida, como si hubiese dejado de pertenecer al mundo.

Ahora que el rostro tan blanco había desaparecido, no veía nada.

—Sígame apoyándose en las paredes —dijo la voz—. Encontraremos luz más abajo.

«Más abajo.»

Marta Vives, a pesar de que había entrado en muchos rincones sellados, sintió que se le secaba la boca.

—Los planos de la casa son los que constan en el ayuntamiento —indicó la voz un paso delante de ella—, y por lo tanto se consideran correctos. Pero hay que saber lo que son las viejas ciudades para entender que se equivocan.

—¿Qué quiere decir?

—Que debajo de esta casa hay otra, de la que sólo quedan ruinas. Usted sabe tan bien como yo que las ciudades vivas se alzan sobre las ciudades muertas. Llegaremos hasta un tabique que hay cerca de la entrada y lo verá.

En efecto, unos rayos de la última luz de los patios mostraban un tabique empapelado según las normas del buen gusto de noventa años atrás, aunque del papel apenas quedaban jirones. Marta no se había fijado antes en aquel tabique porque le parecía lo más natural del mundo y era una de esas paredes que no se ven. Pero las manos de su acompañante se deslizaron por ella.

—Es un tabique falso —dijo la voz—. Lo levantaron hace muchísimos años para aislarlo de un ramal de la cloaca que era un nido de ratas. Ese ramal de cloaca no pertenecía a esta casa, sino a la que antes ocupó este lugar y que ahora tenemos bajo nuestros pies. Espero que nadie nos oiga si hacemos un poco de ruido.

Y buscó algo que le sirviera, una vieja barra de hierro. No era difícil encontrar eso allí. La casa estaba llena de trastos con los que el ayuntamiento había evitado que la casa se derrumbara.

Pero Marta no le permitió usarla. Tenía una pregunta en el fondo de la sequedad de su boca.

—¿Cómo sabe eso? —farfulló.

—Porque yo había estado en la casa antes de que se construyera este tabique.

La muchacha hizo un gesto de incomprensión.

—Pero… —balbució.

—Por favor, no me pregunte.

Y dio dos golpes al tabique. La fuerza de aquel hombre era inmensa, y también su habilidad para encontrar el punto más débil de la pared. El impacto debió de oírse en las dos casas vecinas, pero nadie hizo caso. Demasiadas veces habían estado allí los técnicos municipales.

Marta no veía apenas nada, pero pudo distinguir un hueco en la pared. Aunque no era muy grande, permitía el paso de un cuerpo. Jirones de papel quedaron colgados en el aire.

—Cuando atraviese usted el hueco —susurró la voz—, tienda las manos y encontrará una pared frontera. Casi enseguida empiezan diez peldaños de piedra, que supongo que estarán resbaladizos. Tenga cuidado y no se preocupe por las ratas. El ramal de la cloaca quedó cerrado hace tiempo.

Marta seguía las indicaciones, adentrándose en un mundo que, ahora sí, estaba hecho sólo de tinieblas. Tendió los brazos y encontró una pared viscosa. Movió la pierna derecha, en un difícil equilibrio, y halló el primer peldaño.

—Ponga los dos pies en cada uno de ellos —indicó la voz— bajando muy poco a poco. Recuerde que son diez peldaños. Al final, yo la esperaré y podrá apoyar las manos en mi espalda.

Marta Vives lo hizo así.

Le pasó algo que no le había ocurrido nunca: se le erizaron los pelos de la nuca.

Y llegó al final. Allí le esperaba una espalda en la que apoyó ambas manos. No sentía miedo, pero sin embargo le dio angustia tocarla.

—Ahora avanzaré hacia el fondo. No hay ningún obstáculo más. Si quiere, puede seguir apoyada en mi espalda.

La distancia no era larga, aunque a la muchacha se le hizo interminable. Incluso a una arqueóloga como ella le parecía que no iba a salir nunca más de allí. Al fondo se oía un leve rumor de agua, como el del ramal de una cloaca.

La voz la tranquilizó:

—No le extrañe. Debajo de la Barcelona que vive, hay varias Barcelonas que han muerto pero que nadie investiga. No van a derribar una calle llena de vecinos para descubrir un viejo templo. Del mismo modo, debajo del Vaticano que conocen los fieles, hay otro Vaticano que sólo conocen los papas.

Por fin llegaron a lo que Marta no había visto jamás, pero el otro sí. Se oyó el rasgar de un fósforo y enseguida apareció una llamita. Casi al lado mismo de ésta, se hicieron visibles dos hachones. Las manos muy blancas —que de pronto parecieron surgir de la nada— prendieron una de aquellas antorchas, que parecían no haberse encendido en un siglo.

Y Marta Vives se llevó las manos a la boca para no gritar. Estaba en una pequeña habitación de piedra que era en realidad una cámara mortuoria. Había cascotes en el suelo.

—Antes esto estaba sellado —dijo la voz—, pero la pequeña pared debió de derrumbarse con los movimientos, al hacerse al lado la nueva cloaca. Los vecinos de la casa, cuando ahí vivía gente, creyeron que todo terminaba en esa pared.

Marta no escuchó esa explicación. No le importaba. Estaba asombrada ante lo que parecía un túmulo de madera carcomida, tan agujereada que parecía imposible que el túmulo aún se mantuviera en pie. Encima descansaba un cadáver, o mejor dicho, lo que había sido un cadáver.

No quedaba nada, excepto los jirones de unas prendas sacerdotales como las que se usan para decir misa que habían sido materialmente comidas por las ratas, cuyos pequeños esqueletos cubrían el suelo. Sin duda habían acabado muriendo cuando, muchos años antes, se cerró el ramal de la cloaca y se sellaron los orificios que daban a aquella cámara secreta.

Marta apenas se fijó en eso. Sólo en el muerto que yacía allí, y que era sólo un esqueleto bajo aquellos pedazos de tela. Pero hasta el esqueleto había sido roído por las ratas. Sólo quedaban unas formas, unos restos de algo que había sido hermoso, unas cuencas que parecían ventanas a la nada, unos dientes curvados en lo que parecía…

—¿Una sonrisa?…

El hombre de la cara muy blanca parecía encontrarse en un terreno familiar. No se inmutó en absoluto. Mientras se hacía a un lado para que Marta pudiese verlo todo mejor, susurró:

—Le presento al obispo Masdéu. Nunca llegó a mandar en Barcelona ni en diócesis alguna; tenía uno de esos obispados honoríficos que pertenecen a los principios de la Iglesia: ciudades de Oriente Medio de las que sólo quedan ruinas. En realidad, el obispo Masdéu estaba apartado de todo. Lo tenían por loco, cuando no por un hereje. Pero un hereje al que no entendía nadie.

—¿Qué quiere decir?…

—Vagaba por las calles con ropa talar, se mezclaba con los pobres. Visitaba los cementerios y a veces desaparecía un año o más. Ésa fue la razón de que, cuando murió, sus superiores pensaran que se había perdido en algún sitio. Y en realidad ha estado todo el tiempo aquí, cerca incluso de la catedral, en la casa donde quiso morir.

Marta creyó no haber entendido bien.

—¿Quiso morir…? —susurró.

—Sí.

—Pero usted lo mató…

—Sí.

—¿Cómo pudo hacerlo… tantos años atrás? Ha pasado un tiempo que… que…

La cara parecía más blanca cada vez.

—Le he dicho que, por favor, no me pregunte.

Marta sintió que temblaban sus sólidas rodillas de atleta. La luz de la Mamita parecía dar un giro por toda la habitación. Su cerebro también parecía dar un giro, y eso estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio.

—Apóyese en la pared —recomendó la voz—. Y por supuesto, no tenga miedo.

—No… no lo tengo.

—Pero está pensando muchas cosas, demasiadas cosas.

Ella apenas balbucía:

—Sí…

—Seguro que una de esas preguntas es cómo pude matar a este hombre hace muchísimos años, tantos años que no se comprenden en una vida humana. Pero sobre eso repito que no debe hacerme preguntas. Probablemente no me entendería.

Viendo que Marta hacía sólo un leve movimiento de cabeza, la voz continuó:

—No debe fijarse en los calendarios. La vida tiene muchos sentidos, demasiados para que la entendamos entera.

—Pero ha dicho que usted mató al obispo Masdéu… ¿Por qué?

—Lo maté porque él me lo pidió… Además, tengo sistemas para evitar que una persona sufra al morir.

Marta prefirió no preguntar cuáles eran esos sistemas. En aquel momento tampoco era capaz de imaginarlos. Balbució:

—¿Por qué se lo pidió él?

—Estaba tan arrepentido que no quería vivir, pero no era capaz de suicidarse. Mejor dicho, un obispo no se suicida, aunque desde fuera lo vean como un loco. Prefirió dejarse matar.

—¿Me está hablando… de una eutanasia?

—Puede darle ese nombre si quiere. Yo creo en la eutanasia, y el obispo Masdéu creía en ella también.

—Pero la Iglesia no.

—La Iglesia se equivoca, y acabará cediendo. El limbo, al parecer, existía, y ya no existe. La resurrección de la carne existía, y por eso estaba prohibida la incineración. Hoy la incineración existe, y hasta es una forma poética, por decirlo así, de conservar la carne. Un día la Iglesia cederá también en la idea del infierno, sobre el cual, por otra parte, sólo hay referencias de lo más inciertas. Y es que el infierno va contra el sentido común y hasta contra el instinto de la venganza.

Marta prefirió no despegar los labios. Estaba fascinada por aquella voz, pero sobre todo por aquel mundo fantástico, misterioso, ignorado y subterráneo. Le parecía increíble que debajo de las viejas calles de Barcelona existiese otra realidad.

Pero existía.

Además, la idea del infierno coincidía también con la suya, y eso nublaba sus pensamientos. Le parecía mentira que «su» verdad pudiera ser expresada tan claramente. Porque desde niña había tenido su propia idea del infierno, una idea sin duda herética y que ahora no le prohibía nadie. Sus antepasadas quizá creyeron lo mismo, pero ellas lo tenían prohibido. Y pensar demasiado se pagaba con la muerte.

Siempre había pensado así. Si ella tuviera en sus manos al peor bicho del mundo, al hombre que hubiese violado y luego asesinado a su hija, ella, Marta Vives, lo enviaría al fuego eterno. Y durante los primeros veinte años, oyendo sus alaridos, brindaría a su salud y le pediría que aullase aún más. Pero a los treinta años empezaría a pensar que quizá ya tenía bastante. Y a los cincuenta se impondría muy levemente un cierto sentido de piedad. Y a los sesenta pensaría que ya era suficiente y sacaría al enemigo del infierno. Y eso lo pensaba ella, un ser humano lleno de imperfecciones. ¿Cómo el Dios perfecto no podía sentir ni eso? ¿Cómo podía castigar con la eternidad un pecado que a veces había consistido en blasfemar o no ira misa?…

Aquel desconocido pensaba lo mismo, y aquel desconocido parecía saberlo todo.

Sentía encima su mirada, que desde el primer momento le había parecido más allá del tiempo. Al fin balbució:

—¿Por qué me ha enseñado esto… a mí?

—Porque usted es el último eslabón de una gran cadena. Y he esperado poder encontrarla a solas para hablar con usted.

—No entiendo.

—Hay linajes de gente que piensa —murmuró la voz—, y eso los ha convertido en linajes malditos. Algunos de esos linajes han provocado guerras de religión, cismas, herejías, dudas que han pasado de padres a hijos. Todos lo han pagado duramente. Y si hablo de algunos linajes me refiero concretamente al suyo, al de los Vives.

Ella vaciló de nuevo. No podía hablar.

Pero fue la voz la que continuó:

—El suyo fue un linaje ilustrado. No puedo decir si mejor o peor, pero fue un linaje de gente que pensaba. Y además mantenía en torno a eso un cierto orgullo, como lo prueba el que formaran una especie de círculo cerrado y casi secreto. Y al llegar la hora del matrimonio, practicaban la endogamia.

Marta hizo un leve gesto afirmativo. Sabía muy bien que aquello era cierto.

—Le ruego que piense en algunas de esas antepasadas —continuó la voz—. Hace poco estuvo en contacto con algo que había pertenecido a una de ellas.

—¿Con qué?…

—Debería recordarlo. Era una cruz de bronce.

Ella pudo decir apenas:

—Sí…

—La mujer que la tenía en su tumba fue ajusticiada por hereje en la Edad Media —que ahora le parecerá a usted muy lejana, pero que aún está marcando nuestra vida— y, como era creyente, pidió ser enterrada con la cruz. No quisieron darle la cruz de todos, sino algo así como una insignia pagana. Usted la ha visto: es algo parecido a la que los alemanes llamaban la cruz de hierro. Unos ladrones violaron esa tumba. No era tierra sagrada, aunque estaba cerca de un templo románico: Sant Pau del Camp.

Marta conocía aquello perfectamente, y ese conocimiento era una de sus torturas. Por lo tanto, se limitó a asentir mientras la voz continuaba:

—La hija de esa mujer fue asesinada, según las viejas historias. Era una hereje más dura que su madre, y además palpitaba en ella el sentido de la venganza. Pudo perfectamente ser quemada viva, pero se libró. La mataron, mejor dicho, la asesinaron, de otra forma.

—¿Quién lo hizo?

—Yo lo sé —dijo la voz.

—Entonces hable…

—¿Y de qué le va a servir? ¿Albergaría usted un sentimiento de venganza por algo que ocurrió hace tantos años? Le pido que en esto tampoco me haga preguntas.

—Algún día me tendrá que dar la respuesta.

—Quizá usted misma la averiguará… Pero no seré yo, desde mi distancia, quien se lo diga. Además, quien lo hizo pensó que era su deber.

—Entonces deme un nombre, algo… No olvide que soy historiadora.

Como si no hubiese oído aquellas últimas palabras, la voz continuó:

—Digamos que su familia, su estirpe, Marta, cultivaba algunos ritos satánicos. Los ritos satánicos, como los divinos, son de una inmensa antigüedad, y por lo tanto también dignos de respeto. Hablando desde mi inmensa distancia, podría incluso decirse que su linaje tuvo contactos con el diablo.

Marta protestó:

—Quizá usted me esté hablando de histerismos y alucinaciones. La ciencia ha estudiado mucho eso.

—Quizá todo pensamiento superior —dijo él acercándose al cadáver—, sobre todo si es un pensamiento religioso, está tocado por el histerismo o la alucinación, pero ese pensamiento es muchas veces el que más se acerca a la verdad. Podría usted darle un nombre también muy conocido: intuición. Pero insisto en que su linaje tuvo contactos con el diablo, y de aquí viene la larga cadena de muertes, siempre cometidas por una mano que creía cumplir un deber. Puede no creerme, pero yo no la habría traído aquí, a este fondo del tiempo, para mentirle. Además, usted ha tenido una prueba de esas relaciones con el diablo.

Marta Vives volvió a sentir vértigo.

No recordaba nada, y por eso negó obstinadamente con la cabeza.

—¿No lo recuerda?

—No…

Hubo una especie de burla en la voz cuando añadió:

—Una pequeña joya… Una cadena.

Marta abrió mucho la boca.

De pronto lo entendía.

—Aquella cadenita —balbució— cuya pista estaban siguiendo los Masdéu…

—Usted la ha visto.

—He visto… su idea.

—Pero la cadenita ha existido. Y existe.

—¿Qué?…

—Existe.

Marta Vives se apoyó en una de las paredes de piedra de la cámara, porque de lo contrario tal vez habría caído sobre el cadáver. Esa sola idea le inspiró un inmenso horror. La llamita de la antorcha amenazó con extinguirse y dejarla otra vez sumida en las tinieblas.

La voz continuó:

—Se la mostró a usted un diseñador de joyas llamado Masdéu. No necesito decirle que es un descendiente de este cadáver que tiene ahora al alcance de su mano.

Marta, que se creía habituada a todo, no se atrevió ni a mirarlo.

—Sé que usted me entiende, Marta. Masdéu, el diseñador, no había visto nunca esa joya, pero existía una tradición en cuanto a ella, y por lo tanto él la había buscado por todas partes. En cierto modo usted también, porque llegó a ser experta en joyas que lucían las viejas damas de las pinturas. Las joyas llevan dentro la historia y a ellas está prendida la piel de personas que ya no existen. Usted nunca será rica, pero las ama. Sabe que ellas conservan para siempre pedacitos de vida.

Marta tuvo que cerrar los ojos porque había adivinado uno de sus secretos.

Aquello era verdad.

Y sólo abrió los ojos cuando aquella suave voz siguió diciendo:

—Masdéu sabía, y sabe, que ese fino collar está relacionado con el diablo.

—Pero no es valioso —objetó ella—. En una joyería apenas sería objeto de atención. A un profesional de tanta importancia como él, ¿por qué le importa?

—Por dos motivos.

—Dígamelos.

—Uno es el diseño: se trata de una cadenita casi imposible, puesto que los eslabones no se acaban de sostener. No están cerrados. Más que una joya, podría ser un proyecto o un pensamiento. Por supuesto, Masdéu intentó crearla, después de haber logrado terminar el diseño.

—¿Y?…

—No pudo. Los eslabones en forma de «seis» no se sostenían bien y la joya se rompía en cuanto alguien la manejaba entre sus dedos. Sólo una de esas cadenitas existe en realidad, y no parece confeccionada por dedos humanos. Eso obsesiona a Masdéu, que conocía la tradición de su familia y siempre se ha esforzado por encontrarla.

Marta recordó su visita a Masdéu, el diseño que él había dibujado, las preguntas que le había hecho y que en aquel momento quizá no entendió. Otra vez se sintió envuelta por la sensación angustiosa del tiempo.

Preguntó con un hilo de voz:

—¿Fue él quien robó el retrato de mi madre?

—Sí. Por si la llevaba puesta.

—¿Y a él qué le importa? —preguntó la muchacha con una voz que no parecía la suya.

—Ése es el segundo de sus motivos.

—Por favor, cuéntemelo.

—No necesito decirle que, entre las muchas supersticiones de que está rodeado el diablo, figura la del numero seis. Durante siglos, se ha considerado el seis el número del diablo.

—Eso no es ningún misterio. Supongo que forma parte de las tradiciones sin fundamento, pero la tradición existe, es verdad.

—Y usted no le da importancia.

—No.

—Pero quizá se la daría, Marta, si estuviera usted obsesionada por el diablo. Y quizá debería estarlo, o quizá en el fondo de sí misma lo esté, porque sus ascendientes estuvieron de algún modo relacionados con él. Al menos creían en su poder, o sentían por él un interés humano. Y por eso, a lo largo de los años, siempre fueron víctimas.

La muchacha asintió con un solo movimiento de cabeza.

—Su familia, Marta, siempre ha formado parte de las víctimas, y usted misma puede serlo en cualquier momento. Ahora imagine que, en lugar de pertenecer a la rama de las víctimas, pertenece usted a la rama de los verdugos.

—No le acabo de entender.

—Pues le hablo con mucha claridad. ¡Los verdugos! Si personas de su familia, en especial mujeres, fueron perseguidas o asesinadas a lo largo de los siglos, alguien tuvo que perseguirlas o matarlas.

—Los Masdéu.

Otra vez Marta Vives vaciló, otra vez tuvo la sensación de que iba a caer sobre el muerto.

—Pero ¿por qué? —balbució.

—Los cristianos creen que el diablo es el enemigo absoluto de Dios.

—Lo… lo sé.

—Y algunos de esos cristianos son fanáticos y matan a los que creen poseídos por el diablo. No necesito decirle que ése es un hecho tan habitual que se ha repetido millones de veces a lo largo de la historia. Los que no obedecían a Dios tenían que ser exterminados: con ellos moría también el enemigo absoluto. Si le hablo de las persecuciones por parte de la Iglesia, si le hablo de las hogueras y los autos de fe, si le hablo de la Inquisición, no necesitará otros datos históricos.

Marta sabía que no podía rebatir aquellas palabras, pero estaba ya sin un soplo de aliento.

—Me acaba de hablar de los Masdéu…

—En efecto. Ellos han formado, o forman, un linaje absolutamente contrario al suyo, el de la rama de los Vives a la que usted pertenece: los Masdéu han sido siempre unos fanáticos de Dios y consideraron su deber ayudarle con la muerte.

—Pero ¿porqué?…

—Quizá porque hay linajes que no han pensado tanto como el suyo, Marta. Y han mantenido un fanatismo basado en algo que creían ciegamente.

—¿En qué?

La voz dijo solamente:

—Creían en la Obediencia. Si usted escribe alguna vez esta palabra, hágalo con mayúscula: la Obediencia.

Marta intento pensar, pero no podía. Era mejor dejarse llevar por la voz. Aun así, hizo un gesto indicando que no acababa de comprender.

—Muchas cosas, las más importantes, se basan en la Obediencia, que casi siempre es irracional. Y lo es porque no se la puede discutir. Por ejemplo, el ejército. Por ejemplo, el clero. Por ejemplo, Dios.

—¿Dios?…

—El Dios que usted conoce se basa en la Obediencia. «Debes» creer en Él y respetarlo. Te ofrece misterios y tú «debes» aceptarlos. Te impone unos mandamientos y tú «debes» seguirlos. Lo que llamamos Historia Sagrada es rica en casos así: por ejemplo, la orden de Dios para que un padre sacrifique a su hijo. Dios te impone, sobre todo, la Obediencia. El Papa es infalible y no se le puede discutir. Toda la religión católica podría ser resumida en una sola palabra: Obediencia.

Ahora la figura se movió. La Mamita del hachón amenazaba con extinguirse, quizá porque no llegaba suficiente oxígeno a aquel lugar remoto. Cuando eso sucedía, Marta Vives se estremecía de horror.

—Los católicos son obedientes o son herejes —susurró de nuevo la voz—. Y los creyentes absolutos pueden llegar a ser fanáticos y a creer que tienen una sagrada misión que cumplir.

—¿Sigue habiéndome de los Masdéu?

—En su caso sí, Marta. Una rama de los Masdéu siempre persiguió a una rama de los Vives, justo la rama a la que usted pertenece. Durante siglos los persiguieron, los asesinaron creyendo cumplir un deber. No fueron los únicos, pero no quiero aumentar su angustia habiéndole de alguien más. Una de las personas asesinadas, y cuya muerte no figura ni en el Registro Civil, fue una antepasada suya no demasiado lejana. Tuvo un nicho en el cementerio Nuevo, junto a la que era pestilente cloaca del Bogatell. El cementerio romántico de Barcelona.

Marta se derrumbó. Recordaba perfectamente las investigaciones que ella misma había hecho.

—Un Masdéu la mató —continuó explicando la voz— y, por supuesto, se inició una investigación policial, sin resultado alguno. También por supuesto, esa investigación estaba condenada al fracaso desde el primer momento.

Marta hizo un solo gesto de interrogación, pidiendo al otro que continuase.

—¿Quiere saber por qué, Marta? Pues porque la policía, la de ahora y sobre todo la de antes, no investiga entre los medios eclesiásticos. En principio, en la católica España, cuando su antepasada murió, un sacerdote no era sospechoso. Y un sacerdote cometió el crimen, aunque él no lo consideraba así.

Los ojos de Marta fueron hacia el cadáver y se posaron en lo que quedaba de él, en sus cuencas, sus dientes intactos, aquella sombra de sonrisa que llegaba desde el otro mundo.

¿Él?

Hubo un leve gesto afirmativo en la cabeza blanca, siempre hundida en las sombras.

—Sí, Marta, pero…

—Pero ¿qué?…

—Masdéu se arrepintió. Masdéu quería ser un hombre justo, y más tarde se dio cuenta de lo que había hecho. La Obediencia se resquebrajó en él, o quizá la duda perforó lo que hasta entonces había sido su vida. El caso fue que, cuando la investigación ya estaba cerrada, él recuperó el cadáver, que había sido enterrado por caridad junto a la fosa común. Y ahora puede usted creerme o no, pero yo vi cómo lo hacían, cómo el cuerpo irreconocible volvía a brotar de la tierra.

Marta tuvo por un momento la sensación de haberse vuelto loca. Las palabras llegaban a sus oídos y las entendía, pero no acababan de entrar en su mente. Era como un sueño que apenas rozaba la verdad. Algo se rebeló en su interior y le hizo mover la cabeza negativamente, aunque tampoco se atrevía a no creer. Lo que estaba oyendo la mantenía tan quieta como si ella también hubiese muerto. Por fin logró balbucir:

—¿Vio cómo lo hacían?…

—Claro… Yo era entonces uno de los administradores del cementerio.

—Creo que me estoy volviendo loca…

—Yo sólo hablo de lo que he visto. El cuerpo de aquella mujer brotó del fondo del tiempo. Un sacerdote que entonces empezaba a destacar ya por su sabiduría estaba a mi lado. Vi lágrimas en sus ojos.

—Un sacerdote… ¿que era éste?

—Sí, una persona sagrada que más tarde llegaría a obispo porque todo el mundo reconocía su ciencia, su caridad y su sentido del deber, aunque nunca ejerció potestad alguna. Ya se lo he dicho. Llevaba una vida tan extravagante que lo consideraban loco, y por eso pasó a ser una especie de muerto en vida. Pero estaba arrepentido, y colocó en un nicho del cementerio romántico a la mujer a la que había matado. Nunca le llevó flores, pero de vez en cuando iba a rezar ante su lápida. Nadie lo entendía. Y siempre pagó aquel nicho, como el que expía un pecado.

—Pero luego dejó de hacerlo…

—Claro, cuando murió. Porque deseaba morir, porque su angustia era superior a su vida —y la cara cerró un instante los ojos—. Antes quiso comprar el nicho, pero no pudo, porque tenía prohibido poseer bienes y porque sus superiores le habrían obligado a aclarar muchas circunstancias. Le fue mucho más sencillo consignar una cantidad para que el alquiler de la sepultura se mantuviera casi indefinidamente. Y así habría sido, pero llegó la guerra civil. Nadie se acordaba entonces de un lejano obispo llamado Masdéu cuyo cadáver ni siquiera había aparecido. La losa del tiempo había caído sobre una Barcelona en guerra que era incapaz de recordar. Algunas tumbas fueron profanadas, de otras se perdieron los papeles, y sobre todo las viejas consignaciones en dinero. A esta casa que ya estaba cerrada llegaron citaciones para que se arreglara de nuevo la documentación, pero jamás las recibió nadie. Entonces, transcurridos muchos años, el nicho fue vaciado como lo habían sido otros. Por eso usted no encontró ya rastro de su antepasada.

Marta Vives apretó los labios con angustia. Lo recordaba todo perfectamente, y todo concordaba. Nada podía entrar de lleno en su mente, pero todo concordaba.

La voz concluyó:

—Necesitaba explicarle todo esto. No quería mantenerla más tiempo en la duda.

—¿No quería hacer eso?… Pero ¿no se da cuenta de que ahora dudo mucho más?

—Ahora ya no tiene derecho a hacerlo. Se lo he explicado todo. Sólo me resta sacarla de aquí, de este lugar donde seguramente no volveremos nunca, y hacerle una última advertencia. Le ruego la escuche bien.

—¿Cuál es?

—Corre usted un gran peligro, Marta Vives. Ahora que ha tocado la muerte, crea en la muerte. Guárdese de los que durante generaciones han matado. Aléjese del peligro, y quizá para eso haya un solo remedio.

—¿Cuál?

—Marta, olvídese de usted misma y de las dudas que le han sido transmitidas a lo largo de los años. Deje de pensar.

Marta Vives no necesitaba eso. Prácticamente había dejado de pensar desde que penetró en aquel mundo irreconocible, en aquella parte de la ciudad secreta. Pero aun así preguntó:

—¿Debo guardarme de los Masdéu?

—Sólo queda uno. Pero no me pregunte más porque repito que probablemente no me entendería.

Y de los labios tan blancos surgió la misma palabra con la que había empezado a hablar:

—Acompáñeme.